Daniel siempre me ha hablado de su familia paterna con compasión. Especialmente de su abuelo, al que por desgracia no he conocido. Daniel me había prometido venir este verano a presentármelo, pero ya no podrá ser.
De todos modos, me puedo hacer una idea de cómo era. Por lo que Daniel y Alex me han contado y, sobre todo, por lo que su padre principalmente (su madre habla menos de él; es natural, no es su hija) recuerda de cuando vivía en el pueblo, me puedo hacer una idea de cómo era su abuelo y de su particular carácter, tan de los hombres de estas montañas, al parecer. Y de todas las del mundo, diría yo.
Mi abuelo Alfredo, por ejemplo, no es muy distinto. Aunque lleva viviendo muchos años en Turín, tiene el carácter seco de los campesinos de las montañas de Aosta, donde vivió hasta que emigró a Argentina. De eso hace ya muchos años, los que pasó allí tratando de hacer fortuna antes de volver a Italia más los que hace que vive en Turín, donde se estableció a su regreso, pero conserva intacto el carácter de los montañeses, ese espíritu áspero y tierno a la vez que, según Daniel, tenía también su abuelo.
De su abuela no habla tanto. La quiere, como a su abuelo, pero se ve que con ella tenía menos relación y en los últimos años ya prácticamente ninguna. A partir de cierto momento se ve que su familia comenzó a espaciar sus visitas a la laguna, como llaman ellos al pueblo creado artificialmente donde antes hubo una al parecer, y el trato con sus abuelos se hizo menos frecuente, algo que a mí también me ocurrió aunque menos. Al fin y al cabo, mi abuelo Alfredo vive en Turín, en la misma calle que mis padres, y mis abuelos Pietro y Silvana a pocos kilómetros. Pero el distanciamiento de Daniel no ha supuesto de ningún modo el olvido de los suyos ni la pérdida del cariño que siempre sintió por ellos. Y que continúa sintiendo. En cuanto supo que su abuelo se moría quiso venir para estar con él.
Yo lo acompañé en el viaje. Aunque no conocía a su abuelo ni a nadie de su familia paterna, que vive desperdigada por varios sitios de España por lo que he visto (sólo el tío más pequeño sigue viviendo en la casa de la laguna), viajé con él hasta su provincia, aunque llegamos ya tarde para ver a su abuelo con vida. Acababa de morir hacía una hora en el hospital de Palencia en el que lo ingresaron tres días antes, cuando entró en coma. El padre de Daniel, que se había adelantado en el viaje a nosotros, nos lo anunció a la puerta cuando llegamos. Estaba con sus hermanas y con el marido de una de ellas. El hermano pequeño, en cambio, se había quedado en casa. Apenas había ido, al parecer, un par de veces al hospital a ver al padre antes de morir. Necesita que lo lleven y lo traigan, pues no conduce ni tiene coche.
Daniel dice que es un poco retrasado. Pero a mí no me lo parece. Ni a su madre, que opina, por el contrario, que es el más listo de todos, porque, con ese cuento, no trabaja ni hace nada. Yo creo que un poco simple sí es, aunque no tanto como su familia piensa. Incluido el padre de Daniel, que, al ser el varón mayor, le trata como a otro hijo cuando es su hermano. En cualquier caso, yo no puedo juzgarlo bien porque apenas lo he tratado y lo poco que lo he hecho ha sido en estas circunstancias. Desde que llegué a Palencia, todo ha sido un sucederse de actos fúnebres, comenzando por el velatorio y siguiendo por el funeral, que culminan ahora en este lugar cuyo paisaje sería maravilloso de no haber venido aquí a lo que hemos venido: a esparcir las cenizas del abuelo de Daniel sobre el pantano. Este pantano bajo el que yace el pueblo en el que nació y en el que desea yacer él también como otros en el mar o en la montaña. Mi abuela Ángela, por ejemplo, quiso que fuera sobre la nieve y así lo hicieron sus hijos, que cumplieron su promesa arrojando sus cenizas en un parque de Turín, al lado del río Po, un día de invierno de mucha nieve.
Pero es que hoy aquí, además, hace un día muy bonito. Un día que nadie elegiría —o al menos yo así lo pienso— para volver a la naturaleza, que está brotando con energía (ya es primavera desde hace tiempo), lo que contrasta con nuestra tristeza. Incluyéndome a mí, que no llegué a conocerlo, todos los aquí presentes sentimos que el abuelo de Daniel está al lado de nosotros contemplando este pantano que refleja, aparte de las montañas y de las nubes que se reparten el cielo, la mayoría blancas y algodonosas como en un cuadro de Rafael, la sombra de destrucción que el agua esconde bajo su superficie. Y mejor que sea así. Como le escuché una vez a un profesor de Estética de mi universidad, lo siniestro y lo bello se necesitan para existir, pero lo siniestro debe permanecer oculto.
De todos modos, los demás no deben de estar pensando lo mismo que yo en estos momentos. No sé en qué pensarán, pero seguro que no en ideas filosóficas y, si lo hacen, será sin duda desde otros puntos de vista. La abuela de Daniel, por ejemplo, seguro que no está viendo, como yo, la primavera, ni la belleza del valle, ni de las nubes, sino el abismo engañoso y mortal del agua del pantano al que se asoma una vez más, hoy para despedirse de su marido de modo definitivo. A su lado, por su parte, Teresa, la hija mayor, esa mujer que parece un reflejo de ella sólo que con veinticinco o treinta años menos, contempla el agua con concentración, como queriendo atisbar lo que hay en su fondo, y lo mismo hacen su marido, un hombre con cara de buena persona que no se separa un instante de su lado, y sus hijas, poco mayores que yo pero muy diferentes entre ellas: una está casada ya y no hace más que hablar de su hijo y la otra, que aspira a ser actriz según Daniel (la verdad es que es muy guapa), se asemeja más a mí, al menos en la forma de vestir y de moverse. ¿Cómo podrían pensar lo mismo las dos? Los padres de Daniel y el resto de los familiares, incluido el tío Agustín, que viene andando detrás (¿será que está acostumbrado a ello?), caminan, por su parte, también en medio de un gran silencio, pero miran el pantano de un modo más distraído y algunos ni siquiera eso. Los primos de Santander, por ejemplo, parecen más atentos a su entorno (a esos bosquetes de matorral que quizá escondan algún secreto o a los juncos que crecen junto a la orilla) y el tío Agustín a los muchos pájaros que sobrevuelan la superficie del agua continuamente. Se ve que éstos le interesan más que lo que puedan decir sus hermanos sobre su padre en este momento.
