Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






Los caballeros del café Procope

 

Ya pasó el tiempo en que la sinrazón me ponía furioso.

Denis Diderot. Cartas a Sophie Volland

 

 

No hay suerte con la Encyclopédie. Pese a la buena voluntad del abate Bringas y las orientaciones de amigos y conocidos, incluida una recomendación de monsieur Dancenis para sus proveedores habituales, la primera edición sigue resistiéndose a las pesquisas. Parece no quedar ni una impresión original completa en todo París —el filósofo Bertenval confirmó que de los 4.225 ejemplares de la primera tirada, tres cuartas partes se vendieron en el extranjero—, y las visitas de don Pedro y don Hermógenes a toda clase de libreros han resultado infructuosas: Rapenot frente a Les Carmes, Quillau junto al hotel Dieu, Samson y Cugnet bajo las arcadas del Louvre, la viuda Ballard en la rue des Mathurins... Ni los más selectos ni los más humildes, incluidos buquinistas y colporteurs del Sena y los Campos Elíseos, disponen de los veintiocho volúmenes en folio. De éstos sólo hay localizables algunos tomos sueltos, y madame Ballard, impresora del rey, tiene a la venta una reedición de los catorce últimos, hecha en Ginebra. En cuanto a la obra completa, la búsqueda sólo ha permitido encontrar dos Encyclopédies, ambas en ediciones de escasa confianza: la de Lucca, en folio, y la de Yverdon, impresa en treinta y nueve volúmenes en cuarto y muy manipulada en sus textos, que un librero llamado Bellin tiene a la venta por sólo 300 libras en su tienda de la rue Saint-Jacques, y que el abate Bringas desautoriza por completo.

—Su mismo precio la desacredita —comenta, despectivo—. Y para colmo, ha sido elogiada por Voltaire.

Lo dice mientras don Hermógenes, víctima de una fluxión del pecho, se ve obligado a guardar cama. Está el bibliotecario en camisa y gorro de dormir, tapado con la colcha hasta el mentón oscurecido por una barba de dos días, que parece enflaquecerle el rostro donde lagrimean los ojos enrojecidos y febriles. La ventana que da a la calle está cerrada, el orinal lleno a rebosar de orina turbia. Todo en el cuarto huele a cerrado, a dolencia y fatiga humana. El abate y don Pedro acaban de regresar de la calle tras hacer su enésima gestión sin resultado, y ponen al corriente al enfermo. Están sentados junto a la cama mientras el almirante hace beber a su compañero un vaso de limonada tibia para combatir la deshidratación.

—No es nada, querido amigo. Sólo un catarro, y no de los peores... Vi a mucha gente así.

—Siento el pecho muy cargado —se queja débilmente don Hermógenes.

—Pero la tos, aunque frecuente, es húmeda. Fluida... Expectora usted, y eso es buena señal... De todas formas, el señor abate ha avisado a un médico amigo suyo.



—Así es —confirma el otro—. Un facultativo de confianza. Estará al llegar.

—También es mala suerte la mía —comenta el bibliotecario, dolorido—. En París, y enfermo. Descuidando mi obligación.

—Hay poco por descuidar —lo conforta el almirante—. Nuestras posibilidades se han reducido mucho. Esa primera edición parece haberse desvanecido... Ni siquiera la reimpresión en folio hecha en Ginebra la encontramos completa. Por lo visto, de ésa se pusieron a la venta menos de dos mil ejemplares, y también están agotados.

—¿Y las otras?... De perdidos, al río, almirante... ¿Qué hay de la edición toscana de la que nos hablaron hace unos días?

—Descartada por completo. Los artículos, según nos cuentan, fueron reescritos para esa impresión.

—Dios mío... Tendremos que volver con las manos vacías.

—No lo sé. Esta mañana escribí a la Academia, por la posta urgente.

Se inquieta don Hermógenes.

—Pero eso es carísimo —protesta—. Y los gastos... Ya nos va escaseando el dinero.

—Lo sé, pero no hay otra. Necesitamos instrucciones de los compañeros de Madrid... Lo único que podemos hacer de momento es esperar, confiando en un golpe de suerte. Y usted, curarse.

—Acérqueme ese orinal, hágame el favor.

—Claro.

Llaman a la puerta, y se presenta el médico amigo de Bringas. Es un sujeto de facciones vulgares y mirada intensa. Lleva el pelo largo, grasiento, sin empolvar, en una cabeza que parece demasiado grande para su cuerpo flaco y desgarbado. La boca, ancha y ligeramente torcida, le confiere un singular aspecto de batracio bípedo.

—¿Cómo es la orina? —pregunta a bocajarro.

—Huele agrio, es turbia y escasa —le informa don Hermógenes.

—El pecho está tomado de la erisipela —diagnostica el médico tras tomarle el pulso y estudiar su garganta con el mango de una cuchara, con tal brusquedad que casi lo hace vomitar—. Hay que devolver el humor a la piel, abriéndole todas las puertas: transpiración, orina, heces, eméticos y una vía artificial en el brazo, con emplastos vesicantes... Por supuesto, nada de corrientes de aire: puerta y ventana cerradas a cal y canto, y estufa bien caliente... Ahora voy a practicarle una sangría.

—¿Con lo débil que está? —se extraña el almirante.

—Precisamente por eso. Dando salida al humor maligno secaremos los pulmones y acabará todo.

—Disculpe, doctor... No retuve su nombre.

—No lo he dicho. Me llamo Marat.

—Pues mire, señor Marat...

Doctor Marat, si no le importa.

Asiente el almirante con mucha calma.

—No me importa en absoluto. Doctor, si lo prefiere... Pero, con todo el respeto por la ciencia que usted practica, voy a oponerme a que le dé un tajo en una vena a este amigo mío.

Se sobresalta el otro como si hubiera recibido un insulto.

—¿Por qué?

—Porque sin ser médico, viví lo suficiente para reconocer un simple enfriamiento cuando lo veo. Y también para desconfiar como del diablo de la lanceta y las sangrías; que de poco aprovechan en este siglo, ni en ninguno de los pasados. Y que deberían desterrarse para siempre de la práctica de la medicina.

El médico ha palidecido. Aprieta los labios hasta casi hacerlos desaparecer.

—No sabe lo que dice, señor —masculla al fin—. Mi experiencia...

Con la misma flema que antes, don Pedro alza una mano.

—Según la mía, mucho más limitada y quizá por eso más sencilla y práctica, lo que necesita don Hermógenes, en vez de sangrías, emplastos y aflorar de humores erisipelatosos, es una ventana abierta que airee bien esta habitación, y mucho zumo de limón en agua tibia. Con azúcar, a ser posible.

—¿Me va usted a decir a mí...?

—Le voy a decir que si eso funciona en un barco, con lo insalubre que es aquello, escorbuto aparte, figúrese en lugar cómodo como éste. Dígame qué le debo por su visita.

—Es inaudito, señor... —tartamudea el médico— Es... Son diez francos.

—Algo caro me parece, diantre —el almirante introduce los dedos en el bolsillo del chaleco y saca unas monedas—. Pero no vamos a discutir por un emplasto vesicante de más o de menos... Buenos días, señor.

