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Iquest;Qué Adonis?

 


—¿A qué viene tanta juerga? —señalé el organillo, rencorosa—. ¿Os habéis divertido, sin mí?

—Eres como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer —apuntó Manolo.

—Se nos ha cruzado una verbena —explicó Terenci— y éste no ha resistido la tentación de abalanzarse sobre un manojo de churros.

—¡Qué ricos! —se relamió el aludido—. Exhibían una textura crujiente bajo la cual, escondida con la amabilidad de un deseo medio satisfecho, la masa anisada se deshacía en la lengua con languidez adolescente.

—Ya sabes cómo reacciona Manolo ante estos estímulos. Se ha puesto tan contento que me ha permitido que le sacara a bailar.

—¿Un chotis? ¿Habéis bailado un chotis mientras me desgarraba meditando? ¿Lo veis? ¡No se os puede dejar sueltos!

—Un pasodoble —aclaró Manolo—, mi favorito, Suspiros de España, en la versión de El Cigala. Lento y sabrosón. Como los churros.

—¿Por qué no me habéis avisado? ¡Por un bailongo habría plantado hasta al Diablo!

Escuché un ronroneo en lo alto y sonreí, complacida. No le era indiferente. Con o sin alma.

—Además, reina —aclaró Terenci—, hemos leído en tu lóbulo cerebral de las determinaciones tu afán de hollar el lacrimoso y humano Valle.

A continuación, le marcó a Lucifer un repaso de abajo arriba.

—Ese macizo con el que has intimado parece haberte ayudado a reflexionar. Como suelen decir las comadres tebanas, ocho ojos ven mejor que seis.

Comprendí que con los suyos, de alcance cósmico, mis amigos habían observado al menos la última parte de mi catarsis.

Manolo le dio un codazo a su compañero:

—Lo que son las cosas. Ha logrado mejores resultados en ella el Diablo por buen mozo que nosotros con nuestra amistosa insistencia. Tú y yo, rompiéndonos la testuz para convencerla de que emigre a la tierra con los papeles en orden, y ella no hacía más que poner inconvenientes. Y aquí el Caído la convence en un batir de alas.

Terenci ensayó una expresión de víctima:

—¿Crees que esto nos resulta tan fácil como soplar botellas? De desagradecidos está el mundo pleno —tradujo directamente del catalán—. Me sabe grave.

Amenazaban con otra selección de frases hechas procedentes del terruño. Les atajé.

—Dejémoslo... Es cierto. Sí... En efecto... En efecto... Sopesando los pocos pros y los muchos contras, a fin de cuentas y sin lugar a dudas, conservando el máximo afecto hacia vosotros y, no obstante, sintiéndome cada minuto que pasa más dispuesta a someterme a la dura prueba de vuestra renovada ausencia...

Temblando de emoción, segué mi tanda de circunloquios, decidida.



—Sí, quiero volver. Apuraré el tiempo que me queda, si queda alguno. Os prometo que no os arrepentiréis de haberme ayudado. Me aventuraré. Osaré osar.

—¡Y nosotros, desde aquí, te llamaremos Aventurera!

Nos abrazamos, conmovidos, y un instante después nos separamos.

—¡Cáscaras! —exclamamos—. ¡Olvidábamos la solución!

Emergí del terceto con un elocuente solo de predifunta ansiosa:

—¿Manolito Puig os ha dado la fórmula? Hace poco hablábamos de él —señalé al Ángel, con aire de conquistadora—, Lucy y yo. Nos hemos hecho colegas. ¿O venís de vacío?

Recuperaron el aspecto de muchachos avergonzados que ofrecían cuando se me sometieron en el Balcón. Agacharon los cabezones.

—¿Habéis podido convocarle? —inquirí.

Asintieron.

—¿Cómo está?

—Más guapo que nunca. Para su materialización eligió sus jóvenes años, aquellos en que era azafato de Air France.

—Yo le conocí de mayor —coincidí—, y todavía era muy atractivo. «Restitos del ayer, m'hijita», me dijo, con aquella sonrisa suya tan dulce.

—Ay, qué recuerdos, cuca. Puig, Néstor... —Terenci manoteó para despejar la nostalgia—. Más vale que te lo contemos pronto. No nos ha ido muy bien. Pero...

—Le hemos preguntado qué resultaría más sencillo para nuestra condición fantasmal —expuso Manolo—, si deshacernos del novio argentino de Paula, o que ésta le tome manía, de forma que él inmediatamente caiga en el olvido y tu joven amiga no se acerque al diccionario María Moliner en busca de la palabra que él le prodiga, mina, situada cerca de las páginas en donde escondiste tu testamento, en el que pedías que te desenchufaran...

—¡Manolo! —le reñí—. No te alargues más, ya lo sabemos.

