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EL TIEMPO NO ME DEJA

 

...Desperté sobresaltado. Durante unos instantes no me di cuenta de que el teléfono sonaba y que eso me había despertado. Contesté. Era un emplea­do de recepción, quien, animosamente, me dijo: ¡son las siete de la mañana, señor! ¡Muchas gra­cias!, respondí, nada más que yo no di instruccio­nes de que me despertaran a ninguna hora. Lo siento mucho señor, pero aquí tengo la indicación de llamarlo a las siete de la mañana. Ah..., dije, pensando que el culerito de Tranquilo era quien había ordenado que me levantaran. Típico. En efecto, acababa de colgar cuando el teléfono emitió sus ondulaciones electrónicas. Era The Boss, por supuesto, quien me ordenó que bajara a desayunar para que inmediatamente después nos fuéramos a darle, vinimos a trabajar y no a pachanguearla, tuvo el descaro de decirme. Chinga tu madre, pen­sé. El pobre nene era un tarado, ¿por qué perder el tiempo con él? Consideré seriamente mandarlo al carajo de una vez por todas, total, yo podía vender mi diez por ciento de las acciones de la revista o conservarlo y usar la lana que rendían. Quién sabe por qué la revista era un éxito pero las acciones, o las mías al menos, no daban nada del otro mundo; de cualquier manera, podía conservarlas y trabajar en otro lado, chance hasta tocar algunas puertas y hacer mi propia revista...

Todo esto lo pensé en fracciones de segundo y sin embargo lo que dije fue: ¿Cómo está el tiempo?. De la chingada, contestó, sigue lloviendo sin parar. ¿Ya sabías que es un huracán?, me informó, se lla­ma Calvin y no le ha dado de lleno a Acapulco, nada más ha sido un rozoncito y así nos tiene como nos tiene. Ves, te lo dije, planteé, y tú con que el tiempo se iba a componer. Pues sí, pero no­sotros no nos vamos a parar por eso. Tenemos que ser profesionales aun en condiciones adversas. ¿Entonces le vamos a seguir? Claro. ¿En medio de un huracán? Se necesita, ¿eh? Técnicamente no es un huracán, dijo; nada, muchacho, a trabajar.

Me dieron ganas de matar a este gran morón, que había transitado de la mamonez a la solemni­dad institucional. Me asomé a la terraza y constaté que, en efecto, la tormenta no cedía; durante la no­che anterior no habían cesado los vientos, los true­nos y la lluvia torrencial; de hecho me dio frío, así es que tuve que pararme a desconectar el aire acondicionado. Aún me dolía el hombro, pero ya menos. Y un poco la mejilla. Qué golpazo me ha­bía dado el pendejo de ayer, pero qué podía espe­rarse de un lugar donde asesinan lentamente a los más bellos tigres.



 

Tranquilo, que, como era de esperarse, había desayunado en su suite, seguía de lo más serio, lo cual más bien me hubiera dado risa si el tiempo estuviese mejor. Por otra parte, se veía muy sabro­sito mientras daba órdenes por el teléfono celular a los compas de la revista en el De Efe. Aquí tene­mos al energético empresario de éxito dispuesto a acabar con el cuadro. Semejantes milagros anfeta­mínicos no me impresionaban para nada, así es que mejor desayuné rápidamente y un tanto incó­modo a causa de la pesada vibración del Chif, quien escrutaba el comedor en busca de mujeres guapas, las cuales, en ese momento, escaseaban; pero me divirtió ver que la gente que desayunaba no se resignaba a la tormenta y se había puesto shorts, trajes de baño, sombreros de playa, bron­ceador y toda la cosa, como si en cualquier mo­mento fuera a salir el sol. Sólo algunos niños intré­pidos nadaban en la alberca en medio del diluvio; mientras más llovía y más fuertes eran los vientos y los truenos, más felices estaban ellos y sólo sus risas y gritos animaban el ambiente.

Compramos unos paraguas rigurosamente tai­waneses en la tienda del hotel y salimos a la Coste­ra, bajo la lluvia que sólo en momentos amainaba. Como la noche anterior la avenida era un arroyo caudaloso, el agua bajaba de los cerros de la bahía en torrentes llenos de basura y el tránsito apenas avanzaba. En momentos el aguacero disminuía un poco y permitía ver la turbiedad del mar; la lluvia se estrellaba en la superficie y formaba cautivantes filos luminosos; predominaba un tono amarillento, revuelto, seguramente las arenas del fondo llega­ban hasta arriba y enturbiaban todo. No me gusta­ba nadita cómo se veía el mar; me parecía omino­so, como si en cualquier momento pudiera ocurrir una catástrofe: una marejada inmensa que dispu­siera de todos los hotelitos como construcciones de cerillos, o series de rayos salvajes que causaran deslaves y destrucción.

Para colmo de males, Tranquilo casi se alegró porque, distraídamente, encendí un cigarro. Oye, a ver si te abstienes de echar humo cuando estés en mi coche, me dijo, si no te preocupas por tu salud yo sí me preocupo por la mía. No mames, Tranqui­lo, tú te retacas de chochos y te escandalizas por­que fumo. Es que es distinto, en mi caso no es vi­cio, es sólo una medicina ocasional para estar más alerta, algo perfectamente normal, tengo receta de facultativo. Sí cómo no, le dije, hazte pendejo.

A vuelta de rueda, claxonazos y mentadas de madre logramos llegar a la presidencia municipal, pomposamente llamada palacio de gobierno, que junto con el Parque Papagayo había sido objeto de un gran conflicto en Acapulco. El parque se creó en lo que, en los años cincuenta, fue el hotel Papa­gayo, entonces uno de los mejores del puerto. Era notablemente extenso, seis hectáreas frente a la playa de Hornos con juegos mecánicos y muchísi­mos árboles; a fin de unirlo con la playa se cons­truyó un túnel para que a través de él fluyese el tránsito por debajo de la avenida Costera. El Par­que Papagayo pronto se volvió un sitio popular, además de que era un pulmón cada vez más indis­pensable para el puerto. Todo iba bien hasta que el gobierno decidió construir allí una nueva presiden­cia municipal, y en torno a ella un gran centro co­mercial, un mall al estilo gringo con sus previsibles boutiques y grandes almacenes; como se había ini­ciado la construcción de una nueva supercarretera entre Acapulco y la Ciudad de México se esperaba una enorme afluencia turística y para aprovecharla no titubearon en eliminar al pobre parque; por tanto, iniciaron una vigorosa tala de árboles, a pe­sar de las protestas de los ecologistas, que, con el apoyo de los acapulqueños, presentaron una no­table resistencia; denunciaron los hechos, discu­tieron con las autoridades, hicieron grandes ma­nifestaciones, plantones y huelgas de hambre; escribieron artículos, cartas a los periódicos y fi­nalmente salvaron el parque, aunque no pudieron impedir que el aferradito gobierno construyera allí su presidencia municipal, sólo que por la parte de atrás y con entrada por la avenida Cuauhtémoc.

