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Tercera Parte de Corazón Salvaje

 

 

JUAN DEL DIABLO

Caridad Bravo Adams

"CON LA FORMAL promesa de tomar los hábitos, profesando en el Convento de las Siervas del Verbo Encarnado, tan pronto sea otorgada la nulidad del lazo matrimonial" —ha leído Renato. Y con extrañeza, pregunta a su madre—: Pero, ¿qué es esto? ¿Quieres explicarme, madre?

—Se explica por sí mismo, Renato. Sólo he querido darte cuenta para que te tranquilizaras. Mónica ha encontrado, por este medio, la solución de sus problemas. Esta es la copia de su súplica al Santo Padre, y ya dejamos, por petición suya, el original debidamente firmado, en manos de la autoridad eclesiástica que se encargará de remitirlo al Vaticano.

Desesperado, trémulo, a punto de estallar, estruja Renato en su mano crispada la copia de aquel documento que su madre acaba de darle a leer, como aplicando un remedio heroico a su alma enferma. Están en la amplia y destartalada biblioteca donde Renato se ha encerrado a solas durante todo el día. Sobre la mesa más cercana están los restos de una botella de coñac que bebiera a solas, sorbo a sorbo, luchando por romper el círculo de angustia que le rodea, cerrándose más y más a cada instante. Ahora, este golpe es el último; él mismo se sorprende al comprobar hasta qué punto le hiere, le descorazona, le enferma. Pero su dolor se cambia repentinamente en violenta cólera, al exclamar:

—La idea fue de Aimée, ¿verdad?

—Que yo sepa, la idea fue de la propia Mónica.

—¡No, no puedo creerlo! Ella había renunciado definitivamente a la idea de ser religiosa. Estoy seguro que no lo hizo por sí misma. Alguien se encargó de hacerla... una vez más, víctima expiatoria de pecados que no ha cometido, y sé perfectamente de dónde viene todo esto, sé quién lo ha hecho y quién puede atajarlo...

—¿Dónde vas Renato?

—¿Dónde he de ir, sino a hablar con ella?

 

En ese mismo instante, una sombra furtiva cruza el gran patio posterior, ocultándose entre los árboles. Llega hasta la disimulada puertecilla, hace girar la llave y sonríe al divisar muy cerca la gallarda figura que vivamente se acerca a ella, haciéndole ademán de callar:

—¡Ni una palabra! Hay gente cerca. No quiero caer en los chismes de los criados.

Lo ha tomado de la mano, arrastrándolo por la desierta calle, y cuando ya los muros de la vieja mansión están lejanos, se levanta el encaje negro de un antifaz y sonríen más prometedores que nunca sus frescos labios:

—Usted no va a olvidar jamás su última noche en la Martinica, teniente Britton. Voy a encargarme de hacerla inolvidable...



—¡Creo vivir un sueño, poseer un imposible! Usted... Usted... Pero, ¿qué hice yo para lograr...?

—A veces no es preciso hacer nada. La suerte viene sola... Digo, en el caso de que considere usted una suerte compartir conmigo las últimas horas que le quedan en tierra martinicana...

—No encuentro palabras con qué expresarle mi gratitud. Mi emoción y mi sorpresa han sido tan grandes, que temo parecerle a usted ridículo. No acierto ni siquiera a hablarle, pero si pudiera ver mi corazón...

—Trataré de imaginármelo —bromea Aimée—. ¿No le parece que debemos de tratar de conseguir un coche, aunque sea de alquiler? No quisiera quedarme por más tiempo en este odioso barrio.

—Traje un coche conmigo, que está esperándome en la otra calle. No me atreví a hacerle llegar hasta aquí por temor a ser imprudente, a que alguien...

—Hizo perfectamente. Menos mal que se le ocurrió algo con sentido común...

—No se ría de mí... ¿Acaso es risible decirle que la amo?

—Es prematuro... y probablemente inexacto —coquetea Aimée—. El amor no consiste sólo en palabras...

—Le probaré el mío con el sacrificio que quiera imponerme. Ninguno me parece demasiado grande con tal de que usted mida y pese lo que me llena el alma... Ya no me pertenezco, Aimée. Soy suyo... suyo en cuerpo y alma... ¡La quiero... la quiero...!

La ha estrechado contra sí, ha hallado, sin buscarlos, los labios a la vez frescos y ardientes, húmedos y sensuales, y ha sentido que, bajo el fuego de aquel beso, todo se borra a su alrededor...

—¡Caramba! —exclama Aimée satisfecha—. Besas como un maestro, no como un novato. Menos mal... Empecé a temer que fueras de los que hablan demasiado...

 

—¡Ana... Ana...! ¡Aimée! ¡Aimée!

Con gesto y ademán de ira mal contenida, Renato ha cruzado la antecámara que precede a la alcoba de Aimée y sacude con rabia la recia puerta cerrada con llave. Una oleada de cólera empurpura sus pálidas mejillas cuando al fin asoma entre los cortinajes, ceniciento de espanto, el rostro de la doncella nativa, que balbucea:

—Mi... amo... mi amo...

—¿Dónde está tu señora?

—¿Dónde va a estar, señor? —miente Ana muerta de miedo—. Ahí... ahí dentro del cuarto...

—¡Mientes! —se enfurece Renato. Y sacudiendo la puerta con fuerza llama—: ¡Aimée! ¡Aimée! ¡Soy yo! ¡Ábreme en el acto!

—La señora dijo que no quería saber nada de usted, que no la molestaran para nada, que iba a cerrar su puerta con doble llave, y ahí está... Y me mandó decirle a usted que no iba a abrirle la puerta, pasara lo que pasara...

Con violento esfuerzo, Renato D'Autremont ha reaccionado. Entre las nieblas de su mente, entre la llamarada de su cólera, asoma la razón de aquellas palabras y el recuerdo de su última escena con Aimée en la biblioteca. Ha bebido durante toda la tarde, pero no está ebrio. Más fuerte que el alcohol es aquel fermento de pasiones que hierve en sus entrañas: odio, rencor, amor, anhelo desesperado por aquella mujer de la que todos le apartan, y una cólera violenta hacia la mujer a quien dio su nombre... cólera que se refrena bajo el impacto de algo parecido a remordimiento...

—La señora estaba muy brava y por eso dijo que no le iba a contestar a nadie... Ya sabe usted cómo es...

—Sí, ya sé cómo es. Demasiado sé cómo es, pero esto... esto... Esto ha partido de ella, y por esto tiene que darme cuentas en el acto ¡Aimée! ¡Aimée! ¡Ábreme en seguida!

—Renato, te ruego... —empieza a suplicar Sofía acercándose a su hijo.

—¡Soy yo quien te ruega que me dejes en este momento, madre! ¡Es un asunto privado entre mi esposa y yo!

—Por desgracia, ya no hay asuntos privados en esta casa. Se ha olvidado hasta la sombra del decoro, se grita y se vocifera delante de los criados, y todas son huellas de fango contra el buen nombre de la casa...

Sofía ha mirado con ira hacia los cortinajes por donde Ana acaba de desaparecer aprovechando la ocasión de quitarse de en medio. Luego, dulcificado el gesto, se acerca hasta apoyarse en el brazo de su hijo:

—Renato, deja a Aimée. No creo que ella tenga arte ni parte en la resolución de su hermana. Te ruego que me escuches. Hay que detener el escándalo... Catalina estuvo de acuerdo conmigo. Cuando fuimos a decírselo a Mónica, tuvimos la grata sorpresa de que espontáneamente tomase ella esa resolución. Creo que es lo mejor que puede pasar. Romperá ese lazo matrimonial que es una ignominia, tomará los hábitos, y a nosotros no nos quedará sino tratar de olvidar que existe un bandido llamado Juan del Diablo...