Y a mí me sucede igual. Después de oír varias veces las historias del abuelo de Daniel en estos días, sobre todo la de cuando abandonó su aldea (también la de cuando llegó a Palencia y se encontró con un barracón en medio de un barrizal en lugar de con la vivienda que les habían prometido antes de salir de aquí), me empiezan a cansar ya y prefiero pensar en otras cosas. Si no alegres, que no es fácil (al fin y al cabo, esto es un entierro), sí menos dolorosas o por lo menos no tan dramáticas. Está claro que la muerte de una persona es siempre algo triste, que lo es más en este caso, al tratarse de alguien que ni siquiera puede ser enterrado donde querría, pero de ahí a regodearse en el dolor hay gran diferencia. Además, el abuelo de Daniel tenía ya muchos años, vivió su vida como eligió, salvedad hecha de su expulsión de su aldea cuando era joven, y, aunque también le tocó sufrir alguna desgracia más (la muerte de un hijo fue la mayor, según me he enterado hoy), en general la vida le dio muchas satisfacciones, comenzando por sus hijos y por el patrimonio que, con gran esfuerzo, eso sí, consiguió reunir para ellos. Así que hay que mirarlo también desde esa perspectiva, pienso yo. Y saber que su padre, su abuelo o su familiar fue un hombre con mucha suerte (la prueba es que su familia está toda aquí con él esta mañana) y que por eso puede descansar en paz. Aunque a sus hijos y a su mujer les vaya a doler su ausencia y a sus nietos su recuerdo, que, por otra parte, se irá borrando de sus memorias a medida que transcurra el tiempo. Me pasó a mí con mi abuela Ángela y sólo hace diez años de su desaparición.
Es ley de vida, como se dice. Unos se van y otros vienen, unos desaparecen y otros los sustituimos y así será mientras haya mundo. Por eso hay que disfrutar de la primavera, y de las nubes, y de los pájaros, y hasta de la belleza de este pantano que esconde, como todo, algo siniestro, pero que es una maravilla como paisaje, y por eso hay que aprovechar cada minuto de nuestro tiempo, que se va a toda velocidad, en lugar de regodearse en el dolor de lo que perdemos. O de lo que perdimos hace ya mucho, como le pasa a la abuela de Daniel con este sitio. La pobre no ha disfrutado de lo que tiene porque nunca pudo olvidar lo que perdió.
Y yo la comprendo. Perder un hijo y un pueblo, tener que empezar una vida nueva en otro lugar sin haberlo querido ni imaginado ni como posibilidad siquiera (al revés que mi abuelo Alfredo, los de Daniel nunca pensaron, cuando vivían aquí, en emigrar), sólo porque te obligó el destino, tiene que ser muy penoso, pero uno debe sobreponerse a la adversidad por más dolorosa que ésta haya sido. Así al menos pienso yo. De lo contrario, corres el riesgo de acabar convertida en una estatua de sal, como la mujer de Lot, a la que tanto me recuerda la abuela de Daniel.
De todos modos, yo soy la menos indicada aquí para opinar. Aparte de ser extranjera, con todo lo que ello comporta (hasta el idioma se me hace extraño, acostumbrada al acento del castellano de Barcelona), soy una advenediza en esta familia, a la que acabo de conocer hace un par de días. Y, encima, en unas circunstancias que en nada me facilitan la integración, cuánto menos la complicidad con los otros miembros, algunos de los cuales me miran como si no existiera. No es que me traten con frialdad (al revés, todos son muy amables conmigo, en eso no tengo queja); es que no me consideran de la familia y eso se nota. Y hasta cierto punto es normal. Ellos están viviendo un momento triste y yo soy la novia de un familiar (nieto, sobrino o primo, tanto más da) al que tampoco han tratado mucho la mayoría, por otra parte, por lo que veo. Y es que ésa es otra cuestión. Entre los primos prácticamente ni se conocen porque se relacionan poco entre ellos, como les pasa a Daniel y Alex con los de Santander. Ni unos ni otros, al parecer, han vuelto mucho por la laguna desde hace años y, si lo han hecho, no han coincidido. Así que no es extraño que a mí ni me consideren, pues ni siquiera sabían de mi existencia hasta antes de ayer.
Aunque eso tiene su ventaja. El ser una advenediza, una extraña en la familia, una extranjera, además, que se supone no entenderá ciertas cosas, me permite mirarlo todo como algo ajeno —lo que no quiere decir que no sienta también pena— y disfrutar de este hermoso día y de este dulce paisaje cuya belleza ellos no valoran, pues se lo impiden sus recuerdos de él. No sólo hoy, sino cualquier día. A mí, en cambio, como forastera, nada me impide admirarlo y hacerlo con la mirada de quien no tiene más servidumbres que la de disimular esa admiración ante los demás. Tampoco me gustaría que se ofendieran conmigo por ello.
Alex
Hoy dormirá con los peces.
La frase la oí en una película de mafiosos, ya no recuerdo su título, y se me quedó grabada. ¡Qué forma tan inquietante de confirmar que el encargo había sido cumplido y el señalado estaba ya muerto, con una piedra al cuello, bajo las frías aguas del puerto de Nueva York!
Me acuerdo ahora por el abuelo. Él dormirá también esta noche así pese a que nunca fuera un mafioso, ni siquiera un hombre arriesgado; al contrario, siempre fue gente de orden, aunque motivos tuvo para rebelarse contra sus representantes. Yo, en su lugar, lo hubiera hecho sin duda, si no en el momento mismo del atropello, que era imposible dada la situación política de la época, sí cuando ésta cambió y la gente pudo empezar a manifestarse. Por lo menos me habría despachado a gusto, si no con los responsables directos del avasallamiento, que a saber dónde estarían ya para entonces, sí con sus sucesores, esos que siguen llevando las riendas del día a día de esta gran presa y los que desde León o Madrid gobiernan sus beneficios. Beneficios que nunca han visto aquellos que, como mis abuelos, sacrificaron todo lo que tenían para que se pudieran empezar a producir.
La primera vez que oí hablar de ello fue a mi padre hace ya mucho. No sé qué edad tendría yo, pero sí recuerdo que mi padre hablaba con un amigo en la terraza de un bar de la Barceloneta, la playa a la que nos llevaba todos los domingos de junio a octubre a mi hermano Daniel y a mí cuando éramos pequeños (¡cuánto hace que no voy por allí, por cierto!), y que, en un momento dado, bajó la voz para comentar: «Fue un atropello. Ni siquiera nos pagaron la mitad de lo que valían las fincas». De vuelta a casa, yo le pregunté a mi padre a qué fincas se refería y él me contó por primera vez la historia de mi familia paterna, que yo desconocía por completo. Mi madre, por su parte, añadió algunos datos más, tales como la descripción del lugar en el que estuvo el pueblo de mis abuelos mientras existió (este que estoy viendo ahora; es la segunda vez que lo hago) o la historia del vecino que se llevó con él cuando se marchó tierra de todas sus fincas para que la arrojaran sobre su tumba cuando muriera (¡qué obsesión con la muerte tiene esta gente; debe de ser por el desarraigo!), y mi hermano, que ya conocía la historia por ser un poco mayor que yo, acabó de sacarme de mi desconocimiento al desvelarme que todos en la laguna, el pueblo del que procedía mi padre, eran gente expulsada por pantanos como éste, no, como yo daba por supuesto, campesinos con siglos de vida allí.
