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Una cuestión de honor

 

Todos los hombres de honor tienen una sola mejilla.

Denis Diderot. Jacques el fatalista

 

 

—El duelo repugna a la razón —está diciendo don Hermógenes—. No hay virtudes en ese disparate, por Dios. La era de las luces no puede menos que desaprobar este modo de solventar disputas. ¿No les parece?... Es un cruel desvarío creer que el mérito de un hombre consiste en matar a un semejante, o irse al otro mundo por capricho de cualquier petimetre o matón empolvado... Resulta absurdo dar a quien hizo un mal pequeño la oportunidad de que lo haga aún mayor.

El bibliotecario se muestra indignado, y la aparente indiferencia de don Pedro lo remueve todavía más. Caminan los tres por la orilla del Sena, con la luz poniente del cielo arrebolado enrojeciendo a su izquierda la fachada del Louvre. Junto a los pretiles de piedra del río, tenderos y buquinistas recogen sus mercancías y desmontan los puestos.

—Nunca imaginé que usted, querido almirante...

—No es culpa suya —tercia Bringas, conciliador—. No le quedaba otra.

—Pero es que precisamente él y yo hemos hablado del duelo, varias veces. Y siempre lo reprobó en términos de mucha lucidez. Es un atraso y una barbaridad, decía. Y ahora, de pronto, acepta batirse tan bonitamente, sin rechistar... ¿Qué mosca le ha picado?

—No podía negarme —dice el almirante tras un largo silencio.

—Es cierto —apostilla Bringas.

Pero don Hermógenes está lejos de dejarse convencer.

—Claro que podía... Haber dicho que eso era una estupidez, volviendo la espalda a aquellos señores. Punto. Tomárselo a chacota, y rechazar la coacción. Porque el duelo es eso: una coacción sobre el individuo. Nada racional.

Sonríe apenas don Pedro, lejano, como distraído con otros pensamientos.

—No todo es racional en la vida, don Hermes.

El bibliotecario lo mira con estupor.

—Me deja atónito. Por Dios que no lo reconozco... Vaya. Jamás hubiera imaginado que usted, con su sangre fría...

Se queda así, la boca abierta y moviendo la cabeza, en busca de los argumentos adecuados. Al cabo alza los brazos y los deja caer, impotente.

—Absurdo, absurdo —repite—. Contradictorio y absurdo, en un hombre de su calidad.

—Yo, sin embargo, comprendo que el señor almirante tenga sus razones —interviene Bringas—. Era difícil negarse en tal situación, con el honor de su patria en entredicho, y además con una dama por testigo... De esto se valió ese canalla de Coëtlegon —en este punto se vuelve hacia don Pedro, solemne—. Porque sus razones, señor...

—Mis razones son cosa mía —lo interrumpe el almirante con súbita sequedad.

—Ah, bueno —recoge velas el abate—. Disculpe.

Han llegado a la altura del Pont Neuf, lleno de transeúntes y carruajes. Entre el muelle des Orfèvres y el de Morfondues se ve la plaza Dauphine hormiguear de gente que hace las últimas compras. Bajo los pilares, la luz agonizante vuelve de color rojo sangre el agua del Sena.



—Los que provocan a duelo —opina don Hermógenes— son asesinos peores que los salteadores de caminos, y como a tales habría que castigarlos... En España, con todos sus defectos, esto no se tolera. Las penas por batirse son muy duras, e incluyen la de muerte.

—Pues en Francia hacen la vista gorda, ya ven —comenta Bringas—. El duelo es costumbre social. Aquí se baten por nada.

—En eso, al menos, los españoles no somos tan bárbaros.

Dejando atrás el río y el atardecer, tuercen a la izquierda y penetran en los espacios de sombra, donde en tiendas, soportales y casas empiezan a encenderse las primeras luces. Bringas se muestra sarcástico.

—Lo paradójico es que aquí se plantea en términos contrarios —dice—. Como una infame exquisitez de la civilización: luchar con decoro, no como vulgares plebeyos... Todo el ceremonial del duelo tiende a marcarlo como exclusivo de una élite. Es una costumbre tiránica, tan arraigada en la clase alta que hasta el juez que condena a un duelista, siempre que éste sea de buena familia, aprueba en el fondo su conducta y aplica cuantos atenuantes puede para exonerarlo.

—Tiene usted razón —coincide don Hermógenes—. Pero en el caso del almirante...

—Ah, me temo que esta vez el señor almirante participa del sistema. Acepta, luego es cómplice. Por muy ilustrado que sea, y por mucho culto que rinda a la razón, es prisionero de sus propias contradicciones. No puede sustraerse a su condición de marino y caballero. En realidad es uno de ellos.

El bibliotecario se ha vuelto hacia don Pedro con expresión angustiada.

—Por Dios, almirante. Diga algo... Defiéndase.

Éste, que camina en silencio, balanceando distraído el bastón, hace un ademán evasivo. Sombrío.

—¿Qué quiere usted que diga?

Se para el bibliotecario, los brazos en jarras.

—¿Cómo? ¿Se queda así, tan campante?

Encoge los hombros el almirante, que también se ha detenido.

—Es que algo de razón tiene el señor abate —confiesa.

Al oír aquello, a Bringas le resplandece el rostro.

—Ah, claro que la tengo —se exalta, triunfal—. El duelo beneficia un orden social, refuerza unos privilegios... Los adversarios se consideran, en el fondo, compañeros en el deber común de defender a su clase alta en un mundo filisteo. El duelo les coloca por encima, ¿comprenden?...

—Nunca lo había visto así —confiesa humilde don Hermógenes, mientras los tres echan a andar de nuevo.

—Pues véalo, señor... El colmo de la elegancia es que dos caballeros puedan matarse libremente entre ellos, sometiéndose a protocolos aprobados por sus iguales. Aunque parezcan enemigos, en realidad son socios... El estilo de vida aristocrático, y de quienes le imitan, oculta bajo esas maneras feudales el desprecio hacia quienes no pertenecemos a esa clase y no compartimos tan estúpidos códigos.

Bringas parece en su salsa. Alza un dedo apocalíptico, señalando el cielo ensombrecido como si lo pusiera por testigo, o por culpable.

—Una clase anticuada parásita e inútil hizo del duelo un símbolo —continúa, en el mismo tono—. Imitadores y advenedizos refuerzan ese mito, y así será hasta que la opinión pública califique el duelo de malvado, nocivo o ridículo... O hasta que, y para eso falta menos —aquí introduce una risita siniestra—, las olas del mar Rojo se cierren sobre las huestes del faraón.

—Si la sociedad de los hombres fuera razonable —opina don Hermógenes—, el duelo debería desaparecer con este siglo, pues es una de las cosas en que Ilustración y religión están de acuerdo... El duelista se coloca por encima de la ley y prueba que su orgullo le importa más que cualquier autoridad humana o divina...

En la esquina de la rue de la Chaussetterie, un empleado municipal hace bajar un farol de la polea y enciende la llama. Luego vuelve a izarlo, balanceándose la luz brillante y joven del aceite de tripas. Los tres pasan junto a él, caminando el almirante un poco adelantado, taciturno, y discutiendo Bringas y el bibliotecario.

—Debería resolverse hablando —va diciendo éste—. O de cualquier otra forma. En eso envidio al pueblo llano, que en su elemental brutalidad solventa los asuntos a puñetazos.

