Descansa en paz, papá, por fin. Te lo has ganado de sobra.
Elena
Me siento extraña en medio de esta familia. Siempre me he sentido así y creo que ellos a mí también me ven de ese modo. Me respetan porque soy la mujer de José Antonio, pero me consideran rara aunque por supuesto nunca lo digan. Hasta ahí no van a llegar.
Pero yo sé que es así. Como sé que para mi familia ellos son los que están fuera de la realidad con su apego irracional a la memoria y a ese lugar desaparecido al que ya no pueden volver salvo, como mi suegro ahora, cuando hayan muerto. Y conste que comprendo su sentimiento de desarraigo y su amor por una tierra que fue la suya y se la quitaron, pero me parecen excesivos ambos al cabo de tanto tiempo.
Quizá es que yo estoy lejos de su experiencia. Quizá mi vida, que en nada se parece a la de ellos (mis padres y mis abuelos nacieron todos en Barcelona y yo no conocí otra cosa que mi ciudad), me ha hecho ver todo de otra manera, ni mejor ni peor que la suya pero distinta. Incluso con mi marido siento una distancia a veces que tiene más que ver con nuestras biografías que con lo que verdaderamente pensamos uno y otro, en lo que a mí se refiere por lo menos.
Yo, por ejemplo, no entiendo que una persona pueda vivir mirando al pasado en lugar de hacia el futuro como todos los demás. Mis suegros han vivido así todo el tiempo y sus hijos, sin llegar hasta ese extremo, son un poco como ellos. José Antonio es quizá el que menos (sus muchos años en Barcelona, lejos de su familia y de estos paisajes, le han llevado a olvidarlos poco a poco), aunque Agustín no sé qué es lo que sentirá. Como no expresa sus emociones, es muy difícil saber qué piensa.
La verdad es que me da pena. De todos los hermanos es el más tierno, quizá en exceso para lo que debería mostrarse. Y no es que no sea listo, que lo es, al menos para lo que necesita, pero mis suegros lo protegieron siempre tanto desde niño que lo que consiguieron fue convertirlo en un desvalido. A sus cincuenta años es incapaz de hacer nada por sí solo más allá de las cuatro cosas elementales. Y la única merma mental que tiene, aparte de las secuelas que le dejó un parto que se complicó, parece (como todos sus hermanos nació en casa, en esa aldea que estaba por aquí cerca, a los pies de esta pradera que desciende hacia el embalse, y como a ellos le asistieron unas vecinas), es una gran timidez. Nada más. Y nada menos teniendo en cuenta sus condiciones de vida, sobre todo ahora que se ha quedado solo.
Sé que mi suegra sufre por él. Pero, puesta a elegir entre su hijo y su marido, eligió a éste cuando le llegó el momento. José Antonio dice que soy injusta al pensar así, pero es como yo lo veo. Y que conste que comprendo la situación de mi suegra, dividida entre un marido al que ya no podía cuidar, pues la demencia que lo afectó al final de su vida cada vez le hacía más dependiente, y un hijo que, a fuerza de protegerlo al considerarlo desde pequeño lo que no era, se había convertido en otra carga para ella. Difícil decisión, pues, para una madre que entregó su vida al cuidado de su familia como también lo hizo la mía mientras tuvo fuerzas. Así que no la juzgaré por ello, pero sí pienso que, obligada a tomar una decisión, mi suegra eligió a su marido antes que a su hijo.
Y ahora su marido ha muerto. Y ella se ha quedado sola. ¿Querrá volver con el hijo o, por el contrario, seguirá en la residencia, que, al fin y al cabo, sería lo más razonable? Agustín no puede cuidar de ella y ella necesita ya que la cuiden. Pero éstas son cuestiones que deben decidir sus hijos. Como de costumbre, yo trataré de quedarme en segundo plano, no vaya a ser que se malinterpreten mis opiniones, como ya me ha sucedido alguna vez. En cualquier caso, de lo que se trata ahora y para lo que estamos todos aquí después de haber hecho muchos kilómetros para llegar (yo y el Alex los que más, puesto que llegamos anoche de Barcelona) es de darle el último adiós a mi suegro, ese hombre que siempre me pareció admirable por su tesón y su fortaleza pero que a la vez me desconcertaba un poco por su hermetismo y por su dificultad para expresar sus sentimientos. Yo nunca supe si me apreciaba (aunque siempre me trató muy bien) o si simplemente me aceptaba porque no tenía otro remedio. Al fin y al cabo, yo era su nuera, la mujer de su hijo José Antonio.