—Me limito a introducir un pequeño resumen de lo acontecido, para que los lectores no se extravíen.

—Mareas la perdiz, eso es —me indigné—. ¡Ah! ¡Volvéis de vacío! Pero ¿no es Manolito Puig el más ducho en argentinidades, el hombre que mejor retrató a su país utilizando los esquemas de la cultura pop?

—Iba con prisas —retomaron el dúo estereofó-nico.

—¡Explicaos! —aullé—. ¡Mi tiempo en este lugar se acorta! Cesad de divagar. ¿Qué ha dicho Puig?

—Casi nada. Ligero y jocundo, nos ha saludado cálidamente. Le hemos expuesto nuestro problema en cuanto ha dejado de besuquearnos. Al instante ha gritado: «¡Adonis! ¡Adonis!». Y se ha ido corriendo. Sin más.

Desanimados, nos sentamos en el banco que poco antes habíamos ocupado el Diablo y yo.

—Adonis... —murmuré—. ¿Se refería al poeta sirio, repetidamente propuesto para Premio Nobel de Literatura?

—Eso pensé —dijo Manolo—, pero Terenci opina que se trata de Adonis, el dios fenicio. Símbolo de la muerte y de la resurrección.

Terenci me pasó un brazo por los hombros.

—Cuca, tu actual situación y la que seguirá, si tenemos suerte, pertenece de lleno al terreno de la mitología, aunque sea de estar por casa. ¿No resultaría fascinante que patrocinara tu revivir ese divino jo-vencito, que tanto sufrió a causa de su belleza, que padeció muerte brutal y enseñó a los humanos las técnicas de la jardinería y el cultivo? Las diosas se daban de hostias por sus favores, encabezadas por Afrodita. En el Mediterráneo oriental se producen diversas manifestaciones del mismo dios. Tammuz en Mesopotamia, Osiris en Egipto ¡Ah, Osiris! El más humano de los dioses, descuartizado por su hermano y repartidos sus despojos por el País de las Dos Tierras, por donde su esposa Isis le fue recogiendo a pedazos al tiempo que fundaba santuarios en su honor... Osiris... Hay quien propone que es el precedente de Cristo, en versión menos sobria.

—¡Terenci! ¡Vuelve a mi Adonis! —ordené—. Si es ése el dios de mi regreso, concentrémonos en él. En Líbano tuvo un río que llevaba su nombre y que hoy se llama Nahr Ibrahim, un río que se tiñó de su sangre cuando el jabalí en el que se encarnó uno de sus enemigos le mató. Por doquier, las mujeres iban en peregrinación a honrarle una vez al año, poniendo macetas con plantas en los tejados. Las dejaban secar y entonces se echaban a llorar como posesas, lamentándose por su muerte y la de la Naturaleza que, sin embargo, igual que él, renovaba su ciclo, tan campante.

—¡Vayamos al Líbano! —saltó Terenci, más que contento—. No he pasado por allí desde 1967, en vísperas de la guerra de los Tres Días.

—De los Seis Días —rectifiqué, secamente.

—Por mí, como si fue uno —contestó el otro—. Menudo desastre.

—Pero ¿tenemos tiempo? —me angustié.

Manolo consultó su Festina.

—Nos quedan casi veinticuatro horas de tiempo real, aunque podemos disponer de ellas como si de la Eternidad se tratase, en lo que se refiere a asuntos no relacionados con la actualidad terrena. ¡Ay! Se nos ha olvidado comentarte que el abueli-to de Paula, un republicano, bellísima persona, quiere ayudarnos. Nos hemos cruzado con él paseando por el parque del Oeste. Sabe de primera mano que su nieta vendrá al Retiro, a por libros, mañana, sábado, a mediodía. Ya ves que no somos tan inútiles.

—¿El abuelo? —Me emocioné al pensar en aquel hombre noble a quien tanto había apreciado—. ¿Y está bien?

—Divinamente, encantado de que no exista Dios.

Se pusieron en pie.

—¿Te apetece una excursión aérea por el Mediterráneo, a modo de despedida? ¿Barcelona, Alejandría, Beirut? —propuso Terenci—. ¿Alfombra, o volamos por nuestros propios medios?

—¡Por nosotros mismos! —grité—. ¡Oh, cómo voy a añorar nuestras evoluciones!

Abandonamos provisionalmente nuestras galas contemporáneas y nos quedamos en bolas. No hay como la desnudez astral para sobrevolar el Mare Nostrum. Los perros volarían a doble pelo.

Antes de elevarnos, entonamos a trío nuestra canción:

«¡Si acaso quieres volaaaar, piensa en algo en-cantadoooorl ¡Como aquella Navidaaaad, que encontraste al despertaaaaar, juguetes de cristaaaall»

Podría jurar que los canes también cantaban. Desde luego, sonreían.