El médico coge bruscamente el dinero y, sin mirar a nadie, ni siquiera al paciente, sale dando un portazo. Mientras el almirante va hasta la ventana y la abre de par en par, dejando entrar el sol y el aire, Bringas lo mira con sombría censura.

—Ha hecho usted mal —protesta—. El doctor Marat...

—El doctor, por muy amigo suyo que sea, es un matasanos de los que se reconocen a tiro de pistola... ¿De verdad tiene título para ejercer la medicina?

—Él dice que sí —se bate en retirada Bringas—. Aunque es cierto que sus colegas se lo discuten. Hay cierto barullo con eso... En realidad es un especialista en problemas oculares. Hasta tiene escrito algo sobre el particular... Y también un tratado sobre la gonorrea.

—Acabáramos, señor abate. Eso último encaja más con el personaje —don Pedro ha vuelto junto al bibliotecario, y le ofrece de nuevo el vaso con limonada—. ¿De qué se conocen, si me permite la curiosidad?

—Vive cerca de mi casa y frecuentamos el mismo café. En mi opinión, el problema viene de que es hombre de ideas avanzadas...

—No me lo ha parecido mucho.

—Me refiero a ideas políticas. Y tiene futuro. Por eso en la Academia de Ciencias no lo tragan.

—Ah, bueno —el almirante se encoge de hombros—. En el futuro político del señor Marat, ahí ya no me meto. Pero como médico, resulta un peligro público... Observo en él una molesta inclinación a despachar gente para el otro barrio.

 

El sol poniente es tibio en el atardecer de Madrid. Desde la calle de Alcalá hasta la puerta de Atocha, el Prado está lleno de carruajes, sillas de manos y paseantes que conversan de pie o sentados en los bancos, las tijeretas de alquiler y los puestos de refrescos, bajo los árboles cuyas ramas verdean de hojas tiernas. Frente a las caballerizas del Buen Retiro se encuentran casualmente Manuel Higueruela y Justo Sánchez Terrón. Pasea éste del brazo con su mujer, y sale el otro de rezar el rosario en San Fermín de los Navarros con su familia: esposa y dos hijas casaderas —sombrero con randas la señora y redecillas al pelo las niñas—. Ambos se cruzan entre la gente cuando Higueruela y su tropa femenina se apartan para dejar paso a un carruaje tirado por cuatro mulas, con escudo nobiliario pintado en la portezuela y lacayos de librea en el pescante. Al divisar a Sánchez Terrón, Higueruela le dirige una señal de reconocimiento disimulada, casi masónica. Tras un cruce de miradas y ligera vacilación por parte del filósofo, se acercan uno al otro, hacen las presentaciones convenientes y se retrasan un poco mientras las cuatro mujeres caminan juntas, delante de ellos, mirando los coches y los vestidos de los paseantes.

—Tiene usted una esposa muy guapa —dice Higueruela para romper el hielo.

—También sus hijas lo son.

—La menor, tal vez —comenta Higueruela, ecuánime—. A la mayor nos va a costar casarla.

Dan unos pasos en silencio, mirando a los paseantes. Sánchez Terrón, que intenta caminar apartado del periodista para que nadie les suponga intimidad, lleva la cabeza descubierta y sin empolvar, como suele; y cuando encuentra algún rostro conocido, saluda con seca cortesía, hundiendo el mentón en un grueso corbatín que le da varias vueltas al cuello. Higueruela, por su parte, para no mover la peluca, se toca el ala del sombrero de tres picos.

—El jueves lo echamos de menos en la Academia —dice este último.

—Tenía cosas que hacer.

Higueruela sigue con la vista un coche de los llamados bávaras, con tanta ventanilla de vidrio que parece un farol enorme moviéndose entre el gentío.

—Lo sé —asiente—. Su interesante disertación sobre El estado de las letras en Europa... Se llamaba así, ¿verdad?... Lo tuvo ocupado. Tengo entendido que fue...

Se detiene deliberadamente, como si buscara palabras elogiosas.

—Un éxito, en efecto —zanja Sánchez Terrón—. Resulté muy aplaudido.

Higueruela sonríe con mala fe.

—No me cabe duda... El amigo que me informó dijo que asistieron diecisiete personas, contándolo a él.

—Algunas más.

—Es posible. De cualquier manera, le voy a sacar una reseña en el Censor Literario la semana que viene. Favorable, naturalmente. Al menos hasta cierto punto... Para que quepa, cortaré un poco de un artículo que tengo preparado sobre las operaciones contra Gibraltar y la guerra en las colonias inglesas de América.

Todavía molesto, Sánchez Terrón hace un ademán de impaciencia altiva.

—No necesito sus elogios.

Se intensifica la mueca del otro.

—Claro —concluye—. Más bien lo perjudican, quiere decir —se detiene y parece meditar sobre eso; después sonríe algo más torcido que antes—. Le estropean la imagen de incomprendido intransigente, a la que tanto jugo saca.

—Usted no sabe lo que dice.

—Sé lo que digo y lo que no digo. Y también lo que hago o no hago... Habrá observado que en el último número de mi periódico, en la substanciada diatriba contra los autores modernos, quedaba usted al margen.

—No leo sus cosas.

—Venga, hombre. Sé que las lee. Que devora cuanto se publica, aunque aparente despreciarlo, y siempre buscando ver si sale su nombre... Por eso habrá notado que, en el demoledor artículo que dediqué a esa secta de librepensadores y filósofos de pacotilla, usted queda incólume como una virgen de Delfos, o de por allí cerca. Como ve, respeto nuestra tregua.

—¿Respetar?... Qué va a respetar, caramba. Usted no respeta a nadie.

—Las treguas, como le digo. Aquí donde me ve, soy un hombre de honor.

—Bobadas.

Saluda Sánchez Terrón, circunspecto, a un individuo todavía joven, sin sombrero ni polvos, con lentes de pinza, que viste levita entallada hasta lo ridículo y estrecha el cuello de su camisa con un corbatín muy apretado que parece cortarle el resuello.

—Ése es uno de los suyos, ¿verdad?... —comenta Higueruela, risueño— El que firma Erudio Trapiello, si no me equivoco.

—El mismo.

—Vaya —Higueruela silba con exagerada admiración—. Nada menos que el autor del Viaje simbólico a la República de las Letras y resurrección de la Poesía Española, completado con recetas morales, por un ingenio cervantino de esta corte, profesor de Filosofía, Retórica y Letras divinas y humanas... Ese que, si mal no recuerdo, empieza el prólogo diciendo: No veo qué mérito tengan el griego Homero o el inglés Shakespeare, sino la mucha invención, y que tras señalar que Virgilio, tan sobrevalorado, era un gandumbas, prosigue: En cuanto a Horacio, aunque sus hexámetros no son los mejores... ¿Me dejo algo del título? ¿O del contenido?... ¿O del personaje?

De través, Sánchez Terrón le dirige una mirada acre.

—¿Ha querido hablarme para decir sandeces?

—Dios me guarde... Lo hago para contarle las últimas novedades, ya que el jueves pasado no pude. Nuestros dos colegas tienen problemas en París, y sus gestiones van despacio. Por lo visto, hacerse con la Encyclopédie les está resultando difícil. No sé la parte que en ello tienen las gestiones del amigo Raposo, pero él se atribuye todo el mérito... Lo cierto es que así están las cosas.