Precisamente esto es lo que me hacía dudar. Tanto con él como con mi suegra siempre tuve la sospecha de que no les gustaba mucho, no por ser catalana ni de ciudad, sino por haber apartado al hijo de su camino, que era el de seguir sus pasos y el de tomar el relevo de ellos cuando se jubilaran. Fue para lo que le prepararon, como a mi suegro su padre y a éste su abuelo y, de repente, el hijo cambió de rumbo y se dedicó a otra cosa. Y yo fui la culpable sin saberlo de que eso sucediera al enamorarme de él.
Me acuerdo de la primera vez que viajé con José Antonio a la laguna. Fue poco antes de casarnos, aunque él ya vivía en Barcelona. Al finalizar la mili, que hizo en un cuartel, el de Gerona, cerca de donde vivía yo entonces (de hecho, lo conocí en un baile de verano que se hacía todos los sábados en el Guinardó), José Antonio había buscado trabajo y se había quedado en Barcelona, de donde sólo volvió a Palencia dos o tres veces para ver a sus padres y a sus hermanos, siempre por muy pocos días. La siguiente lo hizo ya conmigo para presentarme a ellos y para comunicarles que íbamos a casarnos. Recuerdo que mis suegros reaccionaron con sorpresa, pues no esperaban la noticia, pese a lo cual nos felicitaron por nuestra decisión. Incluso viajaron a Barcelona para la boda, ellos, que no salían de la laguna salvo para ir a Palencia a arreglar papeles o visitar a algún médico, o a León para ver a algún pariente. Pero siempre tuve la sospecha de que en el fondo hubieran preferido que José Antonio se hubiera casado con una chica de la laguna, o de Palencia como muy lejos, y hubiera seguido con ellos ayudándolos en el campo hasta que le cedieran la dirección a él cuando fueran muy mayores.
Pero todo eso ya da lo mismo. Todo eso ya pasó y ahora lo único que me queda de mi suegro es el recuerdo, su estampa de hombre de tierra dura, de montañés trasplantado a las llanuras de Castilla, de campesino recio como una roca, como estas que rodean el lugar en el que nació. No me sorprende que haya querido volver aquí, pues era parte de ellas pese a que la mitad de su vida la pasara en la laguna, en esos páramos infinitos que de tan horizontales me sobrecogen cada vez que los vuelvo a ver. Aunque me sobrecoge aún más este paisaje sin alma, este valle sumergido y silencioso, no sólo por el pantano, tan inquietante, sino porque conocí lo que yace bajo él. Desde que vine con José Antonio a verlo (¡cuántos años hace ya!) no he podido quitarme de la cabeza aquellas imágenes y eso a pesar de que ningún recuerdo me vinculaba a ellas como a mi marido.
Fue al poco tiempo de estar casados, un verano que habíamos venido a la laguna para pasar unos días con su familia. Todavía no habían nacido el Daniel ni el Alex. Y por eso nos movíamos con más facilidad. No, como ocurriría después, supeditados a ellos y a sus necesidades y sus compromisos. Aquel verano, cuando llegamos a la laguna (fue en setiembre, de eso me acuerdo: era cuando cerrábamos el restaurante por vacaciones en aquel tiempo, no como ahora, que apenas si lo hacemos unos días en agosto, el negocio no da para mucho más), todo el mundo hablaba de la noticia que había salido en la prensa: que este pantano estaba siendo vaciado entero para limpiarlo, o para revisar la presa, no se sabía muy bien, y que, a medida que el agua iba bajando de nivel, las ruinas de los pueblos sumergidos volvían a aparecer. Las fotografías mostraban algunas de ellas. En las casas, en los bares, por las calles de la laguna no se hablaba de otra cosa. Muchos vecinos eran de aquí, de alguna de las aldeas que el embalse había anegado bajo sus aguas, y discutían entre ellos si venir o no a ver tan triste espectáculo. Mi marido no lo dudó. Antes de que se nos acabaran las vacaciones, cogió el coche y subimos hasta aquí, él y yo solos, pues ni mi suegra ni mis cuñados quisieron acompañarnos aquella vez, contra su costumbre (a mi suegro ni le preguntamos; sabíamos ya su respuesta). La visión me sobrecogió. Cuando doblamos la curva y llegamos a lo alto de la presa, desde la que la carretera nueva bordea el embalse para