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EL TIEMPO NO ESPERA A NADIE

 

Tranquilo Llegó al cuarto de su socio el Nigromante y sin más asestó dos recios toquidos. No te­nía ganas de perder tiempo. Pero se arrepintió al instante, porque como relámpago le llegó la idea de que su viejo y truculento amigo pudiera estar si no precisamente jerking off sí en actividades pro­pias de su depravación. Volvió a tocar, ahora con más discreción, y supo que allí estaba el Nigro, pero quién sabe qué hacía que se tardaba tanto.

-Quién -dijo, al fin, sin abrir la puerta.

-Soy yo, ¿estás presentable? -respondió Tran­quilo con voz más bien baja, discreta según él. Lo oyó carraspear del otro lado hasta que Nigroman­te abrió la puerta, de golpe, mirándolo de lleno con sorpresa, molestia, suspicacia y, de hecho, blo­queándolo con el cuerpo para que no pudiera en­trar. The sonofabitch, pensó Tranquilo con una son­risa divertida.

-Pásale pues -dijo Nigro después de un rato, en el que miró a su amigo con una mezcla rara de burla y desdén, o de complejo de culpa e irritación, o de perversidad y temor. Estaba sacadísimo de onda, pensó Tranquilo, y no pudo menos que pen­sar qué habría estado haciendo.

-Pues hazte a un lado -dijo Tranquilo, pero pareció que Nigro no lo había escuchado porque no se movió, así es que su amigo avanzó junto a él.

-Qué pasó -le preguntó Nigro.

-Ya te habías acostado, ¿no? -dijo Tranquilo al ver la cama destendida y a Nigromante con la camisa de la piyama desfajada.

-Estaba leyendo. ¿Qué pasó? -insistió Nigro, secamente, viendo a Tranquilo con cierta aprensión.

-Nada, hombre. Fíjate que de pura casualidad se me ocurrió llamar a Livia y a Phoebe y ahí esta­ban las dos en el cuarto del hotel, posiblemente bo­red as hell.

-O más bien, exquisitely bored -dijo Nigro, condescendiente.

-O a lo mejor hasta peleándose, porque las in­vité a bailar y al instante me dijeron que sí, aunque Livia me habló muy golpeado. Bueno, el caso es que quedé de que pasaríamos por ellas.

-Ah -dijo Nigro con un tono sombrío, como si fuera a tener que hacer un terrible sacrificio.

Sangrón, pensó Tranquilo. My God. Paciencia. Nigromante lo exasperaba, pero definitivamente él se hallaba de buen humor. Los pases que se había dado le habían caído muy bien. Había sido una suerte que la conexión de los gramos de coca no hubiese tenido complicaciones, porque lo ponía sumamente nervioso andar comprando droga. En México siempre estaba don Chentito para esos me­nesteres, pero en Acapulco él personalmente tenía que fletarse. No no, muy mal. Y con ese tormen­tón, para acabarla de amolar.



-Podemos aprovechar y de una vez ver cómo andan las discos; combinamos diversión y trabajo, ¿no crees? -dijo Tranquilo, mientras Nigro, sin contestarle, se acicalaba un poco, demasiado poco, pensó Tranquilo, qué mal se viste, Jesus Christ, bien podía quitarse ese horrendo look de poeta del siglo pasado, pensó Tranquilo.

En el camino hacia el Villa Vera Racket Club, bajo el diluvio que ahora era parejo, sin viento, una cortina de agua apretada que se estrellaba contra la carrocería del Phantom, Nigro siguió igual de aplastado. Tranquilo pensó que obviamente no le gustó tener que salir porque ya estaba calentito en la cama y con muchos besitos que le dio su mamá, pero bueno, después se lo agradecería porque Ni­gro por sus propios méritos jamás levantaría a da­mas como Livia y Phoebe. Por cierto, ¿quién con quién? A Tranquilo le gustaba más Phoebe, la de pelo corto. Tenía unos melones superiores, supreme boobs, aunque Livia también estaba como quería, más delgadita pero muy bien formada. Tranquilo se sentía muy bien y le repateaba ver a Nigro tan ca­lladote. Lo ponía nervioso. Le dijo entonces que no estaba en el hotel cuando le habló a las norteameri­canas, pero por supuesto se cuidó mucho de acla­rar en dónde andaba y haciendo qué cosas; le contó que les había hablado por el celular y luego había tenido que ir al Nirvana, ¡por Nigro!, lo cual, ¡uf!, le tomó siglos porque andaba bien lejos, por Mozim­ba, y por la lluvia y los autos que se habían queda­do botados en plena calle. -Qué poca madre salir con los autos descompuestos, carajo. Las mujeres deben estar furiosas de esperarnos -concluyó.

