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José Antonio 2 page

Mis hijas son, al contrario, las que lo deciden todo. Una porque está soltera y la otra porque es tremendamente independiente. Ni siquiera el matrimonio le ha hecho cambiar de comportamiento y no parece que vaya a hacerlo ya. Y a mí me parece bien. Pero mi madre, como yo, tiene otra mentalidad. Se la transmitió la suya, como a mí ella, cuando era niña y nunca la cuestionó. Por eso yo la comprendo mejor que el resto de mis hermanos. Al fin y al cabo, compartimos la misma idea de la familia y de nuestra posición en ella.

Recuerdo que, una vez, cuando cumplí los dieciocho años, me llevó de compras a Palencia. Fuimos en el autobús y durante todo el día anduvimos de un sitio a otro comprando ropa y zapatos para mis hermanos y un abrigo para mí. Mientras comíamos en un parque los bocadillos que había llevado de casa (salvo en alguna celebración, mis padres nunca comieron de restaurante; había que ahorrar cada céntimo), me comentó lo que yo ya sabía: que había llegado a una edad en la que pronto me saldría algún novio y que tenía que estar preparada para ese día. La preparación incluía, según parece, tener un abrigo nuevo y saber qué era lo que me esperaba el día en el que me casara: plegarme a la voluntad de mi marido y dedicarme en cuerpo y alma a cuidar de él y de mi familia. Como si lo hubiese pronosticado, aquel verano apareció Miguel.

Y, en efecto, en eso consistió mi vida: en cuidar de éste y de mis tres hijos mientras vivieron en casa, e incluso ahora, que ya no viven con nosotros. La labor de una madre no se acaba nunca, como he visto en la mía, que a sus ochenta y cuatro años sigue pendiente de todos, como si todavía dependiéramos de ella. Pero es ella la que depende ahora de sus hijos. Aunque se mantiene bien y la cabeza la tiene perfectamente (aún recita de memoria versos que aprendió en la escuela y es capaz de recordar con todo detalle sucesos de hace cien años), ya no se vale por ella sola por más que se empeñe en ello. Así que tendrá que seguir en la residencia salvo que alguno de mis hermanos se ofrezca a acogerla en su casa, algo que veo casi imposible.

Pero no es éste el momento de pensar en esas cosas. Éste es el momento de despedir a mi padre, que por fin va a descansar donde siempre deseó: junto a sus padres y su hijo primogénito, ese al que nunca olvidó por más que no hablara de él, en el lugar en el que nació. ¡Qué extraña es esa querencia que muchas personas sienten por los lugares a los que pertenecieron incluso cuando éstos han desaparecido, como es el caso del de mi familia! Cuántas veces he oído en la laguna a las personas mayores comentar su añoranza por unos pueblos a los que ya no pueden volver y su intención de hacerlo a pesar de todo, como mi padre, cuando estén muertos. A mí al principio me sorprendía, pero cada vez lo comprendo más. Aunque era una chiquilla cuando me marché de aquí, también yo sigo amando estos montes y este valle sumergido bajo el agua cuyo recuerdo cada vez es más borroso en mi memoria, pero que añoro a pesar de ello. De ahí la melancolía que siempre me invade al verlo, melancolía que ha ido en aumento con la edad.



Hoy, no obstante, esa añoranza está mezclada con la tristeza que arrastro desde hace días, desde que mi padre entró en coma para no volver a la vida más. Fue como se despidió de un mundo que a él siempre le pareció hostil, o por lo menos así nos lo transmitió a sus hijos. Para él todo eran peligros. Y en cierto modo yo lo comprendo. Conociendo lo que le tocó pasar, el desgarro que sufrió cuando tuvo que dejar todo su mundo, la incomprensión que también sufrió por parte de otras personas (alguna incluso de la laguna) que consideraban una enfermedad la nostalgia que sentía por aquél (como si tampoco tuviera derecho el hombre a echar de menos su tierra), cuando no una muestra de insolidaridad (por negarse al progreso de otras tierras, se supone), comprendo que el mundo le pareciera hostil y peligroso para sus intereses. Que no eran otros que su familia y sus propiedades en la laguna, a las que entregó la vida.

¡Cuántas veces, recuerdo, le oí desde la cama salir de casa con el tractor de noche aún en el horizonte! ¡Y cuántos días pasó trabajando de sol a sol y sin descansar apenas porque las faenas del campo así lo exigían! Entonces, aunque yo ya me daba cuenta de todo eso, no valoraba lo que él hacía, pues era lo que hacían todos en la laguna. Con el tiempo valoraría su esfuerzo, pero cuando era tarde para agradecérselo. Al menos para hacerlo de verdad, ayudándolos a él y a mi madre más de lo que lo hice.

