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EL TIEMPO LLEGÓ HOY

DOS HORAS DE SOL – JOSÉ AGUSTÍN

 

 

Este libro lo comencé a escribir hace treinta años; pero lo dejé, pues había proyectos más atractivos en mi mente. En el '94, con el huracán Gilberto, me renació el interés por terminar la obra y hubo una madurez narrativa y personalidades más fuertes de mis personajes. Espero la disfruten.

A Margarita Divina

A Andrés el Poeta

A Jesús el Sabio

A Tino el Artista

y a Alejandro y Alicia Oscós,

Gracias por su gran ayuda en Acapulco

 

 

EL TIEMPO LLEGÓ HOY

 

Desperté con la sensación de que tenía tierra en los ojos. Me los tallé con fuerza y de pronto estaba bien lúcido. Había dormido muy mal, si acaso du­rante un par de horas, y sin embargo, lleno de exci­tación, desperté a Nicole acariciándole los pechos, pensando, como siempre: carajo, esta mujer está riquísima. Nos quitamos la ropa interior e hicimos el amor con gran brío y rapidez, así es que en mi­nutos volábamos altísimo y nos tomó otros tantos reintegrarnos. No me vayas a ser infiel, me advirtió ella cuando me bañaba, si te vas con una vieja te juro que te vas a arrepentir. No, mi vida, ¿cómo crees?, contesté pensando, sin embargo, que Tran­quilo era un caliente irredimible y que sin duda tendría planeado crapulear en Acapulco; Nicole lo sabía y por eso disparaba sus advertencias.

Tranquilo y yo habíamos vivido en la misma co­lonia, juntos estudiamos comunicación y allí cono­cimos a nuestras esposas. Después él, que tenía lana, se fue a hacer un posgrado a la Universidad de Rutgers y yo, sin la guía de una ánima apropia­da y del dinero necesario, recorrí el laberinto de los empleos hasta que logré fundar una revista con unos amigos. Nos iba regular, pero era una maravi­lla tener una empresa propia. Sin embargo, Tran­quilo retachó algunos años después y se le metió en la cabeza comprarnos la revista, nos dijo que así como la teníamos nunca íbamos a pasar de pe­ricoperros, pero, con los cambios adecuados y un fuerte incremento en el activo, podía componerse. Entonces nos hizo una oferta que de plano nos no­queó. Se la vendimos, por supuesto, pero entre los tres ex dueños nos quedamos con un treinta por ciento de las acciones y con riguroso salario. La cosa no estuvo mal económicamente, porque Tran­quilo tuvo la inspiración de cambiarle el nombre a la revista, y de “Somos Eros” pasamos a “La Ventana Indiscreta”, con lo que el concepto original se modi­ficó y se amplió sustancialmente; también aportó ideas y metió mucho dinero, en especial en anun­cios por televisión, porque su padre era dueño de una poderosa casa de bolsa y por lana no se me­dían en la familia. La revista fue un exitazo, pero Tranquilo se convirtió en El Jefe.



 

A las cuatro, el Jefe tocó el claxon y el ruidero que hizo seguramente despertó a todos los vecinos, lo cual no me extrañó porque a este cuate la gente le vale madre. Salí corriendo, con el pelo aún mo­jado, y guardé la maleta en la cajuela del preciadí­simo Phantom rojo de mi jefe, socio y amigo. Oye, hace frío, comentó. Yo no siento nada, dije, por­que, deveras, me sentía muy bien, a pesar del mal­dormir.

Subimos en el coche y nos lanzamos por el eje 8 Oriente, que estaba casi vacío, al igual que la cal­zada de Tlalpan.