—Yo no voy a olvidarlo ni voy a permitir que, una vez más, sea Mónica la sacrificada. No es justo que todos la empujen, que todos se empeñen en que purgue un delito que no ha cometido. ¿Dices que había tomado esa resolución voluntariamente? No lo creo, madre. Veo en todo eso la mano de Aimée. Ya he empezado a conocerla como a hipócrita e intrigante...

—Es tu esposa y será la madre de tu hijo. Si no puedes ya amarla, respétala al menos y no insistas en hablarle en el estado en que estás. Te aseguro que Mónica está muy conforme. Si no me crees, habla con Catalina... Acabo de dejarla en mi alcoba. Pregúntale y ya verás cómo te convences de que nadie pretende sacrificarla. Anda con Catalina... Yo procuraré que Aimée me abra, y no me opondré a que hables con ella cuando estés más tranquilo. Ve... Te lo ruego, Renato...

Renato se ha alejado al ruego imperativo de su madre. Sola en la antecámara, frente a la temblorosa doncella a la que ha hecho salir de su escondite tras las cortinas, deja doña Sofía caer su máscara de severa dignidad, se crispan de cólera sus labios y relampaguean sus ojos al asegurar:

—Tu ama no está en la casa, ¿verdad?

—¿Cómo no, señora? Está ahí dentro...

—¡No mientas más! Delante de mi hijo es preciso disimular muchas cosas, pero a mí no vas a negármelo. Salió disfrazada con tu ropa... La vieron salir y pensaron que eras tú... ¿Entiendes? Me habían dicho que tú habías salido, pero al verte, me he dado cuenta de la verdad. ¡Era ella... ella... y tú, cómplice inmunda...!

—¡Aay! —se queja la doncella—. Yo no tengo la culpa de nada...

—¡Pues tú eres la que vas a pagarlo! ¡Mañana sales para Campo Real, y Bautista te arreglará las cuentas!

—¡No! ¡No, señora! —clama Ana espantada—. Yo no hice nada... Yo no tengo la culpa... A mí me manda mi ama, y si no la obedezco, también dice que me envía para Campo Real...

—Es a mí a quien tienes que obedecerme. Yo soy tu ama... en mi casa naciste esclava, y has comido el pan de los D'Autremont los años que tienes. ¡A mí sola has de servirme!

—Usted me mandó que sirviera a la señora Aimée, me mandó que fuera su doncella... Pero no me mande a Campo Real... Yo hago lo que usted quiera...

—¡Ve a buscarla! Encuéntrala cuanto antes... En una hora, en dos... Hazla entrar por donde mismo la sacaste, para que mi hijo la halle en esta alcoba cuando la puerta se abra. ¡Date prisa! Consíguelo Ana. ¡Que Renato no se entere de esto, o te haré desear no haber nacido! ¿Entendiste? ¡No pierdas un minuto más! ¡Corre! ¡Lárgate! ¡Que esté en esa alcoba antes de una hora, o serás tú la que todo lo pagues!

 

Hacia la parte más baja de la rica y populosa ciudad de Saint-Pierre, allí donde es más profunda la curva de la bahía, se extiende un barrio de casas pequeñas y calles estrechas, cuyas estribaciones alcanzan, trepando, casi hasta la falda del Mont Pelée. Barrio de tabernas y marineros, de garitos y mujeres perdidas... inquieto barrio de fiestas y pendencias, donde como resaca recia y amarga llega el deshecho de la palpitación de la ciudad. Es allí donde arde un carnaval de alcohol, de broncas risotadas, de bromas salvajes... un carnaval en el que muchas veces corren juntos el ron y la sangre. Ahora, los parroquianos de uno de aquellos sórdidos establecimientos han abierto un círculo de rostros congestionados, de ojos lascivos, de manos ávidas que con dificultad se contienen, y en el centro de aquel círculo, al son apagado y ancestral de las tamboras africanas, una mujer baila la más obscena de las danzas nativas, con retorcimientos de sierpe y aullidos de lobo. Baila... baila... mientras corre el sudor, haciendo brillar su carne de ébano... Apoyada en el brazo del teniente Britton, Aimée de Molnar sonríe, extrañamente fascinada por el ritmo de aquella danza, y en voz baja y expresiva comenta:

—¿Te gusta, Charles? Es una danza bruja. La primera vez que se ve bailar, pueden formularse tres deseos. Dicen que uno de los tres se logra siempre. Pero hay que pedirlo mojando dos dedos en sangre. Ahora van a degollar un cordero. ¿Quieres probar? ¿Quieres realizar tu mayor deseo, Charles?

—Sí. ¡Quiero pedir que esta noche no se acabe jamás! Que sea tan larga como mi vida, y pasarla a tu lado; pero...

—Aguarda... Espera... Ya degollaron al cordero, ya traen la sangre en esas jícaras. La ofrecen a todo el que la quiera. ¡Pronto! ¿Tienes una moneda? Échala en el fondo y moja los dedos...

—Es absurdo. Como espectáculo puede pasar, pero...

—¡Pronto! —Aimée ha extraído de su bolso una moneda de oro, arrojándola al fondo de la jícara llena del rojo liquido viscoso. Luego, tomando bruscamente la mano del teniente, la hunde en él, mientras le apremia:

—Pide... Pide por mí... Pide tres veces lo mismo... Que se realice lo que yo estoy pidiendo en este momento. Piénsalo conmigo... con toda tu fuerza... con toda tu voluntad...

Por segunda, por tercera vez, ha obligado al oficial a hundir su mano en la sangre del cordero, que en una jícara ofrece un mocetón africano. Luego, mientras él limpia con repugnancia su mano en el pañuelo, ella se aleja hacia la puertecilla que da a una especie de terraza, y aspira ávidamente el aire salobre que llega desde el mar...

—Aimée, ¿qué te pasa? ¿Qué tienes?

—Nada... Respiro... No creo que tenga nada de particular...

Desconcertado, palpando en su muñeca las huellas que dejaran las uñas de Aimée al obligarlo a mojar su mano en la sangre, el teniente Britton se acerca a aquella mujer, más incomprensible para él a cada instante, y queda largo rato en silencio, hasta que repentinamente sacude la cabeza, como espantando las quimeras para volver a la realidad...

—Aimée, ¿por qué haces esto? ¿Por qué estás aquí conmigo? ¿Es despecho? ¿Son celos?

—¿Qué te importa? ¿No es bastante conque lo haga? ¿En qué piensas?

—No sé... Tienes gustos extraños... Este lugar, estas gentes...

—Un rincón típico. ¿Adónde querías que te llevara a ver el carnaval de la Martinica? ¿Al baile del gobernador? ¿Al salón de mi ilustre suegra?

—No he pretendido nunca tanto; pero, en realidad, no sé lo que me pasa. Mientras más trato de entender, menos entiendo. Hemos entrado, por lo menos, en diez tabernas. ¿Buscabas a alguien en ellas?

—¿Como piensas? ¿No comprendes que una mujer ahogada entre los muros de piedra de la casa D'Autremont quiera distraerse un rato?