Desde entonces, mi aversión hacia estas obras no ha hecho otra cosa que crecer para satisfacción de mi padre, que la interpreta como una muestra de apoyo a él y a todos los que las sufrieron, mientras que a mi hermano Daniel lo ve como a un enemigo. Y no le falta razón en parte. Tal como son hoy día las cosas, reivindicar la memoria de las personas, no digo ya la naturaleza, constituye para muchos una manifestación de simplicidad y mi hermano es uno de los que piensan así. Pero a mí me importa poco su opinión. Lo que me importa a mí es defender lo que creo y una de las cosas en las que creo, quizá la más importante, es que el progreso económico no lo justifica todo.
Pero ¿por qué estoy yo ahora pensando en esto? ¿Por qué he llegado hasta aquí partiendo de una película de mafiosos, aquellos que susurraban «Hoy dormirá con los peces» desde una cabina pública de Nueva York, si a lo que hemos venido aquí es a despedir a mi abuelo, cuyas cenizas trae en una urna mi tía Teresa? La verdad es que la imaginación es imprevisible. Y la memoria lo mismo. De los reflejos en blanco y negro del puerto de Nueva York la memoria me ha llevado a Barcelona, a aquella playa en color a la que las familias de clase media íbamos a bañarnos por el verano cuando yo era niño, y me ha traído de nuevo aquí, a este valle sumergido y silencioso lleno de paz y desolación, todo ello en unos segundos; los que hace que miro el agua parado al lado de mi familia, que ha hecho un alto en el descenso hacia el pantano quizá para retrasar la llegada a él. Porque todos somos conscientes de que el momento final se acerca. Me refiero al momento de la despedida definitiva del abuelo, que todos sabemos ya volverá a aumentar la emoción en nosotros. De hecho, ya lo está haciendo: mi padre tiene los ojos llorosos, lo que delata que le supera lo que está sintiendo ahora. ¡Pobre papá! ¡Cuánto no habrá pasado en su vida desde que salió de aquí y cuánto no habrá callado, incluso en casa, más de una vez! Y es que no siempre ha sido bien comprendido, me temo. Lo pienso ahora al verlo mirar el sitio en el que nació, pero lo he pensado también mirándolo pasear por la calle en Barcelona o por los campos de la laguna cuando íbamos de visita. En la laguna todavía más me daba la impresión de que se sentía fuera de la realidad.
Por lo que dice mi madre, al abuelo le pasaba igual. Al contrario que a la abuela, que, aunque entristecida siempre por las circunstancias que le tocó vivir, se aferró a su familia para seguir adelante, el abuelo, al parecer, vivía dentro de una burbuja, en un limbo personal del que apenas salía y, cuando lo hacía, era por obligación. Así vivió y así se murió y así regresa a su sitio pese a que seamos muchos los que lo acompañamos. Igual que cuando aún vivía, él es el único que no va a mostrar ninguna emoción cuando el pantano lo arrastre hacia su fondo como continuamente hace con todo lo que cae a él. Como un ahogado desaparecerá en el agua mientras los que lo acompañamos nos quedaremos mirando ésta sabiendo que nunca va a regresar.
Se lo comerán los peces... Pero ¿por qué me obsesiona tanto esa imagen? ¿Por qué me desazona imaginar las cenizas de mi abuelo devoradas por una trucha, o por una tenca, o por una culebra, o por cualquiera de las especies que habrá en el fondo de este pantano, y no en cambio corrompiéndose en la tierra como sucede con la mayoría de las personas cuando se mueren? ¿Qué tiene el agua para que me asuste tanto cuando precisamente yo me he pasado la vida al lado de ella? Desde que nací, he vivido junto al mar y en él he pasado (nadando o pescando con mis amigos) muchos de mis mejores momentos.
A lo mejor es eso lo que me desazona: saber que lo que para mí siempre fue la vida para otros es lo contrario y verlo ahora con toda su brutalidad. Porque hasta hoy he sabido, es cierto, lo que un pantano significa, el dolor que produce a muchas personas que, como mis abuelos o mi padre (también mis tíos, por lo que compruebo hoy), sufrieron las consecuencias de la construcción de uno, pero lo que no había sentido hasta esta mañana es el olor a podrido que el agua quieta desprende. Y ahí va a ir a parar mi abuelo. Con los árboles sumergidos. Con las ruinas de los pueblos, llenas de lodo, supongo. Con los fantasmas que han de vivir entre ellas convertidos en unos peces más. Alguno de ellos seguramente era como él y seguramente él se convierta en otro. Y algún día, cuando cualquiera de nosotros regresemos a este sitio y miremos el pantano como ahora, quizá veamos un pez que pasará cerca de la orilla y se quedará observándonos y en sus ojos descubriremos los del abuelo, su mirada de campesino esforzado y duro, tal vez un poco más triste...
Definitivamente, no me gusta nada esto. Mientras más contemplo este sitio, más fantasmal me parece, por mucho que a primera vista sea un lugar hermosísimo: el espejo del pantano, en el que se refleja el cielo, el verde puro de sus orillas, el gris de las altas peñas (la de enfrente es monumental) que rodean todo el valle no logran alejar de mí la impresión de estar ante un cementerio inmenso, una gran fosa común hecha con agua en lugar de con tierra. Por eso entiendo a mi abuela, cuya contrariedad, según tengo oído, al saber el deseo de mi abuelo de reposar para siempre aquí fue mayor que su sorpresa, y por eso entiendo a mi tío Agustín, que me ha dicho esta mañana que él quería quedarse en la laguna. Se ve que al hombre también el pantano le impresiona y le inquieta como a mí.
Y eso que no conoce la frase de los mafiosos americanos ni ha visto, como yo, el cadáver de un hombre al que sacaron del mar en una playa de Tarragona, cerca del Delta del Ebro, comido por las anguilas.
Virginia hija
Cuando tenía diez años, mi padre me llevó un día a León a ver a su hermano Juan, el único que se quedó en la provincia. Fue al año de llegar a la laguna y era la primera vez que se volvían a ver desde que aquél se fue de Ferreras.
Del tío Juan yo recuerdo su rabia ante la situación, una ira sorda y desesperada que le llevó a hacer cosas —los días antes de irse— como arrojar al río todo lo que no podía llevarse: el arado, los yugos, las herramientas más voluminosas, hasta el carro para transportar la hierba (lo arrastró él solo una noche mientras los demás dormían), para que nadie se apropiara de ellos, y a partir de Ferreras sin despedirse de los vecinos, como si éstos tuvieran la culpa. De nosotros sí lo hizo; al fin y al cabo éramos su familia. ¡Pobre tío Juan! Ahora que lo pienso, qué angustia no sentiría teniendo que dejar su aldea y, además, solo, pues se había quedado soltero. En León nos recibió en su casa, una vivienda de portería en un edificio del centro en el que le había buscado trabajo como portero (¡a él, que era puro campo!) un primo de Vegamián que vivía ya en León desde hacía tiempo. La casa estaba desordenada como cabía esperar de un hombre que vivía solo, pero lo que más me llamó la atención de ella fue que apenas si tenía muebles: una mesa con tres sillas en la sala-comedor, un sofá, una pequeña televisión y dos camas en las habitaciones, en una de las cuales dormimos mi padre y yo aquella noche. ¿Para qué quiero yo más muebles?, fue la respuesta que le dio a éste cuando le preguntó la razón de que viviera de un modo tan desasistido.