salvarlo, el valle apareció ante mis ojos como un paisaje del fin del mundo. Apenas quedaba agua junto a la presa y el resto era un mar de lodo entre el que se divisaban las ruinas de los pueblos, especialmente las de uno, bastante grande desde allá arriba, que estaba justo en el centro del valle hundido y cuyo nombre ya no recuerdo; José Antonio lo sabrá. Fue ése el que visitamos aparte del de su familia, del que apenas quedaba nada; lo habían demolido por completo, al parecer, antes de que lo alcanzara el agua. El otro, sin embargo, estaba entero, o medio entero —muchas de las construcciones habían perdido los tejados—, expuesto como un cadáver a la contemplación del público, que se acercaba hasta él con cierta morbosidad, como si la ruina fuera un espectáculo. Recuerdo que me impresionó un tejado que, arrastrado por el agua, cubría ahora una calle entre dos aleros y, en las antiguas escuelas, un edificio de piedra que permanecía intacto, incluso con la inscripción que indicaba sobre la puerta ESCUELA DE NIÑOS Y NIÑAS, 1929, los mensajes que los antiguos vecinos que pasaban por el pueblo (vimos a varios aquella tarde) se dejaban unos a otros en los encerados, que todavía seguían en las paredes: Recuerdos de los de casa tal para sus vecinos, La familia cual vino a ver (aquí el nombre del pueblo) el día tal y tal desde Bilbao y saluda a sus familiares, etcétera. Era el paisaje del fin del mundo, pero con presencia humana. O huellas de esa presencia, tan inquietantes como las ruinas del pueblo. Imagino a mi suegro durmiendo esta noche allí y me produce un estremecimiento.
Pero él lo ha querido así. Él ha sido el que ha mandado a su familia que incinerara su cuerpo y trajera sus cenizas hasta aquí y las aventara sobre el pantano cerca de donde nació. Fue su deseo, según mi suegra, desde el principio, desde el día en el que abandonó este valle. Y los deseos hay que cumplirlos. Por eso hemos venido todos y ahora vamos caminando hacia el embalse como una familia griega, como un extraño cortejo fúnebre que, visto desde la carretera, debe de sorprender al que lo descubre. Porque todos vamos en silencio. Y porque cada uno de los que lo componemos caminamos al lado de los otros sin mirarnos, concentrados en nuestros pensamientos y emociones y con la mirada fija en ese pantano que es tan tranquilo como desolador. Sinceramente yo no querría una tumba para mí así, aunque comprendo que para mi suegro sea el lugar perfecto en el que descansar después de tanto echarlo de menos.
¿Pensarán mis hijos también lo mismo?
Daniel
Mamá siempre llamando la atención. Sabe que la familia de papá es muy clásica, que está muy apegada a sus costumbres (son campesinos, al fin y al cabo), y se presenta aquí, en la despedida definitiva de mi abuelo, arreglada como para ir a una fiesta. Se lo dijo papá antes de subir al coche: que se había arreglado demasiado. Pero ella no lo aceptó. Al contrario, le recriminó a él su excesiva sobriedad. Mamá dice que a papá se le nota mucho su educación campesina.
¡Pobre papá! ¡Qué triste debe de sentirse hoy! A mí me resulta difícil imaginar lo que ha de sentir ahora al despedir al hombre que le dio la vida. Y hacerlo en este lugar, tan simbólico y terrible al mismo tiempo. Debe de ser muy difícil aceptar que tu padre va a reposar para siempre en un escenario que, aparte de sus connotaciones, tiene algo de fantasmagórico por más que ahora luzca en toda su belleza, que el cielo azul y la primavera resaltan más todavía. Nadie diría que éste es el marco mejor para una despedida.
Pero mi abuelo así lo decidió, al parecer. Según me contó papá, desde el mismo día en que se marchó de aquí mi abuelo tuvo claro que volvería al morir, si no podía ser como a él le habría gustado: a reposar en un cementerio, bajo la tierra, convertido en ceniza, que es como vuelve. Me contó también que a mi abuela esa decisión le afectó mucho, pues es tremendamente religiosa. Cree en la resurrección de los cuerpos del Evangelio y quizá teme que eso no sea posible si se incineran. ¡Ya ves, con lo fácil que debe de ser todo para Dios!...