—¿Y?

—Pues que el tiempo se agota, y el asunto puede entrar en una fase más delicada.

—¿Cómo de delicada?

—Delicadísima. Para cogerla con pinzas.

—Le aseguro que no sé a dónde se encamina usted.

—Al mismo sitio que usted. Nemine discrepante, espero. Recordará que cuando contratamos los servicios de nuestro hombre, éste nos preguntó hasta dónde podía llegar en sus trabajos de entorpecimiento.

Parpadea Sánchez Terrón, incómodo. Inseguro.

—¿De qué, dice?

Higueruela hace ademán de escribir en el aire.

—Entorpecimiento: forma sustantiva del verbo entorpecer... Véase la palabra eufemismo.

—No estoy para chacotas.

—Disculpe. No es mi intención...

—Sigo sin saber a dónde va —le corta el otro—. Qué pretende decirme.

Han dejado atrás la fuentecilla y continúan hacia la embocadura de la carrera de San Jerónimo, bajo los olmos. Ahora es Higueruela quien saluda, servil, a unas señoras que pasean a pie —esposas de dos altos funcionarios del Consejo de Gracia y Justicia—, vestidas con mantilla negra y hábito de Santa Rita, cuya gravedad alivian con crucifijos de oro y escapularios de plata al cuello, camafeos con la efigie de la Inmaculada y pulseras de esmeraldas con medallitas religiosas colgadas. Últimamente esa santa es la que está de moda, sustituyendo a San Francisco de Paula en la devoción de la católica buena sociedad local. Como afirmó el propio Higueruela en un reciente artículo publicado en su periódico, en el que alababa tan piadosa tendencia, París tiene sus modas y Madrid sus devotas tradiciones. Cada cual lo suyo. Nada en ese terreno pueden enseñarnos en el extranjero.

—Es una lástima —dice el periodista a los pocos pasos—, porque suelo expresarme bastante bien. En fin... Con los circunloquios adecuados, admirables, dicho sea de paso, en un individuo elemental como Raposo, éste nos pregunta de nuevo, en su carta, hasta dónde queremos llegar para reventar el viaje francés de nuestros colegas... Si al fin consiguen los libros y toman camino de vuelta, cuál es el grado de daño, por decirlo de un modo crudo, que se puede causar a objetos y personas.

—¿Personas? —se sobresalta Sánchez Terrón.

—Eso he dicho. O mejor dicho, eso insinúa él.

—¿Y qué le ha respondido?

—Huy, no, señor mío. Yo aún no he respondido nada, porque cualquier respuesta la llevamos a medias. Compartimos responsabilidades morales, materia esta que usted trajina mucho.

—En cuanto a los objetos, está claro. Pero las personas...

Higueruela saca de una manga de la casaca un enorme pañuelo y se suena ruidosamente.

—¿Sabe una cosa? —dice al cabo de un momento—. Criar a dos hijas en estos tiempos no es fácil.

—Y a mí qué me cuenta.

—¿Comedias? ¿Bailes? —prosigue el otro como si no lo hubiese oído—... Por Dios. El bastidor de bordar y el encaje de bolillos eran el Prado y la Florida de nuestras madres y abuelas. Ya no se educa con cristiandad, modestia y recato, y así nos va... Cada día, al compás de los peines y el fuelle de los polvos, de que estas circasianas o aquellas polonesas están echadas a perder, o de mil tontadas parecidas, se me plantean conflictos domésticos irresolubles; y siempre a cuento de gasas, cintas, sedas y sombrerillos recién llegados de París, o del arrimo de algún primo, vecino o petimetre que pretende alzar de cascos a las niñas, enseñándoles, sobre todo a la menor, la contradanza, el baile inglés, o cantándoles a la vihuela la tercera parte de la tirana del Abandono... Y con mi mujer me pasa algo curioso, fíjese. Cuando las mocitas están de buen talante y todo va como una malva, son nuestras hijas. Cuando hay algún problema, siempre son mis hijas.

Hace una pausa, asiente para sí mismo, y al cabo señala a las cuatro mujeres que caminan delante.

—A usted no lo ha bendecido Dios con descendencia. ¿Verdad?

—No creo en eso —responde el otro, adusto. Casi pomposo.

—¿En Dios?

—En la descendencia.

—Perdón... ¿En qué dice que tampoco cree?

—En la descendencia, digo. Traer hijos a este mundo injusto, de esclavos, es sumar a todo una injusticia más.

Higueruela se rasca bajo la peluca.

—Interesante —concluye—. Por eso no tiene hijos, entonces... Por no engendrar nuevos esclavitos. Filantropía biológica, la suya. Admirable.

Sánchez Terrón le advierte la guasa.

—Váyase al diablo.

—Iré o no. Cada cosa a su tiempo, y los nabos en Adviento —Higueruela se ha parado y clava en el interlocutor sus ojos pequeños y maliciosos—. Ahora lo que urge es que me establezca usted hasta dónde le digo a nuestro Raposo que puede llegar... En lo tocante a personas.

Respira hondo Sánchez Terrón, mira a uno y otro lado. Al fin encara al periodista.

—De personas, nada —sentencia.

Se pone en jarras Higueruela. Su sonrisa burlona es ahora casi insultante.

—¿Y si no hay más remedio?... No vamos a estar, a estas alturas del negocio, entre Caifás y Pilatos.

Hunde el mentón, airado, Sánchez Terrón en el ampuloso corbatín.

—Quiero decir lo que digo. Nada de personas. ¿Me entiende?... Esto ha ido demasiado lejos.

Y apenas dicho eso, con violencia, da tres zancadas hasta su mujer, la coge del brazo, saluda con seca inclinación de cabeza a la esposa y las hijas de Higueruela, y se aleja deprisa. Todavía inmóvil, el otro lo observa irse tan estirado, tan grave como suele, mientras dedica a su espalda huidiza una sonrisa taimada y cruel. El Catón de Oviedo, piensa con sarcasmo. Él y su hipócrita cuadrilla. Llegará un día, piensa malévolo, en que todos aquellos filósofos de vía estrecha, vanidosos pedantes de café, rindan cuentas como es debido, ante ese Dios en el que no creen y ante esos hombres a los que, diciendo amar, desdeñan. Y rendirá cuentas el propio Sánchez Terrón, con esas manos tan pulcramente limpias que rehúyen estrechar las otras por no contaminarse. Dejando que las decisiones sobre la parte sucia de la vida, las que alguien debe tomar tarde o temprano, las tomen otros.

 

A esa misma hora, en París, hace rato que el abate Bringas se fue a su casa. Descansa don Hermógenes tapado con una manta, caída sobre la nariz la borla del gorro de dormir. A su lado, leyendo, en chaleco y mangas de camisa, vela don Pedro Zárate. Por la ventana abierta llega el ruido de los carruajes que pasan sobre el empedrado de la rue Vivienne.

 

Si nuestra ignorancia de la naturaleza creó a los dioses, el conocimiento de la naturaleza está hecho para destruirlos.