Por la noche, antes de acostarnos, mi padre y el tío Juan estuvieron recordando a otras personas, familiares que habían tomado rumbos diversos, como sus hermanos Nemesio y Balbina (los dos han fallecido ya), y vecinos de Ferreras que habían hecho lo mismo y de los que no habían vuelto a tener noticias, hasta que en un momento concreto los dos guardaron silencio y se quedaron así un buen rato sin darse cuenta de que yo los estaba mirando. Fue cuando vi a mi padre con lágrimas en los ojos por primera y única vez en toda su vida.
Aquella imagen ha regresado un montón de veces a mi memoria y siempre me ha emocionado. Ver a mi padre llorar, o mejor: contener con dificultad las lágrimas, él, que apenas manifestaba sus sentimientos, me conmovió tanto aquella noche que lo sigue haciendo aún y más en días como éstos en los que su figura lo domina todo. Desde que nos dijeron que se moría, la imagen de él que se apoderó de mí no fue la que podía ver del anciano que agonizaba en una cama de hospital rodeado de aparatos y ya sin expresión alguna ni cualquiera de las últimas que vi: en el jardín de la residencia, en Palencia, la última vez que lo visité, en la cocina de nuestra casa de la laguna el día antes de abandonarla, etcétera, sino aquella antigua de León, cuando en la casa de su hermano Juan hacía repaso junto a éste del paradero y la situación de sus familiares y de otros vecinos de Ferreras, de muchos de los cuales no habían vuelto a tener noticia. Se habían desperdigado por todo el país (alguno incluso por el extranjero) sin dejar ningún rastro detrás de ellos.
Creo que fue lo que más daño le hizo a mi padre. Separarse de su familia y de sus amigos, perder la relación con muchos de ellos incluso a través de correspondencia (de aquélla no había teléfonos en la laguna, salvo el público en el bar) fue lo que más le dolió y lo que le siguió apenando hasta los últimos años prácticamente de su existencia. Ya al final de ésta todavía se preguntaba de cuando en cuando (o se lo preguntaba a alguien que pensara que podía saber algo por la razón que fuese) qué habría sido de tal o cual persona de la que no había vuelto a tener noticias desde que se marchó del pueblo o con la que había perdido el contacto hacía mucho. Hubo gente, al parecer, que prefirió cortar toda relación con sus antiguos vecinos y comenzar desde cero una nueva vida para no seguir acordándose de lo que habían perdido sin remedio. Mi familia, por contra, mantuvo siempre el contacto con los que pudo, sobre todo con aquellos con los que tenía amistad, y eso se ha notado ayer en el funeral por mi padre en la iglesia de la laguna, en el que había muchas personas de fuera de ésta, la mayoría de ellas llegadas desde León. ¡Qué ufano se habría sentido de haberlas podido ver y qué triste al mismo tiempo!
Porque la mayoría ya eran mayores. Incluso aquellas que parecían más jóvenes tenían muchos años todas. Y es que de aquí ya no hay nadie con menos de cuarenta y cinco, nadie que haya podido nacer después de ese tiempo, que es el que hace que se anegaron los pueblos. Los que vivimos somos, pues, todos mayores de esa edad y cada vez vamos quedando menos, lógicamente. Y todavía menos de los que ya eran adultos cuando aquello sucedió y que eran los que llenaban la iglesia durante el funeral por su antiguo vecino de Ferreras. Luego alguno se pasó por nuestra casa, pero la mayoría regresaron a León o al lugar del que habían venido (hasta de Madrid los hubo) sin demorarse mucho más tiempo y con la sensación, seguro, de ser menos cada vez y, lo que es todavía peor, más viejos y más desconocidos entre ellos. Porque muchos no se veían desde hacía años, alguno incluso desde que dejó este valle. Y ese reencuentro al cabo de tanto tiempo y en un lugar tan extraño (incluso para nosotros lo es la laguna todavía hoy) les debió de producir sentimientos contrapuestos, máxime tratándose de una despedida. Una más, la última por el momento. Porque, como me decía mi madre, sólo se ven ya en los funerales.
Aunque no siempre fue así, que recuerde yo. Durante los primeros años, alguna gente volvía por el pantano y se encontraba con sus antiguos vecinos, bien fuera por casualidad, bien fuera porque habían quedado a propósito, e incluso había algunos pueblos, como Vegamián, que celebraban su fiesta cerca de donde solían (alguno aún sigue haciéndolo, me han dicho) y, si no toda, sí una parte de la gente se mantuvo en contacto mientras pudo. Pero poco a poco aquello se fue perdiendo. El transcurrir de los años, unido al fallecimiento de los más viejos, que eran los más leales a su memoria, hizo que aquella vinculación desapareciera y que apenas nadie volviera ya por aquí, salvo de modo individual y poco menos que clandestino. Porque llegó un momento en el que esto ya no era suyo. Al contrario, parecía que su presencia no era bien recibida aquí por los nuevos dueños (los gestores del pantano y los ganaderos que ahora aprovechan los pastos de alrededor), no porque fueran una amenaza para el lugar, sino porque recordaban lo que los demás no saben o ignoraron voluntariamente. Y eso no es conveniente para la tranquilidad del sitio. De hecho, si nos están viendo ahora y descubren lo que hemos venido a hacer aquí esta mañana seguro que no les gusta. No dirán nada porque no pueden, pero seguro que no les gusta. Todo lo que tenga que ver con la historia de este lugar les molesta, no porque nadie les vaya a pedir cuentas ya por ella, sino porque puede remover las conciencias de la gente que no sabe (o no quiere saber) lo que es un pantano realmente.
Hasta en esto molestamos. Y mira que mi padre jamás volvió por aquí hasta hoy y que nunca levantó la voz en su vida ni contra lo que aquí ocurrió ni contra lo que se encontró al llegar a Palencia, a aquel páramo enfangado que era la laguna entonces, cuando arribamos en el camión de Ramiro, el de la madera. ¡Cuántas veces he recordado ese viaje, la última esta mañana cuando veníamos hacia aquí! Los pueblos, los palomares, las acequias de riego, los caminos son parecidos a los de entonces, pero a la vez todo es tan distinto... E igual ocurre con la carretera. Todo ha cambiado mucho desde aquel día, como es natural. Si nosotros hemos cambiado, si yo ya no soy la niña que miraba los pueblos que atravesábamos camino de la llanura desde la cabina del camión, en la que íbamos junto a su dueño mi madre, Teresa, Agustín y yo (mi padre y José Antonio viajaban en la caja vigilando que nada fuera a caerse), todos apretujados como podíamos, mal podría no haberlo hecho la carretera, que ahora es casi una autopista y se la ve llena, además, de coches. Cuando nosotros nos íbamos de aquí apenas si nos cruzamos una docena de ellos en todo el viaje, o por lo menos a mí me quedó esa impresión.
