Si ya resulta un delirio desdoblarse, más desconcertante es contemplarse en una escena del pasado, desde la perspectiva gatuna. Allí estábamos, gozando con el perfume de los orines —costas, las de Levante; pero para meadas, Alejandría—, a los que, desde nuestra condición de sardónicos felinos mediterráneos, concedíamos mayor importancia que al grupo de amigos de Terenci —en el que me contaba—, que se disponían a dispersarse, tras la sencilla solemnidad del ritual. Algunas mujeres aprovecharon las horas que faltaban hasta la partida del autocar que les devolvería a El Cairo para ir de compras, los periodistas se instalaron en el bar del Cecil y escribieron sus crónicas, no sin melancolía. Yo —mi yo de hacía dos años escasos— preferí que el cónsul —que no conocía a Terenci pero le respetaba y admiraba— me acompañara en un paseo por la Corniche y me ilustrara con su erudición. Nos sentamos —en esa tarde congelada en mi recuerdo, revivida ahora para el deleite de tres gatos y, no lo olvidemos, los perros de Manolo— en un café tan deteriorado como la ciudad. Un enano nos pidió la comanda. Manejaba diestramente sus enseres. La bandeja más grande que él, de metal gastado; los vasos de cristal en cuyo contenido opalino la menta oscilaba como un caballito de mar atrapado por el azúcar; narguiles que nos preparó agujereando con pericia el papel de aluminio que cubría la cazoleta.
Alejandría, un barco adentrándose en la noche.
De allí partiríamos muy pronto hacia Beirut, pero ahora los taxis, amarillos y negros como los de la ciudad en que nacimos los tres —no tenía ni idea del origen de los perros—, circulaban por la Cor-niche escupiendo bocinazos y, a nuestra espalda, un lienzo de fachadas con más pasado que futuro se desplegaba como los fuelles de un acordeón. Tapices de vejez, historia y olvido, eran las casas que el cónsul y mi yo anterior no podíamos ver, pero los animales sí. De aquella incursión al reino de los gatos todavía conservo una retorcida querencia por las callejuelas del Oriente más encanallado.
Mientras el cónsul y quien yo fui charlábamos, los otros, como bestias felices e invisibles que éramos, hacíamos de las nuestras entre la clientela, sin miedo a que nos echaran a patadas. Los perros de Manolo no mostraban la menor actitud negativa hacia sus tradicionales enemigos o rivales en el predio de las llamadas mascotas domésticas. Formábamos un sexteto muy bien avenido.
Mientras mi evocación permanecía ensimismada en su conversación con el cónsul, se me pasó por el cerebro la pretensión de buscar un piso y quedarme allí. Es decir, que pensé en tomar semejante decisión en cuanto volviera a la vida.
—¿Así que prefieres ser un gato callejero a convertirte en una señora gorda del Ensanche con perro a juego? —preguntó Terenci.
No hablé, ya me leían el pensamiento. Y quizá también los canes, ahora que me tenían a cuatro patas, pues se daban eufóricos codazos, como si fueran agudos comentaristas de mi peripecia. Escuché a mi otro yo, confesándole al cónsul:
—Qué nostalgia de Oriente... Me basta respirar esta atmósfera unas pocas horas para encontrarme en casa. Un hogar complejo, indomeñable, sin duda. Y eso es lo mejor que ofrece la región. Esta parte del mundo afronta tantas contradicciones... No le da tiempo a uno a dormirse, obliga al extranjero a ponerse en el lugar de los otros, a sabiendas de que nunca lo va a ocupar. Pero la tentativa tiene tanto de aventura, es tan hermosa. La aventura de comprender. Es lo que echo en falta del reporterismo, ahora que la edad y el sistema me han ido alejando de esa parte importante, la espina dorsal de mi profesión.
El cónsul, anclado en esta orilla por vocación personal, sonrió con tolerancia. Juguetona, desde mi otra condición, la de gato, le di un cariñoso lametón en la mano. Distraídamente, se la secó con una servilleta.