Lograron llegar al Villa Vera, y por supuesto Ni­gro tuvo que bajar a toda velocidad con el para­guas para llamar a las damas mientras Tranquilo esperaba en el coche sin mojarse. Y cuando ya sal­taba de impaciencia porque tardaban siglos, Phoe­be y Livia llegaron al Phantom y subieron al asien­to trasero. Nigro entró como tromba detrás de ellas. -Hola, señoras -saludó Tranquilo, pero no le respondieron. No le importó: su idea era ver lo que se pudiera, pero visitar cuando menos las dis­cotecas de moda: Pendulum, Stradovarius e Image Ignition. Éstas se hallaban en la carretera Escénica y hacia allá se dirigieron, siempre despacio porque además del aguacero tupidísimo ahora había gran­des baches o piedras y montones de basura que aparecieron de repente.

Phoebe y Livia iban silenciosas, tensas, juzgó Tranquilo, a quien le había parecido politically cor­rect poner sus cantos gregorianos, pero se quiso dar de topes contra el volante cuando rebasaban la glorieta de la Base y Phoebe preguntó, con un raro tic en los ojos, si no tenía otra música menos mor­tuoria. Tranquilo miró a Nigro con cara de pánico, pues su amigo tenía memoria fotográfica, sabía qué discos había en el coche y pondría lo adecua­do. -¿Te gustaría algo viejito, como Simon and Garfunkel? -preguntó Nigro a Phoebe. -Sí, «Los sonidos del silencio» -contestó Livia con tono áci­do. Nigro ignoró la posible sorna de la respuesta y puso el grandes éxitos que empezaba precisamente con «Los sonidos del silencio». Y Tranquilo se dio cuenta de que la canción llegaba como bálsamo, pues logró deshacer los nudos emocionales y al poco tiempo la atmósfera en el auto era cálida aunque un poco triste.

Entonces Tranquilo no supo por qué le salió contarles, cuando nadie se lo esperaba, que esa canción le recordaba a una de las primeras novias que tuvo cuando jovencito, de quince o dieciséis años; o sea, «apenas ayer». La niña era muy delga­dita, dulce, silenciosa, misteriosa, con rostro alar­gado como cuadro de Modigliani. Tranquilo nunca sabía bien qué terreno pisaba cuando estaba con ella, pues tenía la definitiva y extraña cualidad de inyectarle un estado de ánimo melancólico y delec­tante. Se llamaba Teresa, pero ella decía que su verdadero nombre era Oscuridad, lo cual para Tranquilo estaba bien, de hecho pensaba que le quedaba perfecto, y por eso siempre la saludaba con el principio de la canción de Paul Simon: hola, Oscuridad, amiga mía, aquí vengo de nuevo a ti, y ella sonreía con una tristeza que a Tranquilo le re­sultaba embriagante; se llenaba de deseos salvajes de algo que no alcanzaba a hacer explosión, un an­helo que lo despeñaba en un abismo dulce, húme­do, oscuro, y que inexorablemente lo hacía pensar en suicidarse. -Pero nunca lo hice, claro -remató Tranquilo con un suspiro.

-El bello romanticismo de la adolescencia -dijo Phoebe.

Y Nigro declamó: -«A menudo tengo el sueño extraño y penetrante de una mujer desconocida, a quien amo, y quien me ama, y quien nunca resulta ser la misma y me ama y me comprende. »

Todos sonrieron hasta darse cuenta de que re­sultaba difícil subir a Pendulum a causa de lo em­pinado y de la lluvia inmisericorde. -Ah cómo de que no va a poder mi carrito -dijo Tranquilo, y como la cuestión ya era de honor el Phantom se comportó a la perfección. Arriba, varios jóvenes los recibieron con grandes paraguas, que, como ya no había vientos, eran más manejables.