Allí nos esperaba Ramón Gómez de la Serna, nuestro encargado de ventas en Aca, quien se ha­bía puesto un suéter muy holgado. Está durísimo el frío, ¿eh?, le dije. Pues yo sí tengo, me contestó, además fíjate tú que aquí uno nunca se puede po­ner suéter. Asentí. La verdad es que tanto como frío no hacía, tan sólo cuando los vientos golpea­ban de frente, pero lamentaba no haberme puesto el suéter con el que salí del Defectuoso. Era todo lo que había llevado al viaje, pero quién se iba a ima­ginar que haría frío en Acapulco.

 

Ramón Gómez de la Serna, homónimo del es­critor, era un español corpulento de sesenta años de edad; en un tiempo fue un conocido campeón de jai alai, pero a esas alturas ya nadie se acorda­ba de él. ¡Jefe!, le dijo a Tranquilo, ¡aquí todo ya es­taba listo, pero este climita que se trajeron ustedes del De Efe a ver si no descompone las cosas! Ya se descompusieron, dijo Tranquilo con gravedad, ayer no pudimos ver al presidente municipal, y es muy importante que lo vea. Sí, ya supe, respondió Ra­món Gómez de la Serna, pero ahorita sí lo atrapamos.

 

Recorrimos la presidencia municipal de Aca­pulco, que a fin de cuentas resultó de lo más de­sangelada. En la antesala, Ramón Gómez de la Serna, desenfadada pero minuciosamente, informó a Tranquilo sobre las citas que había reconfirmado y propuso un nuevo plan de trabajo. Sí, ya nos atrasamos el día de ayer, dijo el Tecnochif mirán­dome de soslayo como si yo tuviera la culpa del huracán. ¿Qué se sabe de este huracán?, pregunté entonces con firmeza excesiva, para evitar que Tranquilo me siguiera jeringando, ¿cómo se lla­ma?, ¿Luther? Calvin, me corrigió Tranquilo. Si se vuelve famoso, proseguí, podemos aprovecharlo para el reportaje. Claro, asintió Ramón Gómez de la Serna. No no, qué les pasa, dijo Tranquilo, sería funesto que saliéramos con una visión trágica de Acapulco. Pues pa’ como pinta, insistí, a lo mejor no nos va a quedar más remedio. No es un hura­cán, dijo Ramón, dicen que es una depresión tropi­cal. Sí hay un huracán, explicó Tranquilo, mirán­dome con aire paciente, pero está allá en el mar, aquí sólo hemos sentido un rozón. Hoy lo dijeron en las noticias de la tele.

Para cambiar de tema, Ramón Gómez de la Serna nos contó la Verdadera Historia del Presi­dente Municipal Eric el Quirri Lanugo Muñúzuri, nacido en Acapulco treinta años antes en una vieja y adinerada familia de origen español dueña de co­mercios, concesionarias de llantas y gasolineras. El Quirri siempre fue niño rico y le decían así para acortar su verdadero apodo, el Quirrirrús. Era de facciones muy finas, blanquito, desenvuelto, segu­ro de sí mismo y mandón. Pero, eso sí, muy ba­jito de estatura. Estudió hasta la preparatoria en el puerto y fue el típico chavo de discoteca-de­moda, coche-último-modelo, viaje-a-Estados-Uni­dos-o-Europa-cada-año y computadora-en-el-cuar­to, además de que sus papis le habían comprado su propia televisión y antena parabólica, equipo de sonido de cien watts por canal, línea telefónica, et­cétera etcétera. Los etcéteras son de Ramón Gó­mez de la Serna.

Era chiquito pero picoso. Trataba a todo mun­do con despotismo ilustrado, pues uno de sus pri­mos que vivía en la capital y que iba con frecuen­cia a Acapulco lo inició en la lectura. El Quirri Lanugo era experto en esquí, en buceo con aqua­lung, e incluso participó en competencias interna­cionales en las que hizo un papel decoroso. Jugaba tenis muy bien. También era de los primeros en la escuela, la Lasalle; sus calificaciones eran altas, en parte porque las merecía, en parte porque el dine­ro de su familia predisponía a los maestros a no ser muy rigurosos, y en parte debido a que el niñi­to siempre cargaba una pistola, para que nadie me diga chaparrito, decía.

Desde la primaria, varias veces los maestros le confiscaron el arma y llama­ron alarmados a sus padres, pero al poco rato Eric ya la tenía de nuevo y la presumía a los demás para hacer lo que se le antojaba. Otras veces se vio envuelto en pleitos, especialmente en la prepara­toria, por lo que su padre le puso un guardaespal­das, conocido como el Pájaro Nalgón, quien resul­tó el cómplice perfecto y aceitó la prepotencia del joven patrón. Al Pájaro le encantaba golpear a la gente, además de que le llevaba al jefe muy buenas nudistas que levantaba de los bares topless y bot­tomless que aparecieron en Acapulco en los años ochenta. Eso sí, nada de cocaína, alcohol o mari­guana, porque el Quirri no bebía ni se drogaba. Pero le encantaban las mujeres, aunque no siem­pre a la buena. Por supuesto, tenía su noviecita santa, María Luisa Altamirano, una muchacha de buena familia, pero se aseguraba que él y sus ami­gos habían violado, a punta de pistola, a varias nu­distas de los cabarets, y todos sabían que eran au­tores intelectuales de un asesinato involuntario.

Una vez le encargaron al Pájaro Nalgón que le die­ra una calentadita a un travesti que algo les había hecho, o que no les había hecho, pero al guarura se le pasó la mano y para silenciar lo ocurrido el pa­dre del Quirri tuvo que mover muchas influencias y repartir dinero en la prensa y en el gobierno. Por suerte, la víctima era un pobretón sin influencias, así es que no pasó nada y el Quirri siguió su me­teórico comportamiento de Miguel Páramo Elec­trónico.