Nos adentrábamos en vastos territorios donde se afinan los adioses como lanzas, y en donde la pena no recibe consuelo.

Demasiado tarde caí en la cuenta de que había olvidado la pluma del Ángel Caído en el bolsillo de mi vestido madrileño.

Lo tomé como un mal augurio.

 

14

 

Barcelona amada

 


Volamos en silencio hacia el Levante. Nuestro inicial arranque brioso, la canción de Peter Pan... Dolía. Aquella ingenua música dolía, tanto como cuando la interpretó un conjunto de cuerda —¿sucedió realmente?— en el funeral de Terenci. Mis amigos respiraban con agitación. Supuse que impresiones parejas a las mías ocupaban sus amplias estancias siderales. Así pues, tampoco la muerte nos blinda contra la aflicción de perder a quienes amamos.

De triple acuerdo y todavía en silencio, cuando alcanzamos Barcelona nos instalamos en lo más alto de la sierra de Collserola. Sabíamos que era la última oportunidad de contemplar juntos nuestra ciudad, de rendirle tributo.

Una pátina gris azulada, la calima, emborronaba el mar lejano y nublaba para nosotros el camaleón de apretados edificios que yacía en sus orillas. Sólo el chorreo de escamas amarillentas, de cubiertas quebradas derramándose tentacularmente desde las faldas de la cordillera a nuestros pies, anticipaba la presencia de la ciudad amada, ciudad de la memoria y el deseo, de la nostalgia que bravamente lucha contra el olvido asiéndose a palabras tan arraigadas en nosotros como el sabor de la leche materna.

Más allá de la boira, el dios de los vivientes lanzaba destellos rojizos, típicos de su hora de acostarse.

—Entre todos los momentos del día —declamé, alzándome, como Escarlata, en lo alto de la cumbre, dispuesta a poner a parir a los hados—, ¿teníais que decantaros por la puesta de sol como huso horario para enmarcar la postrera visita? ¡Ah, felones!

—¿Qué le pasa? —le preguntó Manolo a Terenci.

Éste le propinó un soberano codazo.

—No la interrumpas. La han poseído las troya-nas, las furias, las brujas de la obra escocesa, la Me-dea de Núria Espert y la Norma de la Callas. ¡Qué vena de sacerdotisa furiosa! ¡Qué divino momento de diva, el suyo! —Se volvió hacia mí—. Nena, la luz del ocaso le quedaba suprema a Vivien Leigh, al final de la primera parte de Lo que el viento se llevó... Es mejor que no la rechacemos. Como bien pudo decir Marlene, una mala iluminación puede arruinar cualquier carrera.

—No me importa. ¡Ya no tengo carrera, vuelvo a la vida! Y, en este instante supremo en que, unidos, nos entregamos a la visión de nuestra patria chica, lo más inoportuno es una ambientación que redunde en nuestro ánimo. ¿No te das cuenta de que, en materia de sentimientos, lo sobrecargado pierde efectividad? La gravedad de la situación requiere un entorno luminoso, indiferente, feliz, sin agonías que diluyan el dolor que mi partida nos causa. Bastante decaído yerra nuestro espíritu, demasiado sombría ataca la circunstancia, como para aguantar, de propina, un crepúsculo completo.

—Desde un punto de vista estilístico —me apoyó Manolo—, es un argumento impecable. Si cae el sol demasiado deprisa, dejaré de ver la casa de Vall-vidrera en cuya chimenea Carvalho quemaba libros.

Señaló un punto de la foresta, que se iluminó fugazmente con su gesto, como si alguien estuviera prendiendo un fuego de artificio literario entre las pinedas.

—Yo siempre fui hombre de interiores —intervino Terenci— y, pese a la casa que en el Empordá me dio cobijo y albergó a mis amigos, reivindico que soy urbano, urbano y urbano.

—Los escritores pertenecemos a una geografía propia, a países que se superponen sobre el mapamundi y los suplantan, países internos que prolongan el de la infancia y el de un futuro nunca alcanzado pero más que real —dijo Manolo—. Eso incluye campo y playa, suburbios y entremuros... Mirad cómo disfrutan mis amigos...

Se refería a los perros, que retozaban entre las matas, meaban alegremente tras olisquear la corteza de los pinos, y se acariciaban, tumbándose boca arriba por turnos. Qué felices eran, las criaturas: siempre me conmueve el don de los perros para la dicha inmediata. Pero no me distraje.

—Permitidme que continúe con mi ataque de oratoria. Si me cortáis, no respondo de mi entereza para afrontar el trance. Voy a emplear los poderes que aún me asisten para brindarnos un último día en Barcelona que cuente, al menos, con la complicidad de la luz mediterránea en su máximo vigor.