Y, sin embargo, el paisaje es el mismo de aquel día. El mismo llano infinito y ocre hasta llegar a Sahagún y aún más acá, los mismos campos de regadío en torno al Esla y el Porma, los mismos prados por la ribera que sube hacia estas montañas y las mismas peñas calizas cortando el cielo y el horizonte al adentrarse en ellas pasado Boñar. En cuarenta y cinco años el mundo ha cambiado mucho, nosotros hemos cambiado mucho, más incluso de lo que quisiéramos, pero el paisaje apenas se ha modificado algo, salvo aquí arriba, lógicamente. Tras la pared de hormigón de la presa, cuya presencia anticipa ya que algo va a cambiar detrás, el mar de agua de este pantano constituye la única transformación de un paisaje que, por lo demás, permanece igual desde hace mil años. O mil siglos. O milenios... Desde que el mundo es mundo, este territorio ha permanecido igual hasta que alguien decidió un buen día transformarlo por completo.
Y lo consiguió, es verdad. Pero lo que consiguió también, además de apresar el río y transformar incluso el clima de la región (desde que se cerró el pantano dicen que han aumentado las nieblas y que nieva menos que antes, quién sabe si por la humedad), fue destrozar la vida de muchas personas o cuando menos cambiarlas sustancialmente. La mía, por ejemplo, a saber cómo habría discurrido de no haber sido por esta obra, y como la mía la de mis hermanos. La de mis padres, en cambio, está claro que cambiaron para mal, si no en lo económico, que no fue así, sí en su percepción de ellas. Para mis padres, el desarraigo que el pantano les supuso fue una pena añadida a su destierro que sobrellevaron toda su vida con gran dolor. Mi madre así lo demostró siempre. Mi padre, aunque lo ocultara, lo llevaba en su interior y quienes vivíamos con él lo sabíamos.
Ese dolor fue posiblemente el que le hizo tomar la decisión de volver cuando pudiera, que es lo que está haciendo hoy por más que sea convertido ya en cenizas y en recuerdo. Las cenizas se las tragará el pantano, pero el recuerdo quedará flotando en él y volverá a recibirnos a los que lo conocimos cada vez que regresemos a este sitio o pasemos cerca de estas montañas entre las que su espíritu seguirá alentando. Como los de sus antepasados, que son los míos, aquellos hombres y mujeres que construyeron nuestra memoria generación tras generación y de los que aquí estamos hoy somos herederos. Todos. Incluidos mis hijos, para los que este paisaje es ya una fantasía mía y quienes lo habitaron personajes de otro mundo del que su abuela les contaba historias cuando iban a verla de pequeños que apenas si comprendían porque las sentían muy lejos o porque no le prestaban toda la atención precisa. Y eso que yo siempre les insistí en que lo hicieran, no sólo por el respeto que les debían a sus abuelos como mayores, sino por lo que podían aprender de ellos. Me temo que sólo lo logré a medias y me arrepiento de no haberlo hecho aunque la culpa no sea mía en exclusiva.
La culpa la tenemos todos. Cuando yo era como ellos, por ejemplo, tampoco solía escuchar a mi abuela, que me contaba historias de la familia, la de Ferreras y la de Utrero, que era el pueblo de su padre, hoy un montón de ruinas al otro lado del pantano (ni siquiera se distinguen ya sus casas a lo lejos), y con el tiempo me arrepentí. Sobre todo cuando, viviendo ya en la laguna, intenté recordar aquellas historias y la mayoría se me presentaban rotas, sin final o sin principio o fragmentadas por mi desatención de entonces. Mi madre me ayudó a rehacer alguna, pero mi padre estaba siempre muy ocupado para atenderme. Y, cuando no lo estaba, lo simulaba con tal de no recordar anécdotas y a personas que le hacían volver a un tiempo que quería clausurar en su memoria por el dolor que le producía. Luego ya, cuando me casé y me fui, el que se clausuró fue el mío en aquella casa, aquellos años felices que, a pesar de las circunstancias, vivimos todos en la laguna antes de que los hijos nos dispersáramos, algo que sucedería muy pronto, pues en seguida comenzamos a crecer. Aunque la primera en irme fui yo —a pesar de ser la tercera—, pues me marché a estudiar a Palencia en aquel internado de monjas en el que la infancia me abandonó de golpe.
Por eso, al final, fui yo la que menos viví con mi familia. A cambio del privilegio de estudiar, que ni Teresa ni Toño tuvieron (cuando podían haberlo hecho las cosas en casa no iban tan bien), tuve que abandonar la laguna y, con ella, a mis padres y a mis hermanos. ¡Cuánto los eché de menos y cuánto añoré aquel pueblo recién construido desde la nada pero que para mí era el mejor del mundo! Y, sobre todo, cuánto añoré a mis padres y especialmente a este hombre al que hoy despedimos aquí y que para mí fue una referencia siempre por su honradez y su laboriosidad. Porque otra cosa no, pero trabajar trabajó toda su vida como el que más, incluso cuando ya casi no podía hacerlo. Por ayudar a Agustín mientras éste siguió con el capital o por la tristeza que le producía, cuando mi hermano lo abandonó finalmente, ver las fincas en baldío después de lo que nos había costado —a él y a toda la familia— ponerlas en producción.
En cualquier caso, puede descansar en paz. Después de tanto luchar, después de tanto trabajar y de sobreponerse a diferentes golpes, algunos definitivos para cualquier persona que no tuviera su fortaleza, puede regresar aquí con la conciencia de haber vivido toda su vida con dignidad, sin humillarse ante nadie ni pedir nada a nadie tampoco. Todo lo que consiguió lo fue a base de su trabajo y de su sudor y todo nos lo dio a nosotros, sus cuatro hijos aquí presentes, sin esperar nada a cambio por ello; ni siquiera en estos años de vejez en los que la enfermedad, además, le atacó también y lo sumió en un mundo de nieblas del que ya no regresó. Fue la lección que a mí me dejó al menos. A lo largo de todos estos años, durante los cuarenta y uno que hace que me fui de casa, he procurado seguirla para no sucumbir a esa otra niebla que es la melancolía, que siempre me ha acechado desde entonces. Ni siquiera el nacimiento de mis hijos me hizo olvidar a mis padres y aquel poblado creado desde la nada por ellos y otras personas como ellos en medio del desolado páramo palentino.
Lo único que me duele es no habérselo dicho nunca, que se haya ido sin conocer lo que yo he sentido por él en todo este tiempo en el que la lejanía física nos ha tenido alejados también emocionalmente, que no haya sido capaz de hacerle saber en vida lo que quizá ya sabe en este momento: que junto con mis hijos ha sido la persona más importante para mí y, junto con mi madre, la más valiente de todas. Sobre todo desde aquella noche en León en la que lo vi contener las lágrimas como ahora vuelvo a hacer yo.
Emilio
He hecho bien en venir. Aunque mi relación con Virginia es la que es, he hecho bien en venir por más que lo haya dudado hasta esta mañana, cuando he estado a punto de volver a Santander directamente sin acercarme hasta aquí para la despedida definitiva de mi suegro. Sé que mis hijos me lo agradecerán. Y la familia de mi mujer también.
Ella no, porque sigue dolida conmigo. Desde nuestra separación no ha dejado de estarlo un solo día y ya van seis años de aquélla. Un tiempo más que suficiente, pienso, para asumir una separación.