Nunca me lo reprochó. Ni a mí ni a mis hermanos, pese a que motivos tuvo para hacerlo. Como me confesó aquel día en que lo acompañé a León a visitar a su hermano Juan, que estaba ya muy enfermo (mi madre no podía ir, tenía que cuidar de Agustín, que estaba también en cama), él lo único que había hecho era cumplir con su obligación, que era la de mantenernos. El tren corría por la llanura y al fondo se divisaban las crestas de las montañas tras las que estaba el valle en el que nació y al que nunca quiso volver para no verlo destruido.

Hoy ha vuelto, pero convertido en un montón de polvo. El que guarda esta urna de latón que yo he traído del crematorio y que es a lo que ha quedado reducido aquel hombre fuerte como estas montañas y silencioso como los bosques que las recorren, máxime desde que se quedaron solas. Antes, los hombres y los ganados al menos subían a ellas buscando leña o pastos más verdes y se escuchaban sus voces y sus esquilas en la lejanía. Pero, como mi padre ahora, el paisaje está mudo por completo. Sólo el sonido del agua, ese murmullo infinito, como de manantial sin fondo, que suena día y noche sin cesar desde que se cerró la presa y que recuerda lejanamente al del mar, bien que sin su energía profunda, se escucha en este lugar al que nadie acude ya salvo a contemplarlo desde los miradores. La gente que lo hace ni siquiera sabe muchas veces lo que debajo del agua se oculta ni la historia que se borró para siempre con la demolición del último de los pueblos que aquí existieron. De ahí que algunos exclamen mientras lo contemplan: «¡Qué bonito!».

Y qué triste, añado yo.

Miguel

La verdad es que es maravilloso. Siempre que lo vuelvo a ver me impresiona y eso que ya lo he visto un montón de veces.

Recuerdo cuando Teresa me hablaba de este paisaje antes de conocerlo. Era cuando éramos novios y paseábamos por Palencia las tardes de los domingos después del cine o por las carreteras de la laguna las tardes en que iba a verla por el verano. Entonces hablábamos más que luego y nos contábamos todos nuestros secretos y el de Teresa en aquella época estaba aquí, entre estas altivas peñas y estas montañas llenas de historia que ahora lo están de desolación. Y de soledad. Salvo en verano y hoy no lo es, la gente apenas se aventura por la carretera que sustituyó a la antigua, sumergida como todo bajo el espejo azul del embalse, y que comunica a los pocos pueblos que aún siguen vivos detrás de él a pesar de su aislamiento con la civilización. Que queda lejos, como la vida y como las ciudades a las que fue a parar la mayor parte de sus vecinos.

Teresa me ha contado muchas veces cómo era la vida aquí antes de que eso ocurriera. Y mis suegros también, con mucho más conocimiento, lógicamente, que ella. Pero es difícil imaginarlo a la vista de la desolación que hoy cubre este territorio por más que uno sepa que en tiempos estuvo lleno de aldeas y éstas, a su vez, de gente. Porque, aunque mi pueblo también la sufrió, la emigración no fue, como aquí, total, o casi total (en los pueblos que sobrevivieron). Entre la gente a la que expulsó el pantano y la que se marchó después al quedarse éstos aislados, aquí la población se ha reducido a su mínima expresión, incluso hay alguna aldea en la que sólo vive un vecino, o ninguno, en el invierno.

¡Qué duro debe de ser vivir en esa situación! Pero, conociendo a mis suegros, entiendo perfectamente que alguien lo haga. Tanto es el apego que las personas de estas montañas sienten por ellas y que es el que a mi suegro le ha llevado a disponer que traigamos al pantano sus cenizas. Y aquí estamos, cumpliendo con su deseo y con la obligación que él mismo se impuso de regresar cuando ya no pudiera hacerlo por su propio pie, algo a lo que siempre se negó en vida.

La verdad es que mi suegro era un hombre testarudo. Como dijera a algo que no, no había quien le hiciera cambiar de idea. Y al revés: como se comprometiera a algo, podías estar seguro de que no te iba a traicionar. En eso era un hombre serio, de esos para los que la palabra vale lo mismo que un documento. Por eso pienso lo que debió de ser para él, habituado como estaba a vender el producto de sus cosechas y a mercadear ganado con la palabra como garantía, enfrentarse a la lluvia de documentos, contratos y certificaciones que con las expropiaciones de estos terrenos, primero, y la compra de las tierras y de la casa de la laguna, después, tuvo que afrontar un tiempo. Ni mi suegra ni él estaban acostumbrados a ello, como la mayoría de los que aquí vivían.