—No soy yo quien pueda juzgarte, Aimée. Inútilmente trato de comprenderte. No te inspiran amor ni tu esposo ni Juan. En forma espontánea me has otorgado el regalo de tu presencia y de tu compañía. No puedo pensar que sea yo quien te inspire ese amor... ¿Por qué lo haces entonces? ¿Qué pretendes?

—¡Basta! —corta Aimée malhumorada—. Estoy empezando a creer que eres tonto de remate...

—Sí, por aquí... Déjame pasar, idiota...

La voz que ha pronunciado estas palabras llega hasta ella haciéndola saltar cual si fuese la picadura de un reptil. Rápidamente ha vuelto a ponerse el antifaz. Tiembla, retrocede, se aterra al brazo del teniente Britton, y ambos clavan los ojos en el marco de aquella puerta, por donde Juan del Diablo aparece seguido del viejo notario... Ha llegado hasta el centro de aquella especie de terraza natural que forman dos rocas lisas aladas sobre la arena de la playa, muy cerca del lugar en que el mar se estrella, y vuelve la cabeza para mirar a Noel. Sólo entonces se da cuenta de la presencia de aquella pareja inmóvil y expectante... Aimée envuelve su cuerpo en los percales de colorines del traje típico que le prestara su doncella. El teniente Britton, un poco pálido pero perfectamente sereno, da un paso hacia él, permitiendo que la luna le ilumine de pies a cabeza, al saludar:

—Buenas noches, Juan...

—Teniente Britton —se sorprende Juan—. Es una verdadera sorpresa verle a usted por estos arrabales. Creí que ni siquiera estaba ya en la Martinica...

—Me tiene enteramente a su disposición, por si puedo servirle en algo.

—Gracias, pero no faltaría otra cosa. Tiene usted una ocupación más grata, a lo que parece. Ya le veo bien acompañado... Sin embargo, si quisiera, podrían tomar una copa con nosotros...

Su mirada de águila ha recorrido de cabeza a pies aquella figura femenina, de la que, a pesar del disfraz, se desprende algo que cree reconocer, algo familiar, inquietante... En vano trata de ver sus manos o sus cabellos...

—Voy ahí cerca, donde se juega fuerte, pero donde también sirven bebidas: Hay monte, bacarat, ruleta... ¿Le gustaría probar su suerte? La mía es perfecta. Si me siguen, se rellenarán los bolsillos. ¿Qué dice usted, hermosa? Supongo que lo es cuando el teniente se toma la molestia de acompañarla...

—Muchas gracias, Juan, pero ya nos íbamos. Es muy tarde para ella... Justamente salíamos, y...

—¿Es muda su compañera, teniente, o tiene una voz demasiado fácil de reconocer? Se ve mal la cara a través de ese encaje negro...

—¡Cuidado, Juan del Diablo! —conmina el oficial en tono ominoso.

—No se altere, teniente. Sería muy fácil para mí arrancarle el antifaz aunque usted se opusiera, pero no voy a hacerlo. ¿Para qué? Allá usted, y allá ella... ¡Oh, su pañuelo! —Juan se ha inclinado rápidamente, atrapando, antes que el teniente, el pañuelo de encajes desprendido de las manos de Aimée, y aspira la bocanada de perfume que de él se desprende, mientras ríe con sarcasmo—: Aroma de nardos... Un olor muy conocido, demasiado conocido, aunque sólo conozco una mujer que usa este perfume siempre... ¡Maravilloso... Maravilloso, teniente!

Juan ha dado un paso, acercándose más a Aimée, mirando fieramente sus ojos negros a través de los achinados agujeros del antifaz que le cubre el rostro, y comenta irónico:

—Qué fácil y terrible venganza para Juan del Diablo, ¿verdad?

—¡Basta... basta! —ataja el oficial británico—. Le ruego que siga su camino... Usted no tiene derecho...

—¿Y qué importa el derecho? Tengo los medios al alcance de mi mano. Lo que usted hiciera, no haría más que empeorar la situación, darle alas al escándalo. ¿Se da usted cuenta? Me bastaría arrancar del rostro de esa mujer ese trapo negro para que mañana todo Saint-Pierre se riera a carcajadas del caballero D'Autremont... Claro que a usted le costaría la vida, mi buen amigo, y pagaría muy caro, terriblemente caro el placer que quizás creyó gratuito...

—¡Basta... No tienes derecho...! —estalla Aimée sin poderse contener.

—¡Hablaste! ¡Qué pronto se rompió tu consigna! —comenta Juan en tono burlón.

—¡Eso no puede ser! —reta el teniente—. Salga usted de aquí, señora. Váyase inmediata­mente... Yo me encargaré de mostrarle a este hombre... ¡Pronto... váyase...!

—Creo preferible que usted no intervenga —aconseja Juan sonriente e impasible—. Saldrá muy mal, desde cualquier punto de vista.

—¡Tendrá usted que matarme antes que faltarle al respeto a esta dama en mi presencia!

—No pierda el tiempo en gestos inútiles. Esta dama no desea que la respeten...

—¡Basta ya! Terminemos con todo esto. A usted no le interesa quién es mi compañera... Déjenos salir de aquí, en el acto.

—¡Espera, Charles...! —tercia Aimée.

—¿No ve que es ella la que no quiere irse? Le encanta estar aquí —comenta irónico Juan—. Aunque parezca mentira, éste es su ambiente... Se equivocó al cambiarlo por el oro de los D'Autremont. Ahora le molesta y le asquea todo aquello por lo que vendió su vida: vajillas de plata, pulseras de brillantes y collares de perlas...

—Estando a mi lado, no permito que le hable usted de ese modo —protesta el teniente, aunque sin gran fuerza.

—No sea niño, teniente. Su posición es desventajosa. ¿No lo comprende? Se lo esta jugando todo... ¿Por qué? ¿Por quién?

—¿Vas a permitir que diga eso, Charles? —Se enfurece Aimée.

—¿Y cómo hará para impedirlo? A poco que razone, él mismo tiene que pensarlo. Está sirviendo de juguete, de pelele, a una mujer sin escrúpulos. Supongo que lo sabe, que no se ha ido ya por vergüenza de caballero... ¿Qué te propones? ¿Qué vas a hacer con él? ¿Hasta dónde vas a arrastrarlo con tus intrigas? ¿No piensas que has hecho ya bastante daño?

—Tal vez a los otros les hice daño. A ti no te he hecho sino bien, y si ahora mismo estás en libertad, ¿a quién sino a mí se lo debes? ¡Pero eres el último de los hombres, el más ingrato, el más perverso!

—Estás exagerando. No hago sino prevenir al teniente Britton, hacerle darse cuenta de lo que está haciendo, y si quiere seguir, que por lo menos no marche ciego... Renato D'Autremont está buscando alguien a quien matar, en quien vengar una ofensa que presiente, que siente flotar en torno suyo, por muy hábilmente que su mujer se maneje... ¿Va usted a seguir haciendo el juego a esta bella víbora? Le debo la lealtad de su declaración, teniente, y haberme tendido la mano de amigo a través de las rejas de una prisión. Por eso le pregunto: ¿Va a prestarse para que ella le use a su antojo en provecho de sus más oscuros y tortuosos intereses?

—¡No sigas diciendo eso! ¡No le oigas, Charles no le oigas! ¡Charles! ¡Charles!

La esbelta figura del joven teniente Britton se pierde por el extremo de la oscura callejuela, y Aimée, que le había seguido hasta la puerta de la sórdida taberna, se vuelve airada y avanza sobre Juan, como una fiera:

—¡Ah, canalla... canalla! ¡Mereces la horca, el presidio...! ¡Yo no sé ni lo que mereces!