El título del libro es Système de la nature; comprado por el almirante en una de las últimas visitas a los libreros, está impreso en Londres hace una década, y lo firma M. Mirabaud; pero hace tiempo que todo el mundo sabe que su verdadero autor es el enciclopedista barón Holbach:

 

¿No es mejor echarse en brazos de una naturaleza ciega, desprovista de sabiduría y objetivos, que temblar toda la vida esclavizados por una supuesta Inteligencia Todopoderosa, que ha dispuesto sus sublimes designios para que los pobres mortales tengan la libertad de desobedecerlos, y convertirse así en continuas víctimas de su cólera implacable?

 

Atardece fuera, y la luz escasea en la habitación. El almirante deja un momento el libro y enciende el candelabro que está en la mesilla de noche. Lo hace con un moderno instrumento que también adquirió estos días en París: una minúscula piedra de sílex y una ruedecilla de acero incorporadas a un tubito de latón que contiene la mecha, de modo que para encender ésta, sacando chispas, basta con accionar fuerte la ruedecilla. En realidad se trata de una versión a tamaño reducido del portamechas que desde hace algunos años llevan los granaderos en el correaje, a fin de dar fuego a las granadas. Briquet, lo llaman en Francia, que equivale a la palabra española eslabón. Invento práctico de cualquier manera, opina el almirante, que sin duda tendrá éxito para uso doméstico, en los viajes y entre la gente que fuma. Así que, antes de volver a su lectura, don Pedro se hace propósito de sugerir, algún jueves, la inclusión de ese nuevo objeto en una próxima edición del Diccionario, de forma independiente o ampliando la acepción de la palabra mechero, que hasta ahora sólo se refiere al tubo donde va inserta la mecha del candil.

 

Bajo un dios injusto y temible, un devoto apacible es alguien que no ha razonado en absoluto...

—Tengo un poco de frío —murmura don Hermógenes, removiéndose.

El almirante deja de nuevo el libro, estira con alguna dificultad su larga figura —después de mucho tiempo inmóvil, las articulaciones suelen pasarle factura—, va hasta la ventana y la cierra. De regreso a la silla, ve que su amigo ha abierto del todo los ojos y lo mira con una débil sonrisa.

—Me encuentro mejor —dice éste, anticipándose a la pregunta.

Don Pedro se sienta a su lado y le toma el pulso. Aún es algo rápido, pero late casi con normalidad. Firme y regular.

—¿Un poco más de limonada?

—Gracias.

El almirante ayuda a don Hermógenes a incorporarse un poco y beber.

—Me salvó usted la vida, creo —dice el bibliotecario cuando se recuesta de nuevo—, alejando a ese doctor... ¿Y no le pareció caro, diez francos?

—Pagué para quitárnoslo de en medio, amigo mío. Estoy seguro de que aun así nos salió barato.

—No me extrañaría que Bringas se haya llevado comisión. Parecen tal para cual.

Ríe don Pedro de buena gana.

—Conocemos demasiado bien a esa clase de médicos, don Hermes. Para ellos no hay Pirineos: gente de lanceta fácil, y si te mueres no me acuerdo... ¡Eméticos y vesicantes, nada menos!

—Para eméticos estaba yo —suspira don Hermógenes.

Se quedan un momento en silencio. Al otro lado de los vidrios de la ventana, el cielo enrojece sobre los tejados.

—¿Qué está leyendo usted?

—Este primer volumen del libro que compré ayer... El de Holbach, ya sabe.

—¿El prohibido?

—Prohibidísimo. Incluso en la ilustrada Francia. Fíjese que se dice impreso en Londres, por si acaso.

—¿Y lo encuentra interesante?

—Lo encuentro extraordinario. Debería ser de lectura obligatoria, sobre todo para los jóvenes en edad de recibir una educación... Aunque usted lo desaprobará en buena parte, cuando lo lea.

—Ya se lo diré, llegado el caso. ¿Lo ve traducible al español?

—Ni hablar. Eso es imposible, en este triste siglo nuestro. Los cuervos negros del Santo Oficio se lanzarían sobre quien se atreviera —en ese punto, el almirante abre otra vez el Système de la nature—. Escuche esto: Si necesitáis quimeras, dejad que vuestros semejantes tengan las suyas propias. No los degolléis cuando no quieran delirar como vosotros... ¿Qué le parece?

—Que más de uno se sentiría aludido, me temo.

—Teme usted bien.

El almirante deja el libro en la mesilla y mira languidecer la luz en la ventana. Al cabo de un momento parece volver en sí.

—Francia no es el paraíso, por supuesto —dice con cierta brusquedad—. Y, desde luego, París no es toda Francia. Pero, en comparación, ¡cuánto tiempo perdido en España, amigo mío! ¡Cuánta energía desperdiciada en bagatelas, y qué poco sentido de lo necesario!... Convendrá conmigo en que la teología, la lógica y la metafísica, para quien lo sabe todo suponen no saber nada... Toda la discusión filosófica que se ha dado sobre el movimiento, Aquiles, la tortuga y demás bobadas no sirve para determinar cosas realmente necesarias: la línea de reflexión por donde vuelve la pelota tirada contra una pared, o la velocidad con que baja un peso por un plano inclinado. Por ejemplo.

—Ahí asoma su querido Newton... —sonríe don Hermógenes, afectuoso.

—Por supuesto. Y el suyo.

—Sin duda —admite el otro—. En eso no hay discusión posible.

El almirante mueve la cabeza.

—Aunque católico sincero, usted es hombre ilustrado. Pero ni todos son sinceros, ni todos son ilustrados... Piense en el matasanos que quiso abrirle una vena hace rato, y lo que representa de atraso e ignorancia camuflados bajo una ciencia que no lo es.

—Ya lo hago, no crea. Y tiemblo.

—¿Y qué pensarán los hombres del futuro cuando sepan que todavía hoy se discute, y no sólo en España, lo que hace un siglo expuso Newton en sus Philosophiæ naturalis principia mathematica, obra cumbre del pensamiento humano y la ciencia moderna del siglo?... ¿Qué dirán de quienes todavía hoy se niegan a transferir el concepto de Verdad de la religión a la ciencia, de los teólogos y sacerdotes a los científicos y filósofos?

Se detiene y coge otra vez el libro, abriéndolo por una página cuya esquina dejó doblada.

—Escuche lo que escribe Holbach: ¡Cuánto camino habría recorrido el talento humano si hubiera podido disfrutar de las recompensas que desde hace siglos se conceden a quienes siempre se opusieron a su progreso! ¡Cuánto habrían avanzado, perfeccionándose, las ciencias útiles, las artes, la moral, la política y la Verdad si hubieran gozado de la misma consideración y las mismas ayudas que la mentira, el delirio, el fervor supersticioso y la inutilidad!... ¿Qué le parece?

Ha dejado el libro sobre sus rodillas y mira a don Hermógenes, expectante.

—Palabra de Dios —admite éste—. Y que Dios me perdone.

—Nadie asumió eso en España tan cabalmente como Jorge Juan.

—Tardaba usted en nombrar —comenta benévolo don Hermógenes— a su también querido científico, y colega.

—Queridísimo, como sabe. Físico teórico y experimental, ingeniero, astrónomo, marino... Lo suyo fue un maravilloso diálogo continuo con Newton; no con su conciencia religiosa, a la que nadie había dado vela en ese entierro...