Él mismo me contó más de una vez cómo había sido su vida desde que, siendo todavía un niño, comenzó a trabajar con sus padres (antes lo hizo con unos tíos, en otra aldea cercana que también anegó el embalse) hasta que se fue de aquí con cuarenta y cuatro años y cuatro hijos pequeños para empezar una nueva vida en otro lugar. En el medio hubo de todo: el hambre de la posguerra y los encuentros con los huidos que aguantaron por estas sierras hasta bien entrados los años cuarenta y con los que topó más de una vez según decía, la mili en África y el regreso al pueblo, la boda con mi suegra y el nacimiento de sus cinco hijos, el mayor de los cuales murió con sólo dos años (los que ahora tiene mi nieto), el comienzo de las obras del pantano y de la dispersión de toda la gente... Que fue lo que más le afectó a él. Más que la destrucción del valle y de las aldeas, a mi suegro, según él mismo me confesó una vez, lo que más le afectó de todo fue tener que separarse de la gente que habían sido sus vecinos desde siempre.

En la laguna tuvo otros nuevos, alguno incluso procedente de aldeas de estas montañas (gente a la que conocía, por tanto), pero él nunca los consideró como tales del todo, pues se sentía de paso en el nuevo pueblo. Aun con su casa y sus propiedades en él y con sus hijos integrados ya en la nueva sociedad surgida en lo que en tiempos fuera un desierto, mi suegro siguió siempre considerándose un extraño allí. Cuando yo lo conocí, acababa prácticamente de llegar e imaginé que sería por eso. Pero pasaron los años y seguía igual: encerrado en sus recuerdos y ajeno a lo que ocurría a su alrededor, salvo a lo que afectaba a sus propiedades y a su familia. Conmigo, sin embargo, siempre fue bastante amable. Desde que me comprometí con Teresa y comencé a frecuentar su casa (incluso antes, cuando aún no me atrevía a entrar en ella por respeto), mi suegro se mostró hospitalario conmigo, aunque al principio marcara las distancias, como es lógico. Al fin y al cabo, pertenecía a una mentalidad que yo conocía muy bien, pues era la misma que la de mi familia.

Con los años, le llegué a tomar afecto. Como él a mí, pese a que nunca me lo demostró del todo. No era su estilo, ni su naturaleza. Sé que me agradecía mi ayuda, especialmente cuando, recién casado con Teresa, iba todos los domingos a ayudarle, ya fuera con la cosecha en el verano, ya fuera con otros trabajos en el invierno. Entonces, Teresa y yo vivíamos en Palencia y la laguna nos quedaba cerca. Después, cuando nos mudamos a Valladolid y nuestras visitas se espaciaron a la fuerza (no sólo por la distancia, sino porque nuestros hijos se iban haciendo mayores y tenían sus propios compromisos ya), yo seguí yendo cuando me necesitó, sobre todo en el verano, que era cuando más trabajo tenía. Pero una cosa es el agradecimiento y otra el cariño, un sentimiento que va más allá de aquél y que él nunca me demostró abiertamente a pesar de que sé que me lo tenía. Cariño y confianza en mí. Siempre que tenía un problema me pedía mi opinión, incluso antes que a sus propios hijos.

Con Teresa también tenía mucha confianza. Quizá porque era su hija mayor, o por su carácter, muy parecido al de mi suegra, a la que se parece mucho. De hecho, siempre han estado muy unidas, incluso ahora que aquélla vive en la residencia. Teresa la llama todos los días sin fallar uno, y cada dos fines de semana vamos a Palencia a verla. Ahora, quizá, todos los fines de semana, puesto que la pobre se ha quedado sola.

¡Qué duro debe de ser quedarse solo definitivamente! Quiero decir: qué difícil ha de ser, después de toda una vida dedicada a sus hijos como mi suegra, ver cómo éstos se van y que te quedas solo definitivamente. En los últimos años a Teresa y a mí nos pasó lo mismo, pero por lo menos nosotros seguimos juntos. Mis suegros lo estuvieron hasta ayer, mas a partir de hoy mi suegra tendrá que aprender a vivir sola.