—¿Qué me impide recobrar el lugar y el instante, ya que no el propósito? ¿Por qué no elijo...?
No escuché el final de la frase. Recuperado su humano aspecto, Manolo y Terenci hablaron a dúo:
—Ya vale. El resto es repetitivo. Has escuchado lo suficiente. Pero que sepas que fue aquí, en Alejandría, en donde empezaste a darle vueltas a algo que consumarás cuando regreses.
La pareja que fumaba narguile se desvaneció —¿qué habrá sido del elegante cónsul?— y reaparecimos en la terraza del Pastroudis, en el mediodía alejandrino. A nuestro alrededor la ciudad estaba desierta, como si una alarma aérea hubiera empujado a sus heterogéneos habitantes a esconderse en un refugio subterráneo. Metí las manos en los bolsillos. Vacíos.
—Lucy me advirtió que no me defendiera de las expectativas.
—Eso te lo venimos diciendo nosotros, con palabras y con nuestra actuación, desde el inicio de estos compartidos eventos —señaló Manolo.
—Me intranquiliza esta ciudad. Tengo la sensación de correr por un andén, a punto de saltar a un tren que no ha llegado ni ha sido anunciado, y que se detendrá sólo por unos segundos. Ignoro si me dará tiempo a alcanzar la plataforma, he olvidado el equipaje... He olvidado las maletas.
—Si a estas altura de tu vida todavía desconoces cuál es tu bagaje, cuca —comentó Terenci, con inusitada seriedad—, conviertes en inútiles nuestros esfuerzos. Déjame que hable por ti. San Tru-man Capote lo explicó muy bien: el don, junto con el látigo. Él se refería a los grandes escritores, es decir, hablaba de él, pero, en mi opinión, la sabiduría que vertió en su prefacio a Plegarias atendidas sirve para cualquier ser humano con dos dedos de frente, para cualquiera que conozca el valor del tiempo que transcurre, el valor del conocimiento y de la experiencia, y que intente redondear esa obra siempre a medio escribir que es nuestra existencia.
—Doris Lessing dijo —susurré— que aquellos que estamos dotados para lo imposible tenemos la obligación de, como mínimo, reconocerlo.
—¿Lo ves? Au, reina, que se te hace tarde. —Terenci se puso en pie—. Vamos ahora a esa ciudad cuyo simple nombre hace que tu expresión se petrifique, empeñada en no admitir que, por difícil que te resulte retomarla, sólo allí recobrarás tu gratitud por lo generosamente provista que fuiste para lograr lo imposible.
Me levanté también, intentando aparentar desgana. Qué tontería, concluí: mis amigos me conocían mejor que yo. Tuve un arrebato:
—¡Sea, pues! Dirijo yo. Elijo vestuario, medio de transporte, época, etcétera, etcétera. No sé vosotros, pero esta prenda va a agarrarse una cogorza como no se ha visto en el Otro Mundo. Y que le den por culo a Adonis.
—¡Ay, reina! Intuyo que por ahí también iba bien servido, el mancebo. Pues los dioses o semi-tales que le despedazaron lo hicieron por un ataque de cuernos, puedes estar segura.
De puerto a puerto, decidí. Siempre he sentido una paralizante nostalgia por la imposible Beirut anterior a sus sueños de grandeza. Hay pueblos predestinados a repetirse desde su nacimiento, pueblos que nacen y mueren, mueren y nacen, que son su abortador y su partera, víctimas y verdugos que se alimentan y eliminan, en perpetua melopea. Cualquier momento de su historia engendra el que vendrá y es fruto del anterior.
Mi idea para el viaje alcanzó a mis amigos antes de que acabara de formularla. Se les iluminó el semblante y, a dúo, se alborozaron:
—¡En golondrina! ¡Eres única! ¡Cómo nos va a faltar tu jubilosa inventiva, amiga nuestra!
