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SIEMPRE NO ES NINGÚN TIEMPO

 

Tranquilo Despertó muy mal esa mañana. Fue sabio pedir que lo llamaran a las siete, de otra manera se habría quedado dormido. ¿A qué horas se habían acostado? ¿Las cuatro? Marcó room service y orde­nó el desayuno. Estaba crudo. Realmente no se le antojaba bajar al restaurante con el Nigromante. Poor bastard. En realidad eso era: un tonto. No sabe, pensaba Tranquilo, no es que quiera hacer las cosas mal, es que no tiene ni la más remota idea de lo que hace. En realidad es un cuate a todo dar, pero no en este viaje; de que le entran las ma­las ondas ya no hay nada que hacer. Está loco, en la madrugada, después de dejar a las mujeres, se empecinó en un silencio casi ofensivo, no quiso co­mentar nada de Phoebe y de plano casi lo calló. Primero se rajan las viejas y luego la altanería de ese baboso. Qué se creía. Asshole. Y, luego, toda esa manía de incomodar a la gente que entrevista­ban. Lo hacía como represalia porque Tranquilo no le daba por su lado. Pero no tenía por qué mo­lestar. Estaba bien que se trataba de gente medio bruta, pero allí residía el secreto del profesionalis­mo, ¿o no? Y estaban trabajando, no de vacacio­nes, ¿verdad?

Cuando Tranquilo se asomó a la terraza tuvo la impresión de que la lluvia había bajado un poco, pero qué va, el aguacero continuaba intenso. Che­có el fax, porque a veces le mandaban documentos en la noche, y sí, ahí tenía el mensaje de que los fo­tógrafos ya estaban en camino. Chin, qué estúpido, pensó Tranquilo, ayer que hablé la última vez con María Ester olvidé decirle que cancelara el viaje de los fotógrafos. ¿Qué iban a tomar, si todo estaba tan descompuesto? Puro ron y cervezas era lo que iban a tomar los malditos. Pues ya ni modo, pensó, iba a ser un gasto a lo pendejo porque después los fotógrafos tendrían que regresar si querían good pix de Acapulco. Qué contrariedad. Le fastidiaba gastar dinero inútilmente. Marcó el número del Ni­gro pero, vaya, ya se había levantado.

Mejor tomó la popular cajita de carey y la cu­chara de oro y aspiró dos hilitos de coca antes de meterse en la regadera. Se bañó rápido, como siempre, y cuando terminó apenas llegaba el desa­yuno. Comió rápidamente también, viendo las no­ticias, antes de que se le quitara el hambre. Allí es­taba ya la información sobre el huracán Calvin y seguían los problemas con el NAFTA, que en Méxi­co era conocido como el TLC o Telecé. Había una verdadera guerra entre los que lo apoyaban y los que lo rechazaban, una minoría muy ruidosa e ideologizada. En Washington, claro, porque en Mé­xico el presidente Salinas tenía agarrados de los huevos a diputados y senadores, y ni quien dijera nada. Qué barbaridad, nunca se podía estar en paz. Para esas alturas había muchos que decían que el congreso americano no aprobaría el Tratado de Libre Comercio. En cambio, por esos días la Bolsa de Valores estaba padrísima, no tanto como antes del truene de 1987, pero había subido. Sin embargo, y aquí el inevitable pero, de seguir así, calculaba Tranquilo, no tardaría el desplome, qui­zás a principios del año próximo, año de eleccio­nes. Por el momento, sus inversiones de renta va­riable le seguirían dejando buenas ganancias si no dejaba que los de la casa de bolsa se archiaganda­llaran, él no había tenido problemas, pero por nada del mundo quería terminar en una agrupa­ción de inversionistas defraudados como muchos después del 87. Qué bien estaban las gringas, ca­ray, las dos, pensaba, qué suerte haberlas conoci­do. Pero si se les fueron por un pelito. Esa noche por ningún motivo se les podían escapar. Era una cuestión de honor nacional.



Tranquilo bajó al lobby cuando calculó que Ni­gromante ya habría desayunado, y, en efecto, lo en­contró en el restorán, terminando sus huevos ran­cheros. Se había bañado y se puso el suéter que trajo de México. Se veía horrendo, crudo y desve­lado.

-Oye, Tranq, esta lluvia está del carajo -le dijo a boca de jarro-. No deja hacer nada. Lo de ayer no tuvo madre, digo, la empapada que nos dimos.

-Bueno, no son las condiciones idóneas, pero ya que estamos aquí hay que adelantar algo.

-Pero todo está vacío, sin chiste. A los pobres turistas incautos que vinieron no les dan ganas de salir a ninguna parte.

-Pero hemos hecho ya varias entrevistas bue­nas, hoy tenemos a los ecologistas, ¿no?

-¿Por qué no nos retachamos, socio? -propu­so Nigromante-, total, regresamos una vez que pase el temporal. Vámonos a México, mano.

-No, Nigro, ya estamos aquí. Además, va a de­jar de llover. Vas a ver cómo mañana amanece un sol padrísimo.

-Ése es puro wishfull thinking, mi estimado. No va a dejar de llover en toda la semana, y tú lo sabes muy bien. O más, si a este huracán se liga otro.

-No eches la sal, Nigro.

-Entiende, hijo -insistió Nigromante-. No­más vamos a hacer un gastazo y después vamos a tener que volver a Acapulco a terminar todo lo que haga falta.

-¿Y Livia y Phoebe, qué? Anoche no te vi muy enojado que digamos.

-Bueno, esta noche nos las fumigamos, ¿no? Y mañana nos regresamos a México.

Tranquilo no contestó ya porque en ese mo­mento vio entrar en el hotel a Mendiola, el director de fotografía, siempre bien atildado y correcto, y a Melgarejo, su ayudante. Un botones los seguía, pi­loteando un carrito cargado con maletas metálicas, algunas casi baúles, que contenían el equipo.

-¡Carajo, qué bueno que los encontramos! -exclamó Mendiola, al verlos-, ¡qué pinche llu­via, señores!

-Cómo están -saludó Tranquilo, y Nigroman­te sólo alzó una mano y la agitó levemente-, ¿cómo estuvo el camino?

-De la chifosca -respondió Mendiola-, nos llovió todo el tiempo, pero de Chilpancingo pacá fue cuando deveras estuvo siniestro.

-Tuve que ir a cero por hora a pesar de la ca­rreterota -intervino Melgarejo, un joven bajito de estatura y de bigote de aguacero-, y eso que esta­ba bien sola, nadie la toma por lo caro que cuestan las casetas. Están cabroncísimas.

-Dice el jefe Tranquilo que el progreso cuesta -comentó Nigro.

-Chale, con razón yo no progreso, ¡nunca me alcanza! -exclamó Melgarejo, y todos rieron.