Guardaron un silencio relativamente respetuoso —se miraban de reojo como si me temieran— y se apartaron un poco. Los hombres, siempre tan pusilánimes, pensé.

Tomé impulso, alcé los brazos y rae elevé sobre la punta de los pies, al tiempo que materializaba una túnica vaporosa color salmón irisado que hizo exclamar a Terenci:

¡Ondia, cuca!

Y a Manolo, aunque en tono más moderado, pero no menos contundente:

—Ole los ovarios del Barrio Chino.

Respiré hondo, estimulada por su admiración. Dudé sobre si debía producir una antorcha para blandiría durante mi conjuro o admonición, pero opté por la sencillez, y no produje nada.

—¡Que se detenga el sol! —empecé, y mi voz resonó desde el río Llobregat hasta su opuesto colega, el Besos; de Collserola al mar, de Montjuic al Tibidabo, pasando por el Barrio Gótico y el Puerto Olímpico.

—¡Muy bien! ¡Venga, más! —jalearon.

—¡Retrocede, oh Amón! —me crecí, y un viento que empezó suavemente aumentó con rapidez su impulso, agitando mi túnica, que ahora sentía ceñida a mi cuerpo como una mano cálida y amistosa, la mano de mi ciudad, adelantándome sus dones—. ¡Detén tu caída, oh, Sol, remonta las escarpadas aguas del día!

—Coño —musitó Manolo—. La Victoria de Samotracia, pero con brazos.

—Muy bien, mujera. Pero el sol prefiere que le llamen Ra —recomendó Terenci.

—¡ Recula, oh, Astro, hacia el Levante al que nos dirigimos! —Dramáticamente, añadí—: ¡ Amanece sobre nuestra ciudad, aunque sólo sea para nosotros, y sumérgenos pronto en la magia del mediodía, envuélvenos con tu gloria! ¡Para que podamos recordar que, juntos, vimos nacer el sol sobre sus tejados y sus grúas y sus inmobiliarias y sus buenas gentes! ¡ Permite que sellemos bajo tu ígnita hora de madurez nuestra amistad, que aquí nació, cuando todavía creíamos que los crepúsculos eran una temática ajena! ¡Si hoy mueres aquí, en casa, para nosotros, morirás en mi corazón para siempre!

Me puse en jarras, y esperé. No tuvimos que aguardar mucho.

Lo crean o no, el sol dio marcha atrás. El día oreó sus sábanas sobre nuestra ciudad. Escuchamos el canto de los pájaros y nos esponjamos con la frescura del rocío. Briznas de césped virgen crecieron a nuestros pies y nos penetró el olor de la tierra de Collserola, mezcla de hojas tiernas quebradas y humo de leña, de pólvora de petardos de verbena y sobacos juveniles.

Ninguno de nosotros habló, ninguno se atrevió a formular un «¿Te acuerdas?», esa manida pregunta con la que, a partir de cierta edad —la edad en que ya conocemos el lenguaje de los finales—, los amigos suelen iniciar muchas conversaciones.

—¿No declaraste que, en nuestra dimensión, las veinticuatro horas de tiempo real que nos quedan pueden equivaler a una eternidad? —le espeté a Manolo, quien no perdió tiempo en consultar, ilusionado, su Festina.

—¿Qué propones? —quiso saber.

—¡Todo!

Y fue todo. Simultáneamente.

Sentados ahora en las gradas del Teatro Griego de Montjuic asistimos al desfile de familias que, al final de la Cuaresma, en los pobretones años cincuenta, ocupaban la montaña con sus modestos picnics para celebrar el Entierro de la Sardina. Besé a mis primeros novios junto a la fuente luminosa, recorrí los pabellones de la Feria de Muestras y me zampé unos novedosos bocadillos de Frank-furt, protegida del sol —el sol de mediodía, ardiente, peleón, favorable a sus hijos— por una visera de propaganda de Pepsi-Cola. Tomados del brazo, descendimos por las escaleras mecánicas de la Avenida de la Luz. Llevé a Manolo y a Terenci por las academias de taquigrafía y mecanografía en las que aprendí las artes del oficinista. Recorrí con ellos las calles rumorosas del apacible Eixample, cuajado de acacias y castaños, anterior al trepidar masivo de los automóviles. Reposamos en los antiguos cafés con espejos y camareros con andares gatunos, invadimos los cines hoy desaparecidos, escupimos en los edificios de Núñez y Navarro que empezaban a deformar los chaflanes, fisgamos en farmacias y herbolarios, alimentamos con migas de pan a las ocas del claustro de la catedral, corrimos por los muelles y saludamos con pañuelos desplegados a los pasajeros que, en los barcos de la compañía Trasmediterránea, se dirigían a las Baleares.