—No empecemos, querido almirante —protesta don Hermógenes—. Y no se enardezca, se lo ruego, que quien tiene fiebre soy yo. La conciencia religiosa es asunto de cada cual.

—Lo siento, don Hermes. No era nada personal. Pero hablar de ciencia española es tropezar a cada paso con el escollo del escrúpulo religioso.

—Tiene razón —admite el otro—. Esto se lo reconozco.

El almirante devuelve el libro a la mesilla. La luz exterior ya es mínima, y cuando vuelve el rostro, las velas encendidas le dejan la mitad en sombras.

—Mi querido Jorge Juan, como usted me honra diciendo, fue el mejor ejemplo de ello, porque es nuestra más obvia conexión con Newton, a quien entendió perfectamente... Sus experimentos con objetos flotantes y modelos de barcos fueron revolucionarios, el Compendio de navegación y su Examen marítimo son obras cumbres. Y tuve el honor de asistir con él a la observación del tránsito de Venus por delante de la Tierra en el año sesenta y nueve...

—¿Llegaron a navegar juntos?

—Muy corto tiempo. Él, dedicado a lo suyo, a partir de cierto momento frecuentó poco el mar; y yo me dediqué a mi Diccionario de Marina. Pero su amistad y mi respeto duraron hasta su muerte.

—Otro gran hombre olvidado —se lamenta don Hermógenes—. Y lo que es peor, sin discípulos que prolongaran su obra.

El sarcasmo le crispa la boca al almirante.

—Como para atreverse... Ya en vida, sus enemigos lo atacaron y encorsetaron cuanto pudieron.

—Mal endémico español, ése. Nuestra envidia nacional.

—Cierto —opina don Pedro—. Fueron contra él y contra cuanto representaba... Acuérdese de cuando el gobierno quiso implantar la física newtoniana en las universidades españolas, y éstas se opusieron. O hace un par de años, cuando el Consejo de Castilla encargó al capuchino Villalpando que incorporase las novedades científicas a la universidad, y los docentes dijeron nones... ¿Se da usted cuenta?... Se negaron, y punto. Así de fácil.

—Aun así, algo tenemos —opone don Hermógenes—. Es usted injusto. Pienso en el Jardín Botánico y su laboratorio de química, en el gabinete de historia natural de Madrid, en esa expedición botánica que tenemos ahora en Chile y el virreinato del Perú... Por no hablar del excelente observatorio que está en el Colegio de Guardiamarinas de Cádiz. Al menos ustedes los militares son un reducto de la ciencia. Ahí se meten menos esos cuervos negros de los que me hablaba antes. Ingenieros, artilleros, marinos... Podríamos decir que en España, para su fortuna, la ciencia está militarizada.

—Hombre, claro. Ahí no valen retóricas. Construir fortificaciones que resistan a las bombas y navíos que floten y combatan no puede dejarse en manos de Aristóteles o de Santo Tomás. Por eso la Armada es semillero científico puntero... Pero fuera de eso, apenas hay nada. Ni siquiera una academia o sociedad científica como la tienen Francia o Inglaterra. El peso de la Iglesia lo impide... Incluso entre los militares, y sé lo que digo, la jerarquía y la disciplina controlan las ideas. Todo sigue dentro de un orden.

—Pero están las sociedades económicas de amigos del país, que hacen lo que pueden.

Eso no basta, argumenta el almirante. En su opinión, no se trata sólo de dar premios al campesino que críe vacas más gordas o a quien perfeccione una máquina de hilar. Se necesita una política de Estado que aliente a la sociedad burguesa a financiar, viendo negocio en ellas, las ciencias experimentales. En España, la ciencia, la educación, la cultura, todo tropieza en lo mismo. Y a causa de ello, los prudentes callan y los audaces sufren.

—Por eso —concluye— no tenemos un Euler, un Voltaire, un Newton... Y cuando aparecen, se les encarcela o se les convoca ante la Inquisición. Ése es el peligro que entre nosotros conlleva el método científico... A Ulloa y Jorge Juan, al regreso de América, les costó publicar sus obras. Sólo pudieron hacerlo renunciando a parte de sus conclusiones y cambiando o disimulando otras.

—Lo cierto es que tiene razón —acepta el bibliotecario—. Habría que aplicar las leyes de la física celeste newtoniana al gobierno de todo el imperio español... Lo que están haciendo los ingleses, pese a sus problemas con las colonias americanas, y también los franceses. Que ni siquiera tienen imperio.

—Exacto. Pero eso pasa por la educación, por los libros, por quienes los escriben y traducen... Es necesario que pueda discurrirse sobre los sistemas científicos sin la obligación de refutarlos acto seguido. No es decente obligar a que cada vez que un español publica un libro de ciencia, si es que lo consigue, tenga que añadir tras cada conclusión: Pero no se crea esto, por ser contrario a las Sagradas Escrituras... Eso nos incapacita para el progreso y nos convierte en el hazmerreír de Europa.

—Bueno... Por eso estamos usted y yo en París, almirante —apunta alentador don Hermógenes—. ¿No cree que ya significa algo?

Sonríe con tristeza el almirante. La luz de las velas parece aclarar y humedecer todavía más sus ojos casi transparentes. Desprovistos de esperanza.

—Sí, querido amigo —asiente, despacio—. Por eso estamos en París.

 

Necesitaba un café. No para beberlo —de ésos hubo muchos durante la escritura de esta novela—, sino para situar en él la acción de una escena. De las cartas y documentos que consulté en la Academia se deducía que don Pedro Zárate y don Hermógenes Molina habían frecuentado varios cafés en París, y que en uno de ellos conocieron a otros destacados enciclopedistas. Al principio pensé que ese último lugar era el café de Foy, que por aquel tiempo estuvo situado en el pasaje Richelieu del Palais-Royal; que tras la remodelación hecha por el duque de Orleans, terminada un poco más tarde, se convertiría en centro de la vida social y comercial elegante del París prerrevolucionario —la fecha en que acabaron las obras me causó problemas cronológicos en la trama de la novela, y al fin me hizo trasladar a la rue Saint-Honoré una escena prevista para el Palais-Royal en el capítulo 5—. Pero al cabo, tras encontrar en una carta del bibliotecario una referencia a la calle de San Andrés, cerca de la vieja Comedia, comprendí que el único posible, el que sin duda visitaron aquel día los dos académicos, era el Procope: un viejo café, el más antiguo de los que todavía siguen abiertos en París, ante cuya fachada me encontré, provisto de mi libreta de notas y mi plano de 1780, a la hora de planificar este pasaje de esta historia.