—O a navajazos —apunta sarcástico el almirante, sin volverse.

—Puñetazos y navajazos se dejan para las clases inferiores —estima Bringas, amargo—. No son elegantes, ¿comprenden?... Para un duelo, sin embargo, hay que intercambiar tarjetas, nombrar padrinos y estar preparado para darse estocadas o disparos con toda ridícula cortesía.

—¿Soy un padrino de ésos? —se inquieta don Hermógenes, como si no hubiera caído en ello hasta entonces.

—Claro que lo es —se burla Bringas—. No pretenderá irse de rositas.

El bibliotecario lo piensa un momento, desconcertado. Luego niega con la cabeza.

—Ni hablar —lo piensa de nuevo y vuelve a negar—. No jugaré semejante papel en esta atrocidad.

—No puede negarse, ¿verdad, almirante?... —Bringas parece disfrutar mucho con todo aquello—. Aunque le repugne, no puede. Ésa es la trampa saducea.

—Me temo que el señor abate tiene razón —dice don Pedro.

—Por supuesto que la tengo —afirma Bringas—. Su deber será garantizar el juego limpio, las mismas oportunidades. Ése es el cebo perverso: su mismo concepto de la amistad le obliga a ser cómplice del asunto. Como padrino, tendrá que confirmar con Laclos la hora, el lugar, las armas... Y sobre el terreno, deberá asegurarse de que nadie tiene ventaja ilícita: espadas de la misma longitud, el sol lejos de los ojos, el suelo igual de seco o de mojado... ¿Ve como don Pedro le necesita?... Los padrinos examinan la ropa de los combatientes para asegurarse de que no tengan protecciones ocultas, los asisten en todo y se ocupan de ellos cuando están heridos o muertos... —recalca, complaciéndose en esa última imagen—. También intentan reconciliarlos un momento antes del combate, pero esto suele ser pura fórmula.

—Y a veces se baten entre ellos —apunta el almirante, con tétrica guasa.

Don Hermógenes da un respingo y se santigua.

—Jesús.

Por aquel barrio, con el anochecer, la ciudad se ha vuelto silenciosa. Ya sólo las luces encendidas dentro de algunas tiendas y los faroles que arden de trecho en trecho rompen la oscuridad. Y habría que cenar algo, ha propuesto Bringas. Para templar estómagos y mentes. Casualmente, añade, allí cerca hay un buen sitio, en la rue des Deux Écus, donde asan suculentas rodajas de buey suizo.

—Todo se encara mejor —dice, casi filosófico— con el estómago lleno.

Caminan cerca de Les Halles, a esas horas insólitamente tranquilos. Hambriento Bringas, indiferente el almirante, dándole vueltas a lo del duelo don Hermógenes.

—Familias arruinadas —se lamenta—, niños huérfanos, mujeres viudas... Todo por esa palabra nefasta: honor, que en el fondo a nadie importa. Y a la cordura la llaman cobardía.

—No se trata de eso —murmura don Pedro, como si hablara para sí mismo.

—¿No?

—O no del todo.

Don Hermógenes lo mira, apenado. Casi no se distinguen las facciones de unos y otros cuando caminan lejos de una luz. Eso parece revestir la delgada y alta figura del almirante de una singular soledad.

—Se trate de lo que se trate, si yo gobernara —dice el bibliotecario—, cualquiera que propusiera un duelo sería desterrado en el acto, quien muriese en duelo acabaría expuesto en la picota, y quien matara iría a la cárcel sin más trámite.

—¿Y su bondad habitual, don Hermes? —inquiere con sorna el almirante.

—Déjeme de sofismas, querido amigo. Hay que saber distinguir. Como le digo, quien se batiera, encarcelado.

—O con una soga al cuello —sugiere Bringas.

—Yo estoy contra la pena de muerte, señor.

—Pues a mí me parece un instrumento social higiénico. Y si no, al tiempo. Tanto para los que se baten como para los que no.

Se han detenido ante la casa de comidas: hotelito oscuro, con un reverbero que ilumina una cabeza de buey pintada a modo de muestra sobre la puerta.

—En cualquier caso —dice el almirante, objetivo— algo hay que agradecer a que los franceses sean propensos a batirse. Gracias al duelo, o a la posibilidad de verse envuelto en uno, en Francia reina una gran cortesía... Quizá la grosería española se deba a su impunidad.

—¿Está usted de broma? —pregunta el bibliotecario.

—En absoluto... O no del todo.

—Dios mío, querido amigo —apoya don Hermógenes una mano en un brazo de su compañero—. ¿Y si lo matan?

—Tendrá usted que seguir buscando la Encyclopédie por su cuenta.

Se yergue Bringas, melodramático y solemne.

—En tal caso, señor, me tiene a mí. A sus órdenes.

—¿Ve? —don Pedro se lo señala al bibliotecario con un irónico movimiento de cabeza—. No hay mal que por bien no venga. Lo tiene a él.

—No le veo la gracia. Sigo sin comprender...

—¿Qué es lo que no comprende?

—Su cambio de actitud, como le digo. Su insólita disposición.

La luz del portal ilumina la sonrisa suave y triste del almirante. De pronto, un espacio inmenso parece interponerse entre él y don Hermógenes.

—¿No se le ha ocurrido pensar que tal vez yo tenía ganas de batirme?

 

Lo del duelo en París me tomó por sorpresa, pues no figuraba en las actas redactadas por el secretario Palafox que yo había revisado al principio. Ni Víctor García de la Concha, ni don Gregorio Salvador, ni nadie entre los académicos que consulté pudieron confirmarlo. Pero la carta que encontré entre la documentación adicional que me había proporcionado José Manuel Sánchez Ron no dejaba dudas. La cuartilla manuscrita por don Hermógenes Molina que me reveló el asunto —penúltima carta que el bibliotecario escribió desde París— era parca en detalles. Quizá hubiera otra más explícita; pero en tal caso habría sido destruida, supuse, para evitar responsabilidades y compromisos incómodos. En cuanto al documento conservado, al principio creí haberlo interpretado mal, a causa de la enrevesada letra de don Hermógenes; pero una segunda lectura puso en claro el hecho principal: había habido duelo. En su carta, escrita después de que se batieran el almirante y Coëtlegon, el asunto se trataba con los circunloquios oportunos; discreción lógica, por otra parte, para un suceso que tanto en Francia como en la España de Carlos III constituía delito grave:

 

Un lance enojoso por motivos de honor, de graves consecuencias, que además de comprometer la vida de mi compañero nos coloca en situación delicada...

 

Eso era todo. O casi. Reconstruir el resto de la escena, de lo ocurrido aquel dramático día en París, sus preliminares y desenlace, me correspondía a mí. Para abordarlo con el rigor necesario acudí a unos cuantos textos y refresqué viejos conocimientos de esgrima a los que ya había recurrido veintitantos años atrás, cuando escribí mi novela La estocada. Un par de antiguos tratados, como el muy conocido del maestro Guzmán Rolando —mi ejemplar aún tenía subrayados a lápiz del trabajo anterior—, me permitieron poner al día los conocimientos básicos. En cuanto al protocolo del duelo, me apoyé en varios manuales decimonónicos de mi biblioteca, incluido el Códice caballeresco italiano, de Gelli; pues aunque éstos eran posteriores a la época en la que transcurría la novela, los usos para resolver asuntos de honor habían cambiado poco en un siglo. También añadí un repaso superficial a Casanova, Restif de La Bretonne, Choderlos de Laclos —fue divertido situar al autor de Las relaciones peligrosas como padrino del duelo—. Eso me permitió adobarlo todo con el necesario ambiente de época. Quedaba así resuelta la parte técnica del asunto, desde los usos y protocolos al desarrollo del lance, cuya localización topográfica obtuve en el diario del suizo Ferdinand Federici —Flagrants délits sur les Champs-Élysées—, jefe de vigilantes del escenario que, por discreto y frecuentado para estos asuntos, fue elegido por los duelistas.