—¿De qué lado estás? ¿A quién te inclinas? Eres la señora D'Autremont, y quieres seguirlo siendo, pero sin dejar por eso de arrastrarte en el fango que te gusta...

—¡No es cuenta tuya!

—Ya lo sé. Ojalá y que jamás lo hubiera sido. De ti sí estoy curado totalmente...

—¿Y de quién no? ¿De quién no? —indaga Aimée con repentina ansia—. ¡No vas a decirme que la quieres a ella, que te interesa ella!

—¿Y si así fuera?

—¡Antes de consentirlo, los haría matar a los dos! ¡Prefiero que se junten el cielo y la tierra! ¡No le darás a otra la pasión que es mía, que me pertenece!

—Y todo eso lo afirmas cuando acabo de hallarte junto al teniente Britton —sonríe Juan, sarcástico y mordaz—. Tienes un corazón muy amplio, y muy flexible.

—¿Qué me importa a mí Britton, ni Renato, ni el mundo entero? Me importas tú y me importo yo misma. ¡Con todos los demás, puede hundirse el universo!

—Ahora sí fuiste sincera... Te importas tú misma...

—Pues bien, sí. Me importo yo misma; pero en mi egoísmo hay más grandeza que en la generosidad de otra. Me importo yo misma y, por importarme yo misma, defiendo lo que eras para mí, lo que tendrás que ser otra vez... ¡Porque tú eres el único amor de mi vida! Luché con todas mis fuerzas... luché contra el propio Renato, porque te vieras libre de sus cargos. ¡A Renato le odio, le aborrezco!

—¿Tú? ¿Por qué?

—¡Por todo! Por lo que es, por como es... Ahora, además, también quiere a Mónica, y por ella me humilla y me desprecia. —Se ha mordido los labios para no gritar, apretados los puños, relampagueantes los negros ojos; pero lentamente se contiene, mientras, rotos ya todos los frenos, vierte Aimée el torrente de sus pasiones:

—Tan loco está por ella, que sólo se contiene porque piensa que voy a darle un hijo, heredero de su nombre, de sus tierras... Y por ese hijo, doña Sofía D'Autremont soporta mis injurias y es la mejor cómplice de todo cuanto yo haga contra él...

—¿Tú vas a darle un hijo?

—No, mi Juan, no es cierto. ¡Ese hijo no existe! Y sin embargo, he de tenerlo, he de ofrecerle un hijo a Renato, o no podré quedarme una hora más bajo el techo de los D'Autremont. Si tú hubieras sido capaz de venir a mí, de responderme... Pero eres más ingrato y más canalla que Renato D'Autremont... Y entonces... entonces tuve que escuchar al primero que pasó cerca, echar mano del primer muñeco que se puso a mi alcance... Ese teniente a quien tú has hecho huir espantado, haciéndome un daño sólo por el gusto de hacérmelo...

—¡Conque era eso... eso...! —ríe Juan con gesto sarcástico.

—¡Puedes acabar de perderme, vengándote de una vez! ¡Puedes correr a decírselo a Renato! Te he dado el arma para que la uses contra mí misma. A veces quisiera que todo acabara de una vez, que se abriera la tierra vomitando fuego, que nos tragase el mar...

—Si Satanás fuera mujer, tendría tu cara, tus palabras y tu voz...

—Sin embargo, me amaste... Acaso todavía me quieres... Óyeme, Juan... Si en este momento tú me repitieras lo que un día me dijiste en Campo Real, si como entonces tomaras mi brazo para ordenarme que te siguiera, si me dijeras que tu barco aguarda muy cerca, me iría contigo donde quisieras llevarme... Lo dejaría todo... todo...

—Porque estás en un callejón sin salida... Porque te has enredado en tus propias redes... Porque quieres huir del infierno que tú misma te fabricaste...

—¡Sálvame, Juan! Llévame contigo muy lejos... Si no lo haces, entonces sí podrás llamarme Satanás. Si siguen acorralándome, me defenderé a zarpazos y a dentelladas, me vengaré de ti, de Renato, de ella... De ella, sí... Hasta ahora no quise hacerle ningún daño. El mal que le vino, se lo trajeron las circunstancias. Pero si por última vez me rechazas, seré implacable. Si no me salvas, me hundiré; pero hundiendo a todos los que me rodean. ¿Me salvas, o me abandonas, Juan? ¡Contesta! ¡Contesta!

Enloquecida, ciega, desesperada, habla Aimée aferrada al brazo de Juan, que, inmóvil, la contempla con una sonrisa tan amarga que parece una mueca al rechazar con ira contenida:

—¿Quieres dejarme en paz? Cuando te casaste con otro, mientras yo me jugaba la vida para volver por ti, debiste pensar que habíamos terminado para siempre.

—Tal vez, pero entonces tú no lo pensabas tampoco. No te cruzaste de brazos, no me miraste con ese insultante desdén con que me miras ahora. Quizás te convenga saber que Mónica está gestionando la anulación de su matrimonio.

—¡Mientes! Eso no es cierto...

—No te acusó ante los tribunales, porque tenía miedo; pero en esos documentos secretos, que ya deben estar camino de Roma, no hay una infamia que no te atribuya. Su alejamiento de Renato en el tribunal era sólo una farsa. Están de acuerdo, aunque aparenten lo contrario. Y si una cosa les sale mal, no importa, emprenden otra inmediatamente. Tú les estorbas, pero ellos sabrán suprimirte. Yo también les estorbo, y sólo les detiene la consideración por ese hijo que tiene que nacer... que acaso hubiera sido posible que naciera si tú, estúpidamente, no te hubieses atravesado en mi camino. Renato me rechaza, pero Britton...

—¿Y era de Britton de quien esperabas...?

—¡De Britton sólo esperaba que me trajera a un lugar a donde pudiera encontrarte a ti!

—¿En qué quedamos? ¿Por qué no hablas claro de una vez?

—Eres mi última esperanza, Juan. No te faltó razón al decir que estoy en un callejón sin salida. A veces no sé ni lo que digo, tan ciega estoy de celos, de despecho. Mónica, esa santa que pretendes, es mi sombra negra... Puso sus ojos en Renato, envenenó primero mi amor por él, luego mi amor por ti... y ahora... ahora... ¡Te juro que es tu peor enemiga! Es cera blanda en manos de Renato. Sólo trabajan para tu daño, pero no a la luz del sol... Ya saldrá, ya saldrá lo que te preparan...

—No creo una palabra de lo que dices. ¡Nada que salga de tu boca es verdad! ¡No vuelvas a acercarte a mí, o te arrepentirás de haberlo hecho!

—Tú eres el que vas a arrepentirte de... —amenaza Aimée; pero es interrumpida por la mestiza sirvienta que acercándose exclama:

—¡Ay, señora... por fin la encuentro! La señora Sofía me mandó que la buscara. Dice que usted tiene que estar en el cuarto cuando el señor Renato vuelva...

—¡Cállate, imbécil! —la ataja Aimée.

—¿Por qué insultas a tan útil sirvienta? —reprocha Juan con sarcasmo—. Creo que eres injusta. Se ve que ha corrido para salvarte... Así paga el diablo a quien lo sirve.

—En efecto, así paga Juan del Diablo a quien ha sido lo bastante imbécil para querer sacarlo de la cárcel, y lo bastante tonta para buscarlo por segunda vez —advierte Aimée con ira concentrada. Y volviéndose hacia Ana, ordena—: ¡Vamos ya! ¿En qué viniste? Supongo que no saldrías a buscarme a pie.