 

El Pendulum era un salón enorme con toda la parafernalia tecnológica de los noventa, luces láser, negras, estroboscópicas; proyecciones, monitores, esferas luminosas, esferas reflejantes y demás. La gran atracción era un inmenso ventanal para ver la bahía de Acapulco, que con la lluvia resultaba un extraño e inmenso cuadro de formas espumeantes, turbulentas, en cambio continuo. Eso sí le gustó mucho a Nigro, quien dijo que estaría bien que ilu­minaran el ventanal desde el interior porque las abstracciones que pintaba la lluvia estaban sensa­cionales. Tiene razón el moreno, pensó Tranquilo. Había más gente que en el Nuevo Bum Bum, pero de cualquier forma no era mucha, pues el mal tiempo seguía estragando a Acapulco; les habían reportado que en temporada esas discotecas gigan­tescas se llenaban todos los días y los porteros im­pedían el paso a todo aquel cuya apariencia indica­ra que ganaba menos de cien mil nuevos pesos al mes. Como en el Nuevo Bum Bum, el volumen de la música era altísimo, así es que tuvieron que ha­blar a gritos para hacerse oír una vez que los aco­modaron en una mesa junto a la pista y pidieron whisky los hombres y tequila las mujeres.

Tranquilo vio que pocas parejas bailaban, pero de cualquier manera el lugar estaba mucho mejor que el Nuevo Bum Bum, al menos no había tigres enjaulados que hicieran llorar a Nigromante, quien por cierto parecía estar entrando en mejor estado de ánimo, aunque aún se le sentía incómodo, rígi­do, fuera de lugar; muy mal muy mal, pensaba Tranquilo, por ahí no se iba a ninguna parte. Las mujeres también salían de su túnel anímico. Tran­quilo comprendió desde un principio que estaban peleándose cuando las llamó. En todo caso no ha­cían el menor intento de mostrarse sociables. Las bebidas les cayeron bien. Tranquilo dio un billete de cien al mesero para que sirviera tan pronto vie­se copas vacías, así es que ni cuenta se dio pero de pronto ya se había tomado varios whiskies y les hablaba, con la voz a todo volumen, de La Ventana Indiscreta. La verdad, aunque el Nigro lo mirara con sorna, con mucho gusto y orgullo les dijo que la revista estaba acreditadísima, tenía una gran cir­culación en toda la república y una influencia visi­ble en la vida mexicana, ya que la flexibilidad del formato y del concepto rector les permitía abordar prácticamente cualquier tema. Les contó que esta­ban haciendo un superreportaje sobre Acapulco, lo cual, observó Tranquilo, no le agradó al fastidiosito del Nigromante, a quien se le fruncía el culo cada vez que Tranquilo decía «superreportaje» o, para abreviar, «el súper». Pero qué importa mi teporin­go amigo, pensó Tranquilo.

Livia bebía con empeño el Herradura reposado y, para la sorpresa y gran gusto de Tranquilo, for­muló preguntas muy específicas: cuántas páginas tenía la revista, cuántos ejemplares imprimía, qué tipo de papel utilizaba en la portada e interiores, qué proporción de materiales gráficos, cuánto cos­taba, en qué sección la colocaban en las librerías y en los almacenes comerciales, y cosas por el estilo.

Por supuesto, Tranquilo contestó con detalle, aunque advirtió con desazón que en ese momento Phoebe dejó de hacerle caso. La música estaba muy fuerte y era difícil una conversación entre to­dos. Alcanzó a oír que Nigro le proponía bailar. Ella aceptó y se fueron a la pista. Por segundos Tranquilo se alarmó, pensó que debía hacer algo, esa gringa era la suya, pero en ese momento de al­guna manera ya se habían hecho las parejas. No podía ser que el Nigro se llevara la mejor. Aunque, bueno, por supuesto, Livia realmente era fuera de serie, incluso estaba mejor hecha y era más bella. Donde Phoebe triunfaba por aclamación, conside­raba Tranquilo ya con cierta resignación, era en el departamento de los melones. Pero realmente no importaba, deveras, se decía, además de que siem­pre era posible que acabaran intercambiando pare­jas. Esas gringas tenían cara de ponedoras, pensó.

Tranquilo se quedó pasmado, sumamente im­presionado, cuando ella dijo ser la accionista ma­yoritaria y directora de una agencia de publicidad en Nueva York. -¿En Madison Avenue? -pregun­tó Tranquilo. Sí. Trabajaba en publicidad desde que salió de la escuela y era lo que más le gustaba en el mundo. Su compañía no era la número uno en el mercado, como La Ventana Indiscreta en Mé­xico, acotó Livia con una sonrisita, pero sí tenían excelentes cuentas y cubrían todos los medios. Tranquilo seguía con la boca abierta y para tapár­sela Livia le dio su tarjeta. Ahí estaba. Nada me­nos. Livia Falero. Presidenta del Consejo de Admi­nistración. The New York Advertising Company. Madison Avenue. Tranquilo la felicitó. Sinceramen­te, sin hacerle al cuento, se decía. Bueno, un poco. Pero era admirable esa mujer. Le dijo que era un gran logro presidir una compañía a su edad, sin duda se trataba de una mujer capaz, emprendedora y talentosa. A Tranquilo le estaba gustando el tono de su discurso, pero le incomodaba la sonrisi­ta desdeñosa que Livia dejaba caer con frecuencia.