Los diálogos de los personajes, los puntos de vista, la contradicción entre la condena de los lances de honor que hacían los ilustrados y la realidad en Francia y en España, me dieron trabajo aparte. Ver aquello como lo veían el almirante, el bibliotecario y el abate Bringas requería un acercamiento que no podía resolver aplicando conceptos modernos. La certeza de los peligros que supone juzgar el pasado con los códigos éticos del presente me obligó, antes de sentarme a resolver diálogos y situaciones, a penetrar la psicología real de los duelistas y el mundo de la época. Y de nuevo los libros ayudaron a ello. Uno de éstos fue El duelo en la historia de Europa, de Kiernan, que pese a su estructura confusa y su excesivo anglocentrismo aportó ideas útiles para dotar con ellas a don Hermógenes y al abate Bringas. También fue de mucha utilidad un ensayo —El duelo en la obra de los académicos ilustrados— de mi compañero en la Real Academia Santiago Muñoz Machado; donde con grata sorpresa encontré el nombre de don Hermógenes Molina referido a un folleto que el bibliotecario escribió sobre la materia —El trasnochado concepto del honor y otras reflexiones morales— poco después de su regreso de París. En cuanto a las reflexiones morales y contradicciones de don Pedro Zárate, propias de quienes, como el almirante, participaron en su tiempo de la atracción intelectual de las luces sin dejar atrás ciertas tradiciones e impulsos arraigados en el viejo concepto del honor, resolví guiarlas con las reflexiones que otro ilustrado español, Gaspar de Jovellanos —tercera de las sombras constantes en este relato, con las de Cadalso y Moratín—, hizo a lo largo de su obra, y en especial en la pieza teatral El delincuente honrado; donde trata, precisamente, el debate de conciencia en un hombre de ideas liberales atrapado en las aristas del honor y de la culpa.

Me quedaba, antes de recrear las circunstancias del duelo entre don Pedro y Coëtlegon, un detalle importante: medir la capacidad de un caballero de buena salud y razonable vigor, de edad en torno a los sesenta y dos o sesenta y tres años —no de ahora, sino de finales del XVIII—, para batirse a espada con otro más joven. Comprendiendo los motivos del almirante para descartar la pistola como arma —es cierto que, a la luz incierta de un amanecer, la vista de un sexagenario podía inducir a errores mortales—, quedaba por ver cómo se sentiría alguien de esa edad con una espada o un florete en la mano. Así que, recurriendo a un buen amigo, el escritor, periodista y tirador de esgrima Jacinto Antón, le pedí que me ayudara a desempolvar mis oxidados floretes —hacía veinticinco años que no pisaba una sala de armas— y tantear fuerzas. Las del almirante, en este caso. Pues pensaba prestarle las mías.

 

Jacinto me cosió a botonazos. Ocho en los primeros asaltos, que tuvieron lugar en la galería del maestro Jesús Esperanza, situada justo detrás de la Real Academia. Después de semejante prólogo, comprendiendo que en el ataque había poco que hacer, pues la diferencia de edad ponía a cada cual en su sitio, resolví adoptar una actitud defensiva, de esgrima clásica, esperando acometidas en vez de buscarlas. De aquel modo fue mejor, pude equilibrar la situación, arriesgando poco y fatigándome mucho menos; y al cabo, Jacinto, agresivo y nervioso como buen esgrimista en forma, encajó un par de estocadas que habrían, quizá, dejado mal parado a Coëtlegon en el campo del honor. Así que me quité la careta, más o menos satisfecho. La supervivencia del almirante con un oponente más joven era, al menos en parte, posible.

Jacinto es un gran tipo: leal, viajado, leído y culto. Su bondad natural, además, teñida de cierto osado candor —es un especialista en aventureros y trotamundos de todo pelaje, desde Lawrence de Arabia a Rupert de Hentzau y otros conspicuos espadachines de ficción—, podría haber servido perfectamente para caracterizar a don Hermógenes en la novela. Con la careta de esgrima en una mano y el florete bajo el brazo, cubierto el rostro de gotas de sudor, me preguntó si estaba satisfecho.

—Mucho —respondí, riendo—. Sigo vivo.

—Está claro que si tu personaje quiere salir bien del lance, debe batirse a la defensiva —concluyó—. A partir de cierta edad, los esfuerzos de acometer sofocan y acaban fatigando mucho.

Me mostré de acuerdo. Yo mismo acababa de experimentarlo de sobra.

—Tienes razón. Pasados los primeros minutos, el brazo me pesaba como si el florete fuese de plomo —toqué mi pecho, bajo el peto—. Y con tus botonazos me has dejado hecho un eccehomo.

—Aun así, estás en forma... ¿Ese almirante también lo estaba?

—Más o menos. Teniendo en cuenta cómo se envejecía entonces, podemos considerarlo bastante bien para su edad.

—Yo habría elegido pistola, si era buen tirador.

—Creo que lo era, pero le preocupaba la visión. Esa luz del amanecer, ya sabes.

Jacinto se mostró de acuerdo.

—Ah, claro. Normal... ¿Sabías que Blasco Ibáñez, el novelista, tuvo un duelo a pistola?

—No lo sabía.

—Pues sí. En los años veinte. A veinticinco pasos y a outrance, como se decía entonces... Ya sabes que Blasco era republicano, y tuvo querella con un militar, con desafío incluido. Falló dos tiros, y el otro le acertó uno en la barriga, con tanta suerte que la bala dio en el cinturón del novelista. Y ahí quedó la cosa.

Nos quitamos los petos y fuimos a echarnos agua en la cara. Jacinto, siempre minucioso, estaba muy interesado por los detalles técnicos.

—¿Tu académico se batió a sable, espada o florete?

—A espada, creo. Aquellas espadas ligeras y finas que se usaban entonces.

—Ah, bueno... Hablas del espadín. La espada de cazoleta y sección triangular se hizo popular en los duelos algo más tarde. Casi florete, entonces: unos ochenta centímetros de hoja. Mejor para tu almirante, supongo... ¿Cómo acabó el duelo?

Sonreí mientras me secaba el rostro con la toalla.

—Todavía no lo sé.

—Vaya. Pues espero que ganara.

Imaginé al almirante, flaco y alto, con su espadín en la mano, erguido en el amanecer de aquel prado. Y a don Hermógenes angustiado, mirando.

—Eso espero yo también.