—¡Ay, no, qué va! Ya llevamos tres horas dando rueda. Vine en el coche chiquito, con Esteban de cochero, que ése sí es mi amigo, señora, y ése se calla la boca pase lo que pase... que ni él ni yo le vamos a decir a nadie que usted estaba con el señor Juan, porque entonces sí que iba a arder San Pedro...

—¡Cállate! —se enfurece Aimée. Y subiendo al coche, ordena—: Sigue despacio, Esteban, lo más despacio que puedas...

 

—¿De dónde vienes?

—¿Para qué quieres saberlo? ¿Te ha dejado doña Sofía la misión de vigilarme?

Aimée ha hecho un esfuerzo tratando de fingir el tono frívolo, el gesto despreocupado de encogerse de hombros bajo aquella mirada cargada de reproches, pero también de angustia, conque Catalina de Molnar la envuelve. Ha llegado silenciosa hasta su alcoba del piso alto... Nadie la ha visto, no se ha cruzado con nadie en pasillos ni escaleras... Un momento, la presencia de su madre la turba, conteniéndola; luego, busca la llave que ha llevado consigo y abre tranquilamente aquella puerta que comunica su alcoba con el gabinete...

—¡Era verdad! ¡Todo era verdad! He tenido que verlo con mis propios ojos para convencerme —clama Catalina en triste tono de desolación.

—¿No te parece que el momento no es para sermones? —se impacienta Aimée—. Ya he oído bastantes cosas desagradables esta noche.

—¿Te vio Renato? —se alarma Catalina.

—No... Claro que no... Ni me vio ni creo que se entere que he salido, a menos que tú se lo cuentes. De otro modo, no hay riesgo. Doña Sofía no soltará prenda, y Yanina no creo que se atreva a desobedecerla... Después de todo, no hice nada malo. Salí a respirar, a ver el carnaval, a distraerme... Nunca pensé que casarme con Renato D'Autremont fuera algo tan aburrido y tan estúpido... Primero sus celos, ahora su abandono, su desdén...

—Toda la culpa es tuya, Aimée, aunque yo también acepto mi parte en el hecho de que seas como eres... Fui una madre débil, complaciente, demasiado amorosa para una hija rebelde... Tú necesitabas otra cosa... Sé que ahora serían inútiles mis reproches, mis consejos... No voy a hablarte por mí, sino en nombre de Sofía...

—¡Mucho tardabas en nombrarla! Te has convertido en la sombra de ella.

—En efecto, no soy ya más que una sombra... Este es el pecado que ahora estoy purgando: el de no ser nada para nadie, el de no existir realmente ni siquiera en el corazón de mis hijas... Ambas estáis muy lejos de mí, ambas me sois extrañas... Una, por generosa, por sublime; otra, por egoísta, por perversa... Me sangran los labios al tener que decírtelo, pero es cierto: vives para el mal y para el engaño...

—¿Quieres dejarme en paz? —rechaza Aimée con fastidio.

—Ya te dejo... Eso es lo que vine a decirte... Me voy, la pobre sombra que soy va a desvanecerse, pero si eres todavía capaz de escuchar la última súplica de tu madre, te ruego que salgas hoy mismo para Campo Real. Es el deseo de Sofía. Ella quiere volver y que tú la acompañes...

—¿Yo? ¿No le sobran criados para ello?

—Está desesperada, y yo le prometí convencerte. Quiere llevarte a Campo Real y cuidar en ti a ese heredero que es su última esperanza, su última ilusión...

—¡Vaya! ¡Ya apareció aquello!

—También es el deseo de Renato. Con ello salvas lo único que puedes ya salvar: tu posición en esta casa, y el porvenir de ese hijo que va a nacer...

—¿Y si no naciera? —se revuelve Aimée hecha una furia.

—¿Qué dices, hija? —se alarma Catalina, francamente asustada—. No quiero pensar que has mentido, que has sido capaz... ¡Aimée, hija...! ¿Qué es lo que estás tratando de decirme?

—Nada, mamá, tranquilízate —ríe Aimée amargamente—. Te estaba gastando una broma para responder a tu monserga moralista que, a las cuatro de la mañana, no le sienta a nadie bien...

—Sé que no tienes corazón, pero no creo que llegues a eso. Sin embargo, tú lo has dicho por algo... Aimée... ¡Aimée, sé una vez sincera!

Aimée ha apretado los labios sensuales, ha entornado los párpados, ha quedado largo rato inmóvil, como si meditara profundamente, como si urdiera un nuevo plan en su mente diabólica... Luego, sonríe casi burlona:

—Lo que voy a hacer, por una vez, es complacerte...

—¿De veras? —se esperanza Catalina.

—Porque tú me lo pides, mamá. Ya veo que mi suegra me ha tomado miedo... Menos mal... Esperaba encontrarla aquí en lugar tuyo, aguardándome con la caja de los truenos en la mano, la voz solemne y el aspecto siniestro. Si hubiera venido de ese modo, la habría mandado a paseo. Pero te envía a ti como embajadora, tú llegas con lágrimas en los ojos, y aunque yo sea la hija malvada, la hija perversa, la hija sin corazón, te voy a complacer. No quiero ser menos que la hija sublime que, según tengo entendido, va a tomar los hábitos. ¿No?

—Sí, así es, en efecto. Mónica dijo que lo aceptaba todo y firmó la solicitud que le llevamos. Cuando su lazo matrimonial esté anulado, tomará los hábitos. Es triste, pero al menos quedará a salvo del escándalo, a salvo de la maldad del mundo y de ese hombre...

—¿Puedes garantizarme que nada de eso va a volverse atrás?

—Desde luego. Claro que puedo garantizarlo. Mónica no miente.

—Pues fiemos en la palabra de Santa Mónica... Juan y Renato han muerto para ella, ¿verdad?

—Puesto que no va a salir del convento, como si hubiera muerto.

—¿También puedes garantizarme que doña Sofía no va a meterse en cuanto yo haga allá, en Campo Real? ¿Que va a dejarme en paz, salir, entrar y hacer exactamente lo que yo quiera?

—Mientras no perjudiques tu salud...

—Sin restricciones. Ya sabré yo cómo me cuido. Si promete dejarme en paz, dile que esta misma tarde salgo para Campo Real con ella... Y ahora, déjame dormir mamá, tengo mucho sueño...

Le ha vuelto la espalda, ha entrado en la alcoba, hay una sonrisa de burla infinita en sus labios sensuales, y también un relámpago satánico en sus negros ojos...

—NO RETIRO LA apuesta... la dejo... ¡Treinta onzas a la reina de diamantes!

Sobre el verde tapete, las cartas están en cuatro mazos, y el montón de monedas, que Juan del Diablo acaba de ganar, vierte su brillante destello sobre la carta nueve veces triunfante... Poco a poco sus contrincantes se han ido retirando, y, ahora, los dos últimos se alejan en silencio. Casi nadie juega ya en el tugurio; los que no se han ido, se agrupan alrededor de aquella mesa mirando con ojos asombrados al hombretón que sonríe con gesto tan amargo a su buena suerte...

—Creo que has desbancado la mesa, Juan —observa Noel—. ¿Por qué no recoges tus onzas y nos vamos ya?