Visité con Terenci las arruinadas fábricas del Poble Nou pre Juegos Olímpicos, y acaricié sus alicaídos muros, rememorando los gestos de Monica Vitti en sus paseos de película por las afueras de la ciudad industriosa, gestos que nosotros repetíamos en los tiempos en que la incomunicación, predicada por Antonioni, era sólo aquella ingenua desazón de nuestra adolescencia, también llamada angustia vital por los coetáneos cultos. Tiempos en que ignorábamos que el verdadero aislamiento —lo que siente una familia de clase media un sábado por la tarde en un centro comercial— estaba por venir.

Pisoteamos las avenidas nevadas del 62 y volvimos a llorar con el final de Esplendor en la hierba. Nos sentamos en la escalinata de la Plaça del Rei y charlamos durante horas, como si las decepciones y los fracasos y el dolor y las pérdidas no hubieran hecho mella en nosotros. Eramos los de antes, en su versión mejor. Porque habíamos aprendido a recargar los ayeres con lo que entonces parecían no poseer: sentido.

Los días que habíamos pasado por alto, los placeres que aceptamos con la ingrata inconstancia de la juventud, la dicha compartida y luego troceada a lo largo del camino —como los restos de Adonis, de Osiris— se agrupaban para recuperar su envergadura de antaño. Por el milagro del amor, ni más ni menos.

Bailamos y cantamos, Rambla arriba, Rambla abajo, haciendo sonar timbales y panderetas.

Entonces le llegó el turno a Manolo, que nos arrastró a la Boquería, y allí, entre el vivaz sonido de voces y reclamos, fragor de carretillas y estruendo de mercancías amontonadas, nos convertimos en chiquillos y nos revolcamos entre los productos de la tierra y del mar. Coronas de salmonetes ciñeron nuestras sienes, revoloteamos bajo el cielo de hierro, montados en auténticos jamones de pata negra, y jugamos a las espadas blandiendo pencas de bacalao. Nos arrojamos puñados de oloroso azafrán, de irritante pimienta, tomamos las ruedas de arenques y las empujamos hacia el puerto. Los trabajadores, que no podían vernos, seguían entregados a sus tareas, colocándose de vez en cuando un lápiz en la oreja, guardando un cuadernillo pringado de aceite en el bolsillo de la bata, y deteniéndose a fumar un cigarrillo. Las pescaderas pregonaban: «Mira com tinc avui el lluç!»,yda palabra merluza adquiría en sus labios concomitancias sexuales que parecían recién escapadas de un frasco procedente de la Roma pagana.

Nos rebozamos en canela, hicimos malabaris-mos con los melocotones de viña, y su carne prieta y olorosa dibujó en el aire círculos de victoria.

Fuimos felices.

Los perros nos imitaron. ¿O éramos nosotros quienes copiábamos su desinhibido comportamiento? Sucios niños libres fuimos, por una eternidad.

 

15

 

El mismo mar

 


—Ni se te ocurra —advertí.

Terenci insistió:

—Me hace ilusión.

—¿Qué pasa? —inquirió Manolo.

Se había rezagado saludando a una conocida que acostumbraba a venderle trufas blancas en el mercado, y que había cruzado el Umbral recientemente. Nos sentamos en los peldaños del puerto y materializamos unas almendras saladas en cucuruchos de papel de periódico: Diario de Barcelona, sección cartelera cinematográfica. En el Kursaal iban a estrenar El Cid.

—Éste —dije—. Quiere entrar en Alejandría por mar.

—Un plan excelente. Grandioso —asintió el otro.

—No te entusiasmes tan pronto. Aquí el autor de No digas que fue un sueño pretende que surquemos el Mediterráneo en la galera de Cleopatra, después de la batalla de Actium. Los tres vestidos de luto por la derrota y la aparente traición de Marco Antonio y, para acabarlo de coronar, velas y telas negras envolviendo proas, popas, estribores, babores, mástiles, jarcias y aparejos. Un dramón.

—Siniestro —se apresuró a admitir Manolo—. No olvides que este viaje tiene algo de recorrido común final, al margen de que su objetivo principal sea averiguar si Adonis puede ayudar a nuestra amiga a recuperar la consciencia. Y lo de ir de duelo en Alejandría se me antoja tan extemporáneo como asistir al ocaso en Barcelona.

—Muy deprimente —abundé—. ¡Con lo bien que me ha salido este paseo por nuestra ciudad innata! El sol sigue en su esplendor, el pobre no se atreve ni a moverse, después de mi demostración de carácter.