-¿En qué coche se vinieron? -preguntó Tran­quilo, con seriedad, pero satisfecho. Descubrió que se sentía a gusto con más gente de la compañía.

-En la combi -respondió Mendiola-, para que cupiera todo el equipo. Oye jefe -dijo des­pués-, ¿cómo le vamos a hacer? Namás vamos a poder trabajar en interiores.

-O con cámara submarina -rió Melgarejo.

-No te la jales, Melga -le dijo Nigromante.

-No me digas así -pidió Melgarejo, con aire preocupado-, como cuates, se oye muy gacho... Melga -repitió, para sí mismo.

-Suena como nalga, ¿no? -comentó Nigro-. Presta la melga.

-Calmado, pinche Nigro.

-Pues ése es el problema -dijo Tranquilo, procurando no hacer caso a las insensateces prepa­ratorianas que oía-. En realidad ayer olvidé decir­le a María Ester que les cancelara la salida. Ahora van a tener que regresar cuando haya buen tiempo.

-Pues al menos -comentó Mendiola-, así valdrá la pena estar en Acapulco. Con lluvia como que no aguanta nada...

-...pero ahora habrá que hacer lo que se pue­da... Lo de los interiores está bien. También pueden regresarse el viernes y no el domingo -decidió Tranquilo, quien después los mandó a registrarse y a instalarse-. No se tarden -añadió-, para que salgamos a explorar el terreno. Tú Nigro, tráete el mapa de Acapulco. Vamos a dar una vuelta, aunque sea con la lluvia, por sitios de interés para saber en dónde nos movemos.

-Oye, pero para qué queremos el mapa, todos conocemos Acapulco -rezongó Nigromante.

-Indulge me -pidió Tranquilo, con aire grave.

Nigro se fue a regañadientes, y los demás lo si­guieron. Con el teléfono celular Tranquilo llamó a su secretaria por si había novedades. A las nueve de la mañana era difícil que las hubiera, por su­puesto, se dijo después con una sonrisita mientras marcaba otro número.

-Bueno -respondió una voz de viejo.

-Habla el doctor Pensamiento, ¿tienen noti­cias para mí?

-Ah pues sí, que todo está listo como que­daron.

-¿Nada más? -insistió Tranquilo, y bajó la voz al ver que Nigro se acercaba-, ¿no me dejaron ningún mensaje?

El viejo respondió que no y Tranquilo colgó al ver que su socio llegaba hasta él. Sonrió condes­cendiente cuando Nigro le planteaba lo absurdo que era dar un rol por Acapulco con el tiempo como estaba.

-Nos puede ir peor que ayer, acuérdate -aña­dió significativamente.

-Nigro, en serio tienes que mejorar tu espíritu de colaboración. De todo chillas y a las primeras ya quieres salir corriendo. Oye, ésta es tu revista, tú eres uno de los dueños, hazlo siquiera por eso, ¿no? Está lloviendo, pues sí, pero ni modo, ¿no? That's the fuckin' way it is y no lo vas a cambiar. Tienes que darle buen ejemplo a Melgarejo, ya ves que ese chavo tiende bien duro a la hueva. Por suerte Mendiola es muy responsable.

-Ya ya, no te enojes, te van a salir arrugas.

El team de fotografía llegó en ese momento. Mendiola se había cambiado de ropa, a pesar de que había llegado impecable. Melgarejo, por su parte, también se había dado tiempo de ponerse shorts, camisa de playa y lentes oscuros. Además, cargaba una cámara Nikkon de treinta y cinco mi­límetros, más una Hasselblad de seis por seis, am­bas bien cubiertas en sus estuches. También lleva­ba un maletín con muchos lentes y película.

-Órale -exclamó Nigro-, está fuertísimo el sol.

-A mí me la pela el tiempo. Yo vine a Aca­pulco.

-Vete a cambiar. Te va a dar frío -le dijo Tranquilo.

-Nel, deveras estoy bien.

Afuera, la lluvia no cedía, los vientos azotaban los árboles y palmeras y transitar era difícil. Ha­bían subido en la combi de la revista y Melgarejo iba al volante, mentando madres, porque, además del agua, había mucho tránsito. -Ve nomás cómo se mete este pendejo, está viendo la tempestad y no se hinca -decía-. Y ora checa a ese baboso, pero qué pinche manera de manejar, puta, por suerte vamos superdespacísimo que si no, le da­mos. Chale, y ora éste, no se puede, carajo, es ta­xista, con razón, en todo México los taxistas son unos pinches ojetes, ¿o qué no?, ya ni la hacen. Con dificultades llegaron al centro y luego enfila­ron monte arriba hacia la Quebrada-¡Ay hijo de la chingada, esta madre se está derrapando! -chi­lló Melgarejo, porque, al rearrancar después de un alto, las ruedas de la camioneta patinaron durante unos momentos a causa de los torrentes de agua y basura que bajaban por la calle de la Quebrada.

Cuando llegaron, llovía estrepitosamente. Mel­garejo se detuvo frente al mirador. Durante unos instantes todos guardaron silencio y sólo se escu­chó el fuerte ruido del motor del desempañador que opacaba todo lo demás. El agua caía con fuer­za luminosa sobre la combi y no permitía ver casi nada. Apenas se alcanzaban a distinguir otros au­tos estacionados. Era una lástima porque a Tran­quilo le hubiera gustado ver la agreste pared casi vertical de rocas, el acantilado de cuya cumbre los acapulqueños se tiraban temerariamente. Lo recor­daba tan bien. Cuando era niño sus padres vaca­cionaban con frecuencia en Acapulco y él no se perdía el espectáculo de los clavadistas, algunos con capas, máscaras o antorchas; le gustaba en es­pecial el ambiente que se armaba en la escalinata cada vez más empinada que formaba miradores y donde siempre había ríos de gente, visitantes y vendedores de una legendaria nieve de coco que venía en botes colorados; también vendían paletas, papas fritas, chicharrones, algodones, dulces e infi­nidad de cosas más. Le subyugaba también la furia con la que el mar arremetía la boca del arrecife y latigueaba la caverna que había en el fondo.

-Pues ahí está la Quebrada -dijo Nigroman­te, con tono neutro.

-Sí -suspiró Tranquilo.

-No se ve ni chicles -comentó Melgarejo.

-¿Qué hacemos? -preguntó Mendiola, tratan­do de ver hacia afuera.

-¿Saco unas chelas? -propuso Melgarejo-, ahí traigo varios six pack en la hielera. También traemos añejo y Johnny Walker etiqueta negra para mi jefe Mendiola que bebe del fino.

-Cálmate tú -dijo Tranquilo-. Unas chelas... Cómo te atreves...

-Oye, qué bien se atienden -comentó Nigro-, hay que viajar con ustedes.

-Pos ya sabes, mano.

-Espérense, espérense -reiteró Tranquilo-. Vinimos a trabajar, no a pasarla suave. Vamos a bajar a ver la Quebrada -ordenó con la voz un tanto insegura, pues lo menos que quería era mo­jarse.