Un hombre se ha detenido en la puerta del tugurio y ha penetrado lentamente. Las cabezas se vuelven observando sus ropas de caballero, su perfil aquilino, la expresión tensa que endurece su rostro, el brillo metálico de sus ojos claros, fijos en el rostro de Juan. Poco a poco va acercándose a la mesa, y es Pedro Noel el primero en descubrirlo, poniéndose de pie, agarrándose alarmado del brazo del patrón del Luzbel, sin lograr moverle, mientras implora apremiante:

—Vámonos de aquí, Juan, vámonos inmediatamente. Ya es muy tarde, las cinco por lo menos... ¡Recoge tu dinero y vámonos! ¿No ves que se van todos?

—¿No hay quien haga juego? —inquiere Juan alzando la voz—. ¿No hay nadie que responda a la apuesta? ¿Nadie quiere medir su suerte con Juan del Diablo?

—¡Yo! —acepta Renato acercándose—, ¡Y doblo la apuesta!

—¿De veras?

—¿No estabas pidiendo un contrincante? ¡Aquí está! ¿Qué te pasa? ¿No tienes bastante dinero?

—¡Dije treinta onzas a la dama de diamantes!

—¡Sesenta al rey de espadas! ¡Echa cartas, croupier! ¿No oíste? ¡Echa cartas!

—A Bruno le sorprende la presencia de un caballero en su casa. Por eso te mira de esa manera —observa Juan, apagándose en sus pupilas la cólera que por un momento las encendiera—. Y no responde, sencillamente porque es mudo. Pero eso sí, oye muy bien. Echa las cartas, Bruno, no tengas miedo... acepto al contrincante. Tu nuevo cliente tiene mucho dinero, y no importa que no saque las onzas del bolsillo. Pagará, pagará hasta el último centavo de todo lo que pierda, que será mucho. Aunque nació para ganar, ahora le ha llegado el momento de perder...

—¡Por favor, basta de tonterías! —tercia Noel, asustadísimo y tartamudeando—. Juan y yo nos íbamos en este momento, Renato. El lugar se cierra precisamente al amanecer, y está ya amaneciendo. Yo creo que después de lo que ha pasado...

—Después de lo que ha pasado, no debería usted atreverse a dirigirme la palabra, Noel —reprueba Renato con altanería—. Hace un momento, este hombre desafió a todos los presentes a luchar contra su suerte. Nadie ha respondido más que yo. Dije sesenta onzas y aquí las tiene. ¿Qué esperabas para tallar, imbécil?

El llamado Bruno baraja rápidamente las cartas entre sus ágiles dedos. Los últimos jugadores de otras mesas desaparecen. Sólo dos o tres rezagados se mantienen alrededor de aquella mesa, espiando con curiosidad la extraña pugna. Juan parece sereno, mientras Renato tiembla de cólera, y Noel, resignado, baja la cabeza. Caen los naipes uno a uno en el silencio espeso de las respiraciones contenidas, hasta que...

—¡Rey de espadas! —proclama Renato. Y satisfecho, pero sin poder ocultar la amargura, observa—: ¡No es imposible torcer la suerte de Juan del Diablo! ¡Perdiste a un solo golpe!

—¡No! A un solo golpe va ahora todo lo que tengo. ¡Todo lo que tengo contra esas noventa onzas! —Rabiosamente, Juan ha hundido las manos en sus bolsillos, sacando puñados de monedas, arrugados billetes... Hay dinero de todos los países: las pequeñas y gruesas libras esterlinas y el pálido oro de Venezuela junto a arrugados billetes de cien francos y florines holandeses—. Aquí hay noventa onzas, poco más o menos. Va contra todo lo tuyo, ¡si es que no me niegas el desquite!

—No te lo niego. Y si quieres seguir jugando, te admito como bueno hasta la mugre de tu barco. ¡Cartas, croupier!

Una a una han vuelto a caer las cartas en silencio, crispando a los presentes, mientras con voz tensa de emoción Noel va enumerando:

—Dos de diamantes... tres de espadas... cinco de trébol... cuatro de corazón... ¡Dama de diamantes!

—¡Gané! —señala Juan con una mezcla de orgullo y de alegría.

—No lo toques. ¡Van doscientas onzas contra eso! —propone Renato. Y destilando ironía, observa—: A menos que me niegues el desquite...

—¡Nunca lo niego! —se encrespa Juan con altivez—, ¡Cartas, croupier!

 

—¡Ay, mi ama... mi ama! Pero, ¿de veras nos vamos para Campo Real?

Con los gruesos labios temblorosos y las mejillas del verde color ceniciento que presta el miedo a su morena piel, Ana parece incapaz de moverse. Está parada frente a Aimée, que, frunciendo el ceño, obliga a su cerebro a urdir rápidamente aquel plan cuya primera idea le dieran las palabras de su madre:

—Soy una malvada... vivo para el engaño, ¿no oíste? Mi propia madre lo piensa así... Sus dos hijas están muy lejos de su corazón, una por sublime... la sublime es Mónica... la malvada... la malvada soy yo, naturalmente. No hay infamia de la que no me considere capaz, porque no tengo corazón... Los D'Autremont me compraron... me compraron con su ilustre apellido. Soy propiedad de ellos, ¿no te das cuenta? ¿No entiendes?

—Yo no entiendo sino que nos vamos a donde no debemos ir. Usted no sabe cómo son las cosas por allá, cómo eran cuando el señor Renato estaba fuera. La señora dejaba que Bautista hiciera todo lo que le daba la gana... Cuando la señora Sofía era quien mandaba en Campo Real...

—Ya sé... pero muy pronto no mandará ella, sino yo, ¿entendiste? Es lo único que puedo salvar de todo esto, y voy a salvarlo.

—¡Pero a mí el Bautista me tiene apuntada en la lista negra! —se lamenta la asustada Ana.

—Estarás a mi lado. Mientras me sirvas bien, no tengas miedo... Oye, Ana, antes que la señora D'Autremont te tomara a su servicio, tú vivías en la parte alta de la hacienda, ¿verdad?

—Sí, mi ama, trabajaba en las plantaciones de café. ¡Qué malo es eso! Hay que cargar unas canastas de este tamaño, aquí en la cabeza, y arrancar los granitos uno por uno. Y cuando llega una deshecha, entonces ponerse a hacer la comida... Y en las barracas dormimos todos juntos, como perros.

—No todos viven así... Hay bailes, hay fiestas algunas veces... Y un poco más arriba de los cafetales, en lo alto del desfiladero, vive una mujer a quien todos respetan.

—¡Ah, sí! Vive Chola, la bruja. Unos le llaman Carabosse. La llaman siempre cuando alguno se muere, para que le haga la mortaja, y también cuando un niño va a nacer. Y vende ungüentos para los dolores, amuletos para los amores que no se dan, y muñecos de seda que, con otras cosas, sirven para vengarse de las gentes... porque lo que se le hace al muñeco le pasa a la gente que el muñeco representa...

—¿Dices que la llaman cuando un niño va a nacer?

—Sí, mi ama, casi todas las mujeres del cafetal la llaman para eso. Cuando quieren que un niño nazca, y también cuando no lo quieren. Ella ha curado a muchas gentes de cosas malas, pero a mí me da miedo...

—Iremos a verla. No tienes que decirlo a nadie. Lo haremos sin que nadie se entere, pero esa mujer va a ayudarme. Le daré más dinero del que ha visto junto jamás, y hará lo que yo le ordene...

 

—¡Renato, al fin llegas! ¡He estado muñéndome de angustia, hijo!

—No había por qué, madre.