—Cuando me pongo, me pongo -les atajé—. Examiné unas cuantas en el puerto de Barcelona, pero, a vista de pájaro y mientras hacía el muerto aéreo, ninguna se me antojó adecuada para conducirnos a Beirut. Ésta que se dispone a cobijarnos es de nuestros tiempos, digna de nosotros y de la excursión que emprendemos.
La María Dolores ondulaba ante la mirada de nuestra niñez. Era elegante y sencilla, graciosa, el casco estaba pintado de añil y rojo, y los toldillos que medio cubrían el segundo piso, de loneta amarilla, bailoteaban en el perpetuo mediodía con que el sol obsequiaba —gracias a mí— nuestro trayecto.
—No me extraña que los egipcios lo adoraran —murmuré, retando al Supremo con admiración—. De los dioses inventados por el hombre, es el único que permanece y nos acompaña, el único que hace méritos a diario para acreditar su divinidad.
Nos instalamos arriba, como siempre habíamos hecho de niños, en esa versión marinera de los autobuses de dos pisos, típica de nuestra ciudad de origen. Terenci y Manolo se frotaron las manos y produjeron almendras garrapiñadas y botellas de zarzaparrilla.
—¡Quiero regaliz! —exigí, y de inmediato sentí en la boca el volumen y la textura de una barrita churretosa que me supo a gloria y me manchó las manos con su resina negruzca.
Soltamos amarras y navegamos con prudencia, para no darle a ningún imbécil de los que se cruzaban con nosotros en moto acuática, peligroso anacronismo que acecha a quien se atreve a surcar el Mediterráneo sin prestar atención a los detalles de mal gusto.
Y así fue cómo, cantando habaneras —la sensual voz de Manolo nos embobó con un solo de El meu avi—, avistamos en la lejanía el puerto y la pequeña ciudad de Beirut, sus casas que centelleaban al sol —albero en las fachadas y tejas de fango color naranja—, como una plácida villa provenzal desprovista de malas intenciones. Aquel puerto, aunque importante, tenía proporciones razonables, y el paseo de los Franceses, destinado a desaparecer bajo una violencia u otra —la guerrera o la especulativa—, se desplegaba como un cinturón desabrochado, colgando del talle de Beirut. Las palmeras que lo ornaban, parejas de esfinges jira-foides en la inmovilidad del aire, se perdían hacia el ()este.
—Me devora la impaciencia —recité un verso de una canción de Miguel Ríos, pues siempre he sido dada a reconocer la valía del acervo rocke-ro—. ¡Vayamos, corramos, antes de que desaparezca!
Simultáneamente cambié nuestros atuendos. Nos convertimos en jóvenes pero no demasiado, iniciando la treintena, a esa edad en que empezamos a apreciar los descubrimientos y presentirnos la nostalgia que su pérdida nos deparará.
—Aquí la gente se arregla mucho —les ilustré—, de modo que estos trajes completos que os he otorgado, de alpaca, quedarán ideales con una corbata y un pañuelo de bolsillo a juego. Así. La camisa también es importante. Ah... ¡y unos gemelos! De oro, venga, que no nos falte de nada.
No saltamos a tierra. Allí, en el segundo piso de la María Dolores, cuajé para la historia de lo improbable las imágenes de la ciudad de antaño que adornan mi estudio en Barcelona. Las había adquirido una a una, a lo largo de mis muchos viajes profesionales a Beirut y después, en mis escapadas de vacaciones, la última de las cuales me deparó la decepción de vislumbrar en sus habitantes un esnobismo más exacerbado que de costumbre y una ráfaga de crueldad cotidiana que, por desgracia, me recordó tiempos peores. Fue entonces cuando rechacé la ciudad, creí que para siempre. Mi Beirut era otra, pensaba, la de antes de Caín —si existió—, la de la foto de la plaza de los Mártires, con su gran rectángulo cosmopolita intacto, sus cafés, sus tranvías, sus coches de último modelo. El soñado bullicio de los zocos cercanos.