Antes de que Tranquilo pudiera poner alguno de sus dudosos discos, yo coloqué uno en el reproductor de compactos del coche: nada menos que el viejo pero infallable Seventeen Seconds, de The Cure. Por supuesto, el Chif protes­tó: óyeme Nigro, yo traje mis discos, éste es mi co­che, ¿no?, está bien que tú eres el gran experto pero lo menos que puedo hacer es poner la música que se me pegue la gana, además, tus pinches dis­quitos no saben lo que es ser reproducidos en equi­pos ultra-high-tech como el mío, a ver si no me los descomponen, ¿ya te fijaste en el amp, el preamp, el ecua y el compact disc player? Son Denon, pen­dejito, y las bocinas son Infinity.

¿Qué te pasa, cua­te?, rebatí, tu equipito de cagada es el que se va a redimir con mis discos, que, por cierto, traje como mil. Son Puras Obras Maestras, vas a ver. Pues es­pero que no salgas con los ruideros que luego te gustan. No no, te digo que todo lo que traigo te va a encantar. Son puras cosas suavecitas, muy finas, como este disco clásico de The Cure, ¿qué pero le pones? Bueno, concluyó Tranquilo, muy bien La Cura pero yo también traigo discazos.

 

Vi que The Boss traía sus compactos en un estuchito muy cuco, de piel. A ver, me dije, qué oye este hombre, híjole, está jodido: Enya, Stevie Wonder, Paul Mc­Cartney, Enigma, Luis Miguel, Andreas Wollenwei­der, no puede ser. Pobre. Bueno, aquí se compone un poco: cantos gregorianos, que están de moda otra vez, y para la nostalgia los grandes éxitos de Simon & Garfunkel e ¡In a gadda da vida, de Iron Butterfly!

 

En la caseta de pago de la carretera nos detuvi­mos a comprar café en vasos térmicos. El Tranqui­lo no quería perder tiempo, así es que, bebiendo sorbitos de ese líquido horrendo, rearrancamos y pronto íbamos a ciento cuarenta kilómetros por hora. Detenme el vaso un segundo, me pidió. Sacó de su bolsillo una tira de pequeñas tabletas, exper­tamente extrajo una, la colocó en su boca, recogió el vaso que yo le sostenía y bebió un trago de café. ¿No quieres una?, me invitó. ¿Qué son?, pregunté por decir algo, porque ya sabía yo, como todo mundo, que Tranquilo era bien anfeto. Ritalín, res­pondió. Estoy muy desvelado, agregó, con un tono siniestro de disculpa, y con esto ya puedo manejar sin problemas. Si quieres, propuse, yo te ayudo. Bueno, si hace falta te digo, pero ya sabes que a mí me encanta manejar, y a mi nave no le duele nada, está sensacional, manejarla es un placer orgásmico. Bájele de volumen, doctor. Bueno, Nigro, pues qué quieres; es una chingonada de coche y punto. No pude decir nada más porque en ese momento sonó el teléfono celular de mi socio y él lo contestó mis­teriosamente, con la voz muy bajita; era claro que no quería que yo lo oyera, así es que no lo pelé y me puse a escuchar a Robert Smith y a ver la larga carretera iluminada por los faros del coche. No ha­bíamos visto a nadie del otro lado del camino.

Poco antes de llegar a Iguala empezó a amane­cer. Fue una maravilla ver cómo se aclaraba el per­fil de los montes hasta que de pronto ya estaba allí, a ciento sesenta por hora, la sierra del estado de Guerrero, sólo que ahora íbamos por arriba y las copas de los montes no eran tan espectaculares como cuando el camino iba por debajo, entre ca­ñadas, valles y vegetación cerrada y maravillosa.

Había poco tránsito en la nueva carretera, casi siempre recta y de escasas curvas pronunciadas. Pasamos por el puente tubular sobre el río Mezca­la y por supuesto Tranquilo pronunció devotamen­te: Carajo, es una chingonada de ingeniería esta Autopista del Sol. Pues sí, pero es carísima, le tuve que decir. Bueno, Nigro, sentenció, es cara porque lo bueno cuesta, el progreso cuesta.

