Eso me gustaba de él. Como me gustaba la forma en que trataba a toda la gente, siempre con educación. Incluso con aquellos a los que les reprochaba algo (normalmente relacionado con su actividad: algún problema de riego con los vecinos o de turnos de entrega en la Azucarera, por ejemplo) era educado y respetuoso, pues así se lo enseñaron sus padres, solía decir. Lo que no me gustaba de él era su machismo, aunque comprendo que también eso se lo enseñaron en casa, aparte de que la abuela se lo reforzase luego como mi madre ha hecho con mi padre.
Pero todo eso ha terminado ya. Su machismo y su mirada de hombre bueno y generoso. Su orgullo y su melancolía. Su gentileza y su lucidez y su disposición a ayudar a todos, incluso cuando la artrosis comenzó a debilitarlo y a postrarlo, a él, que nunca se había sentado salvo para comer y por poco tiempo. Siempre tenía qué hacer y, cuando no, lo inventaba él mismo. Por eso —pienso ahora— debió de ser muy duro para él el tiempo que pasó en la residencia sin otra cosa que hacer salvo pasear y esperar las horas de las comidas viendo la televisión. Menos mal que no fue mucho. Pese a lo cual, me arrepiento hoy de no haberlo visitado más. Cierto que tengo la excusa de que mi hijo me absorbe todo el día y de que Óscar no puede acompañarme casi nunca (cada vez tiene más trabajo), pero eso no es una justificación. Y más con unas personas —mi abuela y él— que siempre me recibieron con gran cariño, incluso cuando cumplí años y dejé de visitarlos con la frecuencia con que lo hacía cuando era adolescente. Hasta tres meses llegué a pasar con ellos por el verano, además de las vacaciones de Navidad.
Pero la vida lo complica todo. La vida y nosotros mismos, que en seguida relegamos y olvidamos a las personas a las que más queremos en favor de otras menos importantes. Luego nos arrepentimos.
Perdóname, abuelo, por haberlo hecho. Sabes que te quiero mucho y te prometo que vendré a traerte flores siempre que pueda a tu valle, que ya es el mío gracias a ti.
Raquel
Me gustaría identificarme con este sitio. Me gustaría sentir lo mismo que mi madre y que mi abuela al contemplar este paisaje majestuoso en el que tanto una como otra vieron la luz y comenzaron a mirar el mundo. Debe de ser impactante saberse de un sitio así. Por lo menos más que de cualquier ciudad, como me sucede a mí.
Aunque, a decir verdad, yo no me siento de ninguna parte. O, mejor dicho, me siento de todas, pero de ninguna más que de otra. Y de la que menos de Valladolid, donde viví hasta que me fui a Madrid huyendo de una ciudad que cada vez se me hacía más aburrida. Hay lugares que pesan como la culpa.
Pero de aquí no me importaría sentirme. Y, en cierto modo, podría hacerlo, pues tengo sangre de estas montañas. Sangre de nieve y de bosques viejos, que es la que corre por las venas de mi madre y de mi abuela y la que corría por las del abuelo. Y que explica muchas cosas sobre él.
Mi padre dice que el abuelo era un hombre peculiar. Yo pienso que más que eso. Pienso que era de otra cultura y que eso se lo transmitió a sus hijos. Porque mi madre también lo es. Y a mí me gustaría serlo tal vez, pero para ello necesitaría entenderla. Y eso no es fácil, aunque lo parezca.
Quizá tendría que visitar más estas montañas. Quizá, ahora que el abuelo va a descansar para siempre aquí, debería venir cada cierto tiempo para empaparme del alma de este lugar que emociona al que lo mira independientemente de lo que le una a él. Al menos eso imagino yo sin saber si es así en la realidad. Quizá haya gente a la que no la emocione en absoluto, como a mí me sucedió durante bastante tiempo, hasta que comencé a entender ciertas cosas. Durante años yo pensaba que mi madre y mis abuelos eran unos nostálgicos empeñados en serlo más que de auténtico sentimiento. Pero hubo un momento en el que comprendí que éste era de verdad. Tan de verdad como estas montañas y como estas peñas calizas que rodean el pantano con sus crestas y se reflejan en él cuando está tranquilo. Lo comprendí cuando vi a mi abuela, una vez en que la acompañé en mi coche, llorar al verlas aparecer en el horizonte y a mi madre humedecérsele los ojos sin atreverse a hacer lo mismo que ella. Y ahora me lo confirma mi abuelo con su decisión de regresar como Ulises a su Ítaca natal, aunque sea ya en forma de ceniza. Al fin y al cabo, lo importante es regresar, no para qué ni cómo.