-Me gusta dirigir -decía, y Tranquilo tuvo que hacer un esfuerzo muy grande para oírla por lo fuerte de la música-. Me encanta moldear a la gente, estar presente en sus vidas sin que lo sepan, inducirlos a prácticas y costumbres que quizá nun­ca adoptarían -le brillaban los ojos y daba sorbitos de tequila-. A mí me costó desarrollarme -prosi­guió-, yo me desenvolví en un mundo hostil, do­minado por hombres muy fuertes y violentos, pero me esforcé mucho desde un principio, pues no que­ría ser subalterna ni depender de nadie.

-Claro -dijo Tranquilo-, el mundo se divide en los que dan las órdenes y quienes las ejecutan, ¡por ningún motivo hay que estar entre los segun­dos!

-A mí no me gusta que nadie me diga nada -aclaró ella.

-Pues yo te digo: salud.

-Salud -respondió de buen talante y chocó el vaso de Tranquilo.

-¿Por qué no nos aventuramos, por qué no rastreamos la posibilidad de hacer negocios jun­tos? -propuso Tranquilo con repentino entusias­mo al tomar el nuevo vaso que el mesero le había puesto-, yo trabajo mucho con las agencias de publicidad, pero ahora, con el Tratado Norteameri­cano de Libre Comercio seguramente habrá mu­chas facilidades y estímulos para la asociación de empresas con promisorios y nada desdeñables be­neficios mutuos. ¿No te gustaría expandir tu radio de actividad? -agregó al ver que Livia lo miraba penetrante, sardónicamente-. Es cosa de explorar las posibilidades y hacer unas llamadas. Con el tiempo podría darse el caso de que tú tuvieras ofici­nas en México y yo mi revista en Nueva York. Dios santo Livia, te hablo en serio, ¿por qué te ríes?

-¡Señor! -rió ella francamente-, no puedes negar que no es común que la gente acabe de co­nocerse y ya estén planeando negocios juntos.

-¿Por qué no?, como te has de imaginar... -agregó Tranquilo, pero olvidó lo que iba a decir al ver que Nigro y Phoebe bailaban entusiasmados, sin parar de hablar. Parecían divertirse en grande.

-¿Qué me puedo imaginar? -dijo Livia-. Ya sé qué me puedo imaginar. Escúchame, Quiet One. Vamos a seguir conversando, deja que me asiente y después me cuentas tus planes para conquistar Nueva York.

Livia y Tranquilo siguieron platicando, sin que les molestara hacerlo casi a gritos y sin dejar de beber. Era buena bebiendo, advertía Tranquilo también con cierta desazón, pues en el fondo no le gustaba que las mujeres bebieran mucho. Livia iba más despacio que él, pero, como decía el Nigro, be­bía sin prisas pero sin pausas. Le habló de su tra­bajo: cómo era el edificio, las oficinas, hasta su relación con los ejecutivos, los copywriters, el de­partamento de arte, la administración, todo lo demás. Muy a gusto le contó de cómo ganó una cuenta importantísima, tras una guerra feroz con otras agencias. Tranquilo se hallaba relajado, con­tento. En momentos sentía como si tomara la copa con un viejo amigo o un buen compañero. Con un hombre. Él a su vez intercaló historias de la revis­ta, de la gente que trabajaba, de las inversiones financieras. -Oye -le dijo de pronto, sin que vinie­ra al caso-, ¿no te quieres dar un pase? -¿De coca? ¿Tienes cocaína? -él asintió y Livia excla­mó-, ay Dios, se suponía que este era un viaje de descanso.