Recuerdo la primera vez que me trajo aquí, hasta el pantano, para enseñarme el lugar en el que nació. Fue al poco tiempo de conocernos y vinimos en mi coche, que acababa de comprar. Lo había pagado con los ahorros de mi primer año en el instituto. Virginia quería enseñarme este sitio, al que apenas había vuelto un par de veces desde que lo sumergió el pantano. Para ella era muy importante, me dijo. Por eso quería enseñármelo. Recuerdo el viaje desde Reinosa atravesando toda la cuenca minera, de Cervera hasta Cistierna, ya en la provincia de León, y de Cistierna hasta estas montañas por unas carreteras llenas de curvas y de camiones que iban y venían transportando carbón de un lugar a otro. Hoy, en cambio, viniendo desde Palencia, la carretera era una recta prácticamente hasta Boñar, a diez kilómetros del pantano.
Por algún sitio debo de tener escrito el relato de aquella excursión. Entonces yo lo escribía todo; aún no me había desengañado de la escritura, como me desengañé de otras muchas cosas. En mis primeros años como profesor, yo aspiraba todavía a ser también escritor, tal era mi pasión por las palabras, y dejaba por escrito testimonio de todo lo que hacía y me ocurría, máxime si se trataba de algo infrecuente o si me sentía lleno de plenitud. Y aquel día, con Virginia a mi lado atravesando un territorio que era nuevo para mí, yo me sentía el hombre más feliz del mundo, todo lo contrario de lo que me ocurre hoy. Hoy me siento un fracasado, un hombre que ni siquiera puede asistir al funeral de su suegro con la confianza del que sabe que es bien recibido en él. Mi suegra y mis cuñados me han dado las gracias por acudir, pero ese mismo agradecimiento me hace sentir más fuera de la familia. Si siguiera con Virginia, nadie me habría dado las gracias por hacer lo que debo hacer.
Mis hijos sé que también me agradecen mi presencia, que saben que no es fácil para mí. Y no porque no sienta la muerte de su abuelo, que la siento (mi suegro y yo siempre nos llevamos bien), sino porque su madre no me dirige la palabra y así es difícil estar juntos en un mismo sitio. Aunque el sitio sea este lugar abierto, este paisaje grandioso y lleno de agua en el que las esquilas de las vacas y los pájaros le ponen un punto de bucolismo al dramático momento que Virginia y su familia están a punto de vivir: el de arrojar al pantano las cenizas de su padre, lo que certificará su despedida de él. Porque, mientras sus cenizas sigan con ellos guardadas en la urna que mi cuñada Teresa lleva en las manos como si fuera un tesoro tras el cual caminamos todos, mi suegro seguirá en el mundo, aunque sea convertido en un pequeño montón de polvo. Cuando se lo trague el agua habrá dejado de existir por más que su familia lo recuerde mucho tiempo.
Por eso éste es un momento difícil. Tan difícil como mi presencia en él, que cada vez tengo menos clara. Y no me refiero tanto a mi situación ahora en esta familia que fue la mía durante años pero que dejó de serlo cuando me casé de nuevo, ni siquiera al lugar que me corresponde en este cortejo (por discreción me he situado junto a mis hijos, pero con Virginia al lado no acabo de sentirme a gusto), como a lo que debo hacer y cómo debo actuar para no interferir en los sentimientos de los demás. A algunos, como a los de Barcelona, no había vuelto a verlos más desde mi separación y al resto apenas una o dos veces. Así que ahora yo aquí soy un ser extraño, casi tanto como la novia italiana del hijo mayor de Toño, que la pobre está igual que yo: observando a los demás sin saber muy bien cómo comportarse. Pero mi situación es más incómoda que la suya. La muchacha, al fin y al cabo, además de ser extranjera, con lo que se le perdona todo, pues se la supone ajena a las tradiciones de este país, acaba de llegar a esta familia (¡qué mal momento, la verdad, para presentarse a ella!), pero yo no tengo ninguna excusa que justifique mi incomodidad. Si me siento fuera de lugar es sencilla y puramente porque yo me lo busqué o, si no fui yo solo, fuimos Virginia y yo al alimón. Lo que pasa es que Virginia es parte de la familia y yo un allegado a ella, un forastero que durante dieciocho años compartió la vida del resto y que hoy, al cabo de otros seis años, se ha convertido en alguien ajeno a ellos. Aunque mis hijos sigan formando parte de la familia, pues la mitad de su sangre viene de aquí.
Son lo mejor que tengo. Mis hijos son lo mejor que voy a legar al mundo por más que Virginia piense que son solamente suyos. Durante bastante tiempo (hasta que salió la sentencia judicial) me impidió verlos, de hecho, aunque a raíz de ésta tuvo que claudicar. Además, Jesús y Laura son ya mayores de edad, con lo que no nos puede impedir estar juntos siempre que lo deseemos (el caso de Virginia es diferente, puesto que, con catorce años, sigue bajo su tutela). En cualquier caso, son ellos tres los que me han empujado a venir aquí a rendir el último adiós a su abuelo, un hombre bueno y honesto, educado a la antigua y poco expresivo, pero con el que siempre congenié muy bien mientras formé parte de su familia. Después imagino que me aborrecería, cuando, tras separarme de su hija, dejé de ir por su casa, pese a lo cual yo he seguido acordándome de él. De él y de las conversaciones que teníamos cuando en verano íbamos a la laguna (a veces coincidíamos con los de Barcelona, pero eso fue al principio sobre todo: después, tanto éstos como nosotros dejamos de ir en las vacaciones) y yo le acompañaba al campo a lo que fuera a hacer en cada momento. Mientras que en casa hablaba muy poco, allí mi suegro se relajaba y me contaba muchas anécdotas, algunas tan fascinantes que las llegué a escribir en forma de cuentos. Fuera de ellas, sus juicios sobre la vida, sobre la realidad en la que vivía (en la que vivíamos todos), sobre política o sobre agricultura, eran de tal sensatez que costaba oponerse a ellos por más que a veces uno no los compartiera. Era su forma de razonar, de exponer los argumentos sin ofender pero con firmeza, su manera de escuchar y de decir las que te desarmaban y convencían, como si lo importante fuera la forma y no el contenido de las palabras. En aquel tiempo yo estaba, además, fascinado por éstas, por su musicalidad y capacidad de sugestión, y escuchando a mi suegro era feliz. Lástima que poco a poco mis visitas a su casa comenzaran a espaciarse por la vida (el crecimiento de los hijos, su educación, la imposibilidad a veces de coordinar nuestras vacaciones con las de los de Valladolid, que solían ir todo el mes de agosto) hasta que definitivamente dejé de ir cuando me separé de Virginia, algo que a su familia, me consta, le produjo una gran decepción. Después de dieciocho años formando parte de ella me consideraban ya uno más.