Detrás de nosotros quedaban el monumento con la estatua de Colón y los leones. Recordé la pluma del Ángel Caído —la de sus alas— y me pregunté si la recuperaría cuando aterrizáramos en el Retiro, en un día de mañana que se dibujaba muy lejano. El mar, sucio de petróleo, y precioso de color —hay inmundicias muy resultonas— nos lamía los pies. Yo vestía aún la túnica de diosa o sacerdotisa que me había procurado para conjurar al Astro Rey, pero mis amigos continuaban desnudos. Sacudí las pieles de almendra de mi pechera y me incorporé:

—Procuraos unos atavíos lo bastante egipcios, mientras voy a echar una ojeada por el puerto, en busca de inspiración naviera. No en vano los ascendientes de mi padre poseyeron astilleros en Torrevieja, antes de que la llegada del vapor les arruinara, condenando a sus vastagos a la inmigración.

—Esos orígenes tuyos no los conocíamos —se interesaron, a dúo.

—Una vieja historia. En la primera mitad del siglo diecinueve, mi abuela paterna fue una mujer de armas tomar, que heredó el negocio de la familia, consistente en promover en ultramar la esclavitud y el comercio. Si me queda tiempo, me gustaría escribir su historia. Mas ahora no podemos entregarnos a divagaciones autobiográficas. ¡Hemos de cuidar de que mi propia biografía termine bien!

Les dejé discutiendo sus preferencias para sus inminentes atuendos, e inicié un garbeo aéreo solitario por encima de los tinglados del puerto. Olía a salmuera y a meadas de gatos y, desde mi atalaya intangible, contemplaba la sólida a la par que airosa imagen de la virgen de la Merced, elevándose sobre la cúpula de su iglesia. La Merced, patrona de la ciudad y refugio de los pecadores y miserables de este mundo. Añoré los tiempos en que mi madre me contaba que la dama acogía bajo su manto a los menesterosos y a los perseguidos; añoré la época en que lo creía, la inocencia con que me echaba a llorar cuando mamá explicaba que cada año, durante las fiestas de la Merced, la pobre santa Eulalia, que sufrió indecibles tormentos por negarse a entregar su honra a los soldados romanos, vertía toneles de lágrimas debido a que había sido desposeída de su condición de patrona, en beneficio de la otra, supongo que por el más alto rango celestial de ésta. «Por eso diluvia cada año», concluía mi progenitora, contra toda evidencia, ya que no siempre llueve en mi ciudad a finales de septiembre. Aunque quizá sí.

Los aromas portuarios me tranquilizan, son los de mi niñez, los llevo en la sangre, pensé. Ocurra lo que ocurra, dadme un buen puerto para envejecer. Dadme un lugar en el que todavía queden oficios del ayer, palabras como cuerdas, manos como herramientas.

Me detuve unos instantes, haciendo el muerto en el aire, mientras fantaseaba sobre los acontece-res previstos para las próximas horas de aquel día prodigioso. ¡Alejandría! ¿Quién me hubiera dicho que regresaría a la ciudad más literaria del Mediterráneo, en compañía de mis dos amigos muertos! Sólo la visité en una ocasión, por un inolvidable motivo, y gracias a Terenci, que iba en una preciosa caja oriental, una esfera roja con adornos de oro que él habría aprobado.

Aquel atardecer arrojamos sus cenizas al mar de Alejandría, para que se reuniera con sus seres queridos de la Historia y de la Literatura, con sus evocaciones más hermosas. Un gato contempló parsimoniosamente al grupo que, entre lágrimas y versos de Cavafis, y las palabras del propio Terenci, escritas para la ciudad —«Brindo por Alejandría, la del gran sueño literario»—, despedía a nuestro príncipe de Egipto y de la calle Ponent. Pensamos que era él, transformado para la ocasión en uno de aquellos mininos del Delta que tanto amaba.

Suspiré. Cuán frágil es el hilo que separa la vida de la muerte. No sentía el menor deseo de elegir embarcación. Me recogí la túnica y me dispuse a aterrizar majestuosamente en los peldaños del puerto. Para ahorrarme explicaciones: Terenci se había vestido de Ramsés al principio de Los diez mandamientos -la cabeza afeitada y una preciosa trenza azabache, signo de realeza juvenil, colgándole de un lado del cráneo— y Manolo iba de escriba, pero de escriba impertinente; no en vano había escrito en vida contra quienes escriben, redundo, al dictado de los mandamases, reproduciendo sus sinónimos, metáforas y otras argucias textuales con las que tratan de ocultar la verdad. Iba Manolo V el Empecinado más prometeico que jamás. Acorde con sus lealtades, lucía unas sayas rojas: el rojo clamoroso de los claveles revolucionarios portugueses.