-Estás loco -respondió Nigro-, nos vamos a dar una empapada segura, el paraguas no sirve para nada con los ventarronazos.

-Sólo vestido de buzo -dijo Melgarejo.

-Yo no bajo -avisó Mendiola-. Para qué. No se puede tomar ni una sola foto.

-Mejor que Melga saque las cervezas.

-No no, cómo cervezas. Está bien, nadie baja -consintió Tranquilo-. Mejor nos largamos de aquí. Vamos a ver cómo está el Revolcadero. Ahí sí podremos tomar unas fotos.

Nigromante por supuesto protestó. Dijo que iba a ser lo mismo. Los demás no comentaron nada y Tranquilo se dio cuenta de que estaban de acuerdo con el Nigro, pero de cualquier manera le ordenó a Melgarejo que se arrancara. De pronto se estaba sintiendo mal; bueno, no exactamente, pero no se hallaba a gusto. El aguacero afuera taladraba el te­cho de la vagoneta, pero dentro el aire se había cargado. Se le antojó intensamente sacar la cajita con la coca y darse un pase, darles a todos un pase. Pero no, cómo iba a ser. Lo que ocurría era que an­daba cansado, desvelado; la sesión el día anterior había durado casi toda la tarde y después vino la discohopping y la sucking session con las gringas. Cómo se les habían ido. Imperdonable. Claro, la fatiga ya le había calado. Además, la compañía en ese momento no era maravillosa. No podían callar­se nunca. Se maldecía por haber propuesto esa sa­lida, le dolía reconocerlo pero el Nigro tenía razón desde el principio. En realidad, detestaba el super­reportaje en Acapulco. Qué necesidad tenía de so­portar a esa gente y esas lluvias apocalípticas. No podía concebir que Acapulco estuviera tan oscuro en la mañana. Shit, pensaba, eso no era Acapulco.

Todos iban en silencio ahora, mientras la com­bi descendía muy despacio y se metía en el centro para regresar a la Costera. A pesar del tercer día consecutivo de lluvias torrenciales, en Acapulco la vida seguía su curso, todo estaba abierto, la gente trabajaba en las oficinas y una gran cantidad de autos circulaba por el centro y la Costera. Con fre­cuencia se veían vehículos abandonados porque se sobrecalentaron o porque el agua había mojado la bobina. Al bajar de la Quebrada, el agua corría con fuerza, y abajo, en lo plano, se anegaba hasta inun­dar las banquetas. Tras el telón de lluvia se podía ver gente en los portales, donde los puestos de pe­riódicos habían sido cubiertos por grandes plásti­cos, al igual que algunos intrépidos carros de frutas. La iluminación estaba encendida en los nego­cios, aunque, a veces, sin que dejara de llover co­piosamente, aparecía una luz natural blanca y bri­llante en el cielo.

Cuando llegaron a la altura del Nirvana, Tran­quilo tuvo que reconocer que la perspectiva de ir al Revolcadero no era apropiada e indicó que se detu­vieran en el hotel. Pidió a sus compañeros que se instalaran en el lobby y, una vez que regresó, mu­cho más animado y un tanto moqueante a causa del pase de cocaína que se había dado en el baño, instruyó a los fotógrafos que tomaran fotos de la gente que habían visto y de los interiores a los que habían ido. A Nigro le pidió que les preparara una lista, y le recordó que tenían una cita a las doce con los ecologistas. Ya eran las once y media. Se habían llevado más de dos horas en ir y regresar a la Quebrada. Qué perdedera de tiempo, las cosas en verdad conspiraban para que nada saliera bien. Pero eso no debía de ser. Había que imprimir ener­gía y determinación o el trabajo se iría al hoyo. El Nigromante lo veía irónicamente, como siempre. Parecía morirse de tedio; en el lobby se había de­rrengado indolentemente en uno de los sillones. The son of a bitch. Daba pésimo aspecto. Bueno, habría que meterlo al orden, pero ah qué difícil era. Paciencia, Dios mío, se dijo Tranquilo con una débil sonrisa.

 

EL TIEMPO PASA

 

Cuando salieron al Phantom-Llamarada, la lluvia había bajado notablemente; seguía siendo un aguacero, pero en comparación con el que cayó antes en La Quebrada eso no era nada. Además, el cielo se había aclarado un poco y una luminosidad muy blanca amplió la visibilidad. Nigro podía dis­tinguir con cierta claridad la hilera de edificios for­mada por los hoteles Hyatt, Plaza, Nirvana, Ma­rriott y Ritz, además de las torres de condominios. También pudo ver que la Costera estaba cargada de un tránsito lentísimo. El agua había arrastrado basura a las banquetas y en algunos arbustos on­deaban trozos de plástico de colores como si fue­ran banderines.

-¡Se puede ver! -dijo Tranquilo-. ¿Ya te fijas­te? -comentó inmediatamente después, con aire victorioso-, está lloviendo mucho menos, a lo me­jor después de todo sí se compone el tiempo. Eso dice mucha gente.

-A ver -respondió Nigro, escéptico, sin ganas de ponerse a discutir.

Ya iban por la Costera, por la que desfilaba una sucesión de negocios con nombres en inglés que divertían a Nigro: Neat Times, Sonofagun, Machi­nes and Kicks, It's a Beautiful Day, Purple Haze (de algún ex jipi que acabó de yupi), Bewildered, La Pipizca's Beach Palace, Dazzle and Hassle, Coquita Banana, Ass Navour y Autumns Bottoms (un par de bares con dance table de cuarentonas todavía muy buenas que había sido un exitazo entre cha­vos edípicos con dinero): por supuesto también pu­dieron ver los Mierdonalds, Mugrer King, Ken­tucky Fried Shit y demás franquicias de siempre. Había negocios de todo tipo: restaurantes grandes, medianos y pequeños; fastfood gringa y taquerías; bares topless y bottomless, que permitían el robin, o manoseo; expendios de cervezas, alcoholes y hie­lo, minimercados, cines, boutiques de ropa, de an­tigüedades, de decoración, de joyas, tianguis de artesanías, casas de cambio y algunos, raros, ¡rarí­simos!, hoteles de la vieja guardia que no se insta­laron del lado de la playa ni eran altos. Y los cen­tros comerciales, la Plaza Bahía, o Plaza Vacía, y la de Salinas y Rocha, o Salinas Derrocha. Basura por todas partes. Carajo, pensó Nigromante, estaba mejor todo cuando no podíamos ver.