Se fueron a uno de los rincones vacíos del salón y allí Tranquilo sacó una pequeña cajita de carey; inhalaron varias veces con la cucharita de oro que él tenía para el efecto y que a Livia le pareció mo­nísima. Después, sin dejar de reír con aire cómpli­ce, vieron que Nigro y Phoebe seguían bailando pero ahora bien enlazados, aprovechando que ha­bían puesto una suavecita. Quién sabe qué se de­cían. Ay maldito, pensó Tranquilo, después de todo el buen morenillo no había resultado tan lento con la Phoebe. Livia, por su parte, también miraba, iró­nica, a la pareja en la pista. Tranquilo la invitó a bailar y ella dijo que sí, pero mejor en otra parte. -Pero claro -dijo él-, después de todo, de eso se trataba. ¡Vámonos!

Llamó a Nigro y a Phoebe y después de dar propinas sin coderías, como le gustaba para que lo trataran bien, subieron en el Phantom en medio del aguacero que no bajaba de intensidad. -The Quiet One tiene coca -avisó Livia-, acabamos de darnos un pase. -Qué guardadito te lo tenías -comentó Nigro con su tonito burlón, pero Tran­quilo no le hizo caso. -Pues a ver -dijo Phoebe-, disparen una poca acá atrás. Tranquilo, un tanto incómodo porque se iban a acabar su coca, les pasó la cajita y la cuchara para que, en el asiento trasero, hicieran de las suyas.

¡Y sí que las hicieron! Para su absoluta sorpre­sa, Tranquilo vio por el retrovisor que una vez que se retacaron de cocaína, Nigro y la estadunidense se besaron largamente, sin desprenderse, mientras el buen amigo y estimable socio acariciaba los me­gasenos de Phoebe. Livia se dio cuenta de que Tranquilo no desapartaba la vista del retrovisor y se volvió hacia atrás; después lo miró, sonriendo, y le puso una mano en el muslo. Él se quedó suspen­dido en el vacío, pensando ¡arriba, arriba! No le es­taba echando porras, sino que se moría de ganas de que le tocara el miembro, ¿sería capaz? ¡Claro que lo era! Livia lo miró un largo, largo rato, mien­tras Tranquilo manejaba con extrema lentitud y casi sin fijarse; después se le arrejuntó, pasó los la­bios suavemente por su rostro, le mordisqueó las orejas y al mismo tiempo le frotó, como si fuera lo más normal del mundo, el miembro, que para en­tonces ya estaba gordo y ansioso. -Qué agradable -lijo ella, apreciativa, pero ya habían llegado al Stradovarius. Pésimo timing, pensó Tranquilo.

Ni modo, se dijo cuando se rompieron las cari­cias y corrieron a la disco, que también era muy grande y en la que había un poco más de gente. En esta ocasión bebieron tequilas y whiskies con rapi­dez y sin más se lanzaron a la pista. Bailaron sin parar pieza tras pieza, bañados de sudor, entre ri­sas y saltos. Tranquilo no pudo dejar de advertir que el sudor había humedecido la blusa de Phoebe y que se traslucían sus grandes, invitantes, bambo­leantes senos. Aún no podía concebir que Nigro se hubiera quedado con ella. Las dos bailaban bien, consideró Tranquilo; Livia mucho más cool, conte­nida, pero a todas luces disfrutaba dejándose llevar por la música. Sudorosos, dejaron la pista un mo­mento para refrescarse con otra ronda de alcoho­les, y Livia y Tranquilo siguieron la platicadera mientras Phoebe y el Nigro bailaban.

Él le preguntó si tenía novio. Ella lo miró, aqui­latándolo, con una sonrisita divertida, y le contó que se había casado en tres ocasiones, ni modo: eleccio­nes inadecuadas. Tenía relativamente poco de ha­berse separado de su último marido y por el mo­mento vivía con su amiga Phoebe en una enorme flat en Upper Manhattan, cerca del Central Park, a donde las dos iban a hacer jogging y a veces un poco de ejercicio. Tenía poco tiempo de haberse separado y no le interesaba establecer relaciones fijas con na­die. Su trabajo la absorbía y la llenaba, aunque le di­jeran workaholic, y todo se estaba componiendo, ya se lo decía su loquero. Salud. Con la sonrisa más irónica del mundo le preguntó a Tranquilo si estaba casado y él, viendo su vaso de whisky, dijo que sí, con dos hijos, nena y nene, aunque procuró desviar el tema platicándole del rumbo donde vivía, ¡Coyoa­cán!, bueno: a un ladito; también le habló de la Ciu­dad de México, lo cual hizo que Livia lo mirara iró­nicamente una vez más. Después Livia contó, dando sorbitos de tequila, que Phoebe y ella se conocían desde niñas, habían crecido en el mismo rumbo y desde entonces eran amigas íntimas. -Igual que Nigro y yo -comentó Tranquilo. Phoebe estaba di­vorciada y era editora de una gran casa de publica­ciones. Unos días antes decidieron súbitamente dar­se un descanso, salir de las rutinas, y como no querían viajar muy lejos escogieron Acapulco. Nun­ca se imaginaron que les tocaría el peor de los tiem­pos. Pero al menos habían pasado un día, el domin­go, con el sol en todo su poder. -Nosotros casi nada -dijo Tranquilo-, parece que trajimos la lluvia.