—Amigos míos, sabed que esta entrada es muy importante para mí. Agarrémonos, saltemos por encima del tiempo, con la fuerza del amor y la amistad.
Nos metimos en la foto. Al principio resultó un poco extraño, pero pronto nos acostumbramos al blanco y negro, y no nos habría importado continuar así, encerrados en una imagen enmarcada en madera de pino, pero rápidamente la ciudad parpadeó y se devolvió a sí misma a la agitación de un día cualquiera de principios de los sesenta.
Un limpiabotas zarrapastroso y sonriente se apresuró a hincarse de rodillas para lustrar por turnos nuestros elegantes zapatos.
—Reclamo derechos de autor —dijo Teren-ci—. La pequeña Beirut que hemos divisado desde la golondrina es la de otra fotografía, una de principios del siglo veinte, que coloreé para ti durante nuestro último encuentro en mi piso de la calle Muntaner. ¿Lo recuerdas? Había regresado a las artes gráficas en que comencé mi trayecto profesional, y debo decir que lo hice con notable talento, aprovechando todas las bazas que Internet puso a mi alcance, lo mismo para estimular mis fantasías que para crear las portadas de mis libros. Y aquella madrugada hablamos de Beirut, de mi visita en el 67, de lo que la ciudad había sido durante el mandato francés, y de la villa de principios de siglo. Busqué para ti la postal más preciosa, y mejoré el paisaje para ofrecerte la más perfecta visión de la ciudad intacta. Me has hecho un homenaje.
—Cierto —asentí—. Lo de ahora es ya más moderno, la ciudad refleja su desarrollo capitalista, el puerto que divisamos desde esta plaza no es aquel al que arribamos hace unos instantes, ha sido ampliado. El empuje turístico levanta hoteles de lujo extremo, barrios enteros se convierten en escenario de saraos permanentes, entrecruzadas sus calles por el cañamazo de lugares de nocturno esparcimiento cuya clientela se intercambia. La ciudad se libra alegremente a los magnates de la época. Resulta muy virgen todavía, muy ingenua... Se apresta a convivir, esta capital de la frivolidad, con lo más politizado y revolucionario del mundo árabe, semilla de inteligencia que germinó aquí gracias a la apertura con que la prensa reflejaba las opiniones más radicales y contrapuestas, y al extraordinario empuje de las editoriales libreras, las más avanzadas de Oriente Próximo. Si hubo un 68 verdaderamente subversivo fue aquí, en Beirut, al menos en fase de proyecto... y quien acabó con él no fue De Gaulle. Su aniquilación se produjo como un resultado natural de la enajenación que años más tarde acabaría con el Líbano. Imposible que Beirut sea una, su ser se multiplica y superpone, mi visión se hace poliédrica, mis sentimientos hacia ella son extremos, infinitos, confusos... Si me dejáis recorrerla a mi albedrío vamos a formarnos un lío histórico.
—Bien —propuso Manolo—. Centrémonos en la cogorza. Una borrachera como la que has previsto no requiere de tiquismiquis cronológicos. ¡Mezclemos licores y recuerdos! Conocí Beirut brevemente, el año antes de mi muerte. Esa visita también nos atrapará esta noche. Porque las trompas han de agarrarse de noche.
—Vale, pero dejadme saborear esta hora en la plaza, el ajetreo de paseantes, los reclamos de vendedores de lotería, la agitación del Burj.
Alcé mi mano para saludar a un atildado joven que circulaba entre las mesas, pero pronto comprendí lo inútil de mi esfuerzo, porque era un retoño de mi fantasía al que inventé en un futuro que todavía no existía en aquella etapa de nuestro viaje.
—¿Quién es? —preguntó Terenci.
—Gastón —musité—. Será Gastón, el viejo erudito, personaje de una de mis novelas, que escribí porque me urgía crear vidas beirutíes que aliviaran mi ausencia de esta ciudad.