Al fin pasaron el Hotel Ritz, Hornitos, el Fuerte de San Diego, y llegaron al centro, donde el tránsi­to estaba más apretado. Dieron vuelta por el San­borns y de milagro lograron encontrar un estacio­namiento. Abrieron sus paraguas y finalmente dieron con el edificio Oviedo, una de las viejas construcciones que aún subsistían. Allí estaban las oficinas de un sicoterapeuta junguiano metido a ecologista, el doctor Ignacio Acaso, que había fun­dado el grupo Veteranos de las Guerras Síquicas en Defensa del Medio Ambiente y de los Derechos Hu­manos, una OENG, o sea, una Organización Evi­dentemente No Gubernamental. Un gran amigo de Nigro, Alejandro el Antropólogo, antes conocido como Alejandro el Peyotero, le habló de Acaso con entusiasmo, hombre, está bien locochón, es un cuate sensacional, le dijo. Ramón Gómez de la Ser­na arregló una cita y Acaso estuvo puestísimo, in­cluso prometió que reuniría a otros ecologistas «para que tuvieran una visión amplia del tema», lo cual, claro, a Nigro le pareció perfecto. -Le dicen Nacho Acacho o el Macho Acacho -le había con­tado Gómez de la Serna.

-Perdonen el retraso -dijo Tranquilo cuando Acaso les abrió la puerta de una salita en la que se hallaban cuatro personas-, el tránsito estaba im­posible -agregó.

-Sí, claro -respondió Acaso, sonriente, e ini­ció las presentaciones. Primero, el doctor Nicolás Radilla, médico diplomado en París que vivió en Francia prácticamente toda su vida hasta que re­gresó a su natal Acapulco, ¿cuándo, doctor?, hacía cuatro años, era miembro del Patronato Pro Bahía de Acapulco y colaborador del periódico El Sur; te­nía cerca de setenta años, estaba casi calvo y la blancura de los escasos cabellos resaltaba ante el cráneo bronceadísimo. Era delgado, vestía una im­pecable guayabera blanca y parecía muy bien con­servado.

Por su parte, la señorita María Emiliana Mor­lett, eminente dama de las más antiguas familias del puerto, también era de edad avanzada y se ha­bía distinguido como nadie en la defensa del Par­que Papagayo. Hasta le hicieron un corrido. -¿De veras? -preguntó Nigromante casi con coquetería. -No le haga caso a este hombre -dijo la señorita María Emiliana, y Nigro pudo jurar que la oyó de­cir «jombre» en vez de «hombre». La señorita per­tenecía al grupo ambientalista Caballeros Verdes y era una señora de carácter firme y buen humor.

Ignacio Acaso les presentó después a una mujer en la mitad de la treintena, delgada, atractiva, a quien Nigro consideró como nerviosa e inteligente. Es más, le gustó, y mucho; ya le había gustado desde que la vio por primera vez, aunque en ese momento sólo se conformara con mirarla ocasio­nalmente. Era la doctora en biología marina Mercedes Regalado y formaba parte de la directi­va del Movimiento Ecologista Subacuático de Aca­pulco.

Por último, el licenciado Anastasio Chiquiar, abogado, presidente del Frente Cívico Ecologista de Acapulco, que en realidad era el Partido Ecolo­gista Mexicano, y asesor del presidente municipal, era un hombre en la cincuentena, muy moreno, de pelo lacio y facciones regordetas. Era el único que llevaba traje ¡y corbata de moñito!, lo que a Nigro le pareció muy sospechoso, y se hallaba cómoda­mente instalado en un sillón, pero aun así era visi­ble su enorme panza.

Acaso presentó a Tranquilo y Nigromante como Grandes Comunicólogos, y después les dijo que en un momento les traerían café, pero en vía de mien­tras les ofreció un excelente mezcal de Chichihual­co al que, como decían los cubanos, le roncaba los cojones. Todos se negaron con sonrisas apreciati­vas y sólo el doctor Radilla aceptó una copita, que Acaso sirvió con gran gusto. -Así son los buenos guerrerenses: hombres bravos como acero -dijo. -Muy bueno el mezcal -calificó el doctor Radilla por su parte, y Acaso le explicó que lo compraba en la Laguna de Pie de la Cuesta, en la Isla de don Pío, el que tenía cuarenta mujeres. Después se hi­cieron comentarios acerca del temporal, las difi­cultades que causaba, y sólo la señorita María Emiliana le vio el lado bueno: -Al menos no ha hecho el santo calorón -opinó.

Todos guardaron silencio, como si se hubieran puesto de acuerdo, pensó Nigro, así es que, po­niéndose muy formal, Tranquilo se vio obligado a decir:

-Les agradecemos muchísimo su colabora­ción, sabemos la importancia que tiene el trabajo de todos ustedes y el valor de su tiempo, y esto hace más profunda nuestra gratitud. Pero su ayuda nos será muy útil para dar una idea completa de Acapulco -agregó y se volvió a ver a Nigromante. En ese momento todos se quedaron quietos, un tanto cautos, incómodos y silenciosos, porque en el aire de pronto flotó el nada grato olor de un pedo. Nigro revisó a todos con rapidez para ver quién po­día haber sido el canalla que de seguir con esa es­trategia podría sabotear la reunión. -Empecemos por lo general -dijo Nigro y para olvidarse de la pestilencia echó a andar la grabadora-. ¿Cuál creen que sea la situación ecológica de Acapulco? -¿Quién va a contestar? -intervino Acaso, quien se había mudado de lugar para evadir la peste; ya tenía una copita de mezcal en la mano y de una forma fácil y natural había convertido la reunión en una especie de mesa redonda en la que asumió el papel de moderador-. ¿Nadie? Cómo va a ser.

Informen a los señores chilangos, por favor -aren­gó, sonriendo.

En ese momento apareció una secretaria more­nita que, no sin sorprenderse por la fetidez que aún pendía en el aire, depositó una bandeja con ta­zas de café y después se retiró. No estaba nada mal y Nigro la siguió con la vista. Tranquilo también lo hizo. Acaso se dio cuenta y sonrió. -Ya llegó el café. El que guste sírvase -invitó, y decidió abrir el fuego, ya que no lo hacía nadie, al plantear que uno de los principales problemas era la calidad de las aguas de la bahía. -¿No hay plantas tratado­ras? -interrumpió Nigro, tomando un trago de café. Sí las había, en algunos hoteles, pero no to­das funcionaban. De hecho, dentro de la bahía de Acapulco ningún hotel, ni el Nirvana, disponía de ellas, sólo el Princess y el Tres Vidas, que estaban en el Revolcadero. Para la bahía la única planta era la del municipio, que desaguaba en mar abier­to, a la altura de Mozimba, por el rumbo a Pie de la Cuesta. Mercedes Regalado se incorporó un poco y con una voz definitamente aguda y costeña, que le agradó a Nigro, precisó que de cualquier manera la planta no funcionaba bien y que cada rato las corrientes regresaban agua sucia a la ba­hía. -¿Ya han ido a la playa donde desagua la planta? -preguntó Acaso, animado. -Cómo no. Se llama Playa Olvidada. Era una lindura de playi­ta -dijo la señorita María Emiliana y después sus­piró. -El tiempo pretérito es correcto, porque ya le partieron toda su mutter -retomó la palabra Acaso, y explicó que en toda la playa el mar era azul, diáfano, precioso, hasta que se veía un canal, una verdadera serpiente de agua cochina, color marrón, que salía de la playa y se esparcía por el mar. -Palabra de honor que enchina la piel. Se ve clarísimo cómo se ensucia el agua -concluyó.