 

Regresaron a la pista. Después de varias rápi­das al fin llegaron unas suavecitas y Livia y Tran­quilo bailaron bien apretados. El aroma de Livia deleitaba a Tranquilo. Le fascinaba la consistencia del cuerpo de esa mujer maravillosa, a quien atraía hacia sí para que ella sintiera el pene bien erecto. Tranquilo se hallaba como nunca, un poco cansado pero aún lleno de poder, sin preocupaciones, deján­dose llevar por esa música malísima que ya casi le estaba gustando; no acababa de felicitarse por el high sensacional que había logrado, pero especial­mente por hallarse con una verdadera belleza, nor­teamericana, rica y poderosa, que entre otros pe­queños detalles hacía un magnífico handjob. Qué bien platicaba con ella. Qué suerte había tenido. Eso era exactamente lo que quería del viaje a Aca­pulco. Sólo faltaba el milagro, pensaba, de que amaneciera con sol resplandeciente y acabaran cu­rándose la cruda y reposando las cogidas tendidos como leones en la playa del Nirvana. Eso es vida, se decía Tranquilo, lo demás son pendejadas.

Después de esa fiera sesión de baile Tranquilo no quiso perder más tiempo y ordenó la retirada para ir a Image Ignition, y por supuesto con el áni­mo de repetir las sesiones eróticas al arrullo de Si­mon and Garfunkel, no ya chole, pensó Tranquilo, mejor de Luis Miguel, los boleros, para que oigan algo bueno en español, pensó. Al salir, lograron evadir la inclemencia del aguacero con el auxilio de los muchachos del valet parking y subieron al Phantom, donde prestamente Tranquilo puso el compact disc de Luis Miguel, pero nadie oyó la música, porque todos, él también por supuesto, ha­blaban desordenadamente, criticando sin piedad a unos franceses corrientísimos que protestaban de todo. -¿Otro pase? -dijo Tranquilo, y todos es­tuvieron de acuerdo, por lo que caja y cuchara vol­vieron a circular. Tranquilo fue el último en darse el pase y por el retrovisor constató que, tal como había ocurrido la vez anterior, no bien se atacaron de coca Nigro y Phoebe se enlazaron en otra sesión de besos succionantes. Por su parte, Tranquilo ya no se anduvo con cuentos. Manejaba con una mano, y con la otra abrazaba y alcanzaba a tocar un suave y delicioso seno de Livia. Estaba tan enervado con el contacto que ni se fijaba en el aguacero ni en la carretera. Manejaba por instru­mentos. Ella se le acercó y durante un buen rato se entretuvo acariciándole el pecho y después los tes­tículos, hasta que finalmente abrió la bragueta, sacó al aire el miembro y después de frotarlo y me­nearlo morosamente se inclinó, lo lamió, probán­dolo, y después se lo metió en la boca. -Tienes una verga muy bonita -comentó. Qué cosa más extraordinaria, pensaba Tranquilo. Hasta se le bo­rró la vista. Bajó la velocidad al máximo porque apenas podía manejar. Qué bien lo hacía Livia, qué delicia, se repetía. Qué suerte había tenido. No po­día imaginar que de buenas a primeras ya estuvie­sen tan adelantados. Algo extraño, mágico, había ocurrido cuando las llamó que las perfiló hacia una singular disposición. Tranquilo había pensado que iba a costar mucho más trabajo llevarlas a la cama. Pero, bueno, pensaba, posiblemente ellas es­taban aburridas de los hombres de Nueva York, andaban horny y además a eso habían ido a Aca­pulco. Lógico. Quizá ya habían tenido algún affair con algún lanchero. Por el retrovisor Tranquilo vio que Nigro ya había abierto la blusa de Phoebe y que besaba y apretaba los tremendos senos. Pero ya no pudo ver nada más, porque la succión que Livia ejercía en su miembro era tan intensa que no podía pensar en nada, y por eso tampoco se dio cuenta cuando perdió el control del volante y el Phantom chocó sordamente contra un poste de luz.