Yo conocía el Procope y su fama de haber acogido en sus salas a los más destacados intelectuales del siglo XVIII; incluso había comido una vez allí —nada especialmente reseñable en términos gastronómicos— en compañía de mi agente literaria Raquel de la Concha y mi editora francesa Annie Morvan. Sabía que, puesto de moda como café literario por la gente que frecuentaba el cercano edificio de la Comedia Francesa, los enciclopedistas fueron contertulios habituales en sus salas, y que el club de los Cordeliers se reunió allí con frecuencia un poco más tarde, durante los años duros de la Revolución. Pero nunca, hasta entonces, me había enfrentado al lugar con ojos de escritor. Con mirada práctica. Por fortuna, la calle donde está situada la fachada interior del café, el actual pasaje del Commerce Saint-André, escapó a la drástica reforma urbana con la que Haussmann cortó en línea recta, como con un bisturí, lo que hoy es el bulevar Saint-Germain. El pasaje quedó al margen por sólo unos metros, y en la actualidad, ocupado por pequeñas tiendas y restaurantes, mantiene su antigua configuración, edificios y café incluidos. Visitarlo e imaginarlo, por tanto, no era difícil. Una de las fachadas del Procope todavía da al pasaje mismo, y la otra, pintada de rojo y azul, se abre al lado opuesto del edificio, en la actual rue de l’Ancienne-Comédie, que en el siglo XVIII aún se llamaba en ese tramo, según el plano de Alibert, Esnauts y Rapilly, rue des Fossés-Saint-Germain-des-Prés. Por lo demás, para recrear el ambiente interior, las voces, los sonidos, la disposición de las mesas, el café y el chocolate consumidos, disponía de material suficiente. Un par de ilustraciones de época reproducidas en Le Paris des Lumières —un magnífico estudio de la ciudad a partir del plano de Turgot— me familiarizaron con la decoración interior, el suelo de baldosas, los frascos de vidrio y espejos que animaban las paredes, las elegantes lámparas de cristal pendientes del techo y los veladores redondos de madera, hierro y mármol.

 

A pocos pasos, en la rue des Fossés-Saint-Germain-des-Prés, convertida en calle de la Comedia desde que en 1688 los cómicos franceses vinieron a establecerse allí, el café Procope alcanzó muy pronto una fama europea. Tuvo por clientes a los escritores más célebres: Destouches, D’Alembert, Bertenval, Holbach, Jean-Jacques Rousseau, Diderot y una multitud de otros literatos hicieron de este café una sucursal de la Academia.

Eso decía, entre otras cosas, Les cafés artistiques et littéraires de Lepage, algunas de cuyas páginas llevaba conmigo fotocopiadas y subrayadas, situando al Procope en el contexto de libros útiles que conseguí aquellos días cribando librerías de París: la antología Le XVIIIe siècle de Maurepas y Brayard, La vie quotidienne sous Louis XVI de Kunstler, y sobre todo el magnífico Tableau de Paris de Mercier, que gracias a la librera Chantal Keraudren había encontrado de segunda mano en edición moderna, en un estante bajo y casi escondido de la librería Gibert Jeune de Saint-Michel.

Y de ese modo, equipado con todo aquello en mis notas y situándolo con la imaginación sobre el plano de París de 1780, fue como, olvidándome de los rótulos modernos, de los animados restaurantes y comercios, de los turistas que llenaban el pasaje del Commerce Saint-André, entré, o hice entrar al almirante y al bibliotecario en el café Procope tal como lo habían hecho —o podido hacer— aquella mañana de su viaje, acompañados por el abate Bringas.

 

—No puedo creer que estemos aquí —dice don Hermógenes mirando alrededor, deslumbrado—. En el famoso Procope.

Dentro del local, la animación es absoluta. Todas las mesas están ocupadas, con corros de gente que discute o conversa, en un zumbido continuo de voces y sonidos. El aire huele a humo de tabaco y café caliente.

—Parece una colmena —comenta el almirante.

—De zánganos —remata Bringas, con su rencor habitual—. Es el ocio y no el trabajo lo que les trae aquí.

—Creía que aprobaba usted estos lugares.

—Hay unos y otros. Categorías, quiero decir. Y quienes vienen a este café han perdido el contacto real con la vida. Son parásitos retóricos que se nutren de ellos mismos, intercambiando vanidades y favores. Pocos escapan a esa regla... Como aquel de allí, fíjense —añade señalando hacia una mesa—, que es uno de los raros parroquianos honorables.

Don Hermógenes observa al individuo que Bringas indica: es de cierta edad, viste una casaca vieja y medias arrugadas, y está solo e inmóvil ante una taza de café, mirando el vacío.

—¿Quién es?

El abate enarca las cejas cual si la pregunta fuera impertinente.

—El gran ajedrecista François-André Philidor... ¿Les suena el nombre?

—Claro —dice el almirante—. Aunque lo imaginaba mayor.

—En los cafés casi siempre se sienta solo... A menudo ni siquiera necesita ir al piso de arriba en busca de un tablero o un adversario, porque juega en su cabeza —Bringas chasquea la lengua con admiración—. Ahí, como lo ven... Solo contra el mundo.

—Me gustaría saludarlo —comenta don Hermógenes—. Yo juego un poquito al ajedrez.

—No lo intente, porque ni le dirigiría la palabra. Nunca habla con nadie.

—Lástima.

Deambulan por el local en busca de sitio para sentarse. Hay gente que sube y baja por las escaleras que conducen a las salas de ajedrez, damas y dominó de la segunda planta, camareros que recorren las salas con frascos de agua, helados, cafeteras o chocolateras humeantes.

—Aquí hay cuatro clases de público —explica Bringas—: los que vienen a tomar café y conversar, los jugadores, que van arriba, los que leen gacetas y los que pasan el día esperando que alguien les pague un café o media botella de sidra con que llenar el estómago.

—¿Viene usted a menudo? —se interesa don Hermógenes.

—¿Aquí?... Nunca. Hoy lo hago por ustedes. Prefiero el antro para fumar y beber aguardiente que está en la rue Basse-du-Rempart, o los sitios humildes de los bulevares, donde el café es malo y chamuscado pero las Ideas y la Verdad, con mayúscula, respiran sin artificio... Como mucho, entro en el de la Ópera, en la rue Saint-Nicaise, donde por una moneda de seis sueldos puedo pasar el día caliente con un café con leche junto a una estufa, desde las diez de la mañana hasta las once de la noche, despreciando a los que no pasan frío y se calientan con la grasa de los pobres... Allí hay un gabinete de lectura con gacetas extranjeras y libros filosóficos.

—¿Filosóficos de verdad o de metáfora? —pregunta el bibliotecario, suspicaz.

—De ambos.

En sillas junto a un anaquel y una mesa grande bien surtidos de folletos y gacetas, hay lectores absortos en L’Almanach des Muses, el Courier de l’Europe, Le Journal de Paris y otras publicaciones. Acostumbrados a la pobre oferta de periódicos españoles, de los que poco más que la Gazeta oficial puede hallarse gratis en los cafés, los académicos miran el despliegue con curiosidad.

—El más popular es Le Journal —aclara Bringas—. Porque se publica a diario y por las esquelas mortuorias que trae.

—No veo la Gazette de France —comenta don Hermógenes.

—Es el periódico oficial, y aquí está mal visto. Se da por sentado que quien le lee no razona un pimiento... En cuanto al Mercure de France, tan mal impreso que es casi ilegible, queda para los que gustan de resolver el enigma o el logogrifo de su página de pasatiempos, o para la gente apolillada del Marais: los rancios que todavía se creen en tiempos de Luis XIV.

—Ahí hay alguien leyendo el London Evening Post —se extraña el almirante.

—Sí. A pesar de la guerra, los periódicos ingleses llegan casi con normalidad. Esto es París, señores. Tanto para lo malo como para lo bueno.

Se detiene un momento Bringas y mira alrededor, fosco.