Para mí, el abuelo fue eso toda su vida: un Ulises campesino y provinciano cuyo sueño era volver al sitio en el que nació por más que nadie lo esperara en él. Cierto que bajo el pantano reposan los huesos de sus familiares y los fantasmas de los que murieron lejos (una vez leí en un libro que, cuando a una persona la entierran lejos de donde quisiera serlo, el cuerpo y el alma se le separan y el alma vuela hacia ese lugar, quedando así divididos), pero lo que también es verdad es que aquí no hay nadie que le pueda rezar una oración siquiera cuando nosotros volvamos por donde hemos venido. Pero se ve que a mi abuelo eso no le importó. Él, como Ulises, lo único que quería era regresar a casa y para ello pasó por alto que su Ítaca natal no existía más y que su Penélope estaba con él, acompañándole como siempre hizo. Como una sombra fiel, como una prolongación de su propio cuerpo.
Mi abuela sí que me da más pena. Al fin y al cabo, mi abuelo, aparte de que ya no sufre, ha conseguido lo que quería: volver a donde nació, pero mi abuela se enfrenta ahora a la soledad, que en su caso es más dura que la de Penélope. Pues su Ulises ya no va a volver. Su Ulises ha partido para siempre y sus cenizas son lo único que le queda. Unas cenizas que pronto se tragará el pantano también, como la mayoría de las cosas que mi abuela quiso y seguirá queriendo.
Recuerdo que, cuando yo era niña, me dormía, cuando iba a la laguna en vacaciones, contándome cuentos que me fascinaban. Eran cuentos muy antiguos, pues se los habían contado a ella también cuando era niña como yo entonces. En la penumbra de la habitación, con la puerta entreabierta para que entrara un poco de luz del pasillo, yo me envolvía en las sábanas y, con los ojos inmensamente abiertos, escuchaba aquellas historias de hombres errantes, de animales que hablaban y actuaban como los humanos, de muertos que regresaban desde sus tumbas para reclamar sus bienes, de tesoros y de fuentes encantadas en las que habitaban hadas y personajes de fantasía. Para mí aquellas historias, en aquel tiempo, pasaban todas en este lugar, en este valle remoto y lleno de grandes bosques en el que, según mi abuela, todo era fabuloso y que, como yo no conocía aún, imaginaba cada noche de una manera distinta: a veces verde y lleno de gente y otras desértico y casi sin vida. De todos aquellos cuentos, el que recuerdo con más pavor (la mayoría de ellos eran de miedo, incluso los más inocentes) era uno que hablaba de una pareja que se perdía en una montaña en medio de una ventisca y que, al no encontrar el camino de vuelta, se convertía en un bloque de hielo y se quedaba para siempre así: caminando sin moverse de ese sitio. No sé por qué aquella historia me recordó siempre a mis abuelos, aunque jamás se lo comenté.
Ni se lo comentaré ya nunca. A él porque ya no está y a mi abuela porque se pondría a llorar. Últimamente mi abuela llora por cualquier motivo. Debe de ser cosa de la edad, o de la soledad, que te debilita mucho. Aunque yo también lloro con facilidad y soy joven todavía. Y, si estoy sola, es porque quiero estarlo (ya tendré tiempo de complicarme la vida como mi hermana cuando me parezca). Pero yo lloro por cosas muy diferentes: por una puesta de sol, por una escena de una película, por la música que suena en un bar de copas y que me recuerda a alguien... Mi abuela, en cambio, como mi madre, como la mayoría de las mujeres a las que conozco, con excepción de algunas de mis amigas, lloran siempre por sus hijos, por sus padres, por sus hermanos, siempre por otras personas, nunca por ellas. Mi abuela, por ejemplo, lleva llorando dos días por su marido (y mi madre por su padre igual), pero ninguna de las dos llora por ellas, cuando deberían hacerlo, pues son las que se quedan huérfanas.
Nunca comprendí a mi madre. Siendo aún joven como es, parece que nos separaran doscientos años de diferencia. De mi abuela, al fin y al cabo, me separa todo un mundo, ese en el que mi abuelo y ella vivieron toda su vida, pero mi madre, aunque se educara en él, pertenece ya al mundo en el que yo crecí: el mundo de la ciudad, el de la contemporaneidad, el de la España de hoy y no el de aquella de la posguerra que tan grabado quedó en los que lo vivieron por lo que he visto, no en el mundo antiguo de mis abuelos. Y, sin embargo, parece que mi madre no acaba de despegarse completamente de él, pese a que ha desaparecido del todo. Salvo mi tío Agustín, no queda ninguno de sus hermanos en la laguna y tampoco él trabaja ya el campo.