 

Aunque son las doce del mediodía y se trata de una comida, don Pedro Zárate —que paga de su bolsillo, como casi siempre— la ha llamado, con notable presencia de ánimo y humor negro, la última cena. Con don Hermógenes y el abate Bringas, el almirante ocupa una mesa en un reservado del hotel d’Aligre, en pleno corazón de Saint-Honoré: un local doble, al estilo de los colmados españoles, que de una parte ofrece para venta al público una exquisita muestra de la alta gastronomía francesa —hay aparadores con quesos y embutidos, frascos de mostaza, jamones colgados formando medallones con pretensiones casi artísticas—, y de la otra mantiene un restaurante selecto, frecuentado por un público que puede permitirse pagar doce francos por cubierto. Pero un día es un día, y los tres comensales ignoran si para el almirante habrá otro. De manera que el menú al que se hace honor —remojado con una botella de Chambertin y otra de Laffitte— está a la altura de las circunstancias: paté de pularda con trufas Le Sage, trucha del lago de Ginebra, perdiz roja de Quercy y salchichas de Estrasburgo: muy encarecidas estas últimas por el abate Bringas, pues, según afirma, previenen el escorbuto, depuran la sangre y templan los humores de modo saludable.

—Será a las siete, pasada la Estrella, a doscientos pasos de un café que está al final de los Campos Elíseos —comenta don Hermógenes—. Coëtlegon irá en un fiacre alquilado, con su padrino, y nosotros en el nuestro.

—El uso es que los padrinos sean dos por cada adversario —apunta el almirante.

—Y así es: el abate y yo, por parte de usted. Laclos y otro amigo de ellos, por la suya... Hemos preferido hacerlo de forma discreta, a fin de dar a esto la menor difusión posible.

Apunta el almirante una sonrisa socarrona.

—Lo veo muy eficiente, don Hermes... Cualquiera diría que pretende facilitarme el exitus con todas las de la ley.

Se escandaliza el bibliotecario, dejando en el plato el tenedor con el trozo de salchicha que iba a llevarse a la boca.

—Por Dios... ¿Cómo puede decir eso? Yo...

—Bromeaba, hombre. No se haga mala sangre, y coma.

—¿Cómo no me la voy a hacer?... ¿Cómo quiere que pruebe bocado, oyendo tales cosas?... Si es una broma no tiene gracia, almirante. Ni la más mínima.

—De acuerdo, perdóneme —sin borrar la sonrisa, el almirante toma un corto sorbo de vino—. ¿Lo saben en la embajada?

—Oh, Jesús, espero que no... Aunque me gustaría que se enterasen, y que alguien de allí impidiera esta atrocidad.

El almirante se ha puesto serio. Ahora lo mira, severo.

—Procurará usted que no sea así.

—Descuide —don Hermógenes traga saliva—. Le di mi palabra. Sólo estamos al corriente los implicados directos.

Se vuelve don Pedro a Bringas.

—¿Y usted, abate?

—Mis labios están sellados, descuide —dice éste mientras masca a ambos carrillos—. Por nada del mundo me perdería esto.

El bibliotecario lo mira con censura.

—Parece que disfrute con la idea de ver al almirante y a Coëtlegon matarse entre ellos... Sin embargo, el otro día lo oí criticar acerbamente los duelos.

—No es nada personal —responde Bringas sin inmutarse—. Aprecio al señor almirante, desde luego, y Coëtlegon me parece un pisaverde y un imbécil. Mi satisfacción proviene de algo más complicado que todo eso.

—Lo comprendo —conviene el almirante.

Desconcertado, don Hermógenes mira a uno y a otro.

—Pues yo no comprendo nada en absoluto —concluye.

—El señor abate se refiere al aspecto conceptual del asunto —aclara el almirante—. Desde ese punto de vista, no le desagrada que los estúpidos seamos víctimas de nuestra estupidez. Y tiene razón.

Protesta Bringas, una mano en el zurcido de la casaca que tiene a la altura del corazón.

—Ah, nunca me atrevería...

—Olvídelo —el almirante se vuelve a don Hermógenes—. ¿Quién más estará presente?

—En un tercer coche irán el médico y el director del duelo. Para eso, Laclos propuso a monsieur Bertenval, el enciclopedista, que es de toda confianza. Y me pareció bien.

—A mí también. Ese caballero es muy amable aceptando intervenir en esto.

—No puede negarse a un colega académico, ha dicho.

—Claro —dice Bringas, malévolo—. Ni al placer de verles destriparse.

Don Hermógenes lo contempla con hosquedad. Luego mira su plato, que tiene a medias, y lo rechaza con cara de haber perdido el apetito.

—Hay que prestar atención al calzado —dice con timidez—. A esa hora, la hierba del prado estará húmeda. Quizá resbaladiza.

—Lo tendré en cuenta —responde el almirante sin inmutarse—. ¿Qué hay de las armas?

—Dos espadines de corte, idénticos. Son propiedad de Coëtlegon, que sabe que no tenemos y pone uno a nuestra disposición. Me he procurado uno igual, o muy parecido, para que esta tarde pueda usted ejercitarse un poco con él... De todas formas, debió hacerme caso e ir a alguna sala de armas, para calentar el brazo. Para recordar estocadas, paradas y viejos trucos.

—No es necesario. De vez en cuando tiro en Madrid, en el Círculo Militar, para hacer ejercicio. En cuanto a los viejos trucos, no se me han olvidado. Sobre todo el principal, atendiendo a mi edad: cubrirme y ser paciente, a la espera de que el error lo cometa el otro.

—Confío en que mate a ese individuo —dice Bringas, sin dejar de masticar—. A él y a cuanto de perverso y arrogante simboliza, etcétera.

—Si tanto interés tiene —le reprocha don Hermógenes—, podría haberlo desafiado usted.

Tenedor en alto, Bringas se echa atrás en la silla y mira desdeñoso al bibliotecario.

—Lo mío no es la esgrima ni la pistola, señor. Lo mío es anunciar, metafóricamente de momento, el cadalso para los tiranos y sus lacayos. El trueno espantoso de la Historia. Y mi arma es la sola fuerza de la pluma: Longa manus calami, y todo eso. Ya saben... Por cierto, esta salchicha está exquisita.

Don Hermógenes deja de prestarle atención. Se ha vuelto hacia el almirante con una sincera angustia pintada en el rostro.

—¿Cree que saldremos de ésta?

Sonríe de nuevo don Pedro, afectuoso.

—Le agradezco ese plural, querido don Hermes. Pero lo cierto es que no lo sé. En estas cosas no sólo cuenta la habilidad. La suerte también mete su sota de espadas.

—Diantre. Me gustaría tener su sangre fría. No parece importarle mucho.

—Me importa. No tengo ningún interés en morir mañana por la mañana. Pienso en mis hermanas, sobre todo... Pero hay cosas que no pueden prevenirse. Hay reglas.

—Reglas absurdas, almirante. El honor...

—No me refiero a esa clase de reglas. Hablo de cosas más íntimas. Más privadas.

Sobreviene un silencio, sólo roto por el mascar del abate. El restaurante huele bien, con un aroma de especias, fiambre y salazones que estimula los sentidos. Sin embargo, el almirante apenas prueba la comida, y don Hermógenes sigue sin tocar su plato. Sólo Bringas, en su salsa, hace los honores. Nada tiene que ver aquel restaurante, comentó cuando encargaban el menú, con la miserable fonda de la rue des Mauvais-Garçons donde malcome rodeado de obreros y pescaderas, cuando puede permitírselo, por seis cochinos sueldos.

—Hay otro asunto —dice el bibliotecario con cautela, como si le hubiera estado dando vueltas antes de plantearlo—. Se necesitan dos cartas, una firmada por Coëtlegon y otra por usted, para ser usadas en caso necesario, exonerando al otro... En ellas afirman que el daño recibido se lo han hecho ustedes mismos, y que no debe culparse a nadie.