El viejito Radilla, que seguía chiquiteando su mezcal y ahora había encendido un cigarro, plan­teó entonces la cuestión de El Veladero. -El ¿qué? -preguntó Tranquilo, y el gordo Chiquiar le expli­có que se trataba del parque nacional ubicado en lo alto de los cerros que rodean Acapulco. Radilla precisó que era un formidable banco genético don­de vivían numerosas especies y un invaluable pul­món para el puerto. -¿Puedo fumar? -preguntó Nigro. Se le había antojado al ver que el viejito doctor Radilla lo hacía y, como el olor lo indicaba, con tabaco negro además. Acaso dijo que no había problema y que él también se iba a echar un ciga­rrito. -Yo no fumo, qué horror -comentó la seño­rita María Emiliana. -De los normales -bromeó Acaso. -¡Liso! -le recriminó ella de buen humor. -Yo tampoco fumo -aclaró Tranquilo. -Sí, pero lo que tú hagas no interesa a nadie -dijo Nigro, aunque a su socio, a juzgar por la mirada que emi­tió, la broma no le gustó nada. El abogado Chi­quiar conservó el silencio, pero al poco rato él tam­bién encendió un winston light. No entendía por qué, pero el gordo abogado le había caído mal a Nigro. Pelo lacio, prieto, panza picuda, corbata de moño: no le hagas confianza, es mañoso, se dijo.

El doctor Radilla, mirando de soslayo a Chi­quiar, continuó diciendo que en secas había mu­chos incendios en el Veladero, por causas acciden­tales o no, y en el verano las lluvias arrastraban hacia el mar tierra, arena, basura, lo cual elevaba la contaminación a niveles insanos. Además, estaban teniendo lugar invasiones de precaristas en lo alto, lo cual era una bomba de tiempo. Acaso agre­gó que no había servicios en el anfiteatro, o sea, la zona alta de los cerros, y por eso cuando llovía la cosa se ponía de la patada: los torrentes se traían lo que encontraban, todos los arroyos de Acapulco se llenaban de porquerías y a veces ni siquiera se veía la playa de tanta basura que bajaba. La men­ción al anfiteatro hizo que la señorita María se acordara de cuando el ex gobernador Rubén Figue­roa desalojó a infinidad de miserables que habían invadido esa zona. -Lo cual estuvo bien -comen­tó el doctor Radilla-, nada más que para solucio­nar el problema el góber se sacó de la manga el cinturón de la miseria cruelmente llamado Ciudad Renacimiento. -Y luego el Coloso -agregó la se­ñorita María Emiliana. -Pero eso fue después -precisó Mercedes Regalado, y Acaso explicó a Nigro que el Coloso era un conjunto desquiciante de unidades habitacionales, grandes e incontables edificios donde vivían decenas de miles de gente.

-Está por detrás del Revolcadero -precisó Mercedes Regalado.

A Nigro no le habían hablado del Coloso pero sí sabía de Ciudad Renacimiento, porque había sido noticia nacional a fines de los años sesenta. En efecto, el anfiteatro de Acapulco se había llenado de invasores miserables cuyas casuchas daban pé­simo aspecto, o al menos eso argüía el gobernador Rubén Figueroa, quien era de la estirpe de los vie­jos políticos machos, deslenguados y braveros, y se había hecho célebre con su apotegma «La caballa­da está flaca», con lo cual indicaba que todos los suspirantes a la presidencia de la república de esa época eran debilísimos. Los gentíos que pululaban en el anfiteatro se negaron rotundamente a mudar­se a Ciudad Renacimiento, el supuesto paraíso que Figueroa les había perpetrado, un enorme conjun­to urbano modernísimo-y-con-todo-lo-necesario: escuelas, parques, comercios, todo perfecto y ad­quirible con todas las facilidades del mundo y por precios de verdadera risa; eran casas, no departa­mentos, serían propietarios, qué más se podía pe­dir. Sí, pero estaba detrás de Acapulco, y los pobres del anfiteatro así perderían la única riqueza que te­nían: el paisaje de la bahía. Como no cedían, Fi­gueroa les echó al ejército y a punto de golpes los hizo instalarse en Ciudad Renacimiento. Con el tiempo, gran parte del espacio que ocupaban los pobretones en el anfiteatro se volvió a llenar, pero ahora de casas de clase media que se construían en las alturas más vertiginosas, y Ciudad Renacimien­to se volvió una colonia pobretona, de casas des­cuidadas, calles llenas de baches y charcos inmen­sos cuando llovía.

La bióloga marina Mercedes Regalado comen­taba en ese momento que junto al Coloso se había formado una verdadera laguna de inmundicia. -Es algo repugnante -dijo, y explicó a Nigro que se formaba con las aguas negras de todo el conjun­to habitacional, que se estancaban allí antes de sa­lir a infectar la laguna de Tres Palos. Esto hizo re­cordar al doctor Radilla que la laguna también era contaminada por el rastro: de por sí éste no era un modelo de normas sanitarias, luego descargaba la sangre y los desperdicios en el río de la Sabana, y todo iba a dar a la laguna de Tres Palos. Habría que meter a toda esa gente desalmada en la cárcel, decía, era urgente que las lagunas ya no se siguie­ran contaminando. Acaso estuvo de acuerdo, y contó que los vecinos de la Laguna de Tres Cogi­das, así dijo, crearon la Asociación Arenas Limpias y Aguas Cristalinas, porque ellos decían: así era an­tes y así la queremos otra vez. ¿No era una chulada de nombre? -Arenas Limpias y Aguas Cristalinas -repitió.

-Sí -admitió Nigro-, pero lo de Caballeros Verdes tampoco canta mal las chilenas -añadió, lo cual hizo reír a todos. La señorita María Emilia­na le preguntó a Nigro si le gustaban las chilenas. A lo que él por supuesto contestó que sí, y que también le gustaban las argentinas y las uruguayas y una que otra boliviana. -Pero especialmente me gusta aquella chilena que dice -y tarareó-: «Por los caminos del sur vámonos para Guerrero... » - La señora Morlett sonrió satisfecha y dijo que lo de Caballeros Verdes vino después. -Primero fuimos los Defensores del Parque Papagayo -contó-, madre mía, nos dijeron que estábamos locos, que nunca íbamos a poder parar los propósitos del go­bierno de desgraciar el parque, y fíjese nomás, cómo no lo íbamos a lograr: era una causa noble, la causa de la naturaleza, y la defendimos con todo lo que teníamos, por eso nos pusimos los Caballe­ros Verdes. Aunque luego no faltaron los tontos con pe que nos dijeran: ustedes están mal, cómo que caballeros, ¿qué no hay damas? -Todos son­rieron benigna y un poco compasivamente, hasta que la atmósfera se volvió a enturbiar con la apari­ción de otra pestilente flatulencia, de esas que de­notaban un severo mal intestinal y posiblemente costumbres lamentables. Todos se miraron entre sí

de reojo, malencarados y con razón, juzgó Nigro, pues el culpable verdaderamente no tenía madre. Pa mí que es ese pinche viejo panzón, pensó, refi­riéndose a Chiquiar, quien se veía tan tranquilo.