Por esas fechas ocurrieron dos grandes suce­sos: el Pájaro Nalgón fue asesinado crudelísima­mente ante los ojos del Quirri, quien se escapó de milagro y por primera vez vivió el terror de sentirla cerca. Fue notable cómo lo impactó la muerte de su guarura predilecto. Después, resultó que el pri­mo intelectual de la Ciudad de México se había vuelto comunista tardío y procedió a indoctrinar al joven Lanugo, quien incluso llegó a conectarse con unos miembros del Ejército de los Pobres que so­brevivieron a la matanza de Lucio Cabañas y sus guerrilleros. El padre se enteró de todo esto y, alar­mado, aprovechó que su hijo había concluido la preparatoria para mandarlo a Estados Unidos.

 

Eric el Quirri Lanugo Muñúzuri se fue a estudiar economía en la Universidad de Stanford, donde se graduó; después hizo su maestría en Yale y el doctorado en Harvard. Regresó muy cambiado: al parecer se le habían desvanecido las violencias de antes. Y, a cambio, se había vuelto adicto a la polí­tica. Por supuesto, la fiebre comunista se le fue rá­pidamente y lo que le apasionó fue la peculiarísi­ma, cuasiesotérica política mexicana, de la que, según él, se volvió experto.

El Quirri estaba com­pletamente seguro de sí mismo y creía poder llegar hasta lo más alto, hasta la mismísima presidencia de la república. En las universidades de Estados Unidos conoció a jóvenes mexicanos hijos de fami­lias clave, quienes lo contagiaron de la mística neo­liberal y, en las vacaciones que pasaban en México, lo conectaron con los grandes jerarcas de la políti­ca y la iniciativa privada, así es que, tan pronto re­gresó, se casó a todo lujo en Acapulco con su novia de siempre, María Luisa, de quien por cierto tam­bién se decía que era una joyita, y con ella se fue a la capital a hacer talacha de alto nivel porque en Acapulco evidentemente nunca la iba a hacer.

Su vía regia para el éxito consistía en que le ha­bían presentado a monsieur Jean-Marie Córdoba, la eminencia gris del régimen que hacía y deshacía a su antojo y que, según muchos, controlaba inclu­so al presidente Salinas. En la Ciudad de México el Quirri estrechó sus relaciones con Córdoba, quien lo tuvo a su cargo un tiempo y después lo mandó a la secretaría de Agricultura, para que se fogueara con el cacique ultramillonario Carlos Hank Gonzá­lez, alias Gengis Hank, quien se las sabía de todas todas en cuanto a la vieja política mexicana, grilla o polaca, y que de por sí era amigo viejo de la familia Lanugo. Al año, Córdoba lo envió al PRI como secretario particular del presidente del parti­do. Allí estaba el Quirri, grillando como loco, cuan­do llegó el momento de escoger candidato para la presidencia municipal de Acapulco.

En esa ocasión las cosas eran diferentes porque el partido opositor, el de la Revolución Democráti­ca, era fuerte en el estado de Guerrero, además de que mucha gente del puerto se había politizado con los líos del Parque Papagayo. Los perredistas postularon a un joven empresario acapulqueño, muy popular y carismático, lo cual obligó al go­bierno a modificar su estrategia para no perder una alcaldía de primera importancia. Córdoba de­cidió lanzar al doctor Lanugo, como le gustaba que se le dijera, porque él también era de la mejor so­ciedad porteña y podría contrarrestar las tentacio­nes de los acapulqueños a irse con el PRD. Mucha gente del partido oficial se molestó porque les im­ponían a un inexperto, otro que se saltaba a todos y llegaba hasta arriba, pero naturalmente se disci­plinaron ante las órdenes que llegaron de la cum­bre. Por su parte, Lanugo también se disciplinó a regañadientes, pues pensaba que Acapulco no era el sitio del cual podría partir ninguna carrera polí­tica que valiera la pena, a pesar del ejemplo de Do­nato Miranda Fonseca a fines de los años cincuen­ta que tanto le citaban. Además, sus amigos solían burlarse de él porque era de Acapulco, está horro­roso Acapulco, decían, ahí ya nada más van los na­cos, la gente decente vacaciona en Cancún.

 

Las elecciones fueron reñidísimas, porque los perredistas expusieron todos los chismes del beli­coso Quirris, pero los alquimistas del partido ofi­cial rasuraron el padrón hasta sacarle sangre, saturaron los medios con propaganda, compraron votos indiscriminadamente e instrumentaron un fraude electoral que fue célebre en todo el país. Durante un tiempo, los perredistas armaron plan­tones y manifestaciones para que Lanugo no pu­diera entrar en la presidencia municipal, y el doc­tor en economía recibió órdenes de aguantar y dizque gobernar desde otras oficinas. El gobierno se hallaba en la parte más intensa del cabildeo y las negociaciones para la aprobación del Tratado de Libre Comercio en el congreso de Estados Uni­dos y no podía recurrir a la mano dura como hu­biese querido. Finalmente, todo se arregló a través de intensas negociaciones en la secretaría de Go­bernación combinadas con encarcelamientos y re­presión en Acapulco, y el Quirri pudo entrar en la muy anodina presidencia municipal.

De esto no hace mucho, nos refirió Gómez de la Serna, y por ahora el Quirri todavía anda muy mansito, saluda a todo mundo con gran cordiali­dad y se dice experto de la concertación política. Hasta habla con voz suavecita, como de seminaris­ta. Pero ya se está alocando, ya corren chismes in­sistentes de que es homosexual, incluso la gente dice: Acapulco está de luto, ¡nos trajeron otro puto!, le gustan las orgías, los incestos y las perver­siones sexuales, también se dice mucho que está haciendo negocios sensacionales con casas de cambio y con los narcos. Además, la gente se queja de que nunca está en Acapulco, porque se la pasa en el De Efe picando piedra por lo de la sucesión presidencial. Él está con Zedillo. Está loco, ¿no? Ayer, por ejemplo, no los recibió no porque anduviera atareado con el huracán, sino porque estaba grillando en México... Ah caray, señores, ya los va a recibir el Quirrirro. Que les sea leve. Nosotros aprovechamos para irnos. Luego te hablo, jefe.

