—¿Te refieres a nuestras actuales aventuras o al desorden cósmico integral?
—Este último periplo. La ida a Oriente. Como los Reyes Magos en dirección inversa. Buscando a un dios.
Manolo se repantigó en la silla de mimbre y sorbió su martini seco. Terenci, igualmente beatífico, hizo lo propio. Me sentía inquieta. Antes de instalarnos en el famoso café alejandrino se había impuesto un enésimo cambio de vestuario. Nos tocó lucir algodón crudo y sombreros panamá, siguiendo la moda tardo-colonial del instante histórico escogido. Mi falda tenía bolsillos de hendidura y busqué en ellos, infructuosamente, la pluma del Ángel Caído. La echaba a faltar. Él, situado por encima del bien y del mal, condescendía en mostrarse compasivo con los seres extraviados. A ratos, mis amigos se me antojaban tan errantes como yo.
El borde festoneado del toldo malva del Pas-troudis se apoyaba con desmayo en las delgadas columnas del porche-terraza que, rematadas por capiteles de inspiración corintia, recordaban al visitante que Alejandría, como había escrito Terenci —o escribiría: nuestra incursión tenía como escenario algún momento del final de los años treinta del siglo veinte—, no era Egipto, sino su tumba. Mi más que probable amor futuro y retrospectivo por la ciudad se veía afectado por el dolor —pleno de beatitud, debo admitirlo— que, seis meses antes de mi entrada en el coma, me caló al esparcir las cenizas de mi amigo en el mar. Una tumba tras otra: eso era Alejandría para mí.
—¿Qué pinta Adonis? —continué—. Nunca he tenido la menor relación con semejante dios, cuyas representaciones artísticas le muestran como una nenaza mofletuda. Jamás entendí qué vieron en él Afrodita y Mirra para enamorarse cuando era un bebé y encerrarlo en una caja para partirse su custodia durante el año. Entiendo mejor a sus enemigos. Yo también le habría descuartizado, por rubicundo y cursi. ¡Donde esté el Poseidón del museo de Atenas! Lo suyo sí que era un físico viril, y eso que le falta el tridente.
Pensé que mi Lucy tenía el buen gusto de no mostrar semejante artilugio, que amén de atemo-rizador tiene un no sé qué ordinario, como de mondadientes avernal.
Terenci se tocó el ala del sombrero, concentrado en el paisaje. Por delante del Pastroudis desfilaban muchachas tuberculosas, barberos sifilíticos, diplomáticos congestionados, efebos hambrientos, danzarinas del vientre estragadas por la viruela, conspiradores judíos, conspiradores cop-tos, conspiradores armenios, conspiradores musulmanes, conspiradores soviéticos, conspiradores franceses, conspiradores británicos, conspiradores rumanos y conspiradores vieneses que aguardaban a que la guerra empezara, y a que acabara pronto, para iniciar tratos con el tercer hombre y prosperar gracias al mercado negro de penicilina adulterada. Niñas y niños descalzos y prostituidos perdían a sus madres, y madres ajadas buscaban a sus hijos en los burdeles de los alrededores, matrimonios maduros imploraban un billete de avión para Casablanca, en donde reclamarían otro con destino a Lisboa, y allí suplicarían que alguien les proporcionara un pasaje con destino a Estados Unidos. Mozalbetes imberbes vendían postales de la Estatua de la Libertad y un par de arqueólogos corrían detrás de unos bandidos que acarreaban un arca que contenía el santo grial. En otra mesa del Pastroudis, un espía del Tercer Reich intercambiaba tarjetas de visita con un secretario de la embajada franquista, afecto a Serrano Suñer.
—Qué de gente —dije.
—¿Te das cuenta, mujera? La literatura todo lo puede. Y el cine, claro. Cada uno de nosotros ve en la calle aquella Alejandría que le ha proporcionado su cultura, la popular y la excelsa. Antes, cuando brevemente te he convertido en Justine, ¿no te has dado cuenta de que lo eras en la desastrosa versión cinematográfica de Cukor? Siempre me gustó Anouk Aimée.
Inhalé para exhalar a continuación: qué largo se hace, cuando se albergan pretensiones, escribir un simple suspiré.
—Alejandría... —se ensimismó Manolo—. ¿Sois plenamente conscientes de que hemos elegido para caer en la ciudad de Cavafis un día de 1938...
—Y de Demis Roussos —complementé—. «Forever and Ever and Ever... Amen!» Aparte de que Nasser también nació por aquí.
—... Un día de 1938 en que Cavafis ya no está en la ciudad? Falleció hace cinco años sin saber que los bárbaros iban a llegar finalmente, arrasando su metáfora. Volvió la guerra a Europa, y con ella vino aquí Durrell, para su trabajo de propaganda para la diplomacia británica, y su metabolización de lo que sería el Cuarteto. Siguieron años de barbarie. Alejandría fue bombardeada por los alemanes. Desde aquí, los británicos, que mandaban en Egipto, lanzaron sus barcos para liberar Grecia de los nazis. Egipto casi se perdió, pero Rommel estaba demasiado fatigado por el esfuerzo de guerra y no alcanzó a entrar en esta ciudad, casi indefensa. Poco después, los judíos de Alejandría se unieron a la causa sionista de la fundación de Israel, los gobiernos de los países árabes reaccionaron con débiles guerras, desunión y el abandono de los palestinos. La calle árabe rugió de nacionalismo aquí, en la ciudad que Alejandro eligió entre todas como símbolo de su genio y su belleza, y en la que fue enterrado —sin haber vivido en ella—, para diluirse por siempre jamás, desvirtuado por las fantasías de los tiempos venideros. Se fueron los británicos, pero volvieron, convertidos a su vez en bárbaros, junto con los franceses, para recuperar el Canal de Suez. Llovió fuego sobre Port Said. ¿Sabíais que, en principio, Londres había ordenado que el desembarco y el sanguinario bombardeo preventivo tuviera lugar en Alejandría? Habría dejado en mantillas al que le infligieron tras los levantamientos de 1882. Sí, querida amiga, de no haber sido por los escrúpulos de lord Mountbatten, a quien le pareció una población habitada en exceso, lo que elevaría el número de víctimas, Alejandría habría sido arrasada cuando Nasser nacionalizó el Canal. Los bárbaros... Siempre llegan.