El doctor Radilla al parecer era de lo más me­tódico y no soltaba las riendas del tema, así es que planteó otro señor problema: las constructoras que sin control arrojaban desechos a la bahía de Puer­to Marqués. Mercedes Regalado a su vez dijo que un grave problema eran los puertos deportivos, o marinas, embarcaderos de ricachones que robaban espacio en la zona litoral para estacionar yates de ricos. ¡Y cada yate se hacía a la mar un promedio de diecisiete veces al año! Todo eso había ocasio­nado una gran demanda de terrenos llanos y hú­medos cerca del mar, donde habitaban peces y aves, y había causado la casi extinción de especies como de la tortuga verde. A Nigro le gustó la fir­meza con que hablaba la bióloga y por lo mismo le pareció terrible el asunto de las marinas. Hasta ese momento se dio cuenta de que el gordo, y segura­mente cochino, Chiquiar alzaba la mano, como niño que pide la palabra en la escuela. Todos se volvieron a él. Les dijo entonces que tenían que re­conocer, aunque no lo quisieran, que sí se habían hecho cosas. La ecología era una gran preocupa­ción del señor presidente municipal, el doctor La­nugo, quien incluso había recibido premios por su labor. También había que ver lo positivo. Ahí te­nían, por ejemplo, la limpieza de Caleta y Caletilla, eso había sido muy importante porque conjuntó esfuerzos del gobierno y la ciudadanía.

-Sólo que el gobierno municipal realmente no participó en esto -deslizó Radilla-, fue un esfuerzo de la sociedad civil. Aunque ahora Lanugo se lo atribuye como si él solito hubiera hecho la limpia. -Tranquilo quiso saber a qué se referían, lo cual silenció a Chiquiar, pues Mercedes Regala­do explicó entonces que, para empezar, eso había sido antes de la gestión de Lanugo. Después contó que la Asociación Ecologista Subacuática de Aca­pulco que tenía entre sus miembros a la mayoría de las escuelas de buceo, y, ¿quién más?, ah sí, to­das las organizaciones ecologistas, la Delegación de Turismo, y las escuelas, los niños, qué lindos, muchas escuelas primarias y muchos voluntarios, acudieron un domingo a la playa, bueno, era un gentío el que se reunió para limpiar el fondo de Caleta, Caletilla y la isla de la Roqueta. Sacaron una barbaridad de botellas de cerveza y de refres­cos, latas, envases, miles de bolsas de plástico y muchas otras cosas más. -Algunas inverosímiles -acotó Chiquiar, repentinamente interesado, lo cual le llamó la atención a Nigro-, como un equi­po de sonido modular marca Aiwa con sus bocinas y una televisión y una videocasetera. -Segura­mente alguien las tiró desde un yate -sugirió la señorita María Emiliana. -Ya no servían para nada -concluyó Chiquiar. -En realidad, todo el fondo del mar está lleno de basura -agregó el doc­tor Radilla-, hay hasta metales pesados. -Te me­tes a nadar y tienes que llevar tu rollo de papel hi­giénico -rió Acaso. -Por favor, no tomen esto a choteo -pidió Chiquiar, de nuevo muy serio. -No se enoje mi lic -agregó Acaso-, es una broma, aunque no puede usted negar que todavía hace poco al meterse en las playas se encontraba uno trozos de caca nadando de a muertito.

Todos rieron y la señorita María Emiliana co­mentó: -Ay Dios, este Nacho es una cosita... -Pero una vez más el viejo Radilla devolvió a to­dos a la seriedad al referirse al puerto de altura que se planeaba hacer en Coyuca de Benítez. Era una atrocidad, una locura que afectaría los modos de vida y por supuesto la ecología, pues había que nivelar la laguna con el mar. La diferencia de nivel era de sesenta centímetros, por lo que tendrían que desaguar la laguna. -Imagínense. Yo quiero ver eso -agregó Radilla, indignado. -De entrada le van a dar en toda su reverenda progenitora a la la­guna, que es tan hermosa -dijo Acaso. -Es bellí­sima -corroboró Mercedes Regalado con seguri­dad casi mística. Y Nigromante tuvo una imagen mental de la inmensa y serena extensión que era la Laguna de Coyuca, con su isla y su red de canales cargados de vida; tenían razón en indignarse: era invaluable. Radilla decía que se debería buscar una alternativa, construir el puerto de altura en la Cos­ta Grande, no tan cerca de Acapulco, y de paso po­drían promover allí un ambiente económico inte­gral que respetara el medio ambiente. -Sí es cierto -asintió Acaso-, les juro que nadie va a desgraciar la Laguna de Coyuca, ¡tendrán que pa­sar por encima de mi cadáver!

Nigro sonrió ante lo que le pareció un buen desplante. La señorita María Emiliana planteó en­tonces, seguramente para no dejar de contribuir a la conversación porque lo que dijo no venía al caso, que otro problemón eran los camiones de transporte urbano, no los aguantaba. A veces ni se veía por las nubes negras que dejaban en la colonia Progreso, o por el mercado. En todas partes, en realidad. Acaso puso entonces en la mesa el pro­blema de la cementera ubicada en la Sabana y el de la termoeléctrica de Petacalco, que, aparte de dañar las especies marinas, había afectado la pro­ducción de coco y mango. Eran focos de contami­nación. No debíamos olvidar, insistió, que desde hace mucho Acapulco ya no era un puerto de pes­cadores sino una ciudad cosmopolita que había ido perdiendo poco a poco el aire puro de la Boca­na. Ya había demasiado humo y demasiados ve­hículos. Al año Acapulco recibía a ciento treinta millones de visitantes, la mayor parte en el verano, y los servicios no se daban abasto, especialmente la recolección de la basura. -Es grave el problema -comentó Tranquilo, con aire pensativo, lo cual sorprendió a Nigromante. La bióloga Mercedes Re­galado refirió entonces que le preocupaba mucho el impacto ambiental del proyecto Punta Diaman­te, y que el tiradero de basura de Carabalí también era un horror, los humos que despedía eran espan­tosos. -Todo el camino a Pie de la Cuesta está lle­no de basura -agregó Acaso-, por montones. Es una vergüenza. -¿Y qué me dices, Nacho, del rumbo de Barra Vieja? -contribuyó el doctor Ra­dilla-, la carretera está igual de cochina, hay montones de basura por los dos lados tan pronto pasa uno el aeropuerto. -Sí hombre -se rió Aca­so-, la famosa chilena que le gusta al señor -se­ñaló a Nigro-, ya no es «Por los caminos del sur», sino «Por los caminos de la basura».