Recuerdo perfectamente el día en que la conocí. Yo había llegado a la laguna para buscar a Teresa, con la que salía ya desde hacía seis meses (a pesar de lo cual aún no conocía a sus padres), y de repente me topé con ella. Salía de casa cuando yo llegaba. Me miró un instante sin detenerse (sabía perfectamente quién era yo) y siguió calle abajo en dirección a la iglesia, en la que las campanas llamaban al rosario o a la novena de alguna Virgen, quizá la de Ferreras, cuya imagen había llevado ella misma hasta la laguna para evitar que alguien la robara cuando no quedara nadie en el pueblo; lo sé porque me casé ante ella. A mi suegro tardé en conocerlo aún. Ya llevaba más de un año cortejando con Teresa cuando ésta consideró que había llegado el momento de presentármelo.

Lo recuerdo como si fuera hoy: sentado en el banco de la cocina (el escaño, como lo llamaban ellos; hasta el vocabulario guardaban de estas montañas allí, tan lejos), ni siquiera me invitó a que me sentara. Tan sólo me dio la mano. Mi suegra, mientras tanto, contemplaba la escena sin intervenir y Teresa, muy nerviosa, permanecía callada también. Así que se creó un silencio embarazoso. Menos mal que mi cuñado Toño, al que conocía ya, apareció de pronto y me saludó, momento que Teresa aprovechó para decirle a su padre que yo me tenía que ir, pues había de regresar en moto a Palencia y se estaba empezando a hacer de noche.

¡Cuántas veces he recordado esa escena y cuántas me he reído con ella contándosela a mis hijas cuando éstas me presentaron a sus respectivos novios! A ellas les parecía increíble que algo así me hubiese sucedido con su abuelo y más viéndonos siempre tan unidos. Porque mi suegro y yo llegamos a ser amigos. Aun manteniéndole yo el respeto que el parentesco y la diferencia de edad me exigían, yo por lo menos le llegué a considerar un amigo y como tal le traté todos estos años. Por eso he sentido tanto su muerte. Por eso y por lo que significa para Teresa y para mis hijos, para los que su padre y su abuelo ha sido, más que un padre y un abuelo, el vínculo con una memoria, la de este valle sumergido del que todos ellos proceden pese a que mis hijos nacieran lejos ya.

Iván no está aquí para despedirlo (acababa de volver a Nueva York cuando mi suegro ingresó en el hospital), pero Raquel y Susana sí. Junto a su madre miran el valle como yo ahora, sobrecogidas por su espectacularidad, pero también, supongo, por la emoción que han de sentir en este momento. No es para menos: dentro de poco su abuelo reposará para siempre en él.

Susana

Tengo hambre.

Desde que desayunamos en Valladolid no he vuelto a probar bocado y ya han pasado unas cuantas horas. Las que hemos tardado en recorrer los doscientos kilómetros que separan Valladolid de Palencia, primero, y Palencia de este valle de León en el que tengo parte de mis raíces, si bien ningún recuerdo de él. Tan sólo los de mi madre y alguno de mis abuelos, sobre todo de mi abuela, pues mi abuelo no hablaba mucho de este lugar. Se ve que no le gustaba recordar lo que ya había desaparecido.

Ahora el que ha desaparecido es él. Como vivió: sin quejarse apenas ni molestar a sus hijos más que lo imprescindible. Se ve que este paisaje le marcó y que, como estas montañas, era duro y silencioso.

Impresiona contemplarlo, la verdad. Salvo el ruido de algún coche al circular por la carretera, no se oye nada a esta hora, sólo nuestras pisadas sobre la hierba. Las de mis padres, las de mis tíos, las de mi hermana, las mías propias... Mi abuela pisa tan suave, quizá por la costumbre o la emoción, que ni siquiera produce ruido al hacerlo. Se diría que flota más que camina por la ladera.

Tiene algo fantasmal esta mañana. Vestida de negro de arriba abajo, su silencio y su expresión ausente (como de viuda griega, dijo mi hermana al bajar del coche) la asemejan más a un fantasma que a una mujer real. Pero lo es. Tan real como yo misma, aunque entre las dos haya una distancia inmensa. La que separa a una anciana cuya vida se detuvo en el pasado para siempre de una mujer como yo, que piensa que aquélla comienza todos los días, al menos hasta este momento. Pese a lo cual nos llevamos bien, quizá porque fui su primera nieta y —sospecho— su preferida por ese motivo.