Y en cierto modo me deben de considerarlo aún. No Virginia, por supuesto, ni mi suegra, que, aunque me haya dado las gracias por acudir al funeral por mi suegro ayer y mi presencia aquí esta mañana acompañándolos en un momento tan difícil para ellos, no se ha vuelto a dirigir a mí (seguramente le dé hasta apuro), pero sí mis cuñados y mis sobrinos, para los que, al fin y al cabo, la separación entre Virginia y yo, aparte de ser pasado, es cosa privada nuestra. Tanto Teresa como Miguel, y no digamos Agustín, cuya emoción al verme ayer en la iglesia lo delató (siempre fui su cuñado preferido, me parece), se han alegrado de volver a verme aunque sea en una circunstancia tan dolorosa como la que están viviendo. De los sobrinos no me atrevería a decirlo porque, cuando los vi por última vez, eran bastante más jóvenes, tanto como para que a algunos de ellos me haya costado reconocerlos incluso. Y a ellos les habrá pasado conmigo, supongo. Seis años son muchos años para alguien que entonces tenía menos de veinte.
Cuando conocí a Virginia, yo tenía veintiocho y ella tres menos que yo. Acababa de llegar a Reinosa, en una de cuyas escuelas comenzó a trabajar de maestra. En seguida me fijé en ella. Su pelo rubio y ojos azules no eran extraños en aquella zona, al contrario, pero los suyos eran diferentes. Tenían algo especial. Nos casamos a los dos años de conocernos, después de un noviazgo intenso y lleno de romanticismo. Yo le escribía poemas que le leía cuando estábamos a solas o le enviaba por carta a su casa, que compartía con otras dos maestras. Los fines de semana se iba siempre a la laguna, con sus padres, y yo esperaba su vuelta con la fruición de un adolescente. Pero aquella pasión murió. Tras varios años de matrimonio y la llegada de nuestros tres hijos, la pasión de nuestra juventud murió y el amor se desvaneció con ella como si ambos fueran la misma cosa. Pero Virginia no lo aceptó. Como al principio me ocurriera a mí, cuando tampoco era capaz de entender que los amores se mueren como las personas, Virginia se negó a aceptar el final del nuestro y por eso nunca me perdonó que yo sí lo hiciera. Siempre me ha culpado a mí de algo de lo que nadie tiene la culpa, tampoco ella.
A Jesús y a Laura se lo expliqué y creo que lo comprendieron. Y a Virginia se lo explicaré algún día, cuando tenga más edad. Pero a los que nunca se lo podré explicar es a Virginia y a su familia, a ella porque no me va a escuchar y a su familia porque, después de seis años de separados, le dé lo mismo seguramente. Salvo a mi suegra, pues para ella, como para mis padres, el matrimonio es para toda la vida como está demostrando hasta el final. Pertenece a una generación para la que la fidelidad lo es todo, ya sea con las personas o con los lugares mismos.
A veces me gustaría ser como ellos, como esos hombres y mujeres para los que la felicidad se basa en la fidelidad a otros y en conformarse con muy pocas cosas. Yo me conformo con pocas cosas, pero necesito algunas más que ellos y sobre todo necesito conocer a otras personas y otros lugares distintos de los que me corresponderían por mi nacimiento. Desde pequeño me ocurrió así y los años no han apagado ni atemperado mi curiosidad. Quizá por eso escribía de joven y quizá por eso también cambiaba de trabajo cada poco hasta que conocí a Virginia y me casé con ella: de Santander a Bilbao y a Burgos y de Burgos a Reinosa y a Santander de nuevo. Siempre necesité vivir experiencias nuevas y aún hoy lo sigo necesitando aunque ya en menor medida, es verdad. Pero a veces, como hoy, pienso que me gustaría también haber sido como esas personas que, como mis padres o los de Virginia, permanecieron toda la vida en el mismo sitio (en dos, en el caso de éstos), con la misma gente de siempre, dedicados a la misma actividad, y fueron felices. Aparentemente al menos fueron felices hasta el final, algo que yo no podría decir de mí a pesar de que toda mi vida la he empleado en lograr ese objetivo. ¿No será que el secreto de la felicidad es conformarte con lo que tienes, con lo que a base de esfuerzo vas consiguiendo por ti mismo, con el amor de unas pocas personas que la vida puso a tu lado, con la tranquilidad que dan la fidelidad y la compañía de una mujer a la que conociste un día y que, si entonces te pareció la mejor del mundo, quizá fue porque lo era?
Sería bonito, pero no lo creo. Para ser feliz de esa forma tendría que empezar de cero. Tendría que convertirme en otra persona (una persona como mis suegros, como mis padres, como tantos padres que he conocido, especialmente de su generación) y vivir como viven ellos: sin pretender otra cosa que ser felices aun sabiendo que la felicidad no existe.
Menos mal que mis hijos existen de verdad y que, como esta mañana aquí, están a mi lado siempre que los necesito.
Laura
¡Pobre mamá, cuánto ha llorado en estos dos días! ¿Lloraré yo así cuando papá se muera? Cuando se muera ella seguro, pero ¿cuando se muera papá también?... Tengo dudas, pero no porque no lo quiera como a mamá, sino porque mi relación con él es distinta. Lo veo menos que a ella, incluso ahora, que puedo hacerlo siempre que quiera.
Al abuelo también lo veía muy poco, sobre todo en estos años últimos. Quizá por eso, aun sintiendo que se haya muerto, no estoy tan triste como mamá, ni como la tía Teresa, a la que se la ve muy afectada igualmente. Tanto ayer en la iglesia, en el funeral, como hoy cuando veníamos hacia aquí, cada familia en su propio coche, uno detrás de otro (la abuela vino en el del tío Miguel y el tío Agustín con papá en el suyo; papá desde aquí se marcha directamente hacia Santander), todos se muestran muy afectados aunque no manifiesten sus sentimientos del mismo modo. El tío Toño, por ejemplo, apenas si ha soltado alguna lágrima y el tío Agustín ni eso.
Éste es el que me da más pena. A mí y al resto de la familia, pues es el que se queda más solo. Pero él no dice nada. Él se limita a mirar y a asentir cuando le decimos algo, como, por otra parte, ha hecho siempre desde que yo lo conozco cuando no sabe qué responder. Que es la mayor parte de las veces. El pobre tío Agustín no es tonto como mucha gente piensa, pero le falta malicia para la vida. Por eso los abuelos le protegieron más que a sus otros hijos, y por eso todo el mundo en la laguna lo trata con más cariño que a los demás. Porque, aparte de todo, es muy bueno.
Mamá siempre lo ha querido mucho. Y los demás hermanos también. Pero en cuanto acabe esto, en cuanto las cenizas de mi abuelo reposen finalmente en el pantano y todos regresemos, primero a la laguna y luego, desde allí, cada uno a la ciudad en la que vive, el tío Agustín se quedará solo en la casa que sigue siendo la de sus padres pero que desde que éstos se fueron a la residencia ocupa sólo él, si bien más solo que hasta ahora. Aunque los abuelos jamás volvieron a la laguna (fue entrar en la residencia y mi abuelo perdió la cabeza por completo), seguían viviendo y él sabía que estaban cerca de él. Pero a partir de mañana ya sólo la abuela seguirá en aquélla. O en la casa, si es que le da por volver a ésta. Decida lo que decida, lo que está claro es que al tío Agustín la soledad lo atenazará un poco más a partir de ahora aunque a él no parezca preocuparle mucho. Está ya habituado a ella desde que, pequeño aún, vio cómo sus hermanos se iban marchando de casa y lo dejaban solo con unos padres que, por otra parte, se iban haciendo mayores.