Al licenciado Chiquiar le pareció que eso era demasiado y les pidió más seriedad, por favor, des­pués de todo, dijo, no debían olvidar que los seño­res iban a llevarse una imagen negativa de Acapulco. -Esto es catastrofismo puro -acusó-. Sin duda nuestro puerto tiene problemas, pero sigue siendo uno de los lugares más importantes del mundo. -Tranquilo le dijo que descuidara, el tema ecológico era sólo una parte del superreportaje y le aseguró que cubrirían muchos más aspectos y que ésos darían una idea equilibrada, ciertamente posi­tiva de Acapulco. -Pero no vamos a ignorar las ca­rencias -dijo Nigro, casi desafiante, y Tranquilo lo miró con ojos duros. -Más bien habría que ser objetivos -intervino Acaso, quien parecía mirar a todos con ojos clínicos-. No se pueden ignorar es­tos problemas porque de ellos depende el futuro de Acapulco y de nuestros hijos. Lo digo en serio. Esto no es retórica ni demagogia ni nada por el es­tilo, es la pura realidad.

Nigro, picado, un tanto agitado, se volvió hacia Chiquiar e incluso le acercó la micrograbadora al pedirle que expusiera entonces la situación ecoló­gica del puerto. Chiquiar carraspeó para convocar la atención. Todos lo miraron atentamente y a Ni­gro le pareció sentir que Acaso le enviaba una mirada de inteligencia, como si le indicara no-te­pierdas-esto-por-nada-del-mundo. -Bueno -dijo Chiquiar finalmente-, urge evitar el consumo de productos no degradables. -Todos siguieron en si­lencio, atentos, pensando que Chiquiar apenas em­pezaba su argumentación, pero el gordo abogado simplemente sacó otro de sus winston light y lo en­cendió. Nigro le preguntó si eso era todo. -Bueno, ustedes saben muchachos -se vio precisado a agregar-, que no estoy en contra del desarrollo, pero sí repruebo que en nombre del progreso se al­tere negativamente el medio ambiente. Las autori­dades y los ciudadanos deben fomentar una cultu­ra ecológica a través de campañas en los distintos medios de comunicación -De difusión -corrigió Nigro con una sonrisa maliciosa. -¿Eh? Bueno, y por medio de conferencias, esas cosas -concluyó Chiquiar, incómodo, sin poder dejar de ver, moles­to, a Nigromante.

Acaso, cuya magnanimidad al parecer era in­conmensurable, entró al rescate del abogado di­ciendo que Chiquiar tenía razón al pedir la partici­pación de autoridades y sociedad civil. Un gran contaminante también era nuestro propio compor­tamiento y el de muchos, muchos, turistas que no se daban cuenta de la relación entre proteger el medio ambiente y la salud, el bienestar y la econo­mía. Esto hacía que tuvieran contaminación por todos lados. Una parte de la solución, le parecía, era la educación ambiental, no sólo en las escuelas sino en centros de trabajo y en las casas mismas. Y, por supuesto, las campañas publicitarias eran úti­les. Si fallaban en esa educación, decía, se iba a perder Acapulco. Por suerte, añadió con entusias­mo, ahora había un nuevo ciudadano acapulqueño que no existía en los años ochenta y que podía con­tribuir y participar activamente en defensa del me­dio ambiente, porque sentía de una forma muy viva que algo se debía hacer y estaba dispuesto a hacerlo. No se podía negar que la conciencia ecoló­gica había aumentado de manera sorprendente.

El doctor Radilla estuvo de acuerdo con Acaso. La principal mercancía de Acapulco era el paisaje y el paisaje era ecología. Si se continuaba destru­yendo irreversiblemente los ecosistemas, las ba­hías, lagunas, ríos y bosques, iban a matar a la gallina de los huevos de oro; se quedarían sin nego­cio, sin agua, sin playas limpias, sin árboles y, al fi­nal, con una muy probable violencia social. -Para lo cual -acotó Nigro-, el estado de Guerrero se pinta solo. He oído decir que en el estado de Méxi­co no matan, nomás tarantan, pero que aquí en Guerrero no atarantan, nomás matan. -Ya sabe usted -intervino la señorita María Emiliana-, que en la Costa Grande existe la tradición de la vendetta, al estilo siciliano. Se matan familias en­teras. -Aquí se inició la guerrilla en los sesenta y los setenta -recordó Radilla con un timbre de or­gullo. -Pues dice el presidente municipal que aquí en Guerrero no hay la menor posibilidad de brotes de violencia social -informó Nigromante. -Ta pendejo el Quirri -murmuró Acaso. -Pues ojalá sea cierto -comentó Radilla-, nadie quiere gue­rrillas ni terrorismo.

-Pero el problema -dijo Acaso mirando de reojo a Chiquiar- es que siempre que hay necesi­dad de organizar a la sociedad, ya sea para defen­der la ecología o para protegernos de un desastre, salen con que vamos a espantar al turismo. Al pa­recer la consigna es poner trabas para que la gente no se organice por ningún motivo...

Acaso guardó silencio porque, al igual que los demás, percibió una fetidez en el aire. No es posi­ble, pensó Nigro, ya se echaron otro pum. ¡Y qué peste, Dios mío! Le pareció que el gordo Chiquiar sonreía malévolamente. Sólo la señorita María Emiliana exclamó, fastidiada: -¡Dios mío! -El si­lencio que siguió fue tan rotundo que los golpes de la lluvia en la ventana se escucharon con más fuer­za y por eso la hediondez se volvió más agresiva.

-¿Nadie quiere otro mezcalito, o más café? -invi­tó Acaso, quien, como el doctor Radilla, se había servido otra copita de mezcal. Ya hace hambre, pensó Nigro.