Asiente el almirante con indiferencia.

—La escribiré esta noche.

Don Hermógenes le pone una mano en el hombro.

—¿Se da cuenta de que si es usted el... ejem, infortunado, quien lea esa carta pensará que ha cometido suicidio?

—¿Y qué?

—No es un final cristiano, querido amigo.

—Nunca tuve intención de tener un final cristiano.

Deja Bringas de comer un momento, mira al almirante e inclina aprobador la cabeza.

—Eso le honra, señor. No esperaba menos.

Don Hermógenes no comparte la satisfacción del abate.

—Lamento oír eso. Quizá usted, a última hora...

El almirante lo mira con desusada sequedad.

—Lo lamenta, pero lo respetará. Si mañana me veo con unas pulgadas de acero en el pecho, no quiero gastar mi último aliento en mandar al diablo al confesor que usted me traiga... ¿Está claro?

—Clarísimo.

Los interrumpe Pontaillé, el dueño del restaurante, que trae un sobre lacrado. Se acaba de presentar, dice, un lacayo de librea con un billete para los señores; o en concreto para uno de ellos: el almirante don Pedro Zárate. El mensajero viene desde el hotel de la Cour de France, en la rue Vivienne, donde le han dicho el lugar donde estaba comiendo el destinatario.

—Démelo —dice el almirante.

Bringas y el bibliotecario lo miran con curiosidad mientras rompe el sello y lee, aunque su rostro inexpresivo no trasluce nada. Al cabo, don Pedro dobla de nuevo el papel y se lo mete en la vuelta de una manga de su casaca. Después saca de un bolsillo del chaleco el reloj, abre la tapa y consulta la hora.

—Tendrán que disculparme esta tarde. Cuando acabemos de comer debo atender un asunto.

—¿Grave? —se inquieta don Hermógenes.

—No lo sé.

—¿Particular?

Le sostiene la mirada el almirante, impasible.

—Eso creo.

 

La rue Saint-Honoré no es Versalles pero lo parece, piensa don Pedro Zárate mientras camina por ella. El lugar tiene su propia corte de carruajes de toda clase, paseantes de buen aspecto y señoras que entran y salen de las tiendas. Se diría que esta concurrida arteria de París y las calles adyacentes no están hechas más que de comercios, y en su laberinto de tiendas de modas, perfumerías, cafés y locales lujosos se ve atrapada media ciudad: el faubourg Saint-Germain, la chaussée-d’Antin, Montmartre, el Marais, según le contó el abate Bringas, se vacían durante la jornada porque buena parte de sus moradores acuden aquí a pie, en fiacre, en berlina, en cabriolé, a pasear, comer, tomar café, comprar o mirar.

Atento a los números de la calle y las muestras de las tiendas, el almirante llega a la que busca, situada entre un comercio de papeles pintados y una guantería. El rótulo le arranca una sonrisa: Mlle. Boléro, chapeaux à la mode. Hay en la puerta una vitrina con cintas, pompones, plumas, cofias y sombreros de todas clases. Don Pedro empuja la puerta, que hace sonar una campanilla, se descubre y penetra en el interior. El sonido hace alzar la vista a dos muchachas, más bien lindas, que cosen junto a un mostrador, aderezando muñecas que, supone el almirante, pronto viajarán a todas las capitales de Europa, desde Madrid hasta Constantinopla o San Petersburgo, vestidas a la última moda y tocadas con los elegantes sombreros de mademoiselle Boléro.

—Buenas tardes.

Una señora de mediana edad y rostro agradable acude a su encuentro. Viste de raso oscuro, con discreción, y lleva el pelo recogido a la española.

—Soy el señor Zárate... Creo que me esperan.

Margot Dancenis está sentada en un pequeño patio cubierto por una montera de vidrio, junto a una mesita de jardín rodeada de plantas. Hay un juego de té de porcelana fina sobre la mesa.

—Gracias por venir, señor.

Don Pedro ocupa una silla. Cuando se vuelve a mirar la puerta, la señora que lo recibió ha desaparecido.

—Es una buena amiga —explica madame Dancenis—. Española, como nosotros. Confecciona mis sombreros desde hace años. Y es de toda confianza.

Estudia el almirante a su interlocutora. Viste con talle ajustado y falda hueca, seda gris bordada con flores minúsculas y un pañuelo de muselina, a modo de pañoleta, velándole a medias el escote. Lleva el cabello recogido en una cofia que combina de modo encantador con un sombrerito de paja de ala ancha, sin duda obra del taller de mademoiselle Boléro. Y sus ojos grandes y oscuros miran preocupados al almirante.

—Necesitaba verlo antes de lo que ocurrirá mañana.

Sonríe con suavidad el almirante.

—Estoy a su disposición.

—Coëtlegon no es un duelista de los que van por ahí buscando querella... No es un mal hombre.

—Nunca pensé que lo fuera.

Ella abre y cierra un abanico de nácar, cuyo país está pintado con flores y pájaros.

—Sólo está celoso.

A don Pedro se le desvanece la sonrisa.

—No hay ningún motivo —dice, seco.

—No, no lo hay.

Un breve silencio. Al cabo, madame Dancenis hace un ademán de impaciencia.

—Lo de mañana es un disparate. Quiero impedirlo.

Nuevo silencio. Nada encuentra el almirante que responder a eso, de modo que se limita a mirar las manos de la mujer: bellas, cuidadas, con aquellas suaves venas azules de mujer de fina casta.

—Coëtlegon es demasiado orgulloso —dice ella de pronto—. Y se dice ofendido. Usted lo dejó por embustero.

—Es lógico —responde el almirante, sereno—. Mintió.

—Estaba irritado.

—Hay muchas formas de estarlo... Aquélla fue del todo improcedente.

La mujer lo mira entre suplicante y caprichosa.

—¿No hay solución posible?

—Creo que no la entiendo, señora Dancenis.

—Llámeme Margot, por favor.

—Creo que no la entiendo, Margot.

Ella coge la tetera y vierte el líquido humeante en dos tazas. Al inclinarse para hacerlo, él percibe su perfume. Suave, a pétalos de flor. De rosa.

—¿No podría usted darle alguna clase de satisfacción privada, anulando el duelo?... ¿Disculparse con él o algo parecido?

Sonríe de nuevo el almirante, melancólico.

—Me temo que eso es imposible.

—Es ridículo que el orgullo de dos hombres...

—Lamento no poder complacerla, señora Dancenis.

—Margot, le he pedido.

—Margot.

Ella sorbe un poco de su taza y la deja en el plato, pensativa, abriendo y cerrando el abanico como si comprobase el estado de las varillas.

—Yo soy la causa —dice en voz baja.

—No por mi parte.

—Por la de ambos. Es cierto que usted no lo buscó. Que es inocente. Pero soy la causa. Coëtlegon está celoso.

—No le ha dado usted el menor motivo.

Ella se toca con el abanico cerrado una comisura de la boca.

—No estoy segura de eso.

Ahora ha alzado el rostro. Lo mira a los ojos.

—Lo he hecho venir, señor, porque me considero responsable.

Él, que alargaba la mano hacia su taza de té, la retira sin llegar a tocarla.