La luz del sol baña con su lumbre cegante el patio central de la vieja morada de los D'Autremont cuando Renato, tratando de esquivar a su madre, ya a cruzado camino de la biblioteca. Pero la mano adelgazada y trémula de Sofía se apoya en su brazo, deteniéndolo con un velado reproche:

—No pasaste la noche en casa, Renato...

—Efectivamente —confirma Renato con cierto malhumor—. Estuve fuera, pero...

—¿No puedes concederme unos minutos, hijo? Regreso a Campo Real y me llevo a Aimée. ¿No era eso lo que deseabas? ¿No me pediste que lo hiciera?

—Te lo pedí hace días...

—¿Ahora no quieres ya que nos vayamos? ¿No te importa? ¿Te da igual? Estás muy disgustado, ya lo veo... Y yo me siento enferma... Si entraras a mi alcoba...

Renato se ha dejado llevar mansamente, y los ojos ansiosos de la madre leen en su rostro las huellas de aquella horrenda tormenta interior que devasta su alma. Le ha llevado hasta el fondo de la gran alcoba cuyos ventanales, velados por cortinas de seda, apenas dejan penetrar la luz del día, aquella luz que hiere las claras pupilas de Renato. Y en el aire fresco, perfumado con lavanda, en la grata penumbra de aquella habitación familiar, siente que se aflojan sus nervios tensos. Es como si otra vez volviese a ser niño y buscase en la ternura maternal el escudo contra todos los males...

—Siéntate, hijo, por Dios. Se ve que tú también estás enfermo. ¿Quieres que pida para ti una bebida refrescante, un poco de té?

—No, madre, no quiero nada... Oírte, ya que lo deseas, y después...

—Después, dejarte en paz, ya lo sé. Dejarte está en mi mano y voy a hacerlo. Si Dios quisiera que de verdad fuese en paz... Si la paz de tu alma pudiera conseguirse a cualquier precio... Si volviéramos a entendernos, hijo mío, a estar de acuerdo... si me permitieras velar un poco por tu dicha...

—¿Mi dicha? Nadie es dichoso, madre.

—Ya lo sé... Pero hay mil formas de vivir sin sentirse desdichado... Si hicieras un esfuerzo, si aceptaras los hechos, si volvieras a tomar el viejo camino olvidado y a rehacer tu vida...

—No puedo irme, abandonando a la mujer a quien amo... No puedo irme, mientras el rival que me desafía está de pie, insultante, insolente... Ahora, yo mismo le he dado un arma más: el dinero. He jugado y he perdido... Mucho... mucho dinero... Ya sé que no importa, ya sé que somos ricos... Podemos tirar el oro a manos llenas. Tiré un puñado, y lo recogió él... ¡Si vieras cómo se reía hundiendo las manos entre esas monedas!

—¿De quién hablas? ¡Estás trastornado, Renato!

—¡Juan del Diablo no es ya un pobretón! ¡Ha cobrado su herencia!

Sofía D'Autremont ha enrojecido como si fuese a estallar su cabeza. Luego, cae trastornada, anonadada por el golpe de lo que acaba de escuchar...

—¿Tú has hecho eso? ¿Tú has ido a buscar...?

—No fui a buscarlo. Salí como un loco... No quería chocar con Aimée, no quería hacer saltar en pedazos su puerta... La odiaba demasiado en aquel momento... Cuando vi aquellos papeles, cuando comprendí que era ella la de la idea, cuando uní todo aquello a unas palabras que me dijo al salir del tribunal, la odié furiosamente... Es ella la que tiene el empeño de ver profesar a Mónica... Está celosa de mi estimación, de mis sentimientos...

—Tendría toda la razón del mundo para estarlo —afirma Sofía con gesto lleno de severidad.

—No me importa que tenga o no razón... Por no dejarme llevar de esa locura, salí de esta casa, vagué por las calles hasta cerca del amanecer, escuché las campanas del convento y me acerqué a la iglesia... Quería ver a Mónica, aunque fuese de lejos... No la vi, no asomó... Yo seguí mi camino y, como sonámbulo, llegué hasta los muelles... El aire cargado de salitre me azotó el rostro como si me abofeteara... Y otra vez me cegaron el odio y los celos... Allí estaba el Luzbel, "única propiedad de Juan sin apellido"... Me pareció oír otra vez las palabras del juez, me pareció ver su maldito rostro insolente y la mirada de Mónica fija en él... ¿Acaso le ama? ¿Es a él a quien ama ahora?

—Hijo, por Dios... —clama Sofía con triste desolación.

—Tuve un ansia feroz de encontrarme con él a solas, frente a frente, y corrí hacia el barrio inmundo donde ya le había encontrado una vez... Atravesé la taberna, llegué hasta el último cubil, y allí estaba él, estúpidamente satisfecho... Jugaba y ganaba... Tenía la racha buena... Nueve veces se le dio la misma carta: la dama de diamantes... Y por una horrible asociación de ideas, cada vez que él gritaba: "La dama de diamantes"... era para mí como si escupiera el nombre de ella.

«Con jactancia estúpida, desafió a todo el mundo: "¿Quién quiere medir su suerte con Juan del Diablo?" Era para mí su reto... Fingió no haberme visto, pero estoy bien seguro que me llevaba a pelear allí, a su mundo abyecto... Me había vencido en el mío, el tribunal le había declarado absuelto, y yo quise vencerle a él en el suyo... Entonces, tiré una bolsa de dinero sobre la mesa...

«La primera mano fue mía, pero él me pidió la revancha, arrojando sobre la mesa cuanto llevaba en sus bolsillos. Enloqueció de cólera al perder, y yo quería ganárselo todo... todo... hasta ese barquichuelo inmundo en el que un día se atrevió a llevarla a ella, con todos los derechos que le dio mi locura. Quería jugarlo todo... hasta la vida... a una última carta... y jugué como un loco, perdiendo... perdiendo... Perdí cuanto llevaba encima. Después, firmé papeles... Luego, quise arrojarme sobre él, pero me detuvieron, me sujetaron, me sacaron de allí... ¡Perros inmundos se atrevieron a hacerlo, mientras él se reía hundiendo las manos en aquel dinero! ¡Si vieras qué horriblemente parecido a mi padre estaba en ese momento!

—¡Hijo! ¿Qué dices? —exclama Sofía, con el espanto reflejado en su pálido rostro.

—Por eso me dejé arrastrar... No hubiera podido alzar mi mano contra él... Y ya en la puerta, me gritó como un loco: "Gracias, Renato. Es parte de mi herencia".

—¡Oh! ¡Oh...! —barbotea Sofía ahogándose, al tiempo que se desploma inconsciente sobre el suelo.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Qué te pasa? —se alarma Renato.

—¡Señor Renato...! —exclama Yanina llegando presurosa, como brotada por encanto de la tierra—. Es el accidente... Hay que llevarla a la cama...

—Yo la llevo... Prepara pronto el cordial... el éter... ¡Mamá! ¡Mamá!

Renato ha llevado el frágil cuerpo de su madre hasta el ancho lecho antiguo, de labrada caoba, depositándolo blandamente en él, mientras Yanina, diligente, pone a su alcance el frasco de sales, el éter, y corre a preparar el cordial...

—¡Mamá, mamá de mi alma...! Soy un estúpido... No debí hablarte de eso... Hice mal, muy mal...

—Renato, hijo... —murmura Sofía con esfuerzo, abriendo apenas los ojos.