Nada nos estorbaba y de The Cure pasamos a The Feelies, luego a Peter Murphy y a los Water­boys, The Fisherman's Blues. Tranquilo ni oía la música, gozaba al manejar su auto y no paraba de hablar, con la cuerda que le daba el Ritalín. Yo, la mera verdad, lo dejaba. Tantito porque con todo quiero a este buen hombre y tantito porque me daba hueva arrebatarle la palabra. Qué bárbaro, no soltaba el micrófono. Habló de las mujeres que sin duda recogeríamos en Aca; en el peor de los casos, decía, me contaron que en el mismo hotel te consi­guen todo tipo de nenas, fresquecitas, jovencitas, de buena familia; además, tienen shows de gente cogiendo. Hay de todo, es un servicio muy especial que ahora tienen algunos de los grandes hoteles, está duro el bisnes del sexo en Acapulco... Habló de coches, de su Phantom rojo, que era una llama­rada; de Coco, su esposa, de sus hijos, de juguetes, de perros, películas, series de televisión, ¡de comer­ciales!, hágame el cabrón favor, y, como era de es­perarse, de la revista, de los que trabajan en ella y que entre otras cosas son mis compañeros, ni modo. Finalmente, The Boss disertó sobre el super­reportaje que íbamos a hacer en Acapulco y para el cual yo me había preparado a conciencia: leí li­bros y revistas, me comuniqué con especialistas y con amigos guerrerenses, quienes me dieron exce­lentes tips, aunque nadie me dijo lo del bisnes sexual en los hoteles, chance porque eso a ellos no les interesaba.

Va a estar fácil, declamaba Tranquilo, inspira­do: Ramón Gómez de la Serna ya hizo los contac­tos, así que nosotros vamos derechito, tú y yo ya sabemos muy bien lo que hay que hacer, nos echa­mos primero todo el trabajo pesado y después nos dedicamos al puro foolin' around, dice la tele que el tiempo va a estar perfecto, soleadísimo, imagí­nate, nos podemos tostar el cuero y pasarla sensa­cional con las viejas, todo es cuestión de que no te pongas de farmer y de que saques a relucir esa inú­til bola de cosas que sabes.

 

Apenas habían dado las siete de la mañana y, mientras oíamos The Serpent's Egg de Dead Can Dance, ya estaban allí las palmeras y la proximidad del mar. Vámonos por la entrada de siempre, le dije a Tranquilo, para que veamos cómo está el cre­cimiento de Acapulco por detrás de la bahía, me comentaron que hay muchísima gente, agregué. Pero a mí me dijeron que mejor entrara por la ca­rretera Escénica, repuso Tranquilo, hay que pagar una caseta más pero te ahorras mucho tránsito. Oh qué la canción, me quejé, el hacinamiento del cin­turón de miseria es algo que tenemos que ver, ¿o no?, aunque sea de lejitos. Mira, Nigromante, me dijo Tranquilo, a nadie le interesa lo que le pasa a los jodidos, pero nomás por ser objetivos y la can­ción vamos a ver de todo, which means que te daré gusto, cuatito.

Nos fuimos por la entrada de Las Cruces, pero al poco rato me arrepentí de haberlo propuesto. Había un denso tránsito mañanero que levantaba nubes de humos y aires de aceites, y que avanzaba tortuosamente. Pasamos por la entrada a Ciudad Renacimiento, el ghetto al que el gobernador Ru­bén Figueroa confinó a los pobretones de Acapulco a fines de los años setenta. Al subir, con una lenti­tud repugnante, el cerro de Las Cruces, pudimos ver que, efectivamente, el valle que se abría por de­trás de los montes del Veladero, atrás de la bahía, se hallaba retacado de casas y casuchas de gente muy pobre. Mira, Tranquilo, le dije a mi amigo, ya no quedan espacios libres. Nunca me imaginé que viviera tanta gente a espaldas del puerto. Me cae que el paisaje hormiguea de tanta casa. Tranquilo prefirió no decir nada porque trataba de ser pa­ciente ante el tránsito que avanzaba con dificultad. Había obras de ampliación de la vía y por eso el movimiento de los vehículos era exasperante. Fi­nalmente, cuando el calorcito hizo que The Boss encendiera el aire acondicionado del Phantom, apareció la sucesión de enormes hoteles ubicados junto al mar. Junto a ellos, los montes que bordean la bahía también estaban apeñuscados de casas y edificios. Más allá de los grandes hoteles se podían ver franjas de mar impasible, lleno de sol, aunque en el horizonte nubes monumentales parecían cre­cer y avanzar hacia tierra... El mar mostraba cierta agitación y la luz aún oblicua del sol intensificaba lo azul del agua. Descubrí, porque no lo había pen­sado, que ver el mar de Acapulco me resultaba re­confortante. Tenía tiempo que no lo visitaba y, como a muchísima gente en México, una buena cantidad de buenos recuerdos se hallaban asocia­dos con el puerto y mis años de chavo.