Espero que a mi hermana no le pase lo mismo con mamá. Aunque Jesús y yo seguimos viviendo en casa todavía, tarde o temprano nos marcharemos y entonces se quedarán las dos solas. Aunque yo por lo menos pienso seguir cerca de ellas mientras pueda. Salvo que me vaya a vivir a otra ciudad, cosa que no desearía, pienso seguir visitándolas a menudo y lo mismo haré con mamá cuando mi hermana también se vaya, que ocurrirá. Desde que la abandonó papá, lo que más le preocupa a mamá, aparte de sus hijos, es saber que se va a quedar sola algún día. Por eso la muerte del abuelo la angustia más que a los otros tíos: porque sabe que, como el tío Agustín, ella lo necesitaba más.
Pero se ha muerto. El abuelo se murió y ya es un puñado de cenizas que mi tía Teresa se dispone a arrojar al agua del pantano cuando abra la urna funeraria en que las trae. ¡Parece mentira que una persona quede reducida a eso! Pero es así. Una persona como mi abuelo, cuya corpulencia no disminuyó siquiera al hacerse viejo, al contrario, yo creo que aumentó con su inactividad forzosa, al final se reduce a un puñado de cenizas que caben en una lata menor que la mano que la porta. Eso es el alma de una persona, el resumen de lo que fue su vida. Y eso es lo que dentro de unos instantes, cuando la tía Teresa consiga abrir la urna de latón (parece que le cuesta hacerlo), vamos a arrojar al agua junto con el ramo de flores que la abuela cogió ayer del ataúd antes de que lo llevaran al crematorio y las coronas de flores desaparecieran. ¿Quién se las llevaría, por cierto? ¿La tía Teresa a Valladolid? ¿Algún vecino de la laguna para dejarlas en el cementerio? ¿O quedarían en la iglesia, esa iglesia blanca y roja como todas las casas del poblado que ayer estaba a rebosar, signo de que al abuelo lo quería mucha gente?
En cualquier caso, son más bonitas las flores que salpican las praderas alrededor del pantano esta mañana de abril. Alrededor de nosotros y hasta la orilla, las margaritas y las orquídeas silvestres (creo que son orquídeas silvestres; se lo preguntaré a mi abuela cuando acabemos, ella seguro que las conoce) parecen haber brotado expresamente este mediodía para despedir al hombre que, según nos contó la abuela cuando veníamos, cuidó en este mismo sitio muchas veces las ovejas y de su casa antes de que el pantano los obligara a marchar de aquí. Y, además, estas flores no desaparecerán con él. Se quedarán, al contrario, acompañándolo mucho tiempo, el que dure la primavera en estas montañas y en este lugar precioso que el abuelo eligió para su sepultura. ¿Qué mejor sitio para descansar en paz después de tanto como trabajó en su vida?
Parece que por fin la tía Teresa ha conseguido abrir la urna de las cenizas con la ayuda del tío Toño. Son los dos hermanos mayores y los que ejercen, por ello, de jefes de la familia. Mamá y el tío Agustín, más pequeños, se limitan a hacer lo que dicen ellos, pese a que no siempre estén de acuerdo. Mamá dice que prefiere obedecer a discutir, en especial con la tía Teresa, que está acostumbrada a organizarlo todo. Aunque también, es cierto, le reconoce, es la que más se ha ocupado de los abuelos, porque es la que vive más cerca. Por eso (y porque esta mañana fue a recogerlas al crematorio de Valladolid, que fue adonde llevaron al abuelo a incinerar, pues en Palencia no hay crematorio, según parece), desde el primer momento cogió la urna con las cenizas y no la ha soltado hasta ahora, cuando ha conseguido abrirla en una operación cuya carga emocional es aún mayor que la dificultad que parece requiere llevarla a cabo. Y ahora todos contemplamos en silencio el contenido de esa caja de latón cuya fragilidad nos trae a la memoria, a cada uno de una manera y en cada caso en una ocasión, el recuerdo del abuelo que más grabado nos quedó en ella. En el mío, el de la tarde en que lo acompañé a ver el mar desde el Sardinero, la primera vez que la abuela y él vinieron a visitarnos a Santander. Fue cuando se separaron mis padres y yo tenía dieciséis años. Los abuelos apenas habían salido de la laguna y de su pueblo en estas montañas antes y el mar lo habían visto una sola vez, cuando fueron a la boda del tío Toño a Barcelona. Recuerdo que el abuelo se quedó mirando el mar en silencio. Incluso cuando la abuela y yo nos sentamos en un banco del paseo, él continuó mirándolo ajeno a lo que ocurría a su alrededor. Al contraluz del anochecer, que había empezado a caer (era diciembre y en Santander en el invierno los días duran muy poco), su silueta me pareció la de un náufrago, un marinero de tierra adentro acostumbrado a salvar todo tipo de temporales, pero que ante el mar de verdad se empequeñecía.
Recuerdo ahora aquella imagen viendo la urna con sus cenizas y siento que aquella tarde del Sardinero no la olvidaré ya nunca, como tampoco olvidaré esta mañana de abril y este paisaje lleno de flores que parecen haber brotado para mi abuelo, para acompañar su viaje hacia el más allá desde el lugar que él mismo eligió para realizarlo. Al final va a ser verdad que todo se reduce a unas imágenes, a unos paisajes que nos marcaron, a unas personas que nos acompañarán por siempre incluso cuando ya no estemos en este mundo para recordarlas. Eso es la vida, dice papá.
Jesús
Llegó el momento de la despedida.
Por lo que veo, parece que por fin mi tía Teresa (o mi abuela, a saber quién) arrojará al pantano las cenizas y todo se habrá acabado para mi abuelo. La verdad es que la emoción se palpa.
Estamos todos ya junto a la orilla. Rodeando a la abuela, que ocupa el centro del grupo. Todos guardando silencio y sin saber qué hacer, por las expresiones. Los hay que miran al agua, como mi padre, y los hay que lo hacen al cielo, como el tío Miguel (está rezando, creo intuir). Entre los primos cada uno tiene una expresión distinta. Se nota que la mayoría es la primera vez que asistimos a una ceremonia de este tipo.
Y va a ser por el abuelo. Nunca lo habría imaginado, la verdad. Lo habría pensado de cualquier otro de la familia, pero no del abuelo, ni de la abuela, que siempre han sido tan religiosos. A ellos les cuadra más un entierro al uso, tradicional, en el cementerio de la laguna, junto a sus vecinos. Pero no aquí, ni reducidos a cenizas como si fueran ateos. Aunque mamá me ha explicado la razón: el abuelo quería volver al sitio en el que nació y ésta era la única manera de poder hacerlo.
¡Qué querencia a los orígenes! A mí, que siempre he visto Santander como una ciudad ajena por más que haya nacido en ella, me sorprende la querencia de la gente a sus orígenes, tanto la que los conserva siempre como la que los perdió algún día. Como mamá, para la que la laguna es una ensoñación de la que no se desprende a pesar de los años que hace que la abandonó.