 

El doctor Eric Lanugo, un chaparrito todo ca­misa de seda, nos recibió de pie, detrás de su escri­torio, junto a la imprescindible computadora y bajo el sacrosanto retrato del ciudadano presidente de la república. Después de saludarnos, nos invitó a tomar asiento, nos ofreció café y se disculpó por atendernos hasta esa hora, pero la depresión tropi­cal, porque eso era para Acapulco, por fortuna el huracán no había dado de frente, reclamaba toda su atención las veinticuatro horas del día. Hasta el momento no había datos exactos, pero los vientos habían destruido numerosas viviendas y se sabía de muchos damnificados, añadió y se quedó en si­lencio como para constatar por el ruido en el techo que Calvino aún seguía allí. Después se puso de pie y sin que viniera al caso nos soltó un discursito:

Señores, me da mucho gusto que estén en Aca­pulco y estoy seguro de que podrán constatar que en esta capital del paisaje del mundo, porque sin duda eso es Acapulco, se vive en paz, trabajando con eficiencia para elevar la productividad, bajo el ejemplo y el estímulo que nos brinda el señor presi­dente de la república. Esto, sinceramente, no ha sido fácil. A todos les consta que recibimos el puer­to en condiciones en extremo adversas y en un esta­do de agitación más bien artificial generado por los emisarios del todo y nada, los políticos que sueñan con que México tenga una regresión espectacular, antihistórica, que nos regrese a formas de gobierno anacrónicas, ampliamente superadas. A pesar de la cerrazón y la tendencia a la violencia, hemos esta­blecido una política de concertación, diálogo y apertura, a fin de entablar relaciones políticas civi­lizadas con los partidos de oposición, que, como se sabe, critican sin proponer, rechazan todo por sis­tema y distorsionan la información. Estos señores, maestros del retroceso, dinosaurios del pensamien­to, tienen mucha influencia en los medios de co­municación, mucho dinero se mueve detrás de ellos, y nosotros nos preguntamos: ¿de dónde salen esos cuantiosos fondos? Sólo Dios Nuestro Señor desde su omnipotencia lo sabe, aunque en estos vulgares planos terrenales algunos creemos que una investigación judicial sería pertinente para averiguarlo. Estas fuerzas regresivas, retardatarias, francamente reaccionarias, tienen el descaro de pintarnos como represivos, alquimistas, orquesta­dores de fraudes electorales y mil bembeces más. Pero una cosa se puede decir: no nos estamos chu­pando el dedo, estamos muy pendientes de lo que ocurre, no nos dormimos en nuestros laureles, sa­bemos que dicen que el doctor Eric Lanugo Muñú­zuri, presidente municipal constitucional, odia a Acapulco y prefiere a Cancún, que es narcopolíti­co, que hace negocios fabulosos y por supuesto ilí­citos con las plantas tratadoras de aguas y con el tiradero de Carabalí, que es manejado por el doc­tor José María Córdoba, sabemos eso y mucho más, quiénes son, qué hacen, qué planean para des­estabilizar al país, pero no vamos a caer en sus fal­sas acusaciones y, en cambio, continuaremos nues­tros esfuerzos para consolidar los espectaculares logros de las políticas del señor presidente Salinas de Gortari. Hacemos nuestra parte lo mejor que

podemos. Presentamos cuentas claras, números negros en las finanzas y hemos reconquistado un clima de concordia para todos. Ya no hay proble­mas políticos, ni económicos, ni sociales, y vamos resolviendo los problemas ecológicos que se presen­tan. Para ello requerimos los esfuerzos de la socie­dad civil, así es que hemos establecido una relación muy estrecha con los grupos ecológicos del puerto y también, claro, con las autoridades federales. Con el apoyo de la sociedad civil logramos limpiar la ba­hía. Fue un esfuerzo de la colectividad. Todos lo hi­cimos. De la misma manera, ciudadanía y autorida­des hemos emprendido una enérgica campaña en pro del embelleci­miento del puerto y en contra de la mendicidad y la basura. Sin triunfalis­mos, con los pies en la tierra, se puede decir que hasta el mo­mento hemos tenido éxito.

Eso sí ya me pareció demasiado y lo interrumpí:

-Oiga doctor, con todo respeto, ¿no está usted presentando un panorama idílico de Acapulco? Perdóneme que le diga, pero la verdad es que ayer, antes de que lloviera, fuimos al mercado y aquello era un mugrero incalificable.

-Bueno, -respondió sonriendo-, sin dar gran im­portancia al asunto pero con el entrecejo fruncido, en los mercados la situación requiere más esfuer­zo, pero se lo damos. Puedes estar seguro de que el servicio de limpia pasó poco después.

0Y hemos podido observar, -insistí-, que desde que está lloviendo el agua que baja de los montes se trae muchísima basura.

Es verdad que en tiempo de lluvias se agrava esta cuestión, pero pierde cuidado, tenemos con­ciencia del problema.

 

Tranquilo me lanzó otra de sus miradas de no­te-propases, pero por supuesto no le hice caso:

-¿Y qué nos dice, doctor, de la situación políti­ca? Es difícil en todo el estado pero especialmente en Acapulco.

-Eso no es cierto. Nosotros no tenemos proble­mas políticos en Acapulco. Todo está bajo control, en paz, como debe de ser. Ya te he dicho que a tra­vés de la concertación hemos logrado desactivar todos los conflictos.

-Pero también a través de una que otra acción represiva, ¿no es así?, -le dije mientras checaba que la grabadora funcionara correctamente-.

-De ninguna manera. Mira, -me explicó con pa­ciencia-, en Acapulco impera la ley y nosotros tan sólo la aplicamos, aféctese a quien sea.

Lanugo me veía con una miradita sardónica que no me gustó nada, algo en mi estómago se contrajo y sentí la necesidad de callarme la boca, era una clara sensación de peligro que me deses­tabilizó por dentro, pero insistí de cualquier ma­nera:

-Se dice también que los opositores son dueños de las calles y que los problemas de tránsito, de por sí serios, se han agravado con las constantes manifestaciones, mítines y plantones.

-No, mira, esa película ya la vimos hace mucho. Eso fue antes, durante el conflicto postelectoral. Si quieres hablamos de eso. Pero ahorita no pasa nada. Además, nosotros pensamos, -me explicó La­nugo con cierta impaciencia-, que es preferible per­mitir el ejercicio de la libertad aunque ésta genere incomodidades, pero te aseguro que estamos bus­cando fórmulas para evitar molestias sin coartar los derechos de expresión. Any suggestions?, agre­gó con un tonito marcadamente irónico.

-¿Y la lucha armada, señor? ¿No hay posibilidad de nuevos brotes guerrilleros a causa de los reza­gos? Guerrero se caracteriza por la miseria de los indios, por el imperio del narcotráfico y de los ca­cicazgos, por las elecciones desaseadas como, por desgracia, fue la suya, ¿no crea todo eso condicio­nes para nuevos brotes guerrilleros?