Qué bárbaro, dijo Tranquilo, cuando entrába­mos en la avenida Costera, llena de comercios con nombres en inglés; sin contar todo el tiempo que perdimos en la entrada nos echamos tres horas de camino, no me medí, ¿verdad?, un modesto pro­medio de ciento cincuenta kilómetros por hora... Pues sí, asentí, pero ahora ¿qué chingados vamos a hacer tan temprano?

Desayunar, por supuesto. Us­ted no se preocupe, mi querido Nigromante, des­pués de desayunar nos ponemos a trabajar luego luego. ¿De plano? Sí, hombre. Sin embargo, seguía diciendo el Tranquilómano, tendrás que excusarme unas dos o tres horas en lo que atiendo un asunto privado, concluyó con un ligero toque de misterio que no me sedujo en lo más mínimo; me valía ma­dres lo que se trajera, tenía la impresión de que se había metido en unas inversiones con sus suegros que vivían en Acapulco y él se los estaba transando o ellos se lo querían transar a él, o a lo mejor yo nada más estaba inventando porque en ciertas co­sas Tranquilo podía ser totalmente hermético.

Nos instalamos en el Megahotel Nirvana, junto a la playa, en la zona conocida como Acapulco Do­rado. Era un conjunto de edificios con una vaga forma de pirámide, con una gran fuente junto a una rampa pronunciada y tiendas por doquier. Era imprescindible que estuviésemos en el mejor hotel, decía Tranquilo, y aunque había mejores que el Nirvana éstos se hallaban más allá de Puerto Mar­qués, a la altura de El Revolcadero, en lo que, en un ataque de inspiración, llamaron Acapulco Dia­mante. A él le dieron una suite y a mí un cuarto normal. Claro. Qué poca madre. Sin embargo, me explicó el estiradísimo tipejo de la recepción, re­cién graduado de alguna escuela chafa de hotele­ría, el mío estaría listo hasta las trece horas. No hay problema, intervino Tranquilo el Magnánimo, viendo de reojo a unas nenas sumamente potables que en bikini pasaron por allí, puedes ocupar mi suite en lo que te dan tu cuarto. Aunque supongo que te irás a la playa a ponerte como negrito cima­rrón. Pues a lo mejor me echo un sueñito, respon­dí, ya me está pesando la desmañanada.

 

Dejamos las cosas en la suite de Tranquilo, que tenía una gran estancia para recibir y una recáma­ra gigantesca. Él conectó su fax con rapidez; des­pués bajamos y salimos a la playa. Casi no había gente. Nos quitamos los zapatos para sentir la are­na y los dos, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos volvimos para gozar el sol en la cara durante unos instantes. Qué delicia. Las nubes del horizonte ciertamente estaban creciendo; o yo alu­cinaba, o en verdad las nubes se hallaban más cer­ca, y eran muy negras además. Nomás falta que se oscurezca, pensé, pero deseché la idea. Lo que me pareció muy mal fue ver basura en la orilla del mar, que por otra parte estaba un tanto picado. Había algunas bolsas desechables, latas, envases, y en ciertas partes flotaban manchas dudosas. No era mucho, pero se notaba. Tranquilo también ya se había dado cuenta. Nos volteamos a ver, con cara de qué-mala-onda. Después debatimos dónde desayunar. Mi socio, aunque «no tenía hambre», proponía los restaurantes del hotel o uno nuevo, muy bueno, que habían abierto en la Costera, con el que naturalmente había un intercambio. Por mi parte, yo quería ir al mercado a ver si la rellena que tanto me habían recomendado efectivamente era un deleite ancestral.