—Aquí está el cordial —ofrece Yanina, acercándose obsequiosa—. Hágaselo beber...

—Sí... sí... Toma esto, mamá, te sentirás mejor inmediatamente... Por favor, bébelo todo... Cierra los ojos y quédate un momento... Quieta, lo más quieta que puedas... Yo estaré cerca...

Sofía cierra los ojos y queda inmóvil. Renato se aleja unos pasos, tambaleándose como ebrio, mientras la ardiente mirada de Yanina le sigue por la alcoba, y, cuando traspone la puerta, va tras él...

—Señor Renato... Voy a mandar por el médico... El doctor dijo que la señora podía quedarse en uno de estos accidentes, que darle un disgusto era lo mismo que clavarle un puñal, y acaso sería conveniente que usted supiera que últimamente tiene disgustos a todas horas...

—Lamento en el alma haberme dejado llevar...

—Perdón, señor, no lo decía por usted. Hay alguien que parece preparar disgustos para la señora, dárselos deliberadamente... No quisiera que el señor me obligara a nombrar a nadie, ni creo que sea necesario. A poco que lo piense, sabrá dónde está la fuente del veneno en esta casa... Con su permiso, señor...

Se ha ido como si se desvaneciera. Profundamente preocupado, Renato da unos pasos como sin rumbo. Ha llegado hasta aquella habitación abrumada por los grandes estantes, repleta de libros polvorientos, y se deja caer en una butaca, hundiendo entre las manos la frente, mientras murmura:

—Tu herencia, Juan... Sí... ¡Tendrás toda tu herencia!

 

—¿No es una cantidad fantástica de dinero Noel?,

—Si, hijo, es como un sueño. ¡Qué racha de suerte, qué locura de suerte! Nunca pensé que pudieran hacerse así las cosas. Aquí hay, por lo menos, cien mil francos, una pequeña fortuna, ¿te das cuenta? Con esto puedes emprender cualquier negocio, lo que se te antoje... hacer aquella casa de que me hablaste, en el Cabo del Diablo... Si yo estuviera en tu pellejo, me daba un baño inmediatamente, me afeitaba esas barbas de filibustero, me vestía como las personas decentes y tomaba el camino del Convento de las Siervas del Verbo Encarnado...

—¿Por qué? ¿Para qué?

—No me lo preguntes en ese tono. ¿Para qué va a ser? Para decirle a esa a la que no quisiste invitar a seguirte a un hospedaje de taberna, que puedes ofrecerle ya un hogar decente y digno, que la vida comienza, o puede comenzar, en cualquier momento, y que vas a empezarla de nuevo a los veintiséis años, por ella, para ella... porque es tu esposa y porque la quieres...

Juan del Diablo se ha puesto de pie, apartando la pequeña mesa de aquel cuarto destartalado, en la que se amontonan billetes y monedas. Es un tugurio más entre tantos de los que abundan en las callejuelas de aquel barrio, un cuartucho con honores de habitación de fonda...

—¿Por qué pretende usted convertirme en lo que no soy ni jamás seré? Si yo pensara que este inmundo puñado de billetes, ganados por un golpe de azar, era capaz de cambiar los sentimientos de Mónica, pensaría, al mismo tiempo, que no vale la pena...

—Hijo, no es por el dinero. Compréndelo... Es que con esto puedes cambiar totalmente de actitud y de vida... ¿Quién te asegura que Mónica no te quiere?

—Noel, mi buen Noel, no se esfuerce —aconseja Juan con amargura—. Sé perfectamente a qué atenerme con respecto a ese punto... Pase lo que pase, lo quiere a él... Estoy bien seguro...

—Pues si estás tan seguro —rebate Noel con cierta ira—, ¿por qué no la dejas en libertad y te vas bien lejos?

—No soy yo quien la ata ni quien la esclaviza. Sin una palabra la dejé en el convento, y ella, desde allí, solicita la anulación de nuestro matrimonio...

—¡No lo creo!

—¿Por qué no lo cree? Quien me lo dijo está segura...

—Segura... Luego, fue una mujer... Fue la otra, ¿verdad? —Y sin poderse contener, el viejo Noel estalla—: ¡El diablo cargue con ella! ¿Y luego no quieres que te diga que algunas veces eres un niño, o que te comportas como tal? ¿Cómo es posible que creas nada que salga de esa boca?

—No me crea tan niño, Noel. Esa boca engaña, intriga, miente, fabrica mundos diabólicos para su capricho, pero en eso no mintió. Sé muy bien cómo siente Mónica... Un momento pude engañarme, pero nada más que un momento. Mientras sea mi esposa, su deber la ata a mí, y será leal, aun contra todos sus sentimientos. Su escrupulosa conciencia de novicia la estremece, la hace pensar que peca hasta con acariciar un sueño... No siendo mi esposa, podrá soñar sin que se lo reproche su conciencia, sin que la atormenten sus escrúpulos...

—Para el caso sería igual, tratándose de quien tú crees que se trata. Casada o no, es un imposible para ella.

—¿Y qué? Puede soñar a sus anchas... Soñando con él pasó su vida entera... ¡Soñando con él querrá esperar la muerte! Y él... —Se ha interrumpido un instante, y en seguida rechaza con rencor—: No... En él son más que sueños... Él está ya en el despeñadero de todas las pasiones y no se detendrá ante nada. Él es un D'Autremont de pies a cabeza...

—¿Y acaso no lo eres tú también?

—¿Yo...? Tal vez... Pero no quisiera serlo... Quisiera ser, de verdad, un hijo de nadie, ignorar qué sangre corre por mis venas. Le juro que podría respirar más a mis anchas si lo ignorase todo... Pero junto con ese nombre, vuelve a mí todo el horror de mi infancia: la cabaña de Bertolozi, la crueldad de aquel hombre que vengaba en mi carne inocente todo el dolor de sus ofensas... Y ni siquiera puedo traer a mi memoria lo único que podría dulcificarlo todo: la imagen de mi madre, la conciencia de haberla visto alguna vez. ¿La vio usted, Noel? ¿Puede decirme cómo era?

—La vi, sí... Pero, ¿para qué vamos a hablar de eso? —murmura el viejo, conmovido, luchando por serenarse—. Es inútil hacer horrible el presente a fuerza de verter el pasado sobre él. Tu madre era desdichada y hermosa. También puedo decirte otra cosa: no hubo interés ni codicia en ella... Pecó por amor, y pagó su pecado con lágrimas y sangre... Yo la vi algunas veces, y no podría decirte cómo era su sonrisa, pero sí que sus lágrimas corrieron a raudales...

—¡Entonces he de odiarlo aún más a él... a ese Francisco D'Autremont que me dio el ser de esa manera!

—Él la quiso también, hijo. La quiso honda y sinceramente. Aunque tú no lo creas, latía un corazón debajo de su orgullo, de su orgullo enorme, inmenso... Por eso quiero refrenar el tuyo. El primer pecado del mundo fue la soberbia. No caigas tú en él...

—Mi pobre Noel, no diga tonterías. Si un hombre como yo no tuviese orgullo, sería un gusano, y yo prefiero ser una sierpe llena de veneno para que no sigan pisoteándome...

—Gusano naciste, pero ya no lo eres. Porque sé que puedes volar, te muestro el camino del cielo. ¿Por que no levantarte, haciendo dignidad fecunda de lo que sólo es orgullo estéril? ¿Quieres que sea yo quien vaya al convento, quien le diga a tu espo


Date: 2016-01-05; view: 887


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