—Ah, en otro tiempo el Procope albergaba a hombres dignos, libres, heroicos, a los que no se les permitía reunirse en otros lugares públicos —dice como si escupiera sobre aquél—. Los Rousseau, los Marivaux, los Diderot, hablaban aquí de literatura y de filosofía... Hoy, sin embargo, no encuentra uno más que tontos, picaflores, espías de la policía y pavos hinchados como los de la mesa junto a la ventana de aquel saloncito aparte, allí enfrente... Como ese Bertenval, digo, que acaba de vernos, a mí con muy mala cara, desde luego, y se levanta a saludarles a ustedes... Porque lo que yo voy a hacer es ir a la mesa de lectura a ver si puedo quitarle a alguien de las manos el Journal de Paris, para complacerme en averiguar quiénes libraron ayer al mundo de su presencia... Disculpen.

En efecto. Visiblemente satisfecho al ver que Bringas se quita de en medio, Bertenval, que formaba parte del grupo que conversa junto a la citada ventana, se adelanta a los académicos con los brazos abiertos y expresión calurosa, dándoles la bienvenida. Alegrándose de que aceptaran la sugerencia que les hizo el pasado miércoles en casa de madame Dancenis.

—Permitan que haga los honores mientras acerco unas sillas... Estos señores son miembros de la Academia Española, y nos gratifican con su visita... El brigadier retirado don Pedro Zárate... El bibliotecario de la institución, literato y traductor, don Hermenegildo Molina.

—Hermógenes —rectifica el aludido.

—Eso, don Hermógenes... Siéntense, por favor. Tomarán café, ¿verdad?... Éstos son los señores Condorcet, D’Alembert y Franklin.

Tartamudea el bibliotecario, cuando toma asiento, palabras casi incoherentes de reconocimiento y admiración. No es para menos: tiene enfrente a Jean d’Alembert. Impulsor de la Encyclopédie, con Diderot, y autor del famoso prólogo de la obra, aparenta poco más de sesenta años, lleva peluca empolvada y viste con extrema pulcritud. Secretario perpetuo de la Academia Francesa, eminente matemático, considerado uno de los más conspicuos pensadores de las luces, D’Alembert está en la cumbre absoluta de su fama. Por otra parte, conoce bien los trabajos de la Academia Española, a la que ha enviado varios libros de la francesa, incluida la cuarta edición de su Dictionnaire. Todo eso da aún más valor a la sonrisa amable con que el veterano enciclopedista acoge el entusiasmo de don Hermógenes:

—Créame, señor —dice el bibliotecario—. Sin desdoro de monsieur Bertenval, a quien tuve el honor de conocer hace unos días, ni de estos caballeros, éste es uno de los momentos más importantes de mi vida.

Acepta el cumplido D’Alembert con la naturalidad de quien, a su edad y en su posición, ha recibido muchos. Por su parte, en términos austeros y corteses, el almirante elogia dos obras de D’Alembert que, comenta, conoce y ha leído con gusto y aprovechamiento: Traité de l’équilibre et du mouvement des fluides y Théorie générale des vents, ambos muy interesantes para un marino.

—El honor es nuestro, estimados colegas —dice el filósofo—. Recibir en París a dos ilustres académicos españoles.

El almirante se inclina ahora con amable naturalidad hacia otro de los que ha presentado Bertenval: un hombre mayor, alto, grueso, calvo por la zona superior y con el pelo hasta los hombros, que tiene la piel del rostro enrojecida de psoriasis.

—¿Tengo el privilegio de encontrarme ante el profesor Franklin? —pregunta en un inglés bastante pasable.

—Así es —confirma el otro, complacido.

—Es un honor y un placer, señor —dice el almirante, cambiando al francés—. Tuve el gusto de leer algunos de sus trabajos. Me han interesado mucho los estudios sobre cristal y lentes bifocales, y también sobre el posible uso de pararrayos en los navíos... Permita que manifieste mi simpatía por la lucha de independencia que llevan a cabo sus conciudadanos en la América septentrional... Que, como sabe, mi patria apoya sin reservas.

—Lo sé y se lo agradezco mucho —responde Franklin en el mismo tono gentil—. Desde que estoy en París trato a menudo con el embajador de ustedes, el conde de Aranda, y siempre del modo más satisfactorio.

Sigue una conversación animada, cuando Bertenval pone en antecedentes a sus contertulios del objeto de la estancia de don Hermógenes y don Pedro en París. Exponen éstos sus dificultades, y les confirma D’Alembert la discutible fiabilidad de algunas reediciones de la Encyclopédie. Sólo la reimpresión en folio de Ginebra, asegura, hecha entre 1776 y 1777, es absolutamente fiel a la primera edición. A causa de eso, incluso la reimpresión es difícil de encontrar, ahora. La última edición completa disponible que él conocía, por desgracia para los dos españoles, fue enviada hace unos meses a Filadelfia por el señor Franklin, allí presente.

—Cuando ustedes llegaron conversábamos precisamente sobre la revolución americana —concluye.

—El estandarte de la libertad está en pie —dice Franklin, cual si eso resumiera el anterior diálogo—. Y ahora se trata de conseguir que se mantenga.

—A ello se dedica este señor en París, entre otras cosas —explica D’Alembert a los dos académicos—. Buscar dinero y apoyos.

—Le deseo lo mejor en esa noble tarea —declara don Hermógenes, formal.

—Gracias. Es muy amable.

—El señor Bertenval —dice D’Alembert— sostenía que los angloamericanos nunca lograrán consolidar su república insurgente. El doctor Franklin, por supuesto, disentía. Y el señor Condorcet se inclinaba más por el segundo que por el primero... —se vuelve hacia don Pedro—. ¿Qué opinan ustedes, como españoles, de la nación inglesa y su actitud en esa guerra?

El almirante tarda en responder.

—Soy demasiado parcial para opinar —dice tras pensarlo un poco—. Admiro a Gran Bretaña en su coraje militar y virtudes cívicas; pero como marino español que soy, o he sido, mi enemigo natural fue siempre el inglés. Así que me reservo el juicio.

—Son cínicos, brutales y expeditivos —opina Franklin, sin rodeos—. Su forma de mantener el imperio es a cañonazos y puñetazos. Por lo demás, señor, la famosa cortesía británica se limita a una reducida élite... Le aseguro que cualquier campesino español tiene más dignidad que un militar inglés.

—¿Y qué les parece a ustedes la guerra en las trece colonias? —pregunta Bertenval a los académicos.

Esta vez el almirante no tiene que pensarlo.

—En mi opinión —responde—, la América septentrional acabará convertida en una república de ciudadanos: el ambiente, como en todos los países nuevos, tiende a eso. Incluso el paisaje.

—Una relación interesante, esa del paisaje. Y muy apropiada —se sorprende Franklin—. ¿Conoce usted aquellas tierras?

—Algo. En mi juventud anduve embarcado por sus costas y también por las del Pacífico... Y creo que el carácter individualista que aquellas vastas soledades imprimen en los hombres encaja mal con los viejos modos monárquicos que conservamos en Europa.

—Tiene mucha razón —se vuelve Franklin a don Hermógenes—. Y usted, señor, ¿qué opina?