-Las vías armadas para dirimir conflictos están definitivamente fuera de consideración. Te aseguro que el pueblo acapulqueño es maduro y acata la le­galidad. Y no nada más aquí, en todo el país es im­pensable la guerrilla. También eso es cosa del pasa­do. Y en cuanto a lo del famoso rezago guerrerense permíteme decirte que es sólo un mito. Es bien sa­bido que a través del Programa Nacional de Soli­daridad ha habido una derrama sin precedentes para la población más necesitada del estado de Guerrero. Tú lo sabes, tú pareces estar enterado.

Encendí un cigarro y bebí los restos de café frío para bajar el volumen de mis nervios. De pronto no me agradaba nada cómo se había desarrollado la entrevista y traté de concentrarme.

-¿Y la cuestión ecológica?, -cambié de tema-. Se dice que el deterioro de la bahía de Acapulco es irreversible.

-No no, me contestó con aire despreocupado pero con miraditas que me aquilataban, ésos son los infundios de los que hablábamos, la distorsión de la información que tan mal nos pinta. Yo creí que nos estábamos entendiendo, pero ahora no sé con quién habrás estado hablando tú. Las autori­dades federales, estatales y nuestro gobierno muni­cipal hemos entablado una batalla frontal por lim­piar la bahía, ya te expliqué que toda la sociedad colaboró y que los resultados son impresionantes, hombre, esto lo han reconocido en muchas partes.

-Pero hay demasiada gente en Acapulco, -argu­menté-, cerca de dos millones sin contar con la po­blación flotante; si se midiera la contaminación atmosférica en el puerto posiblemente se observa­rían niveles preocupantes, son demasiados autos y el tránsito es muy pesado.

-Ya se prohibió el estacionamiento en la Costera para solucionar el problema de tráfico, me dijo.

-Pero hay reportes, -insistí-, de que los hoteles, por ejemplo, siguen descargando sus aguas sucias en el mar.

-No no, aquí todo está bajo control, incluso he­mos sido honrados con un premio al mérito ecoló­gico.

-¿Quién otorgó el premio?, inquirí.

-El Comité de Defensa de la Naturaleza Guerre­rense, -me informó Lanugo con una tosecita.

-Pero ése es un organismo que usted mismo creó, le dije, sin mirarlo.

-No señor, no señor, me rebatió él un poco más molesto, mientras de reojo me daba cuenta de que Tranquilo miraba al suelo, nervioso y nada conten­to con el rumbo que llevaba la entrevista; es ver­dad que una de mis hermanas lo dirige, pero eso no tiene nada que ver, es bien sabido que mi her­mana tiene sus propios puntos de vista, los cuales muchas veces se oponen a los míos, así es que se trata de una organización no gubernamental legíti­ma y establecida, que forma parte de las ONGs del país.

-Pero los fondos del Comité, ¿de dónde provie­nen?

-De sus propios recursos, por supuesto.

-Pero el ayuntamiento también los financia.

-¿Qué pasó?, ¿Qué te traes tú?, estás haciendo aseve­raciones que podrían verse como difamación. Una cosa es que el municipio a nuestro cargo en algu­nos casos colabore económicamente, en una pro­porción modesta, con las organizaciones civiles que nos lo solicitan y otra que financiemos al Co­mité de Defensa de la Naturaleza Guerrerense. Fí­jate bien en lo que te voy a decir, en verdad consi­déralo y concédeme el beneficio de tu atención, añadió con aire grave, la preocupación por la eco­logía de Lanugo es profunda y verdadera, incluso hemos sido pioneros al proponer la creación de un ombudsman ecológico para el puerto.

-Que usted designaría, por supuesto, -precisé.

-Claro que no. Mira, te voy a hablar con toda sinceridad. Creo que has venido a verme cargado de prejuicios y antipatías, no sé qué ideas profeses pero sí me doy cuenta de que no me aprecias. Está bien, no soy monedita de oro, pero te equivocas. Te han informado mal. Ten cuidado de no cometer errores que después lamentes. Te lo digo de cora­zón porque, para que veas, tú a mí sí me has caído muy bien, admiro a la gente que dice lo que piensa aunque sean pendejadas.

Tenía un tonito entre duro y sardónico que me hizo revolverme en el sofá. Descubrí que me ha­bía agitado por completo y que me sentía muy ner­vioso. Me aterrorizaba la idea de que mi voz fla­queara.

-Disculpe, doctor, le dije, le aseguro que en mi trabajo no hay nada personal, mi deber consiste en exponer lo bueno y lo malo que se observa, y si us­ted nos plantea lo positivo de su gestión yo me veo en la necesidad de equilibrar un poco las cosas y traer a la luz lo negativo; no puede usted negar que hay un franco clima de violencia, anoche, para ser preciso, en un sitio público, un hombre gigantesco, un obvio gatillero, de buenas a primeras, nada más porque tropecé con él, sacó una pistolota y me gol­peó con ella, mire usted la huella de la agresión, dije, un tanto atropelladamente y señalando el ras­pón en mi cara.

-Arajo, cómo está esto, -dijo el Quirri revisando el raspón con frío aire de cirujano y una sonrisita apenas perceptible.

Se vio muy comedido el hom­bre. Me hizo varias preguntas sobre el incidente y tomó nota de los detalles, lamentable, muy lamen­table, tienes razón, la violencia es lo peor que hay, decía, e incluso me recomendó un guarura que por supuesto yo tendría que pagar; a él no le costaría nada facilitármelo pero no quería que se prestase a suspicacias.

Le dije que no gracias, pensando en el Pájaro Nalgón, el guarura que tuvo Lanugo cuando era chavito. Tranquilo carraspeó y procedió a despe­dirse del doctor Eric El Quirri Lanugo, no sin an­tes pedirle la oportunidad de volver a recurrir a él si hacía falta más información.

-Por supuesto, -concedió él, magnánimamente-. La tuya es una revista de primer mundo, es un ho­nor para Acapulco que le dediquen ustedes tanto espacio. Sólo te suplico, agregó mirándome de sos­layo con una sonrisita, que traten de ser objetivos y ecuánimes, por favor no vean nada más lo negativo, fíjense en lo positivo también y, en todo caso, que la crítica sea constructiva, propositiva; hemos hecho un esfuerzo muy grande para lograr la paz en nuestro municipio, que es tan conflictivo, y el papel de los medios de comunicación es importan­tísimo para que se consolide la estabilidad.