Del abuelo también lo fui cuando era una niña. Me llevaba con él de paseo y me subía al tractor cuando iba al pueblo de vacaciones, cosa que a mí me gustaba mucho: contemplar el paisaje desde allá arriba, sentada en la cabina junto a él o en el remolque, encima del trigo, me hacía sentir como una cometa sobrevolando la llanura infinita de los campos. ¡Qué diferente de este lugar, en el que una se siente tan poca cosa enfrentada a estas montañas que parecen cortar el cielo con su perfil!

La primera vez que las vi tendría siete u ocho años y, como a mis hermanos, me sobrecogió mirarlas. Sabía que eran muy grandes, que sus perfiles silueteaban el valle entero pero también el cielo, fundiendo ambos en el embalse, porque mi padre me lo había contado muchas veces (mi madre hablaba más de otras cosas: de las casas sumergidas y arruinadas de Ferreras o de la iglesia de Vegamián, cuya torre asomaba en ocasiones mientras se mantuvo en pie), pero una cosa era imaginarlas y otra tenerlas enfrente como las tengo ahora de nuevo. Ni en sueños podría pintar un paisaje como éste, tan hermoso y tan desolador a un tiempo.

Hermoso lo es como pocos otros. Independientemente de que una esté acostumbrada al de la meseta y, más que al de ésta, al de Valladolid, que es donde he vivido toda mi vida, este paisaje te impacta por su espectacularidad y por la variación continua de sus colores y de sus luces. No es lo mismo verlo ahora que en otoño, o en el invierno, cuando la nieve lo unifica todo. Ni siquiera verlo ahora o a mediodía, o al atardecer, cuando el sol se pone. Las luces cambian a cada hora y los colores con cada estación, por lo que el paisaje está en transformación constante.

Pero sobrecoge un poco. O mucho, depende del momento y de las circunstancias climatológicas, que cambian continuamente también, pues aquí el tiempo es muy inconstante. A mil metros de altitud y con la cordillera al lado, las nubes llegan a tocar el suelo y, cuando no, se agarran a las montañas sumergiendo el paisaje en una niebla que el vapor del embalse hace aumentar además. Recuerdo una vez que vine (con Óscar, para enseñárselo: acabábamos de conocernos hacía muy poco) en que apenas si pudimos verlo, pues la niebla lo ocultaba todo.

Esta mañana, por suerte, el cielo está despejado y las montañas parecen calcomanías de tan perfectas y dibujadas como se ven. Nada diría que es un día triste de no ser por mi familia, cuya imagen andando en grupo campo a través por esta pradera que desciende suavemente hacia el embalse desde la carretera que lo bordea cruzando túneles y viaductos y que aparece y desaparece detrás de cada revuelta como si fuera una gran serpiente obligada por la orografía del monte debe extrañar a quien la contempla. Quien no sepa qué estamos haciendo aquí pensará que nos hemos confundido, pues no se ve ningún mirador ni ningún merendero cerca. Al contrario, ni siquiera hay árboles en la orilla como en otras zonas del pantano.

Pero es donde la abuela ha querido. O, mejor dicho, donde el abuelo dejó dispuesto que arrojáramos al agua sus cenizas, pues es el lugar más próximo a donde estaba el pueblo en el que nació. A unos doscientos metros de la orilla y a unos treinta de profundidad. Gracias a ello, hoy sus ruinas están cubiertas del todo, aunque a mi madre le habría gustado verlas seguro.

Últimamente, mi madre parece contagiada por la nostalgia de mis abuelos y de sus vecinos, quizá por la decadencia de éstos, que la muerte del abuelo ha venido a confirmar. Parece como si su deterioro físico, su cercanía a la desaparición, hubiese despertado en ella una nostalgia de sus orígenes que nunca antes había tenido, o por lo menos no de una manera tan evidente. Cierto que siempre añoró su pueblo, que a sus hijos nos contó un millón de veces cómo fue su infancia en él y el desgarro que le supuso tener que dejarlo atrás, pero de ahí a la melancolía que ahora demuestra por ello hay diferencia. De un tiempo acá, sin embargo, mi madre cada vez habla más de este lugar; debe de ser cosa de la edad. O de la soledad, pues, desde que mi hermano Iván se marchó de casa, mi padre y ella se han quedado solos y yo no los voy a ver tanto como ellos quisieran. Y me lo recriminan. Sobre todo, porque conmigo llevo a Martín, su primer y único nieto por el momento.