—Yo apenas salí de Madrid —responde el bibliotecario—. Y lo veo distinto. Creo que cuando alguien tiene bienes materiales o espirituales que conservar, y madurez, y deja atrás la efervescencia de la juventud, y en eso incluyo a pueblos jóvenes como el de las colonias inglesas, tiende a sentar reyes en los tronos... Por eso creo que también lo harán allí: un monarca americano que represente a la nueva nación con el rango adecuado, y que al mismo tiempo vele paternalmente por la vida de los súbditos.

—¡Dios nos libre! —ríe Franklin, de buena gana—. Confía usted poco en mis conciudadanos, por lo que veo.

—Claro que confío. Pero confío más en los reyes justos y sabios.

—Eso lo sitúa a usted contra los señores Franklin y Condorcet —dice D’Alembert.

—Nunca se me ocurriría... Eso me sitúa, imagino, en el campo de las ideas discutibles con razones y buena voluntad.

—Ahí nos encontraremos siempre, señor —concede Franklin, amable.

—¿Y usted, señor brigadier? —se interesa D’Alembert—. ¿Confía en los ciudadanos, o en los reyes?

—Yo no confío ni en unos ni en otros.

—¿Pese a ser español?

Una pausa prudente por parte de don Pedro. Pensativa. Luego, una sonrisa triste.

—Precisamente por eso —dice con suavidad.

—En parte, estoy de acuerdo con el señor brigadier —concluye D’Alembert—. Yo tampoco me fío del ser humano entregado a sus propios arrebatos, y a sus solas fuerzas y límites individuales.

—Monarquía ilustrada, entonces —sugiere Bertenval, bromeando.

—Y católica, a ser posible —apunta con timidez don Hermógenes, que ha tomado el comentario en serio.

Se miran unos a otros mientras el bibliotecario parpadea cándido, sin comprender.

—Todo es respetable —opina D’Alembert tras un corto silencio.

Un mozo llena otra vez las tazas a requerimiento de Bertenval, y durante un momento conversan todos de cosas triviales. Pero don Hermógenes, que le da vueltas, se cree obligado a aclarar su postura.

—Pese a sus defectos —dice al fin—, y aunque sin duda perfectible, lo que ustedes tienen aquí parece razonable.

—¿A qué se refiere? —pregunta Condorcet.

—A la institución monárquica. En mi opinión, una monarquía ilustrada es una gran familia con padres amantes e hijos satisfechos, o que aspiran a serlo por vía pacífica... Por eso me gusta Francia; porque un gobierno culto, paternal, que concede las libertades necesarias y maneja un amplio margen de tolerancia, no tiene revoluciones que temer.

—¿Usted cree?

—En mi modesta opinión, sí, lo creo. Sin tiranía, sin déspotas, Francia está al abrigo de las conmociones terribles que agitan a los pueblos encadenados.

El otro hace un gesto de educado escepticismo. Nicolas de Condorcet es un caballero de aspecto simpático, vestido a la inglesa, de poco más de cuarenta años. Según contó antes Bertenval a los académicos, pese a su relativa juventud es matemático prestigioso: una autoridad en cálculo integral, republicano a ultranza, que también intervino en la redacción de algunos artículos técnicos de la Encyclopédie.

—Usted idealiza demasiado a esta Francia, estimado señor —dice Condorcet—. Nuestro gobierno es tan absoluto y despótico como el de ustedes en España. La diferencia es que aquí se guardan mejor las formas.

—¿Piensa lo mismo que su amigo? —pregunta D’Alembert al almirante.

Mueve don Pedro la cabeza y dirige un ademán conciliador a don Hermógenes, pidiéndole de antemano disculpas.

—No... Yo creo que las conmociones son parte de las reglas del juego. De la naturaleza misma del mundo y de las cosas.

El veterano filósofo se inclina un poco hacia él, interesado.

—¿Inevitables, entonces?

—Sin duda.

—¿Incluyendo la violencia y demás horrores?

—Todos los del mundo.

—¿Y cree, como el señor Condorcet, que tales conmociones son necesarias, o inevitables, en Francia?

—Por supuesto. Como en la América septentrional francesa.

—¿Y en España y la América española?

—También. Tarde o temprano descargará el rayo.

D’Alembert sigue escuchando con mucha atención.

—A fe mía, que no parece lamentarlo usted demasiado —comenta.

Se encoge de hombros el almirante.

—Es como en el ajedrez, o en la náutica —coge su taza de café y la mira antes de beber un sorbo—. Las reglas, los principios básicos, no se lamentan ni se aplauden. Están ahí. Todo es cuestión de reconocerlos. De asumirlos.

D’Alembert le dedica ahora una sonrisa admirada y pensativa.

—Es usted un hombre con visión interesante del futuro, señor... Algo insólito en un militar de su nación.

—Marino.

—Claro, disculpe... ¿Y podría decirnos cuáles son los pecados que, a su juicio, acabarán descargando el rayo sobre España?

—Podría, tal vez —el almirante deja su taza sobre la mesa, saca un pañuelo de la manga de la casaca y se seca con cuidado los labios—. Aunque me van a disculpar que no lo haga. Soy un hombre fuera de su patria. Conozco los defectos de la mía, y con frecuencia los discuto con mis compatriotas... Pero sería deshonroso tratarlos fuera de ella. Con extraños, si tienen la cortesía de disculparme el término —se vuelve hacia el bibliotecario—. Estoy seguro de que don Hermógenes opina lo mismo.

D’Alembert mira sonriente al aludido.

—¿Es cierto eso, señor?... ¿También usted guarda el silencio de los leales?

—Por completo —responde el bibliotecario, sosteniendo con franqueza la mirada de todos.

—Eso los honra a ambos —zanja el filósofo.

Conversan luego sobre ideas, historia y revoluciones. Bertenval menciona algunos ejemplos clásicos y Condorcet se refiere en términos entusiastas a la sublevación de gladiadores y esclavos acaudillados por Espartaco, en la antigua Roma.

—En mi opinión, y contra la del señor Condorcet —interviene D’Alembert—, la Europa culta, ilustrada, no vivirá revoluciones dramáticas. No hicimos la Encyclopédie para esto, se lo aseguro... La penetración de las ideas, de las luces, acabará transformando lo que resulta inevitable transformar... Nosotros, en nuestra modesta parcela, no trabajamos para hacer bascular el mundo, sino para cambiarlo con dulzura y sentido común. Los hombres acostumbrados a gozar con el estudio nunca serán, o seremos, ciudadanos peligrosos.

—¿Usted cree? —pregunta el almirante, sereno.

—Por completo.

—Todo hombre, estudie o no, es peligroso cuando se le utiliza para serlo. Me parece... O cuando se le obliga a serlo.

Sonríe el enciclopedista, interesado.

—Lo dice como si supiera de lo que habla.

—No le quepa duda, señor.

Franklin y Condorcet se declaran a favor de don Pedro.

—Yo sigo de acuerdo con el señor brigadier —apunta el primero.

—También yo, por descontado —lo secunda el otro.

D’Alembert alza ambas manos pidiendo conciliación.

—Estamos mezcl


Date: 2016-01-05; view: 846


<== previous page | next page ==>
Los rencores del abate Bringas 7 page | Una cuestión de honor
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.057 sec.)