Sí lo era, un tanto grasosa para el gusto de Tranquilo, quien por otra parte nunca dejó de que­jarse porque había que comer de pie, cerveza en mano, en uno de los pasillos del mercado, lleno de basura, y entre el ir y venir de infinidad de jodidos. De cualquier manera la carne de cerdo se deshacía, la salsita estaba en su mero punto, y los tacos no tenían desperdicio. Debo reconocer, decía Tranqui­lo, parsimonioso, que no tiene madre esta rellena... Oye, Nigro, mira qué morenaza, agregó al ver a una acapulqueña. Sin embargo, cuando sabroseá­bamos el quinto taco, un borracho apareció por el pasillo, trastabillando; Tranq y yo nos miramos, sonriendo, pero, cuando menos lo esperábamos, el borracho, un costeño viejo, prieto, rechoncho, con la barba crecida sobre una enorme papada, pareci­dísimo a Octavio Paz sólo que en jodido, se detuvo junto al Big Boss Man y, sin más, vomitó copiosa­mente sobre los pantalones blancos y en los zapati­nes de piel de cabra de mi viejo amigo y jefe tam­bién. ¡Me recarga la chingada!, explotó Tranquilo mientras yo no podía aguantarme la risa, ¡lárguese de aquí, marrano, asqueroso!, ¡y tú no te rías, pen­dejo!, agregó, porque el Octavio Paz del arrabal, una vez que hubo vomitado, sin más se recargó en The Boss con ánimo de echarse un sueñito. El po­bre Tranquilo difícilmente controló los deseos de asesinarlo a patadas, lo hizo a un lado a empujo­nes y me dijo vámonos de aquí, porque toda la gente que se juntó reía abiertamente.

 

Oye, las nubes se están encimando, y están feas, le comenté cuando me llevaba al hotel por la Cos­tera. No pasa nada, explicó, aún fastidiado por el vómito, que más mal que bien limpió con un perió­dico y bolsas sucias antes de subir al Phantom. De cualquier manera apestaba horrible. Así es siem­pre, añadió, en la mañana a veces se nubla, pero se despeja al poco rato y todo el día es soleadísimo, en la noche es cuando llueve. Me lo explicó Ramón Gómez de la Serna, y ya ves que él no se anda con payasadas. No hombre, repliqué, esas nubes están canijas, chance es una tormenta. Cuál tormenta, no eches la sal, ya te dije que decían en la tele que iba a haber puro sol. Pero siempre se equivocan. Ve esas nubes, insistí, cómo de que no va a llover, después de todo en el verano es cuando se dejan venir unos huracanes de su pinche madre.

En el hotel, subimos a la suite, piso veintisiete. Tranquilo se bañó rapidito, se cambió y se fue quién sabe a dónde. Yo me puse traje de baño, con la idea de tirar la hueva en la playa hasta que re­gresara mi socio. Eran las nueve y media de la ma­ñana. Me asomé a la terraza y en ese momento las nubes acabaron de cubrir todo el cielo; el viento había arreciado, el mar se estaba picando y todo indicaba que llovería en muy poco tiempo. Qué mala suerte, pensé, no quería estar en Acapulco sin sol, no sería justo, me decía al cerrar la terraza porque el viento estaba más bien fresco. Al volver­me advertí hasta qué punto se había oscurecido y tuve que encender las lámparas de la estancia. Vi los sofás, la mesa de centro, la alfombra y el televi­sor empotrado en un enorme mueble de madera que le servía de altar. Lo indicado era leer y oír rock del bueno, por ejemplo, Stationary Traveller, del viejo Camel. Me quité el traje de baño y volví a vestirme antes de sacar el discman y mi libro.