Pierde cuidado, le aseguró Tranquilo instalado en el fariseísmo total, nosotros sabremos ver lo po­sitivo de tu gestión; el propósito de nuestra revis­ta no es presentar imágenes negativas sino mos­trar las bellezas naturales y el capital turístico del puerto.

Lanugo sonrió irónicamente y nos acompañó a la puerta, donde le dijo a Tranquilo, porque a mí no me pelaba, que le habían hablado muy bien de él, que en verdad estaba a su disposición y que no dudara en llamarlo en cualquier circunstancia mientras se hallara en Acapulco. Regresó a su es­critorio, escribió algo y regresó con nosotros. Toma mi tarjeta, le dijo finalmente, mira, con mi puño y letra he anotado que te den todas las facili­dades y que nadie se meta contigo, aquí la gente conocen estas tarjetas mías, así es que preséntala cada vez que te haga falta; en la parte de atrás tie­ne más de ocho números en los que sin duda me puedes encontrar a cualquier hora. Es en serio lo de a cualquier hora. Llámame cuando lo necesites, no lo pienses.

 

¡Carajo, Nigro!, me espetó Tranquilo cuando hubimos salido de la presidencia municipal y nos deteníamos ante la lluvia que se hallaba más dura que antes, ¡mídete, cabrón! Pareces periodista de Proceso. ¿Por qué tienes que meter en predicamen­tos a la gente? Good God! ¿Para qué le tenías que decir que él está detrás del comité ese ecológico?, ¿cómo lo supiste, además? Casi se me caen los cal­zones cuando lo dijiste.

¿Vieras que nomás lo aventé para ver si pega­ba?, le expliqué a Tranquilo, nadie me había pasa­do ese tip, pero, ya ves, era de esperarse. El pende­jo ha de haber creído que yo sabía hasta lo que no, y por eso él mismo confesó que su hermana era la efectiva del comité.

Qué chistosito eres, insistió Tranquilo con su aire más severo, ya te dije, y espero no tener que repetírtelo, que de las cosas políticas me encargo yo. Vinimos a hacer un trabajo desapasionado, sin coloración política ni de ningún tipo, y no quiero que me andes metiendo en problemas con tus so­cialismos trasnochados.

Cuáles socialismos, le dije, acalorándome, lo que pasa es que me caga ver a esta gente haciendo su deplorable teatrito como si uno se estuviera chupando el dedo, a mí, fíjate, me vale madre la política y no me interesa lo que hagan y digan, pero si es a mí al que joden entonces no veo por qué no reaccionar.

Porque yo te lo ordeno, me respondió Tranqui­lo con su aire severo que daba risa. Después sacó su teléfono celular. Con tu permiso voy a hablar con las gringas, me dijo, muy serio, como si lamen­tara que yo tuviera parte del paraíso. Además, me dio la espalda y se alejó para hablar sin que yo lo oyera. ¿Qué pasó?, le pregunté cuando regresó. Hoy quieren descansar, pero quedamos de cenar mañana, me informó secamente.

Total, tuvimos que abrir nuestros paraguas, porque durante la discusión obviamente la lluvia no paró, y corrimos al Fabuloso Phantom del Gran Jefe Trancas. En medio de los torrentes y con el horizonte cargado del mar picadísimo, nos fuimos al Fuerte de San Diego, siguiente escala en el itine­rario reportajístico que nos había preparado Ra­món Gómez de la Serna. Para entonces la tormen­ta estaba tan cerrada que prácticamente no se podía ver gran cosa del famoso fuerte, todo de pie­dra, sede de las no menos célebres reseñas cinema­tográficas que se hacían varios siglos antes, cuan­do las grandes estrellas del cine internacional se tostaban el cuero en Acapulco. Varias veces trata­ron de rearrancarlas años después, pero nunca sa­lieron bien. En el fuerte hablamos con la directora, una mujer delgadita, chilanga, muy simpática, quien de plano nos dijo que no podría mostrarnos el sitio a causa del aguacero. Había que estar pa­sando por el patio a cada rato para entrar en las distintas salas y así no se podía. Estaba emociona­dísima porque un par de meses antes, ay, hubieran venido entonces, el clima estaba tan divino, habían puesto una exposición del pintor Augusto Ramírez, quien presentó una paráfrasis genial de la última cena de Leonardo. Quedamos de regresar cuando no hubiera lluvia, si es que alguna vez escampaba, y con los paraguas taiwaneses nos fuimos al coche. Para acabarla de amolar, me resbalé al salir y me di un ranazo espectacular que me hizo ver estrelli­tas y me dejó todo adolorido y empapado, pues también perdí el control del paraguas. Esta vez fue Tranquilo el que se atacó de la risa por más que le eché mis miradas más asesinas. Me fui empapado, lo cual molestó a Tranq porque mojé su fantabulo­so coche, y del no visto Fuerte de San Diego la lluvia nos hizo avanzar por la Costera más despacio que nunca porque de nuevo práticamente no se veía y había que estar muy atento a las luces de los de enfrente.

 

A través de la Costera nos dirigimos al Centro de Convenciones, donde teníamos una cita con el diri­gente local de la Cámara de Comercio, o Canaco, que quién sabe por qué tenía allí oficinas. El Centro era un sitio espléndido, bien hecho, con gusto, pero, como en el Fuerte de San Diego, la lluvia no dejaba apreciar gran cosa pues el agua se metía a las gale­rías y las salas del lugar. Por suerte, el líder de los co­merciantes acapulqueños tenía sus headquarters en un sitio bien resguardado del aguacero; era un espa­ñol mamón de tiempo completo, de más de setenta años, blanco, alto y con el pelo totalmente encaneci­do; vestía un típico pantalón de gabardina caqui y una tremenda chamarra de piel, porque, a pesar del pésimo tiempo, allí den-tro el aire acondicionado es­taba tan fuerte como en la oficina del gerente del Hotel Nirvana, y yo, que aún estaba mojado, me moría de ganas de arrebatarle el chamarrón. El an­ciano líder de los comerciantes nos veía como insec­tos, al grado de que Tranquilo también se salió de onda. Nos dijo que por la lluvia no podía mostrar­nos el Centro de Convenciones, pero ustedes ya de­ben conocerlo bien, ¿no es así?, y nos aclaró que no nos hablaría gran cosa de la Canaco porque uno de sus empleados nos daría la información pertinente en un dossier; después nos pasó a una salita muy cuca «para conversar». Por supuesto, a causa de la regañada que Tranquilo me puso por-incomodar-al­presidente-municipal, ya no quise decir nada y me concreté a emitir gruñidos y a manejar la grabadora. El señor Canaco displicente­mente afirmó que aunque las cosas mejoraban, los mejores tiempos de Acapulco habían pasado. Es la verdad, agregó be­biendo agua mineral, hay que reconocerlo aunque duela; ante Cancún, los Cabos, Vallarta, Huatulco, Ixtapa y hasta Manzanillo el gran turismo ya no te­nía mucho que hacer en Acapulco. Qué lejos habían quedado las grandes épocas de Teddy Stauffer, de Merle Oberon y Tyrone Power, hombre, incluso cuando el señor Kissinger o el ex presidente Miguel Alemán venían a Acapulco continuamente. Ahora, ya nada era igual. Las cosas se estaban componien­do un poco, pero no lo suficiente, pues con tanto problema no prosperaban los negocios, detestaba a esas hordas de agitadores perredistas que por cual­quier motivo impedían el acceso a los servicios mu­nicipales o a las calles mismas, que ocupaban con sus manifestaciones grotescas. Como si no bastara con los embotellamientos de tránsito. Hacía falta gente con verdadera energía entre las autoridades, gente decidida, alguien que pudiera imponer el or­den que tanta falta hacía; el presidente municipal tenía los tamaños pero estaba demasiado atado al centro y además su depravación era un escándalo. Lo de su hermana era inconcebible. En sus más de cincuenta años en Acapulco había visto de todo, pero el Quirri se las gastaba.