El doctor Radilla una vez más volvió al tema y denunció que los interesados por la ecología en­contraban más trabas que ayuda entre las autori­dades. -Es puro paternalismo -juzgó Mercedes Regalado enfáticamente, como si la fuerza de sus palabras pudiese desvanecer la pestilencia-, nos quieren tener como chamaquitos atenidos a Papá Gobierno. -Acaso planteó a su vez que era una costumbre en Acapulco… bueno: en todas partes, que el éxito y los logros positivos de algunas personas causaba irritación o envidia en otras, que arreme­tían con chismes y golpes por debajo del cinturón. Por ejemplo, como ya se sabía, los Caballeros Ver­des salvaron, con una lucha ejemplar y el apoyo de la sociedad civil, el parque Papagayo. Pues luego luego les hicieron una campaña en contra, decían que servían a intereses innombrables o que nada más les interesaba el dinero y que ahora ellos que­rían quedarse con el parque para construir sus propios negocios con mucho cemento. Como si los grupos ecologistas fueran archimillonarios. Ade­más, en ese momento sí estaban muy preocupados por las cantidades de cemento, pero no dijeron nada cuando alzaron los monstruos de la Costera. Mercedes Regalado comentó entonces que todos sabían que en Acapulco los reglamentos de cons­trucción y las leyes de equilibrio ecológico federal y estatal eran letra muerta. -Pero si se denuncia esto, o cualquier otra cosa -añadió la bióloga mientras Nigro la miraba sin parpadear-, siempre dicen que es mentira. Ellos nunca cometen un error. Son perfectos. Siempre todo está muy bien. Ven la realidad como les conviene, no como es.

-Sí -corroboró Acaso-, hace apenas unos años muchos respetables acapulqueños decían: aquí todo está bien, no pasa nada. -Sí, les decían los nopasanadistas -recordó la señorita María Emiliana. -Bueno, ¿qué es lo que se debe hacer? -preguntó Nigro. -Sí, sí, a ver, propongan, no nomás critiquen -desafió Chiquiar. -Urge prote­ger la limpieza de las aguas costeras y mejorar el tratamiento de aguas negras -afirmó Mercedes Regalado-. Hay que supervisar la limpieza de la playa y publicar los resultados de los análisis quí­micos. Actuar con energía y decisión y no con­secuentar intereses políticos y económicos, como se hace hasta el momento. -Desgraciadamente -planteó Acaso con una sonrisita pícara- este tipo de análisis en Acapulco producen perturbacio­nes sicopatológicas que van de la ira a la depre­sión. -Para muchos administradores públicos, po­líticos, hombres de negocios y profesionistas del puerto -agregó Radilla-, la palabra ecología los pone a temblar de miedo y coraje. -Es un síndro­me -prosiguió Acaso- que describe el padeci­miento sicológico de un severo conflicto neurótico. Un complejo rigurosamente autónomo y poderosí­simo ha tomado posesión de ellos y ha hecho que su pecado sea la hybris, la soberbia. Como dice Mercedes, cada vez que se les demuestra, sin pro­pósito de grillar o perjudicar a nadie, que hay un problema del medio ambiente, los funcionarios in­mediatamente se sienten criticados, son de lo más hipersensibles, consideran al interlocutor como un enemigo y tratan de destruirlo. Satanizan al que ha­ble de la ecología de Acapulco argumentando daños a su imagen y a la economía y a la patria y a la Vir­gencita de Guadalupe, y luego declaran todo está limpio e inmaculado, cuando sólo hay que zambu­llirse en las olas para salir forrado de plástico.

El licenciado Chiquiar no aguantó más. Se puso en pie, lívido de ira. Sin embargo, Nigroman­te pensó que el abogado en realidad no se hallaba tan molesto pero necesitaba aparentarlo: ya estaba aburridísimo y quería largarse de allí cuanto antes. Dijo que eso ya era demasiado, que abusaban de la libertad de expresión, eso más bien era ¡libertinaje de expresión!, quería que constara, ante los medios de comunicación o de difusión, que su experiencia con los funcionarios del municipio no era así. Él había po­dido ver una verdadera conciencia del problema y medidas para solucionarlo. Si los resultados no eran enteramente satisfactorios era porque se tra­taba de problemas a largo plazo y porque la res­ponsabilidad no era tan sólo de las autoridades sino del pueblo en general. Era muy fácil exagerar problemas e injuriar a gente honorable sin hacer propuestas razonables. -Licenciado, ahora es us­ted el que exagera -dijo Acaso, con una sonrisita de lo más maliciosa. El canijo se está divirtiendo de lo lindo, pensó Nigro. -Yo me retiro, señores, he venido tan sólo porque me lo pidió el doctor La­nugo -anunció Chiquiar-, a quien sin tardanza daré mi reporte de esta reunión. Que pasen buenas tardes.

Sin más, el licenciado Chiquiar tomó su para­guas y salió de la salita. Todos los demás lo vieron irse, sorprendidos. Acaso sonreía y la señorita María Emiliana exclamó: -Ay qué hombre tan pesa­do. Ni quien aguante a Chiquiar.

-Es un chiquioncito -dijo Nigro, sonriendo.

-Es oreja del presidente municipal y su Frente Cívico es de puro membrete -explicó Acaso.

-Se la pasa lambisconeando al Quirri, es de lo más obvio, uf -exclamó Mercedes Regalado.

-Uh, Tacho siempre ha sido así, hasta a la cár­cel tuvo que ir una vez -recordó la señorita María Emiliana.

-También es agente de Gobernación -abundó Radilla con una risa seca-. Está desprestigiadísi­mo. ¿Cómo vino a dar aquí?

-Yo no sé cómo se enteró de la entrevista y me habló por teléfono -contó Acaso-, yo por supues­to lo invité a participar. Pensé que hacía falta un punto de vista más o menos oficial.

-Es siniestro -dijo Mercedes Regalado.

-Le dicen el Barquillo Cuate, o el Elote, por­que tiene la panzota y las patitas -informó Aca­so-. También le dicen Tacho Cuchote.

-Y es un pedorro -acusó Nigromante y todos soltaron la carcajada-. ¿A poco no era él el de la artillería pesada? Yo estuve a punto de salir co­rriendo.

Todos rieron suavemente, ahora con discreción. Y Nigromante miró de soslayo a su socio Tranqui­lo, quien se había puesto muy serio. En todo caso, la salida abrupta de Chiquiar de alguna manera parecía haber acabado con la reunión, además de que era ya la hora de comer y el reloj del hambre de cada quien timbraba desde tiempo atrás.

Todos procedieron a despedirse y Acaso, al acompañarlos a la salida, se ofreció para darles ma­yor información si les hiciera falta. Es más, los invi­tó a cenar esa misma noche. Tenía los ojos chispe­antes por los mezcalitos y claramente había estado muy a gusto. Nigro dijo que él, encantado, pero Tranquilo se rehusó, adujo que tenían que ir a cu­brir un centro nocturno. Nigro pensó que su socio estaba loco si creía que, fuera de horas de trabajo, él decidía a quién ver y a quién no; si no quería ir, Nigro lo mandaría al demonio y él se iría a cenar con el neojunguiano, que le había caído definitiva­mente bien. -Pues entonces cenan en mi casa y después se van a su centro nocturno -sugirió Aca­so con tanta naturalidad, simpatía y autoridad que Tranquilo finalmente aceptó la invitación antes de salir a la calle, donde la lluvia y los truenos una vez más habían arreciado.

 


Date: 2015-12-11; view: 1637


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