En la recámara estaba el equipaje de Tranquilo: el cabrón viajaba como señorona y para una semana había llevado tres grandes maletas, dos porta­trajes, un maletín de cosméticos y una mochila con quién sabe qué. Además del fax, que ya había reci­bido un documento, y del infallable teléfono celu­lar, también cargó con una poderosa computadora IBM tamaño cuaderno, cuatro megas de memoria, disco duro de ciento veinte y pantalla de color sú­per VGA. La eché a andar pero me pidió una con­traseña, así es que la dejé por la paz. Era típico que The Boss le pusiera una clave para que nadie se asomara a su compu. También había una bella cá­mara de video Mitsubishi con un hiperzoom, ma­cro y mil jaladas más. Claro, también una equipa­dísima cámara de fijas Hasselblad, un monitor Sony enano, del tamaño de una cajetilla de ciga­rros, y un discman Denon con sus audífonos. Tam­bién cargó con una agenda electrónica y unos po­derosos prismáticos.

Con los prismáticos, y un rabioso ánimo voyeu­rista, fui de nuevo a la terraza y hasta entonces me di cuenta de que afuera llovía fuertísimo; ráfagas latigueantes del aguacero se estrellaban contra la ventana y no se podía ver nada. Me impresionó, la mera verdad. Un trueno pavoroso fue seguido por un rayo que erizó el estrépito de la tormenta y mejor regresé a la recámara.

Qué más traía este loco. En el morral de piel había varios discos compactos y casets de video 8. Algunos contenían películas: Bajos instintos, ajajá, Parque jurásico y Roger Rabbit, qué tierno. Había varios casets vírgenes de video 8 y otros debían ser grabaciones de repugnantes vacaciones familiares: Vallarta, Cancún, Nueva York, Fiesta Lucha, Cum­pleaños Tribi. En otro decía: Contabilidad. ¿Contabilidad?, ¿cómo contabilidad?, ¿qué contabilidad puede haber en un video? En un disket, sí. A ver.

Como no había nada que hacer y la tormenta afuera seguía bramando, me tomé la molestia de sacar la cámara del estuche y de conectar los ca­bles a la corriente y a la televisión. Metí el caset, accioné play y en la pantalla aparecieron tomas temblorosas del eclipse de sol de hace unos años. Las escenas no mejoraban así es que oprimí el bo­toncito del avance rápido y en la televisión el eclip­se pasó velozmente hasta que ya no había nada grabado; por alguna razón seguí corriendo la cinta y ya estaba a punto de pararla cuando, oh oh, una mujer apareció en escena.

Ahora habían fijado la cámara, pero la luz esta­ba horrenda, al parecer simplemente le quitaron las pantallas a las lámparas de la recámara, porque estábamos en una recámara y la mujer era Coco, la esposa de Tranquilo. Se hallaba hiperarreglada, con un peinado elaboradísimo, traje de noche rigu­rosamente negro, largo, de tela satinada que le la­mía el cuerpo, y zapatos de tacón enorme y puntia­gudo. Coco no se caía de buena pero estaba transitable; sus grandes tetas siempre se habían hecho notar aunque era de nalga pachaca; los mus­los eran llenos y largos, un tanto adiposos eso sí. El rostro no era exactamente bello, pero sí atracti­vo, con mucha gracia. Aunque apreciaba sus senos, Coco no era mi tipo para nada y jamás me había nacido aventarle el calzón, lo cual sí había hecho, cayéndose de pedo, el ojete de Tranquilo con mi mujer. Qué culero. Pero ahora las cosas eran defi­nitivamente distintas pues la esposa de mi cuate, en la pantalla, sin más se había sentado en una silla y, contorsionándose, se pegaba una cachondea­da sensacional, un poco de prisa pero sin que la cámara la intimidara.