Después de semejante proclama Tranquilo no supo qué decir, y finalmente le pidió información más precisa sobre la situación financiera de los principales negocios, pero el viejo le repitió que uno de sus empleados nos haría llegar datos exac­tos al hotel, él no quería cometer errores que des­pués le reprocharan algunos empresarios que eran insoportables. Se lo creí, ya que don Jeremías Ca­naco sin duda era autoridad en la materia.

 

Salimos huyendo de allí y casi nos alegramos al enfrentar de nuevo al temporal, que en ese mo­mento había amainado un poco y le permitió a Tranquilo manejar con mayor confianza. Nos se­guimos hacia la Escénica para comer en el Ameri­can Ecstasy, otro restaurante de moda que se espe­cializaba en comida rica en especias de todo el mundo. Tras las presentaciones de rigor, nos die­ron La Mejor Mesa y lamentaron la lluvia, ya que usualmente se comía en la terraza ante una vista maravillosa de la bahía. De hecho, en el interior había enormes ventanales para disfrutar el paisaje, pero naturalmente en ese momento el telón cerra­dísimo de la lluvia no dejaba ver nada, salvo que allí dentro era un salón sin mayor chiste y con po­cos clientes. Tranquilo pidió el imprescindible Chi­vas Regal a fin de prepararle el camino al chablis que a su vez le haría los honores a la cazuela de mariscos que eligió y a la cual el gran mamón lla­mó fruits de mer. Yo me incliné por un tequilita para abrir boca, un buen seviche y un tournedo rossini.

Las entrevistas del día y la lluvia incesante nos habían despeñado en un estado de ánimo pe­sado y sombrío que ni siquiera la comida y los al­coholes pudieron disipar. Tranquilo habló un par de veces por el celular, como siempre en voz muy baja, y el resto del tiempo lo pasamos callados.

Para colmo de males, cuando finalmente sali­mos del restaurante, el viento y la lluvia voltearon nuestros paraguas y nos pegamos una empapada sensacional en lo que llegaba el afamado Phantom. A pesar del temporal, hasta ese momento habíamos logrado conservarnos relativamente secos, así es que esa mojada resultó especialmente humillan­te. Tranquilo se puso furioso, pero decidió no ex­ternarlo y sólo mentó madres entredientes mien­tras inútilmente trataba de quitarse agua de encima.

-Oye, la traemos bien chueca, -comenté.

-Sí, necesitamos una limpia o algo así, -agregó él.

Tranquilo manejó muy serio hasta el hotel y, al llegar, dijo, con un tono extrañamente oscuro, que se cambiaría de ropa y que tenía «unas cosas que hacer», pero que regresaría en una hora y me­dia para seguirle dando. El colmo fue que el culero me pidió que empezara a redactar un borrador de «alguna parte» del reportaje para que no estuviera de huevón. Así me dijo, el imbécil.

–Tas loco, -con­testé-, no tengo ni en qué escribir.

-Yo te presto mi notebook, -dijo-, pero guardó silencio al instante al considerar que no podía permitir que yo siguiera mancillando sus fabulosas herramientas tecnológi­cas.

-Voy a pedir en la administración que te pres­ten una máquina, -corrigió, y, en efecto, aún moja­do, fue a arreglarlo.

Al poco rato regresó y me dijo:

-Ya está, dicen que vayas a las oficinas que están en el segundo piso y que ahí te facilitarán una compu­tadora.

-¿Con qué programa?, -pregunté, nomás por joder, porque no tenía la menor intención de ha­cerle caso.

-¡Qué sé yo!, -exclamó él-, pero todos los programas son casi iguales, así es que tú como sea te pones a chambear.

-Estás delirando, -rezongué-, aprender cada pinche programita lleva meses, a mí me cuesta de seis a siete años, tú lo sabes.

-Bueno, Nigro, no la hagas de pedo y muestra mejor volun­tad. Vinimos a trabajar.

-Ándale pues, -murmuré mientras pensaba: chinga tu madre-, pero primero

me voy a cambiar de ropa, fue lo que dije.

-Está bien, -concedió el comprensivo socio.

 

Por supuesto, una vez que me di un baño y me hube cambiado de ropa de ninguna manera fui al segundo piso sino que me quedé en el cuarto. La lluvia se estrellaba contra la terraza mientras yo leía la biografía de Aleister Crowley, y, con mi disc­man debidamente enchufado, oía The Beast Inside, de los Inspiral Carpets, y después Soul Mining, de The, The Automatic, de The Jesus and Mary Chain, y Before and After Science, de Brian Eno, que me lle­vó a Flesh and blood, de Roxy Music, porque el Buen Tranq ya no regresó a trabajar. Como a las ocho de la noche me telefoneó. ¿Qué haces ahí, Ni­gro?, me increpó, hablé primero a las oficinas y me dijeron que no fuiste para nada. Pues claro que no, Tranquilo, le contesté, no tenía el menor sentido, además de que no se puede escribir gran cosa por­que todavía no tenemos armado el trabajo, tú lo sa­bes, todavía nos falta el resto de material. ¿Y tú, en qué andas? Me salieron otras cosas que hacer, dijo, con tono evasivo, voy a regresar al Nirvana ya tar­de, así es que mañana temprano nos ponemos a trabajar otra vez. Pídele a la administración que te despierten a las seis. Pa qué, si tú lo vas a hacer de cualquier manera, respondí, riendo por lo bajito.