—Quíteselo de la cabeza —dice tras un instante—. Eso es una tontería.

—No lo es. Y quiero decirle que aprecio su delicadeza. Su exquisita prudencia.

—No sé de qué habla.

Margot Dancenis vuelve a mirar el abanico.

—¿No hay nada que yo pueda hacer, entonces, para evitar este desvarío?

—Nada.

—Él es... No quiero ofenderlo, señor almirante... Su adversario es...

—¿Joven?

Don Pedro ha cogido al fin su taza y se la lleva a los labios mientras ve a la mujer negar con la cabeza, casi angustiada.

—Las cosas serán lo que deban ser —dice él cuando deja la taza.

—Temo que me haya interpretado mal. Usted no es... Bueno. No es la palabra viejo la que mejor le cuadra.

Lo ha dicho de un modo encantador, con una sonrisa que derretiría todo el chocolate de la rue Saint-Honoré. Don Pedro se remueve, incómodo. No es lo usual. No es lo que acostumbra a escuchar. Hace tiempo que no.

—¿Es cierto, entonces, que estuvo en lo de Tolón? —pregunta ella de improviso. Voluble. O no tanto.

—Sí.

—¿Fue un combate muy terrible?

—Difícil, es la palabra.

—Como espectáculo, debió de ser grandioso.

—No vi mucho espectáculo —el almirante entorna los ojos cual si lo cegara un resplandor lejano—. Estaba abajo, mandando la segunda batería de un navío. Entre eso y el humo no pude ver gran cosa. Gritos, ruido, calor... Cosas así.

Ella le señala el rostro con el abanico.

—¿Esa marca de su cara es de aquel día?

De modo irreflexivo, espontáneo, el almirante se toca la cicatriz.

—Sí.

—¿Metralla?

—Una astilla.

—Dios mío —parece horrorizada—. Pudo dejarlo ciego.

—Exagera usted.

—En absoluto. Y habría sido una lástima. Tiene ojos interesantes, señor. ¿Siempre fueron así?... ¿Tan claros, húmedos y fríos?

—No lo recuerdo.

Ahora la pausa es larga. Los dos beben el té en silencio.

—Lo olvidaba —dice ella al fin, despacio, cual si le costara alejarse de cuanto han hablado antes—. Mi marido, que se ha ido a la finca de Versalles para ocuparse de asuntos inaplazables, me ha dado un recado para usted.

La mira, sorprendido.

—¿Él sabe lo de mañana?

—Oh, claro que no. Hemos procurado ocultárselo. Se afligiría mucho.

—Comprendo... ¿Cuál es el recado?

—Ha muerto un amigo suyo, el procurador Hénault: bibliófilo empedernido, como él, poseía una Encyclopédie. Mi marido conoce a la viuda, que siempre detestó la afición a los libros del difunto. Y como él dice, cuando muere un bibliófilo, a los pocos días sale la biblioteca por la misma puerta por donde salió el cadáver... Así que ha escrito una carta de presentación para ustedes, por si quieren ponerse en contacto con ella.

—Se lo agradezco. Mis respetos al señor Dancenis.

—Supongo que estos días no está usted para enciclopedias ni nada por el estilo. Pero ahí queda esa posibilidad. Si todo sale bien mañana...

—¿Para quién? —se burla don Pedro—. ¿Para el señor Coëtlegon o para mí?

Ella se abanica, deliberadamente frívola.

—Oh, me refiero a los dos. Por supuesto. No quiero que nadie resulte herido. Me han dicho que es a primera sangre, así que ojalá se resuelva con algún rasguño sin importancia.

—Eso espero. De no ser así, crea que ha sido un honor conocerla. Un placer absoluto.

Madame Dancenis se ha puesto seria de pronto. Cierra el abanico y lo deja en el regazo.

—Siento que por algo ocurrido en mi presencia...

—Cualquier cosa relacionada con usted merece la pena.

Ella lo estudia con equívoca inocencia.

—¿Está casado, señor?

—No. Nunca lo estuve.

—¿Nadie se ocupa de usted?

—Dos hermanas solteras.

Chispean los ojos de la mujer, divertidos. Casi con ternura.

—Eso es delicioso.

Se miran. Margot Dancenis mantiene los labios un poco separados, como si respirase con suave dificultad. La línea esbelta y blanca de su garganta se prolonga bajo la muselina del escote, haciendo pensar en el cuello de un hermoso cisne. Al cabo de un momento ella toca la tetera y retira la mano, contrariada, como si estuviera demasiado tibia para su gusto.

—Cuando consigan la Encyclopédie se irán de París, imagino. Usted y su amigo.

—Sí. Suponiendo que la salud me lo permita.

—No sea tonto —en los ojos oscuros brilla una luz diferente—. No hable así. Estoy segura de que...

—Sentiré no volver a verla.

—¿Habla en serio?... ¿Sentirá no volver a verme?

Parece perpleja. Don Pedro no responde. Se limita a sostenerle la mirada.

—Vaya —dice ella, casi en un murmullo.

Al fin recurre de nuevo al abanico. Lo abre y se da aire con más vigor.

—Haremos una cosa, señor almirante. Cuando este enojoso asunto termine, espero que de forma satisfactoria para todos, venga a desayunar a mi casa.

—No comprendo —ahora es él quien está desconcertado—. Me temo...

—No tema nada. Lo invito a desayunar, que es lo más corriente del mundo. Ya sabe que suelo invitar a mis amigos. Leemos libros filosóficos y reímos un rato. Me gustaría verlo allí.

—Es un honor —aún duda él—. Pero esa intimidad...

—Oh, señor. No me decepcione. Ya sé que en España no es costumbre, pero lo creía a usted por encima de eso... Lo tomo por un terrible duelista, y me sale ahora mojigato.

Ríe con ganas el almirante. Sincero.

—Tiene usted razón. ¿Qué puedo hacer para rehabilitarme?

—Aceptar.

—En tal caso, de acuerdo.

—Entonces es cosa hecha... Si todo sale bien, que saldrá, lo espero uno de estos días. Para desayunar.

 

A la luz de un velón de aceite, en su cuarto del hotel du Roi Henri, Pascual Raposo firma una carta y echa polvos secantes para enjugar la tinta. Después relee lo escrito, prestando atención especial a uno de los párrafos:

 

Tengo noticia (vía mis agentes locales) de que hubo cuestión de honor entre uno de los viajeros y un caballero francés. Y que debe resolverse por los medios usuales en las próximas horas. Si hubiera desenlace trágico, eso ayudaría mucho...

Temiendo no haber sido lo bastante explícito —tampoco es cosa de comprometerse con nombres y detalles innecesarios, en cartas que no sabe dónde acabarán—, Raposo moja de nuevo la pluma de ave en el tintero y subraya con una línea la palabra resolverse. Al cabo dobla la hoja, escribe la dirección, echa polvos de nuevo y derrite con la llama del velón, sobre las solapas del reverso, el extremo de una barrita de lacre. Después, dejando el sobre encima de la mesa, enciende un cigarro en la llama, se pone en pie y abre la ventana. La estufa calienta demasiado, y el calor en la habitación es excesivo. En mangas de camisa, con los brazos cruzados, fuma mirando las casas y casuchas adosadas a la tapia del cementerio de los Inocentes, que destacan entre las sombras de la calle. Sobre ellas, medio veladas por las nubes bajas en un cielo que todavía no es del todo negro, despuntan las primeras estrellas.