(Por cierto: ¡espero que a Óscar no se le olvide ir a buscarlo a la guardería! He intentado recordárselo hace un rato, pero no me ha cogido el teléfono. Seguramente estaría ocupado. Pero me intranquiliza. Martín es tan pequeño que no quisiera que se quedara más tiempo del habitual en la guardería. Se extrañaría de no verme y comenzaría a llorar. Al menos estando con su padre se sentirá mejor y más protegido.)

Qué pena que Martín no pueda conocer ya a su bisabuelo, al hombre al que hoy vamos a dejar aquí, en el lugar en el que nació y en compañía de sus antepasados. Y de su hijo. Un niño que murió con la edad de Martín ahora sin que mis abuelos supieran muy bien de qué. En aquel tiempo, la medicina no estaba tan avanzada como lo está hoy. Y menos en estos pueblos, donde, según mi abuela, el médico era un personaje al que había que ir a buscar muy lejos y pagar en consecuencia. El caso es que aquel niño se murió y su cuerpo quedó aquí, bajo el inmenso volumen de agua que lo sepulta no sólo a él, sino al valle entero. Y a las seis o siete aldeas que el embalse borró de su superficie como si fueran flores de primavera. Una de ellas, la de mis abuelos, que la abandonaron para no volver.

Debe de ser muy terrible sufrir ese desgajamiento. Por mucho que una lo imagine (y por más que yo le haya oído contarlo a mi abuela un millón de veces), es difícil ponerse en el lugar de esas personas a las que un día les dicen que tienen que abandonar el sitio en el que han vivido toda su vida. Y más tratándose de personas aferradas a sus lugares de origen como lo son todos los campesinos. Es muy distinto del caso de los que nacimos ya en la ciudad, y más si, como me ocurriera a mí, hemos vivido en dos diferentes: en Palencia primero, hasta los diez años, y en Valladolid después. Si a mí misma me costó dejar la mía, a la que iba a poder volver siempre que quisiera, pues está cerca de Valladolid, cuánto no le costaría a mi madre y no digo ya a mis abuelos salir de su pueblo sabiendo que jamás iban a volver a verlo. Quiero decir, a verlo como era entonces y como lo recordarían toda su vida.

Porque mis abuelos lo han recordado siempre como era antes de la inundación. Incluso mi madre, que era muy joven cuando se fue (y que ha vuelto aquí muchas veces y ha visto el valle inundado otras tantas), recuerda este lugar, cuando se refiere a él, lleno de vida y no como ahora lo vemos. Un lugar que desde aquí debía de ser aún más hermoso que esta mañana, con el río y los arroyos discurriendo por sus cauces entre prados, igual que las carreteras y los caminos, y con los tejados de las aldeas pintando de rojo oscuro el verde intenso de la vegetación. Lo sé porque he visto fotos y porque conozco algunas de las aldeas que aún sobreviven detrás del valle y por las que se ven viniendo hacia aquí; todas semidespobladas, salvo Boñar, que es la más grande de la comarca. No me extraña que mi abuelo nunca quisiera volver a ver este sitio.

¡Qué personaje mi abuelo! ¡Y qué carácter tenía el buen hombre! Siendo bueno, que lo era, y cariñoso con los que quería, era a la vez muy cerrado, incluso huraño en muchos momentos. Aunque yo creo que era así por timidez. De hecho, no se comportaba igual con quien tenía confianza, como era yo, que con quien conocía menos, como era el caso de Óscar. Tardó tiempo en aceptarlo, como si desconfiara de sus intenciones.

Pero, cuando te cogía cariño, era el hombre más generoso del mundo. Te daba todo lo que tenía, y más si eras su nieta, como yo. Y la primera, además. Aunque seguramente él hubiera preferido un nieto para enseñarle a conducir el tractor y a labrar la tierra, conmigo fue un verdadero abuelo, paciente y tierno a la vez. Incluso sorprendía a sus vecinos, que lo veían tan cariñoso conmigo que les costaba reconocerlo. Algunos hasta le gastaban bromas que él aceptaba de mala gana, pues era un hombre muy orgulloso.

Y lo fue hasta que se murió. Quizá ello le salvó de sucumbir cuando las cosas se le torcieron, y mucho, en algún momento, pero también le complicó la vida (a él y a toda su familia) cuando, considerando que alguien o algo no era como debía, se cerraba en su opinión y no cedía un centímetro por más que eso le perjudicara. Él prefería —decía siempre— perder de su derecho a tener que mendigarlo discutiendo.


Date: 2015-12-24; view: 744


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