Otro que se queda huérfano. Más aún, si cabe, que mi madre. Y que sus otros hermanos, la tía Virginia y el tío Toño, a los que hacía ya mucho que no veía. Éstos tienen sus familias, pero el pobre tío Agustín está solo por completo. Tiene a su madre, eso sí es verdad, pero ni uno ni otra pueden cuidar de sí mismos cuanto más para hacerlo uno del otro. Así que será a mi madre a la que le tocará, como de costumbre (es la que vive más cerca de ellos), visitar a la abuela todos los fines de semana y ocuparse del pobre tío Agustín, que a saber cómo se las arregla solo. El hombre es incapaz de hacer nada por sí mismo, así que mi madre tiene que estar pendiente de él, pues la suya ya no puede hacerlo más.
En fin, esto es lo que hay, esto es una familia o lo que queda de una familia de campesinos arrojada de su territorio y trasplantada a un lugar lejano, a una llanura en medio de la meseta, del ancho páramo que estas montañas les había ocultado hasta aquel momento. Así no me extraña que mi abuelo quiera regresar aquí, a este valle sumergido bajo el agua pero en el que continúan flotando todos sus recuerdos, todos sus sueños y sus ambiciones. Que eran pocos, pero firmes: el bienestar económico de los suyos, vivir con tranquilidad y ser enterrado aquí, junto a sus antepasados, como sus padres y sus abuelos lo fueron antes que él. Los dos primeros los consiguió y el último lo va a realizar por fin. Aunque, al contrario que a sus antepasados, la tierra no le dará sepultura, sino el agua; esa agua azul y quieta que cubre el fondo de este gran valle en el que, salvo la carretera, nada recuerda ya que hubo vida en él, pueblos como el de mi familia, con sus casas, sus vecinos, sus animales, sus ilusiones... ¡Qué impresión debe de dar haber nacido y crecido en ellos y verlos desaparecer de golpe!
Pero en fin, así es el progreso, esa gran rueda que mueve la historia y que siempre gira hacia delante por más que les duela a muchos a los que como a mi familia les cambió la vida. Gracias a ello mi abuelo se convirtió en Ulises y yo soy la que soy ahora. ¿Cómo habría sido mi vida de no haberse cruzado en la trayectoria de mi familia la orden de un ingeniero que decidió detener el río como el que decide detener el tiempo? Ni siquiera habría existido...
José Antonio
¡Cuánto hacía que no volvía aquí! Ya ni siquiera me acuerdo del tiempo que ha transcurrido.
Pero está igual. El valle está igual que siempre, si acaso un poco más verde. Se ve que esta primavera ha debido de llover mucho.
La última vez que vine fue con mi madre y con mis tres hermanos. Antes lo había hecho con Elena y antes con mis hermanas otras dos veces. Pero ahora hacía mucho que no venía. Me he dado cuenta al cruzar Boñar y ver cuánto ha cambiado el pueblo en todo este tiempo.
Y no es que yo tenga recuerdos claros de estos lugares. Cuando me marché de aquí era todavía pequeño y, aunque conservo imágenes de Ferreras (sobre todo de sus calles y de los campos de alrededor), no podría colocarlas en sus sitios si de repente el pantano se vaciara y el pueblo volviera a estar donde estuvo siempre. Y lo mismo me sucede con el valle. A la edad que yo tenía entonces apenas había salido de él y los nombres de los otros pueblos eran solamente eso: nombres que había escuchado a la gente. Únicamente Vegamián, el pueblo mayor de todos, que estaba al lado del río, en el centro del valle principal, me resultaba algo familiar, pues alguna vez había acompañado hasta él a mi padre a hacer un recado o a visitar a una tía suya que vivía allí. Pero no recuerdo gran cosa. Solamente que en la plaza había varios negrillos y que la iglesia tenía la torre torcida.