Unos golpes en la puerta. Raposo mira la hora y se sorprende, pues no espera a Henriette hasta más tarde. El recuerdo del cuerpo joven y ávido bajo el camisón, el calor de los muslos y la impúdica tibieza de los senos jóvenes de la muchacha, estimula su imaginación. Pero la sonrisa que se le dibuja en la boca cruel mientras se dirige a la puerta y la abre se desvanece cuando ve al otro lado no a Henriette, sino a su padre. El dueño del hotel se ha puesto una casaca y un corbatín —algo inusual en alguien que se pasa la vida sentado y fumando su pipa en chupa y camisa—, y el aspecto es insólitamente formal, lo que acentúa la expresión grave de su rostro cuando mira a Raposo y, tras una breve vacilación, le pregunta si pueden tener una charla. Éste se hace a un lado, lo deja pasar, y con el cigarro entre los dientes observa cómo monsieur Barbou mira alrededor, prestando atención a los detalles del cuarto: la carta lacrada sobre la mesa, la ventana abierta, el sable colgado de un clavo en la pared, la vieja estampa de Luis XV pegada con miga de pan. Acaba deteniéndose en la cama, a la que dirige una mirada triste. Casi dolorida.

—Hay un asunto grave, señor —dice—. Muy grave.

Raposo le ofrece la silla, y el otro se acomoda mientras él va a sentarse sobre la colcha arrugada del lecho.

—Vengo a hablarle como padre, no como propietario de este lugar.

El tono está acorde con la expresión del rostro. Grave, honradamente burguesa. Solemne, quizás.

—Se trata de Henriette.

Entorna Raposo un poco los ojos y da una chupada al cigarro.

—Adelante —dice.

Duda el otro. Si no llevara ya un par de semanas en el hotel du Roi Henri, Raposo lo creería avergonzado.

—Es nuestra única hija —aventura.

Aquel plural, piensa Raposo, contiene todo el matiz. Es rico en detalles. La gente, concluye mientras da otra chupada al cigarro, no presta atención a los plurales. Y luego pasa lo que pasa.

—¿Y bien?

—Su madre me ha hablado. Me ha contado sus sospechas... Después, en fin... Hemos interrogado a Henriette. Y nos lo ha confirmado todo.

Sentado en la cama, Raposo sigue fumando, impasible.

—¿Qué es lo que ha confirmado?

—Pues eso... En fin. Que ya me entiende usted, señor.

—Se equivoca. No entiendo absolutamente nada.

Un silencio. Barbou vuelve a pasear la vista por la habitación. Esta vez se detiene en el retrato del rey difunto, cual si en éste encontrase dignidad para seguir exponiendo lo que ha venido a exponer.

—Su virtud... —empieza a decir, y se calla.

—¿Qué pasa con mi virtud?

—No me refiero a la suya, señor. Hablo de mi hija. La virtud de Henriette...

El hotelero se detiene ahí, embarazado. Sus ojos se han vuelto casi suplicantes, como pidiendo a Raposo que ayude, con su comprensión, a superar el difícil trecho que tiene por delante. El mal rato. Pero Raposo sigue mirándolo en silencio, ligeramente entornados los ojos, como antes, el cigarro humeándole en la boca.

—Usted le ha quitado la honra a nuestra hija —suelta Barbou, al fin.

Otra vez el plural. Raposo, que contiene con dificultad una carcajada —lleva rato preparándose para ella—, imagina a la señora Barbou en el pasillo, la toquilla sobre los hombros y el oído atento. Esperando el resultado de la entrevista.

—¿Y qué esperan de mí? —pregunta con mucha flema.

Se mira las manos el otro como si dudara. La luz del velón de aceite le ilumina a medias el rostro y enflaquece sus mejillas, dándole aspecto de hombre atormentado.

—Una reparación.

Ahora sí que ríe Raposo, con descaro. Se quita el cigarro de la boca y emite una carcajada de sincero buen humor.

—¿Qué pretenden que repare?

—La virtud de Henriette...

—De la virtud ya me habló antes. ¿Qué más?

—Según su madre, ha tenido una falta.

—Y a mí qué me cuenta. Llevo en París sólo quince días.

Duda el otro, desviando de nuevo la mirada.

—Yo de eso no entiendo... Son cosas de mujeres.

—De mujeres, dice usted.

—Eso es.

—Comprendo. ¿Y en qué consiste esa reparación?... Porque no pretenderán que me case con ella.

—Bueno. No se trata de eso... Su madre y yo lo hemos hablado. Y lo cierto es que...

—¿Y su hija? —lo interrumpe Raposo—. ¿Qué opina de esto?

—Ella es casi una niña. Tiene poco que opinar. Y usted es un viajero. Está de paso.

—¿Se refieren entonces a una reparación económica?

La expresión grave del hotelero parece aclararse un poco.

—Podríamos discutirlo, sí... Ya le dije a mi mujer que parece usted un hombre razonable y un caballero.

Raposo mira su cigarro, que está casi consumido. Después se levanta con mucha calma, va hasta la ventana y lo arroja por ella, viendo cómo la brasa describe un arco hasta perderse en la oscuridad. Aún permanece un momento de espaldas a su interlocutor, mirando la calle, el antiguo cementerio en sombras, el cielo ya negro donde las estrellas brillan entre nubes desgarradas y oscuras que parecen tocar los aleros de las casas. Al cabo, con la misma tranquilidad, se vuelve hacia Barbou.

—Su hija es un putón desorejado —dice, sin alterar la voz.

El hotelero lo mira con la boca abierta, como si le hubieran metido en ella algo muy frío o muy caliente.

—¿Perdón? —balbucea al fin.

Raposo da tres pasos hacia él, situándosele enfrente, tan cerca que el otro se ve forzado a alzar mucho la cara para mirarlo. Y lo que ve no debe de gustarle nada, pues parpadea, inquieto.

—Su hija sólo tiene vírgenes los tímpanos de las orejas, que yo sepa —dice Raposo en el mismo tono—. Y estaba así mucho antes de que entre su madre y usted la metieran en mi cama, a ver qué podían sacar de ello.

—No le consiento...

Desapasionadamente, sin apresurarse, sin poner en ello más violencia que la necesaria, Raposo le pega a Barbou una bofetada que lo hace caer de la silla al suelo. Después se inclina sobre él, le pone una rodilla en el pecho y lo agarra por el corbatín, tirando de él hasta casi estrangularlo.

—En París hay miles de rameras, sin contar las mantenidas, las chicas de la Ópera y las puercas de hotel como tu hija... ¿Y tienes la pretensión de sacarme dinero por ella?

Debatiéndose bajo la rodilla de Raposo, medio asfixiado por la mano que tira de la corbata deshecha, espantados los ojos y aturdido por una violencia que no esperaba, Barbou lo mira con ojos de terror.

—Yo mismo he jugado ese truco alguna vez en España, con viajeros incautos —dice Raposo, riendo como un lobo malo—. Allí lo llamamos reparar a la doncella. Y tengo que venir a París para que lo intenten conmigo... ¡Tiene gracia!

Soltando la presa, Raposo se pone en pie. Ahora ríe, divertido de veras. No se lo van a creer los compadres en Madrid, cuando lo cuente. Piensa. Querer hacérsela a él, Pascual Raposo, como si fuera un pichón sin malicia. A mí, que las vendo.