—Los cuentos que nos contamos —replicó mi amigo, repitiendo la frase que me había lanzado esa misma jornada— no siempre son los mejores, pero son los más necesarios.
—¡Qué tablón voy a agarrar! ¡Qué tablonazo! —me extasié.
18
En curda
—¡Tú tira de su pie derecho que yo tiraré del izquierdo! —ordenó Manolo—. ¡Por los tobillos!
—Reina, ¿es que no sabes beber? ¡Te tomé por curtida reportera! —se asombró Terenci.
—Lo fui —casi hipé—. Mas, como no desconocéis, en la sesentena las mujeres resistimos menos que vosotros. Por eso rae he dejado caer, para descansar un rato. ¡Esta desigualdad sí que me zurce!
Pensando en ello, una oleada de rencor ancestral me sublevó, alentado por la humillación que sentía al saberme vestida de novia, y por los suelos.
—¡Uno! ¡Dos...! ¡Y tres!-porfiaron.
Los zapatos se soltaron pero mi cuerpo no les siguió.
—Uf —resoplaron, caídos de culo ellos también, en su caso de espaldas a la cristalera.
Desde mi cómoda postura, les provoqué:
—Ni que estuvierais faenando en un ballenero. Ya sé. ¡Os llamaré Ismaeles!
—Como una cuba —sentenció Manolo, poniéndose de pie.
—¡Piensa en Adonis, reina! ¡En tu secreto! Y en el tiempo, que se nos acorta —me advirtió el otro.
Me ayudaron a incorporarme. A través del cristal, plantada como una muñeca entre los maniquíes entumecidos, envueltos en tules y rasos dañados para siempre por la guerra, contemplé nuestro reflejo en el cristal y fuera, muy lejana, la noche de la ciudad, su interminable noche. Extrañada de mis compañeros por mis recuerdos y temores, viajé con la mirada hasta la última piedra herida de Beirut. Atravesé ruinas y banderas, retratos de asesinos convertidos en mártires y de mártires tenidos justamente por asesinos, fotografías de responsables y de culpables, cruces y mezquitas, emblemas y patrullas y armas, armas y más armas. Quise obviar la cruel estupidez del decorado guerrero, pero cada representación era sustituida por otra, que desaparecía para dar paso a una suplantación más. Sólo en los agujeros habitaba la memoria, en los túneles del ayer, malamente taponados por fallidas reconstrucciones. Lo que no podía ver: lo único verdadero.
—Me sentía de aquí, yo —les expliqué—. Era de aquí y he negado esta ciudad tanto como la he querido.
—Tomemos un poco de aire —apuntó Teren-ci—. Demasiadas emociones, incluso para unos muertecitos.
El oleaje que rompía contra las rocas de Manara nos salpicó, despejándonos. Los perros, erguidos en la punta de un espigón natural, recibían el vacilante embate de las aguas con impavidez digna del Otro Mundo. En lo más hondo yacía la pequeña Beyrutis fenicia, que no fue tan importante como Sidón o Tiro. Entre ambas versiones, el puerto comercial del que partían toneles de especias y de púrpura, y la Beirut de hoy, encanallada por su pasado y enfebrecida por el presente, se apretaba una trama de láminas sobrepuestas que supuraban idénticos humores, reflotando experiencias repetidas y lecciones olvidadas: el transversal malestar de una historia sin solventar. Como la mía.
—Va a amanecer —dijo Manolo—. Eso que canta es la alondra.
—Oh, no —rebatí—. Es el ruiseñor. Quedémonos un poquito más en este rompeolas de la indecisión, en esta marejada resacosa que invita al cuerpo a flojear para impedir que la mente se dispare hacia su objetivo último.
—Es la alondra, hostias —intervino Terenci—. Como sigáis citando a Shakespeare a lo tonto va a comparecer el mismísimo Otelo, que murió aquí cerca, en su reino de Chipre.