—Amigos míos, ¡os quiero tanto! —exclamé, tras aletear unos segundos en torno a ellos—. Juradme que no estoy soñando.

—¿Acaso no soñamos siempre? —repreguntó Manolo.

—Contra la realidad, contra la muerte, contra el olvido —precisó Terenci—. Más allá de este día, recuerda, reina, que los cuentos que nos contamos a nosotros mismos no siempre son los mejores, pero sí son los más necesarios.

Los cuentos... ¿Era un mensaje?, me detuve a cavilar. Ellos, que leían mi mente, se apresuraron a cambiar de conversación.

—¿Vas a lucir en Alejandría ese vestido que te ha cubierto en Barcelona o piensas que la ocasión merece algo especial? —se interesó Manolo.

Vacilé.

—Por primera vez en esta vida vuestra, no sé qué ponerme. La visita me desborda. Me encuentro algo alelada y vosotros conocéis el motivo. En especial tú, querido Terenci.

—Permíteme, tnujera. -El aludido me propinó un simpático empujoncito que casi me arrojó al mar—. Cierra los ojos, que te voy a convertir en la más deseada de Alejandría.

Obedecí. Abrí los brazos, en amable entrega. Una oscuridad nacarada se fundió en mis párpados y, con uno de mis sentidos en suspenso, me entregué, como cuando era pequeña, al disfrute de los otros cuatro. Olí el mar y sus estragos, sentí la brisa en mi piel, en el dorso de mis rodillas, en la placidez de mis ingles, entre las uñas y las yemas de los dedos. Jugueteó la brisa con mi cabello mientras yo aspiraba el alma mestiza de mi Mediterráneo. Sentía en la lengua la untuosidad de la brea, mezclada con la calcárea fetidez de las cagadas de palomas, la caricia de sustancias vegetales que se mezclaban, de la montaña al mar, componiendo un mosaico: hierbas, flores, frutos. Desde algún remoto lugar de las profundidades sonaron caracolas y sirenas de ambulancia, ruidos de intenso tráfico, mumullos en andenes, besos, voces, gritos, palabras de amor y de nostalgia, promesas y abandonos. El tañido de la vida barcelonesa se unió al repique de campanas de las iglesias y al canto de muecines en las mezquitas.

—Ya está, cuca.

Terenci me devovió a ¿la realidad? Llamémosla así. Me vi como nunca, ni antes ni después, volvería a verme. Hermosa, hechicera. Un vestido de noche negro, de piel de tiburón, me ceñía, y mi melena oscura y frondosa enmarcaba un rostro —no era el mío, desde luego— que, al pronto, no reconocí. A través del kohl que bruñía mi mirada, admiré a una criatura sinuosa e intensa, un cruce de Oriente y Occidente que me contemplaba, sardónica. Y, en efecto, la oración procedente de una mezquita espesaba el aire.

Fue Manolo quien reaccionó primero.

—¡Justine! —casi gritó—. Collons, Terenci, qué hallazgo.

En efecto. Era Justine, y mi figura se reflejaba en los espejos del hotel Cecil, entre las quentias y las palmeras, los terciopelos y las molduras doradas, acompañada por un príncipe egipcio y un escriba rebelde.

—Y ahora —determinó Terenci— visitaremos tranquilamente la capital del vicio que inmortalizó Durrell. Apa, nena, para que luego te quejes.

De inmediato nos repantigamos en divanes forrados de seda y nos desmadejamos entre adamascados almohadones. Cada uno de nosotros fumaba de una pipa de agua. Aquello que inhalábamos no era tabaco.

—¿Opio? —pregunté. Me pesaban los párpados, y no sólo por el maquillaje más que recargado.

—Qué menos —dijo Terenci.

A Manolo se le habían puesto los consabidos ojos de chinito. Del exterior llegaba un griterío de peleas, frases entrecortadas de borrachos, atrevimientos procaces en bocas de mujeres que imaginé medio desnudas, ofreciéndose en la calle a los marineros. Aquí el Mediterráneo amasaba en su fondo más corrupción y acontecimientos históricos de alcance mundial que en cualquier otro punto, y esta supremacía se expresaba mediante un tropel de aromas saturados de perfumes y de vómitos capaces de alterar la voluntad. Alfombras y tapices forraban la pequeña habitación, amueblada por un Terenci en la cúspide de su orientación orientalista.

—Cáscaras —quise proferir, pero la inocente exclamación se arrastró por los suelos, avergonzada de que la expusiera a semejante entorno pecador.

—Joder —rectifiqué, y ahora la palabra paseó su eco sin desdoro por las cuatro esquinas—. Qué oportunidad tan afortunada para que hablemos de sexo.

—¿Sexo post mortem o de la tercera edad? —quiso precisar Manolo.