No daba crédito a lo que veía. Mi vieja cuata Coco se acariciaba sin inhibiciones, con música de un jazz previsible que sin duda después injertó Tranquilo, quien, supuse, operaba la cámara. La Cócora se había alzado el vestido hasta la cintura. No llevaba pantaleta, sólo un liguero y medias os­curas, y la aparición de su bien peluqueado pubis me pareció de lo más excitante.

Aún no me reponía de la sorpresa cuando vi que mi vieja amiga abrió las piernas frente a la cá­mara y procedió a masturbarse con gusto e intensi­dad. Había cerrado los ojos, con la respiración en­trecortada y movía su dedo con rapidez por encima del clítoris; se calentó bien rápido la pin­che Coco y se masturbaba con ganas, lo cual, ca­ray, empezó a afectarme, pues mi pene se alzó, curioso, como si quisiera ver también.

Entonces Tranquilo apareció en cuadro. Se ha­bía quitado la ropa y trataba de sumir la panza, lo cual no impedía que su feo pajarraco estuviera bien erecto. El imbécil se había dejado los calceti­nes, lo cual me pareció muy mal; ya García Már­quez había decretado que la peor ignominia que hay es coger con los calcetines puestos. Y de pron­to ya estaba ahí la hard-core-home-movie, que mostraba un buen sesenta y nueve. Era increíble pero el show de mis amigos ya no me sorprendía sino que, a mí, que soy todo un caballero, me esta­ba excitando, como atestiguaba la flagrante erec­ción que cada vez se endurecía más y se volvía apremiante. Mi boca se resecaba y no podía apartar los ojos de la pantalla. Alcanzaba a pensar que dónde se había quedado mi legendaria y analítica frialdad científica. No es posible, pensaba entre ri­sitas nerviosas, tratando de concentrarme en la ce­lulitis de los muslos cocudos y en la panza que ya no trataba de sumir el buen Boss para distraer la calentura. Carajo, ya había tenido que liberar a mi pobre verguita del pantalón para cachondearla dis­cretamente porque Coco y Tranquilo para entonces cogían con rapidez y fuertes embates. De la vieja posición del misionero pasaron a la también tradi­cional del perrito y después ella se montó sobre Tranq. Coco oscilaba las nalgas totalmente entre­gada al acto sexual, ajena a la cámara, y él de he­cho se había quedado quieto pues su mujer se mo­vía con verdadera maestría. Era terriblemente perturbadora mientras subía y bajaba. Mas para entonces, ay Dios, yo me estaba haciendo una te­rrible chaqueta que me hacía perder el equilibrio e irme de ladito al imprimir mayor velocidad a mi mano, hasta que de pronto brotó el primer chorro de mi eyaculación y, con él, un orgasmo oscurísi­mo me deshizo la realidad, apenas advertía que me seguían brotando chorros de semen y que éstos caían en la alfombra, puta madre, alcancé a pen­sar, voy a andar bien chaqueto el resto del día.

En ese momento salté sobresaltado. No sé cómo alcancé a darme cuenta de que alguien abría la puerta. Me puse de pie aterrado y apagué la televi­sión, aún con la verga parada, viendo los chorros de semen en la alfombra. Alguien estaba a punto de en­trar en la suite. ¿Quién?, casi grité, tratando de ba­jarme el susto. Cómo quién, pendejo, se oyó la voz de Tranquilo de lo más ídem, soy yo, agregó, y entonces me vio con la reata de fuera, los pantalones a la altura de los muslos, tratando frenéticamente de apagar y ocultar la cámara al mismo tiempo.