Fue la primera en caer, según me dijeron. Porque Vegamián lo sumergieron entero. Al contrario que el resto de las aldeas, que estaban más alejadas del río y a más altura por tanto y que podían reaparecer cuando el nivel del agua bajara, Vegamián no lo demolieron y sus casas quedaron enteras bajo el embalse y todavía algunas deben de seguir así; otras, la mayoría, se habrán caído del todo (o en parte, como la iglesia), como la gente pudo ya ver hace años, cuando el pantano se desecó para limpiar el lodo del fondo, que amenazaba con inutilizar la presa, y el valle muerto quedó a la vista de todos. Fue cuando yo vine con Elena (mi madre se negó, al contrario que en otras ocasiones, cosa que yo comprendí al llegar) y durante toda una tarde estuvimos visitando las ruinas de Vegamián, entre las que nos encontramos a muchos vecinos, la mayoría de ellos llorando. También subimos aquí, al lugar donde me dijeron que estuvo un día Ferreras, pero sólo vimos piedras y una fila de pesebres de una cuadra que todavía se distinguía entre ellas. Nada más. Ni una casa, ni una tapia, ni un tejado a la deriva. Todo lo que quedaba de Ferreras, el pueblo en el que nací y en el que viví hasta los trece años, era un rosario de piedras del mismo color que el fango. Porque el pantano lo había unificado todo. Tras quince años bajo el agua, con el óxido royendo los pigmentos, todo tenía el color de la tierra, ese ocre entristecido y macilento del fondo de las acequias y de los pozos. En cierto modo se parecía al de los campos de la laguna cuando en invierno el barro se adueña de ellos. Pero aquí la tierra estaba reseca. Tras varios días a pleno sol, el lodo se había secado y aparecía cuarteado como una badana vieja, sobre todo en las zonas que habían aflorado primero. De hecho, se podía caminar por muchas de ellas sin hundirse, aunque en el fondo del valle había dos cuartas de lodo.
Ahora, en cambio, todo debe de estar así. Bajo el inmenso espejo del agua, el fango lo debe de cubrir todo, desde el borde del embalse hasta el cauce por el que discurre el río. Porque una cosa que me impresionó aquella vez (cuando bajamos hasta Vegamián para ver sus ruinas de cerca) fue descubrir que el río seguía corriendo por su antiguo cauce, incluso bajo el puente, que también sobrevivía, como desde los días de la creación del mundo. ¡Qué eran para él cien años, o dieciséis, que eran los que llevaba preso, para cambiar de curso y de dirección después de miles de fidelidad a ellos! Así que me imagino que ha de seguir así, corriendo por su cauce como entonces a pesar de las corrientes y de los millones de metros cúbicos de agua que ahora lo cubren, igual que la carretera, que, aun siendo mucho más joven, también seguía corriendo por donde la habían trazado, eso sí, ya muy destrozada.
Yo propuse que bajáramos por ella hasta la orilla, hasta donde el pantano ahora le permite seguir viva aunque también muy deteriorada, pues desde que se construyera éste nadie la ha vuelto a arreglar; ¿para qué, si ya no lleva a ninguna parte? Pero mi madre (o mi padre, que así se lo encomendó) ha decidido que aquí, lo más cerca posible de Ferreras, y aquí estamos, descendiendo por un monte que el pantano ha dejado en la mitad, puesto que el resto está sumergido. Al pie de él estaba Ferreras, en la confluencia de los dos arroyos que bajaban de Rucayo y Quintanilla y de las altas peñas de Arintero. Y que continúan haciéndolo, sólo que sumergidos ya como el Porma, el río que formó el valle y en el que desembocaban, al igual que la antigua carretera. Y es que bajo el embalse sigue la vida, o la muerte, depende de cómo uno lo mire.
Ahí quiere ir a parar mi padre. Con el río y la antigua carretera y con las truchas que ahora habitan este valle que tantas vacas y ovejas alimentó, así como jabalíes y otras especies salvajes. Con ellas descansará para siempre como lo hacen otros vecinos, incluido su primer hijo, aquel que nació ya enfermo. Se llamaba Valentín y fue el primero de su descendencia. Será el encargado de recibirlo y de acompañarlo a partir de hoy. Los demás lo hicimos mientras vivió, unos más y otros menos, dependiendo de las circunstancias de cada uno y de los caminos por los que nos llevó la vida.