—¿No viene a ser lo mismo? —respondí—. En este aspecto os puedo aleccionar, ya que cuando entré en coma era mayor que vosotros cuando moristeis. Una mujer siempre es más mayor, haga lo que haga.

—En lo que a mí respecta —señaló Terenci, simpático—, me apetece recibir lecciones de Justi-ne, quien por cierto resultó una lagarta de mucho cuidado.

—Son las que tienen éxito, las lagartas que están buenorras. Cuanto más engañosas y calienta-pollas, mejor. En cambio, la pobre Melissa nació para amar como una perra y así le fue.

El opio, o lo que fuera, ampliaba —si cabe— mi elocuencia habitual.

—A ver, a calzón quitado y aquí, en un momento del tiempo detenido antes de la segunda guerra mundial, y en una ciudad cosmopolita y podrida de depravación, contada por un escritor a quien no conocimos; en una Alejandría cuya existencia, por depender de la literatura, no tiene fin. Decidme aquí y ahora qué representaba el sexo para vosotros al final, por así decirlo, de vuestra trayectoria terrena.

Los otros callaron.

—¡Hombres! —No estaba dispuesta a que su pudor repentino abortara mi discurso—. Los hombres, a nuestra edad, conquistan o alquilan carne fresca, no se recatan de utilizar dinero y prebendas para vampirizar la juventud ajena, para que alguien os mire como un borrego mientras vosotros os reinventáis. Es vuestro derecho —añadí, atajando un gesto de protesta de Manolo y un encogimiento de hombros displicente por parte de Terenci —. Pero una mujer de mi edad carece de elección. Pueden contarnos lo cine ciñieran los manuales feministas o los cantamañanas de Hollywood. Ni Michelle Pfeiffer a los cincuenta años, no os digo ya sesentona, disfrutará de las ventajas que el sexo masculino tiene a su disposición no sólo por cultura, sociedad, hechos diversos o tendencias, sino porque la puta y maldita biología os favorece clarísimamente en la vejez. A nosotras, lo reconozco, nos hace madurar antes, pero como entonces no lo sabemos, nunca aprovechamos a tope esos años tempranos que jamás retornarán. El libre folleteo a los doce años está mal visto, salvo en las llamadas sociedades arcaicas.

Como su silencio se tornaba más contundente por momentos, proseguí, embalada.

—Ni nos miráis cuando sabéis que ya se nos caen las tetas, no importa que hayáis podido comprobarlo personalmente o no. La compasión de las mujeres, en cambio —presumí— nos impide recordaros que a vosotros también se os caen los huevos. ¡Y la Viagra! Qué injusticia, la Viagra. Gracias a su invento, cuando miramos a un anciano de cuyo brazo cuelga una muchacha rozagante, ya no podemos consolarnos pensando que, en la intimidad, el pobre no tendrá con qué satisfacerla. ¡Toda la noche con el trasto de un burro por mor de la ciencia farmacéutica!

—Os quedan las operaciones de estética —la sonrisa de Manolo era más bien despectiva.

—Tampoco sirven. Siempre habrá una mujer más joven y desacomplejada. ¡Nacen sin parar! Hay una reserva permanente en constante renovación, y las estructuras sociales, la hegemonía del hombre en los puestos de dominación, en el trabajo...

—¡Cállate o te quito la pipa! —rebufó Teren-ci—. Qué pesada estás. Supuse que ibas a hablar de vicio.

—En cuanto a hombres y mujeres —Manolo se recolocó las invisibles gafas tocándose el puente de la nariz—, no sabemos nada de nadie, nadie de nada, nadie de nadie y nada de nada.

—Eso es verdad —coincidí.

Abandoné la conversación. Pero no del todo:

—Si queréis un último comentario...

—No podemos evitar que lo sueltes —se resignó Terencí.

—¡El sexo no es tan trascendental como solemos entender! —exclamé, con la sabiduría que da un buen colocón en el Otro Mundo—. Aunque uno sólo lo comprende cuando ya ha follado mucho.

—Y lo más importante ¿sería? —se interesaron, algo burlones.

Lancé un torrente de humo antes de responder:

—La ternura, amigos míos. Y eso permanece. Puede que, últimamente, yo la tuviera algo embotada, pero ha vuelto, ¡ha vuelto! ¿No es extraordinario?

Levantándome del diván, antes de que pudieran contestarme, decidí:

—Salgamos de este ambiente viciado. Nos ponemos algo cómodo, pasamos por el Pastroudis, nos tomamos una copa y, mientras, Terenci nos cuenta qué hizo Adonis por aquí y en qué puede ayudarnos. Después, algo inolvidable para mí sucederá de nuevo, y en exclusiva, para nosotros.

 

16

 


Date: 2016-01-14; view: 564


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