Recuerdo su reacción cuando papá le dijo que yo iba a estudiar para ingeniero. De Caminos, «como los que destruyeron Ferreras», le precisó. Creo que ella se quedó callada y que sólo al cabo de un rato le preguntó: «¿Y va a construir pantanos?». «Quién sabe; puede que sí, puede que no», le respondió, según me contó, ante lo que mi abuela volvió a guardar silencio, ahora ya definitivamente. Me imagino que le sorprendió mucho saber que un nieto suyo podría acabar haciéndoles a otras personas el mismo daño que a ella le hicieron cuando era joven. Eso sí, a mí jamás me dijo nada al respecto, bien es verdad que la he visto poco. En los últimos años al menos, ni mi familia ni yo hemos ido mucho a la laguna.
Mi abuelo aún menos me dijo nada. Él no entraba en esos temas, que debía de pensar ajenos a su capacidad. Él de lo que sabía era de trabajar el campo, que fue lo que hizo toda su vida. Aunque era un hombre muy inteligente. Si hubiera podido estudiar, seguramente hubiese hecho una carrera. Y mi padre igual. Lástima que ninguno de los dos tuviera esa oportunidad; eran tiempos muy diferentes a los de hoy. Así que yo tengo una responsabilidad: la de llevar a cabo sus ilusiones, incluso como ingeniero, esa profesión cuyo nombre tantos recuerdos les trae y no muy buenos precisamente.
Y no me extraña que sea así. Conociendo lo que a mi abuelo y a mi familia les sucedió, no sólo no me extraña su aversión hacia los de mi profesión, sino que la comparto en cierta manera; sobre todo sabiendo cómo actuaban en aquel tiempo muchos ingenieros, amparados en la protección que Franco les ofrecía, no en vano servían al Régimen. Lo que no impide que reconozca la importancia de muchas de sus obras, incluso de esta que a mi familia tanto dolor le causó. ¿O qué sería de España sin regadíos, sin producción de electricidad, sin agua para el consumo doméstico?...
Más de una vez he discutido con papá sobre la necesidad de esas grandes obras que, como esta que ahora contemplo, salpican la geografía de toda Europa. Y del mundo entero. Yo entiendo que para él sea algo muy difícil de asumir, habida cuenta de su experiencia, pero por encima de los sentimientos está la razón. Y papá no es ningún idiota. Sabe que su país necesita obras de ingeniería que favorezcan la vida de sus habitantes. Y que esas obras producen daños. Lo que hay es que limitarlos en lo posible. Porque lo que no puede hacerse es oponerse a ellas sin más como hacen los ecologistas y algunos grupos de afectados (a éstos los comprendo aún), que luego, eso sí, quieren tener electricidad y agua en sus domicilios. Esto no se lo puedo decir a papá, ni a mis tíos, porque se enfadarían conmigo. Y a mi abuela todavía menos, pues la pobre no me entendería.
Pero yo la comprendo a ella. ¿Cómo no voy a entender a una persona a la que la vida se le rompió de repente un día como una cuerda que ya no puede arreglarse más? Para ella toda su vida era este lugar, la aldea en la que nació, las montañas en las que se crio. Y de repente se los destruyeron como si fueran de cartón piedra. Como su propia historia, tan inocente, tan apegada a la tierra y a este paisaje, que tampoco volvieron a ser los mismos. Pero sus hijos ya deberían pensar de otro modo. Tanto papá, que al fin y al cabo se fue de aquí muy pequeño, sin edad casi para tener conciencia de lo que sucedía, como mis tíos deberían haber superado el trauma que les supuso tener que salir de aquí obligadamente. Pero, por lo que conozco, no es como yo lo veo. En el caso de mi padre por lo menos, la huella de ese desgarro sigue marcándole todavía y lo hará ya, me temo, hasta que se muera. Aunque lo disimule delante de los demás. Le debe de dar vergüenza vivir de espaldas a la razón, y más teniendo un hijo ingeniero.