Los cuatro se sobresaltaron con el golpe y Tran­quilo sintió una oleada de ira porque su coche es­taría abollado, pero ésta fue dominada por una punzada de pánico al darse cuenta de que detrás de ellos parecían hallarse, borrosas por el agua, las luces encendidas de una patrulla. No bien acababa de verla cuando entre los boleros y el estruendo de la lluvia Tranquilo oyó una voz magnificada que decía algo. -¡Ese Fantom, párese ahi! -al fin pudo entender.

Hasta ese momento Tranquilo se dio cuenta de que se hallaban en la glorieta de la Base; segura­mente había bajado de la Escénica demasiado des­pacio y a lo mejor hasta haciendo eses, y después no supo cómo demonios había chocado con el pos­te. Qué mala, mala suerte, pensó. Todos se arregla­ron la ropa lo más rápido posible y Tranquilo guar­dó con premura la caja y la cucharita.

-Calmados -dijo, estamos bien protegidos. Ni dinero habrá que darles, van a ver.

En medio del aguacero que no había cedido en lo más mínimo a un costado del coche se apareció un policía de tránsito cubierto por un pesado im­permeable y un enorme sombrero de hule que le daba un aire siniestro. Tranquilo apagó la música y bajó sólo un poco el cristal de la ventanilla. El

agente le gritó que qué se traían, era lógico que chocaran contra el poste, desde antes habían pues­to en peligro a todo mundo por esa forma tan sos­pechosa de circular, seguramente andaban droga­dos o algo les pasaba. Ordenó por último que los cuatro salieran del coche con las manos en alto. En pleno aguacero. Sí, cómo no, pensó Tranquilo. Sin decir nada le mostró la tarjeta del presidente mu­nicipal.

El agente la vio, sorprendido, y después la tomó a través de la rendija del cristal y fue a leerla con dificultades a la luz de los faros. La regresó toda mojada.

-Disculpen ustedes -dijo el agente y se fue.

-Mira nada más cómo me dejó la tarjeta del presi, a ver si se seca -comentó Tranquilo al colo­carla sobre el tablero. Arrancó, y empezaba a pen­sar en cómo habría quedado el coche, cuando la voz de Phoebe borró la molestia que se incubaba.

-¿Qué le mostraste? -preguntó la rubia de ca­bello corto, quien, para escándalo de Tranquilo, había encendido un cigarro.

-Una tarjeta del presidente municipal en la que pide se me den todas las facilidades y no se me moleste -respondió Tranquilo, tosiendo.

-La notoria corrupción mexicana -dijo Livia, seca, al abrir su bolso; tomó una polvera y un lápiz labial para retocar el maquillaje.

-Pero no hay duda de que en este caso nos fue útil -replicó Tranquilo, incómodo, por el humo y el rumbo que llevaba la conversación.

-Traven decía que a todos los países les cae bien un poquito de corrupción -informó el Culto Nigro-, si no, se vuelven demasiado rígidos y puritanos. En Mono, el clásico de la literatura china de Wu Chéng-én, el mismísimo Buda Tathagata, en el cielo, se hace de la vista gorda cuando el santo Tripitaka se ve obligado a darle una mordida para que le entreguen las escrituras sagradas que debe llevar a China.

-Todos los países son corruptos -agregó Tranquilo y se arrepintió al instante, pues lo menos que quería era seguir el tema.

-Pero hay jerarquías -dijo Phoebe-, y la de México es de fama mundial, no lo pueden negar.

-Depende de qué forma de corrupción se ha­ble -insistió Nigro. Le fascina discutir, pensó Tranquilo, molesto.

-¿Qué quieres tú, un taller de semántica? -in­tervino Phoebe-, la corrupción es la corrupción.

-Bueno, ya no discutan -dijo Tranquilo-, ya llegamos al Image Ignition.

-Hay muchas formas de corrupción -dijo Ni­gro, con tono duro-, muchas de las cuales se practican en Estados Unidos y en el medio edito­rial para no ir más lejos, ya te lo dije.

-¡Ah! ¿Insistes en que la industria del libro se ha deshumanizado en América? -preguntó Phoe­be y, visiblemente alterada, encendió un nuevo ci­garro, lo cual hizo que Tranquilo contuviera un gesto de exasperación.