Con el camino despejado, de lo más contento bajé a cenar a uno de los restaurantes del hotel. Regresé a mi cuarto y marqué mi número telefóni­co de la Ciudad de México. Éste es el 575-0533, dijo mi propia voz en la contestadora, así es que esperé a que me diera el bip. ¡Nicole, contesta!, soy yo, dije, en voz muy alta, pues ni mi mujer ni yo contestábamos el teléfono hasta no saber quién era el chango que hablaba. Efectivamente, Nicole no tardó en tomar el teléfono. Vaya, hasta que hablas­te, me recriminó. Perdóname Nic, le dije, es que hay un tormentón aquí en Acapulco y esto ha sido un desmadre. Sí, ya me enteré del huracán y de que está duro el tiempo por allá, aquí en Chilango­titlán también está lloviendo fuerte. ¿Qué has he­cho? Nada, trabajar un poco, vendí dos cuadros de Augusto Ramírez. ¿De veras? Aquí hizo una expo­sición hace poco y dicen que estuvo muy buena. Sí hombre, claro, es sensacional el chaparrito. ¿Y qué cuadros vendiste? Uno que tiene una cara inmen­sa, como anuncio en un aparador; al lado hay una entrada de edificio de lo más oscura y misteriosa. El otro es loquísimo: es un caballero medieval con la espada en alto y caballo blanco a todo galope, en realidad es el caballero de espadas del tarot, pero con un escudo que es un mandala clásico, el sri yantra, fijate que Augusto pintó el mandala a mano, sin compás, y le salió perfecto; bueno, y el caballero, que lleva la espada en alto, va oyendo un walkman, ¿tú crees? Tardas un rato en darte cuen­ta, pero ahí están los audífonos, claritos. Está ge­nial. Tienes que verlos, pero quién sabe cuándo porque ya los vendí. ¿A quién, tú?, pregunté, advir­tiendo lejanamente que ya estábamos inmersos en la conversación merced a la gracia y la soltura ver­bal de mi Nicolasa. A este coleccionista, dueño de minas, ya sabes quién, Eugenio Rogers, que tiene como mil cuadros de pintores mexicanos. Valen miles de millones de nuevos pesos. Pues aquí a no­sotros nos ha ido de la patada, Nic, porque llueve muchísimo y es un soberano gorro tener que andar entre ríos de agua, el mar se ve horrible, mi vida, no te imaginas. Además andamos bien salados, a cada rato nos caemos en el agua o algo así. Al pin­che Trancas un viejito pedo le guacareó el pantalón y los zapatos, no sabes. ¿A poco? Sí, y a mí un gua­rura, no lo vas a creer, me echó brava porque tro­pecé con él y sin más el hijísimo de la chingada me dio un cachazo en la mejilla. ¡Mi vida!, exclamó Nicole, ¿estás bien? Bueno sí, pero estuvo durón y me quedó una marca, estoy hecho un Caracortada regular. Pero no te preocupes. Mejor te voy a decir qué hemos hecho: vimos al presidentito municipal, que es una ficha, y hablamos con el líder de la Ca­naco y con alguien más, ah sí, el gerente del hotel Nirvana, y luego hemos ido a reportear algunos lu­gares, pero estaban vacíos porque, deveras, con es­tos aguacerazos a nadie le dan ganas de salir a nin­guna parte. Éstos son días muy tequileros. ¿Y qué crees? No me lo vas a creer. ¿Qué, eh? Bueno, es que... No tiene medida, bueno, te lo voy a contar pero tú luego no se lo digas a nadie, porque es deli­cado. Oye, de qué se trata, intervino Nicole, pica­da, la haces mucho de emoción. A ver, desembu­cha. Bueno, pues fijate que cuando llegamos al Nirvana no tenían listo mi cuarto, clásico, y Tran­quilo se fue a quién sabe dónde, anda de lo más misterioso, quién sabe,qué ondas se trae porque hoy volvió a desaparecerse, bueno, el caso es que me quedé yo un rato en su suite, para cambiarme e ir a la playa, pero se soltó la lluvia fuertísima y ya no tenía caso salir, y bueno, me puse a ver los apa­ratos que se trajo el Tranq, hasta fax, y una cámara de video chingoncérrima la cual puse a trabajar, y ¿qué crees? Encontré una cinta porno, en la que Tranquilo está cogiendo con Coco, ¿tú crees? ¿De veras? No te lo puedo creer. ¿Cogiendo? Sí, cogen como dos profesionalazos, el cabrón Tranquilo acomodó su cámara súper bien y se ve con todo detalle, cogen normal, de a perrito, de lado y ella con la pierna alzada para que se vea bien el chaca chaca, no hombre, está quince mil equis. Ay Dios, quién se iba a imaginar, y tú, Aurelio, cómo te po­nes a ver esas cosas, eres un metiche-vuayer-depra­vado de lo peor. Es que no pude resistir la curiosi­dad, mi vida, pero por meterme en lo que no me importa tuve karma instantáneo: Tranquilo llegó cuando menos lo esperaba y me cachó viendo la tele donde él hacía el numerito con la loca de Coco. No la chingues... ¿Y qué te dijo? Me dijo has­ta la despedida, de plano exageró el chistosito, y hoy ha estado mamoncísimo, se salió de onda en serio. Ay oye, es que la regaste feamente, mi amor, cómo se te ocurre. Pues ahora ya, no me queda más que esperar hasta que se le pase, porque ah cómo jode, y yo tengo que torear al pendejo, me he echado unas faenazas que olvídate. Nicole se soltó a reír, divertida. No es posible, dijo. Bueno, pues ya te pasé el chisme, deveras no se lo cuentes a nadie, ¿eh? No, cómo crees, ya sabes que lo que me entra por una oreja me sale por la boca. Bueno, preciosa, ya voy a colgar porque esta llamada es como las que nos echábamos cuando éramos novios. Va a salir carísima. Sí, ya tengo la oreja caliente, reco­noció ella. Chin, están tocando la puerta. Voy a ver quién es, dije, ¿quién podrá ser?, agregué más bien para mí mismo, repentinamente sobresaltado. Pór­tate bien, ¿eh?, me recomendó Nicole. Of cors, dije y colgué, viendo hacia la puerta.

 


Date: 2015-12-11; view: 1477


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