Pero mi abuela... Mi abuela tiene todo el derecho a seguir sintiendo su pueblo como hasta ahora, como el paraíso perdido al que jamás podrá regresar salvo imaginariamente. Como hoy va a hacer el abuelo y como quizá hizo miles de veces cuando vivía contemplando el inmenso páramo palentino desde el tractor o, en la noche, mientras conciliaba el sueño junto a mi abuela tanto en su casa de la laguna como en la residencia. Mi abuela, por su parte, lo habrá recordado otro millón de veces, sólo que, en el caso de ésta, su añoranza se materializó unas cuantas cuando viajó con papá o con sus otros hijos hasta este valle para imaginar su pueblo bajo el embalse. Tanto ella como el abuelo siguieron siempre en este lugar por más que también vivieran cuarenta y cinco años en la laguna. La prueba es que la abuela habla de él como si siguiera aquí, como si jamás se hubiese marchado del todo.
Y ahora más imagino que lo hará. Ahora con el abuelo aquí ya de nuevo mi abuela se va a quedar con él, si no físicamente, sí en espíritu. Así que ni siquiera tendrá que regresar cuando se muera, no necesitará entregar sus restos al crematorio, algo que tanto la desazona, para que la traigamos en una urna como al abuelo, porque ya está aquí. Desde que se hicieron novios estuvieron siempre juntos, y así van a seguir tanto mientras mi abuela siga viviendo como después. Sólo la eternidad los separará, si es que puede, un día.
La verdad es que es una hermosa historia de amor la suya; una historia que nadie escribirá porque a nadie le interesan las historias de la gente que no sale en los periódicos, pero una gran historia de amor sin duda ninguna: la de dos personas humildes, dos campesinos sin casi estudios ni pretensiones, pero con un corazón que lo compensaba todo, que se quisieron toda la vida sin decírselo posiblemente ni una sola vez. Así es la gente de estas montañas, tan reservada.
Qué distinta de la de mi ciudad, de la gente a la que yo conozco y trato en el día a día, con excepción de mi padre, que, aunque desnaturalizado ya, continúa siendo de aquí a pesar de todo. Y de la laguna. Al lado de sus hermanos, sobre todo del tío Agustín, que no ha salido de allí jamás y cuyo único espejo vital, por ello, son sus vecinos, mi padre es menos cerrado, menos callado y más expresivo, pero en el fondo sigue siendo de estas montañas adustas, tan adustas y tan tristes como él. Porque mi padre tiene algo de hombre triste, de hombre fuera de lugar, de persona con la cabeza en un sitio y el cuerpo en otro, como he visto también en amigos suyos. Me refiero a esos amigos que, como él, llegaron a Barcelona desde otras partes de España y que, pese a llevar allí media vida, continúan contemplando la ciudad como forasteros, como si no acabaran de sentirse de ella plenamente por más que todo a su alrededor (la familia, los hijos, el trabajo) les indique lo contrario cada día. Algo que en el caso de mi padre incluso se acentúa aún más, puesto que fuera de Barcelona también se siente de esa manera. Como sus padres y sus hermanos, desde que salió de aquí siempre se sintió extranjero en todos los sitios en los que vivió.
¡Qué sentimiento tan doloroso! Ser extranjero en todos los sitios, sentirse así cada día debe de ser muy penoso por más que uno se acostumbre, incluso se olvide de ello en el día a día. Si es que ese sentimiento puede llegar a olvidarse. Mi abuelo, por lo que he oído, nunca volvió a hablar de este valle, ni de su pueblo, ni de los años en los que vivía aquí, pero eso no es la demostración de que se olvidó de ellos, sino, al contrario, de que recordarlos le producía dolor. De ahí que hablara siempre tan poco. ¿De qué iba a hablar el hombre si de lo que le gustaría hacerlo le generaba tanta tristeza y de lo que podía hablar, fuera de su familia y de su trabajo, le interesaba tan poco como a nosotros lo que dijera? Así que no me sorprende que cada vez fuera más callado, tanto que a sus propios hijos les llegaba a poner nerviosos en ocasiones. Pero yo le comprendo bien. Como comprendo su deseo de querer regresar a su pantano, a las montañas en las que aprendió a vivir, para hablar en silencio con sus recuerdos como seguramente hizo durante años en la laguna, aunque a mí me parezca triste su decisión.