Yo, por ejemplo, trabajé con él hasta los veintiún años, hasta que me fui a la mili, que me cambiaría la vida completamente. En Barcelona, donde la hice, conocí a Elena y allí me quedé para siempre. Desde entonces, he vuelto a la laguna muchas veces (más los primeros años que los últimos, es verdad) y he seguido pendiente de mis padres, pero no tanto, también es cierto, como Agustín, que se quedó con ellos hasta el final (tampoco el hombre podía hacer otra cosa), o como Teresa, que, al ser la hermana mayor, es la que más se ha ocupado de la familia. Aunque no tanto como ella cree. Teresa piensa que los demás nos hemos inhibido muchas veces cuando hubo que tomar alguna decisión difícil y de estar lo suficientemente pendientes de nuestros padres, pero la verdad es que, en mi caso al menos, he procurado hacer todo lo que he podido. Yo no vivo a media hora de Palencia como ella ni con una persona que me acompaña a todos los sitios siempre que quiero. Elena tiene un negocio y, además, también tiene su familia que atender.
En fin, que por unas razones u otras yo no he tratado a mis padres tanto como me habría gustado, pero eso no quiere decir que no haya estado pendiente de ellos. Ni que no haya sentido su desamparo final. ¿Cómo no voy a sentirlo si yo mismo lo he sufrido muchas veces, sobre todo al principio de vivir en Cataluña, precisamente por la distancia que me separaba de ellos? Sé que en la lejanía mis padres me han añorado mucho y que, aunque nunca me lo dijeron abiertamente, les habría gustado verme más de lo que me han visto, pero estoy seguro también de que han comprendido mi alejamiento, que en modo alguno ha sido sentimental. La vida es muy complicada (y la complicamos nosotros a veces todavía más) y lo que uno desea no es siempre lo que puede hacer. La prueba han sido mis propios padres, cuyo destino lo decidió una obra, esta que estoy viendo ahora, que les cambió la vida no sólo a ellos, sino a sus hijos, por más que aún fuéramos niños o adolescentes en aquel momento. ¿Cómo oponerse, pues, a que lo siguiera haciendo, como lo hará con los hijos y con los nietos de aquellos niños que íbamos en el camión que partió una mañana de estas montañas camino de una laguna en la que, según decían, íbamos a vivir a partir de entonces?
Si era una premonición, se cumplió pero al revés. Porque, en efecto, una laguna fue nuestra nueva patria, pero no la desecada para acoger a unas pobres gentes expulsadas de sus pueblos por la fuerza (en algún caso incluso real: mi madre contaba el de una mujer a la que la Guardia Civil tuvo que sacar a rastras cuando el agua ya llegaba hasta su aldea porque se resistía a hacerlo voluntariamente), sino ésta, la nueva que surgió aquí, entre estas verdes montañas, construyendo una paradoja que todavía hizo más dolorosa la situación de aquellas familias: un lago las había echado de sus aldeas y otro las acogía cediéndoles su lugar. Algo que nunca lograrían entender del todo aquellos hombres y mujeres acostumbrados a utilizar el agua para sus labores, pero respetando siempre sus cauces y sus querencias. Si desde la creación del mundo el río iba por donde iba y los lagos ocupaban los lugares en los que habían surgido hacía millones de años, a qué andar cambiándolos de lugar como si Dios se hubiera equivocado al hacerlos.
Pero estas preguntas a un ingeniero le producen risa. A un ingeniero lo único que le interesa es, aparte de su sueldo al final del mes, dejar su marca en la naturaleza. ¿Puede haber mayor satisfacción que la del que siente que puede cambiar el mundo a su antojo y lo hace? Y no digo que todos los ingenieros actúen por vanidad (mi hijo mayor lo es, ¿quién me lo iba a decir a mí?), ni siquiera por soberbia o por capricho, pero sí que muchos lo hacen como si fueran dioses en vez de hombres, seres sobrenaturales llamados a corregir a la naturaleza. Por mi trabajo he conocido a alguno de ellos, por desgracia para mí, que no creía que abundaran tanto.
Mi padre, en cambio, para su fortuna, nunca conoció a ninguno. Así no tuvo que soportar esa soberbia irrespetuosa que algunas personas muestran ante los que piensan que no están a su altura, incluso cuando éstos han sido perjudicados por una actuación suya. Mi padre en eso tuvo más suerte que yo, recluido en su campo y en su agricultura, que fue su pasión de siempre. Porque él nunca quiso dedicarse a otra cosa. Hasta cuando se vio obligado a cambiar de sitio de residencia, él tuvo claro que iba a seguir haciendo lo mismo allí donde el destino lo condujera, al contrario que otros familiares suyos, que aprovecharon esa mudanza para cambiar también de dedicación. Su hermano Juan, por ejemplo, cogió en León una portería y otros se emplearon en empresas, de conductores, de vigilantes, de lo que fuera, con tal de dejar el campo y la agricultura. Mi padre, en cambio, en ningún momento pensó en coger otro oficio. Aunque se trasladó de provincia y de territorio: de la montaña a la tierra llana, de las praderas húmedas y siempre verdes de este lugar al desolado páramo de Palencia, mi padre nunca consideró siquiera la posibilidad de abandonar una profesión, la de campesino, que fue la suya y la de sus antepasados a saber por cuántas generaciones. Y que hubiera sido la mía de no ser porque el destino me llevó por otros caminos.