Barbou se ha incorporado frotándose el cuello, desorbitados los ojos. Aún con el terror y la humillación pintados en la cara.

—La policía... —murmura, descompuesto.

Lo mira Raposo casi con sorpresa. Con un interés repentino que hace enmudecer al otro.

—La policía, imbécil, es amiga mía. ¿Te suena de algo el nombre de Milot?... Pues ve a él. A quejarte.

Dicho eso, se acerca al hotelero, que ante su proximidad retrocede un paso.

—¿Ves ese sable? —añade, señalando el que está colgado en la pared—. Pues no lo pierdas de vista, Barbou... Porque a la menor molestia te degüello con él, y a tu mujer y a tu hija se lo meto por el coño.

 

Hay mucho silencio en el hotel de la Cour de France. Es tarde. En gorro de dormir, bata y pantuflas, una vela encendida en la mano, don Hermógenes regresa del escusado. Al pasar ante la habitación del almirante, vacila un momento. Luego, decidiéndose, llama con suavidad. Al oír «Pase», abre la puerta, que no está cerrada con llave. A la luz de un candelabro donde arden dos velas, don Pedro se encuentra sentado en un sillón, todavía vestido, con calzón de ante y en mangas de camisa, dándole cuerda al reloj. Tiene las piernas extendidas sobre un taburete y un libro abierto puesto boca abajo sobre la mesa, al alcance de la mano.

—Debería estar durmiendo —dice el bibliotecario.

—Debería, sí —responde el otro.

Don Hermógenes deja la palmatoria sobre la mesa, donde hay un pequeño paquete de papel sujeto con cordel y lacrado.

—¿Puedo hacerle compañía un rato?

—Se lo agradezco.

Tras dirigir una mirada suspicaz al paquete, se sienta el bibliotecario en una silla, junto a la cama que está sin deshacer. En ésta, sobre la colcha, se encuentra el espadín que don Hermógenes consiguió por la mañana para que practicase el almirante.

—¿Lo ha usado?

—No.

—Pues debería, querido amigo. Para eso lo traje.

—No tengo humor para posturas de esgrima.

Sobreviene un silencio. Don Hermógenes mira a su compañero con afecto.

—¿Cómo se encuentra?

—Extraño.

Se queda un instante pensativo el almirante, tras decir aquello. Al cabo deja el reloj junto al libro, inclina un poco la cabeza y sonríe vagamente.

—Y también cansado —añade.

—Por eso le digo que debe dormir.

—No es esa clase de cansancio.

El paquete lacrado sigue atrayendo la atención de don Hermógenes, que al fin se deja vencer por la curiosidad.

—¿Qué contiene, si me disculpa la impertinencia?

El almirante mira el paquete como si hubiera olvidado que estaba ahí.

—Dos cartas y unas últimas voluntades —responde con sencillez—. Las cartas son una para mis hermanas y otra para el director de nuestra Real Academia. Esta última, con mis excusas.

—Estaría bueno. No creo que sea necesario...

—Vine a París como usted, con una misión que cumplir; y me arriesgo a no terminarla. Lo menos que puedo hacer es justificarme.

—Usted no necesita justificación —protesta don Hermógenes, conmovido.

—Se equivoca. Lo que voy a hacer mañana es una estupidez que repugna a cuanto sostuve durante buena parte de mi vida.

—No la haga entonces. Niéguese a esa barbaridad.

El almirante lo mira y no dice nada. Por fin se vuelve hacia la ventana, como si las respuestas se hallasen al otro lado.

—Todo en la naturaleza es cuestión de equilibrio. De leyes compensatorias.

—Por Dios... ¿No lo fatiga a veces ese corazón suyo, siempre acompasado con la cabeza como una aguja de reloj y su péndulo?

—No puedo elegir.

Se toca el bibliotecario el mentón, donde ya rasca un apunte de barba.

—No lo entiendo.

—Da igual, querido amigo.

—No, no da igual en absoluto. Si tiene usted una conciencia, una razón que rechaza este disparate, siga su dictado... Sé que es hombre de cuajo suficiente para no tener que demostrar nada a nadie. Y si lo toman por lo que no es, peor para ellos.

—Digamos que es un lujo que voy a permitirme.

—¿Un qué?... ¿Batirse por un supuesto honor lo considera usted un lujo?

—Yo no me bato por mi honor, don Hermes. Mi honor nunca estuvo en cuestión. No, al menos, lo que suele entenderse por eso.

Mira el bibliotecario el lomo del libro que está abierto y boca abajo en la mesa —Morale universelle, pone en el tejuelo—, junto al paquete lacrado. El libro lo compró el almirante hace unos días en una tienda de la rue Saint-Jacques, junto con el Système de la nature del barón Holbach.

—Esa carta para sus hermanas... —comenta don Hermógenes—. ¿No le inquieta dejarlas solas? ¿Ha pensado en el disgusto que sufrirán si...?

—Tienen algún pequeño ahorro con que vivir, y unas modestas acciones de la Compañía de Caracas.

—Pero lo echarían de menos. Hablo de afectos.

—Oh, eso sí. Mucho. Nos quedamos pronto huérfanos, y una de las razones por las que abandoné el mar fue para ocuparme de ellas. Y las dos, a su vez, permanecieron solteras para cuidar de mí. Hemos vivido juntos todos estos años, y sin duda me tendrán en falta si yo... Claro. Ellas son el único remordimiento real que tengo. Lo que me impide estar en paz del todo.

—En cuanto a la Academia...

—Por esa parte estoy tranquilo. Usted me dejará bien, no cabe duda. Lo adornará todo de modo conveniente: «El almirante se batió por el honor de su patria y la reputación de la Real Armada»... Argumento impecable que a todos parecerá estupendo. Suspenderán un pleno en mi memoria, el secretario Palafox levantará acta y asunto resuelto... Por cierto. No consienta que me digan misas. Volvería del Más Allá para tirarle por la noche de los pies.

—Es usted incorregible.

—Lo que soy es demasiado viejo para tonterías.

Se impacienta don Hermógenes. Por un momento alarga una mano para tocar la empuñadura del espadín: es de guarnición dorada, estrecho y fino, con la hoja dentro de una vaina de piel negra.

—Qué absurda y contradictoria es Francia —comenta—. Foco de luces y razón, por una parte, y tan ridículamente duelista, por la otra. Esta triste disposición a creerse insultados a cada momento y a ver en todo una ofensa...

El almirante le dirige una mirada no exenta de humor.

—Seamos justos, don Hermes. Yo realmente insulté a Coëtlegon.

—Fue él quien se lo anduvo buscando. Demasiado se contuvo usted. Yo me refiero a la propensión que tienen aquí a tirar de espada o de pistola por esta clase de idioteces... ¿Pierde uno en el juego? Se bate. ¿Alguien te mira demasiado fijo? Te bates. ¿Tu mujer o tu amada son unas coquetas? Te bates, y encima te haces matar por eso. ¿Has deshonrado a un buen hombre, quitándole la mujer, y él te llama canalla? Te bates, y lo matas, si puedes... Y menos mal que muchos duelos son a primera sangre.

Hace don Pedro un ademán de indiferencia.

—Supongo que ahí está la explicación —opina tras pensarlo un poco—. En Italia o España no se anda la gente con tantos remilgos. Si


Date: 2016-01-05; view: 1138


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