—Eso sí que no —me incorporé—. Que en este país ya andan bien provistos de Yagos. Larguémonos, pues, si lo deseáis. Ascendamos a la cueva de la que mana la sangre de Adonis, según ancestrales chismes. Suerte que volamos, la carretera es de-mencial y las barrancas, insondables.
Emprendimos el vuelo, no sin cansancio. No era fatiga física, sino esa melancolía del esfuerzo cuando sabe que se aplica para construir lo más desgarrador que puede ocurrirnos: la despedida. Los tres queríamos —tal vez, no me atrevo a hablar por ellos— dormir. Dormir para olvidar el paso siguiente de nuestro compromiso. Pues me habían conducido hasta el lugar del que partía la única ruta a seguir, la que me separaría de ellos. Y a menudo la conciencia más empecinada pide una tregua para olvidar el éxito que coronará sus designios.
Cuando llegamos a lo alto del monte Musa había amanecido y el sol se aprestaba a rajar los últimos bancos de niebla que medio cubrían el valle del río Ibrahim, antes llamado Adonis. La cascada de la cueva brotaba nítida, azulada, con crestas blancas que salpicaban las llescas de piedra y se fragmentaban para caer como lluvia.
—¿Y la sangre? —preguntó Manolo.
—Es una leyenda. En realidad, son los deslaves de los montes cercanos, la tierra arcillosa que, en primavera, tinta el agua con su tono rojizo. Lo cuenta cualquier guía turística, tenéis que saberlo.
Docta parrafadita que apenas sofocó mi emoción por la proximidad de mis amigos en circunstancia tan especial. ¿Podría llamarla un pacto? Si no con el Diablo, sí con mi futuro. Con mi rumbo futuro.
—De buena gana me metería bajo la cascada —añadí.
—¿Y por qué no? —propusieron, a dúo.
Volvimos a ser niños, chapoteando y gritando en el interior del manantial. El agua surgía de la tierra y manaba hacia el futuro. O hacia la Eternidad, que es igualmente ignota.
Mojados y contentos, nos sentamos en el merendero cercano, cuya terraza se abría a los infinitos montes, al renacido valle. Ajenas a nuestra presencia, un par de mujeres madrugadoras extendían sobre las mesas granos de maíz y de especias para que el sol hiciera su trabajo de sequía. La mañana se tupía con efluvios de comino y de sésamo.
—Reina —habló Terenci, señalando el horizonte con los brazos abiertos—. Todo esto, algún día, será tuyo.
Me eché a reír, ya que su intervención me recordó a mi amigo Lucy.
—Como tentación, no está mal —concedí—. Pero bien sabéis que lo mío es la ciudad. Beirut, esa mala pécora.
Nos quedamos en un silencio que rompí poco después, a mi pesar.
—Marchémonos de aquí. Adonis no tiene la menor intención de ayudarme a volver. Este viaje ha sido muy instructivo, pero sigo en coma.
Mis amigos asintieron, con la contrariedad pintada en sus semblantes.
—No te falta razón —dijo Manolo—. No nos ha enviado ni una maldita señal.
Me picaba la oreja izquierda. Sacudí la cabeza, tratando de alejar lo que me pareció un pertinaz insecto empeñado en asentarse en mi lóbulo como un pendiente. El insecto no cejó en su empeño, más bien cambió de emplazamiento y se montó en mi nariz.
Le di un manotazo, y se alejó, pero no por el susto sino para que lo visualizara mejor.
Era la pluma. La pluma del Ángel Caído, que se agitaba delante de nosotros, desprendiendo su aroma a algodón de azúcar, que se impuso al de las especias y al de la hierba fresca.
La pluma daba vueltas, subía y bajaba, soltaba un polvillo plateado. Reclamaba nuestra atención.
—¡Hostias! —exclamó Terenci—. ¡Es como Campanilla!
Derramó la pluma polvo de ángel sobre nosotros y nos obligó a seguirla.
¿Lucifer, en apuros? ¿Me necesitaba?, fantaseé. Y volé, rauda, detrás del airoso heraldo, encabezando la comitiva.