Ahora lo pienso y me parece mentira. Que yo haya terminado en Barcelona, tan lejos de los lugares en los que nací y crecí, y que me haya dedicado a una profesión, la de camarero, que entonces ni se me habría pasado por la cabeza fue consecuencia sólo del puro azar, de un sorteo que alguien hizo en un cuartel y que a mí me cambió la vida. Cualquier otro quizá la habría mantenido igual y yo estaría viviendo en Palencia, dedicado al campo como mi padre. A éste el azar también le cambió la vida, pero él siguió fiel a una tradición familiar que se terminó el día en el que se jubiló, puesto que ninguno de sus hijos la hemos querido seguir.
Así que con mis padres se clausuró para siempre una actividad que ocupó a mi familia durante generaciones, que es tanto como decir durante varios siglos. Porque, según les oí contar a ellos alguna vez, hasta donde alcanzaba la memoria familiar todos sus antepasados habían sido campesinos en estos valles del río Porma o, como mucho, en los vecinos del Curueño (hasta la mitad del pasado siglo la gente apenas si se movía de sus lugares de nacimiento salvo para casarse y no iban muy lejos). Fueron mis padres los que rompieron la tradición y no por su voluntad, sino por la circunstancia que les tocó vivir, pero sólo en lo referido a su residencia. El resto de su vida siguió siendo la de siempre, si bien que adaptada a la nueva tierra que les ofrecieron para continuarla y a las condiciones en que se desarrolló.
Ahora ya da lo mismo mirar atrás excepto para compadecerse de esas condiciones: el desarraigo, el trabajo duro, las jornadas de sol a sol (o de helada a helada, en invierno), la lucha por una supervivencia, en fin, que otros tuvimos más fácil, entre otras cosas gracias a ellos. Gracias a su tesón y su esfuerzo, Virginia pudo estudiar y Teresa y yo, que llegamos ya tarde a esa posibilidad (cuando pudimos hacerlo no había dinero), tener una vida mejor. Incluso trabajando junto a nuestros padres los años en los que permanecimos en casa antes de que la vida nos aventara como a los pájaros en primavera llevamos una vida digna, sin privaciones de ninguna clase. Tampoco es que nos sobrara, pero nunca nos faltó para vivir.
Esto a mis hijos, cuando se lo cuento, les suena a palabrería absurda, a historias de hombre de antes al que la modernidad le ha llegado tarde. ¿Cómo explicarles que aquí, antes de que ellos nacieran pero no tanto como para considerarlo historia, la gente vivía dos o tres siglos atrás y en la laguna prácticamente lo mismo? Allí fue donde comenzó a cambiar, pero todavía tardó y costó mucho que eso ocurriera. Y fueron sus abuelos los que lo consiguieron a base de mucho esfuerzo y mucha dedicación. Así que lo menos que les debemos tanto ellos como yo es el respeto que no tuvieron de otras personas, como los ingenieros que los menospreciaron hurtándoles explicaciones o dándoselas sólo a medias cuando iniciaron las expropiaciones, o como la marquesa que les vendió la laguna y a la que no llegaron a conocer siquiera, puesto que todo lo hacía a través de un administrador, un hombre bueno, según mi padre, que se compadecía de aquellas pobres gentes pero que poco podía hacer por ayudarlas. Y ese respeto, que espero nunca se pierda, incluye nuestra presencia aquí esta mañana, al borde de este pantano que parece un lago suizo más que una sepultura de agua, tan plácido se le ve, para acompañarle en su regreso definitivo a una tierra que fue y sigue siendo la suya, como lo es también para mí aunque ya menos. Me gustaría que lo fuera asimismo para mis hijos pese a que no hayan conocido el pueblo en el que nació su padre y del que salió muy pronto para, como su familia, ir a buscar por el mundo lo que aquí tenía pero le arrebató el destino, ese río impredecible e impetuoso que, cuando se desborda, lo lleva todo por delante.