-Se ha jodido, han mercantilizado la literatura a extremos repugnantes. Gente como tú. Eso es co­rrupción. Ya te dije antes que a tu manera tú tam­bién eres tan corrupta como los demás.

-¡Yo no soy corrupta!

-Cómo no, tú y todos los demás; como se de­cía antes: la corrupción somos todos.

-¡No soy corrupta! ¡No soy! ¡No soy! -chilló Phoebe, y todos quedaron horrorizados al ver que de súbito se jaló los cabellos hasta deformarse la cara, a la vez que se soltó a llorar ruidosamente y gritó con la voz muy aguda-, ¡ya déjenme en paz, déjenme en paz! ¡Si no me dejan en paz los mato!

-¡Phoebe! -exclamó Livia, alarmada.

-¿Qué te pasa? -preguntó Tranquilo.

-¡Déjenme salir de aquí! -gritó Phoebe, de nuevo con la voz muy chillante y sin dejar de llo­rar-, ¡me estoy asfixiando! ¡ya no aguanto!

Livia abrió atropelladamente la puerta y Phoe­be salió con dificultades pero con rapidez, dándose un golpe contra el filo de la puerta, y se detuvo a unos pasos del Phantom, bajo el aguacero que caía, duro, verticalmente. Livia titubeó unos ins­tantes y también salió del coche; fue con Phoebe, la abrazó y le habló con voz muy baja. Tranquilo contuvo el impulso de cerrar la portezuela, porque el agua salpicaba el interior, al ver a las dos muje­res en la banqueta, abrazadas y casi derretidas por el aguacero. Era muy perturbador verlas allí, así es que mejor miró a Nigromante por el retrovisor. Éste lo veía con una expresión inusitadamente dura y sombría que sobresaltó e incomodó a Tran­quilo. De pronto, musitando algo entre dientes, Ni­gro tomó aire y salió también del coche al aguace­ro que picaba con fuerza. Llegó con las mujeres y habló con ellas un largo rato, a gritos por el estré­pito del agua.

Tranquilo no sabía qué hacer. ¿Qué les está di­ciendo?, pensaba. Algo le decía que debería ir con ellos a la lluvia, pero no se podía mover y le fasti­diaba no dejar de querer cerrar la puerta para que no entrara la lluvia y el frío. Sí, se dijo de pronto, mandar a esos locos al demonio. Sintió como pu­ñalada la idea de que se estaba metiendo en algo que después iba a lamentar. Ése era el momento de dejar todo por la paz. De pronto vio que las dos estadunidenses, seguidas por Nigro, caminaban hacia un grupo de taxis estacionados afuera del Image Ignition. ¡Ya se van!, se dijo Tranquilo, bo­quiabierto. En efecto, vio que ellas subían en un taxi, y que Nigro las despedía antes de regresar al Phantom, chorreando agua por todas partes.

-¿Qué pasó, qué pasó, por qué se fueron? -preguntó Tranquilo cuando arrancaba hacia el Nirvana.

-Se salieron de onda, qué esperabas.

-¿Pero por qué las dejaste ir, Nigro?

-Pues las hubieras convencido tú -asentó Ni­gromante con dureza, lo cual puso nervioso e irri­table a Tranquilo-. Pero no te preocupes -agregó después, con sorna-, todo terminó bien y queda­mos de vernos mañana. Hay que hablarles en la mañana al hotel.

-¿Pa qué te pones a discutir con las viejas? -recriminó Tranquilo-, fíjate cómo se puso la loca de Phoebe, oye, esa mujer está mal de la cabe­za, es una histérica.

-En todo caso se trataba de darles por la sua­ve, maestro. De repente ya se estaban gritando. Yo nunca entendí de qué estaban hablando pero sí me di cuenta de que fuiste muy cabrón con ella. ¿Qué pasó, eh? Cuéntame.

-Mira, Tranquilo, en este momento se me fue todo el ánimo. Déjame en paz.

-Ah, ¿no me quieres contar? Pues qué chocan­tito eres, bien que te lo pasaste a toda madre con Phoebe y con la coca, deberías darme las gracias porque yo fui el que las consiguió y el que pasó por ti hoy en la noche y el que pagó las cuentas.

-Pues muchas gracias y chinga tu madre.

-¡Óyeme tú, acomplejado de mierda, pinche indio resentido, a mí no me hables así!

Nigro ya no le contestó y el resto del camino transcurrió en un silencio pesadísimo.

 


Date: 2015-12-11; view: 1538


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