Encargó otro martini seco, sacudiendo la cabeza.
—La metáfora que nunca traicionó a Cavafis —concluyó—, su auténtico servicio a la humanidad como poeta, fue «ítaca». «ítaca te dio el bello viaje. Sin ella no hubieras salido del camino.»
Terenci me tomó una mano, sujetándomela con ia palma hacia arriba.
—Aquí está escrito que, tarde o temprano, regresarás al puerto al que crees rechazar, y que no es tu ítaca, sólo una parte del viaje en el que tendrás que detenerte, un mercado fenicio rico en sorpresas. ¿Qué mal hacemos nosotros facilitándote el empujón necesario?
—Sin acertijos. —Pero sabía de qué me hablaba—. Ignoro a qué lugar apuntas y porqué, con mi coma en puntos suspensivos, aplazamos con cualquier motivo el ensamblamiento de mi cuerpo mortal con mi ser astral. Temo para mis adentros, y os lo digo porque sé de sobras lo fácilmente que os adentráis en ellos, que lo de Adonis no sea sino un juego de espejos, una trompa en el ojo, como dicen los franceses.
—¡Adonis! ¡Adonis, el dios de la vegetación, de la puntual renovación de la vida! —emitió Te-renci las frases con indisimulado placer—. El rostro semita de Osiris, otro adolescente cuyo perfecto físico fue hecho pedazos y sembrado en la tierra por el bien de las cosechas, de la fertilidad y del disfrute... aunque, para disfrute, Dionisios. Nena, ¿por qué un hombre sensible como nuestro Manuel Puig, a quien personalmente debo el regalo de algunas rarezas cinematográficas cuyo culto compartí con Néstor Almendros, habría de gritar «¡Adonis!» sin ton ni son, y largarse después tan campante? Conociéndome como me conoce, pudo suponer que me abalanzaría sobre el mito.
—Bien. —Intenté calmarme—. Muy bien, ahora eres tú quien duda acerca de la utilidad del Adonis alejandrino. ¿Qué estamos haciendo aquí?
—Como mujer que eres, prosaica te muestras.
Un claxon enloquecido le interrumpió. Al paso de un pequeño autocar, la multitud se apartó.
—Vaya prisas —comentó Manolo—. ¿No es ése un anacronismo, un vehículo propio del último futuro que nosotros conocimos?
Justo cuando me preguntaba cuál era el motivo de nuestra escala, los recuerdos irrumpían para imponerme mi papel en este capítulo.
—Ahí vamos, Terenci —indiqué—. En ese autocar. Camino de la nueva Biblioteca de Alejandría, con tus libros y parte de tus cenizas —pues fuiste pródigo en el reparto de ti mismo—, dispuestos a darte el lugar que mereces entre tus colegas. Esperemos que ningún fuego destruya el templo literario de hogaño, que ningún imperio codicioso e ignorante provoque su destrucción.
Nos lanzamos detrás del autocar, que aparcó cerca de la entrada de la Biblioteca.
El moderno edificio es amplio y diáfano. A nosotros nos parecía muy grande, porque lo contemplábamos desde el suelo. Como en una secuencia de Ciudadano Kane, la ceremonia del homenaje a mi amigo se desarrolló muy por encima del nivel de nuestra mirada, cercana y ajena. Escuchamos a Nuria, a Ana, a mí misma, a los amigos y personalidades que nos habíamos reunido en el amplio vestíbulo habilitado para la ocasión.
—Me estoy poniendo sentimental —comentó Terenci—. Vamos a inspeccionar las instalaciones.
Los otros siguieron hablando de él, de su relación con Egipto y con la ciudad.
Nos deslizamos por los pasillos, olfateamos entre los volúmenes, saltamos de ordenador en ordenador, admiramos la techumbre de cristal que daba al Mediterráneo.
—Ay, cuca. Qué inquietante. Y qué desasosiego: compruebo la antropofagia del Tiempo. Mi verdadera biblioteca se hizo cenizas, como yo, como tantos, antes y después de mí. Me gusta ésta, no voy a negarlo. Sin embargo, amo más la idea de que duermo allá abajo, con los restos de tantos naufragios del amor y de la literatura.
Abandonamos el lugar y corrimos hacia la Cor-niche, para no perdernos la escena que se desarrollaba en el pequeño embarcadero. Ana, Inés, Nuria, Xavier, Román, Sergi, Papitu, Juan Ramón, Islam, el cónsul, Quim, Tomás y yo misma: apiñados al borde del mar, sobrecogidos por la unicidad del instante, por el azul atunado de las aguas, plácidas a esa hora —atardecía pero no era el sol de Barcelona al que yo había conjurado al principio de la jornada, era el último sol de Terenci en Alejandría—, y por el canto del muecín que nos acompañó aquellos momentos.
Cuando el trance pasó, y el aire salado por las lágrimas nos erizó el pelaje, Terenci se volvió hacia nosotros.
—Me ha gustado mucho —confesó.
Se lamió la pata derecha y lanzó un maullido. Pues los tres nos habíamos convertido en gatos para disfrutar en común, distintos y distantes, de una de las despedidas más hermosas que pueden depararse a un ser humano.