Alcancé a ver que en fragmentos de segundo en Tranquilo se pintaba una gran sorpresa, que ésta se transformaba en una sonrisa burlona, antes de con­gelarse al ver la cámara de video y comprender como en un relámpago lo que estaba pasando. Quihubo Nigro, me dijo, ya muy serio, qué te traes. Yo quería hundirme en la tierra, me sentía arder de tanta vergüenza mientras me subía los pantalones y afianzaba el cinturón. No supe qué decir. Tranquilo, ya no serio sino sombrío, avanzó a mi lado, vio la cámara, que seguía andando, la detuvo y, en silen­cio, desconectó los cables y la guardó en el morral de piel. Yo no sabía qué hacer, me había puesto pá­lido y, para hacer las cosas más absurdas, sólo se me ocurrió encender un cigarro, lo cual le fastidia­ba al máximo a Tranquilo, quien podría ser adicto a las anfetaminas y a la coca pero le había declarado la guerra al tabaco porque hacía daño. ¡Apaga esa porquería!, gritó. Estaba fuera de sí y le costaba tra­bajo hilar las palabras. ¡Mídete, Nigromante, cómo te atreves a agarrar mis cosas sin mi permiso! Hom­bre, no lo tomes tan a pecho, alcancé a balbucir, es que… ¡Es que nada, hijo de tu chingada madre! ¡Res­peta las cosas ajenas! ¡Nada más te dejo un ratito en mi cuarto y tienes que, que, que manosear todo! ¡Esto sí no te lo aguanto, negro resentido, acomple­jado! ¡Estúpido! Cálmate, Tranquilo, agarra la onda, alcancé a decir, yo nunca me imaginé... Mira, lárga­te de aquí, me interrumpió, tratando de controlarse.

Jamás lo había visto tan oscuro como en ese momento.

 

FUERA DE TIEMPO

 

Tranquilo se hallaba muy molesto con su viejo amigo el Nigromante; pensó en despedirlo de la re­vista y regresarlo a pie a la Ciudad de México, pero le preocupaba que le fuera a hablar a todo mundo de la home-movie. Claro que él podía revirar di­ciendo que lo había sorprendido masturbándose. Pero no. Eso era lo que más le molestaba de lo que había ocurrido, no podía soportar que alguien, and least of all an old friend, lo tomara como vehículo para sus prácticas onanistas, especialmente porque la home-movie, como le decían Coco y él, era para exclusivo consumo privado. Era un juego muy es­pecial que tenían los dos, y ella se moriría de ente­rarse que alguien la había visto, mucho más si ese alguien era Nigro, a quien le fascinaba el chisme. Ese jerk nunca había podido desarrollarse; sí, ter­minó la carrera, pero le hizo falta salir al extranje­ro y cultivarse, no nada más con libros y conoci­mientos inútiles o, peor aún, con la supuesta erudición con la que justificaba su enajenación por el rock dizque alternativo. Le hizo falta orearse y aprender a comer bien, a saber de vinos buenos y de buenas cosas, a vestirse adecuadamente aun cuando quisiera andar «muy informal», «muy inte­lectual». Era anacrónico el hombre, cualquiera po­día darse cuenta de que en México los intelectuales importantes al fin habían aprendido a vestirse con corrección, con buenos trajes, como debía de ser. Sí, con todo y su cultura, el Nigromante era un de­finitivo nerd. Pero esto no se va a quedar así, ru­miaba Tranquilo mientras acomodaba y reacomo­daba sus cosas. El Patán había manoseado todo, hasta le daban ganas de desinfectar sus tesoros tec­nológicos, de llevarlos a que les hicieran una lim­pia o algo por el estilo. Ya encontraría, y pronto, la manera de hacer que el Nigro pagara el atrevi­miento de asomarse desvergonzadamente en su vida íntima.

 

Para empezar, decidió no comer con él. Además de que afuera no paraba de llover con ráfagas fero­ces. Hasta se sentía frío. Eso sí era el colmo, pasar unos días en Acapulco en medio de aguaceros. Tan bonito que estaba todo cuando llegaron. Había un sol fa-bu-lo-so. Ojalá el temporal se fuera pronto y los demás días estuviesen, como siempre, soleados y alegres. En vía de mientras pidió a room service, en inglés, que le subieran una langosta thermidor con una botella de Cháteau Margaux. No había langosta pero sí camarones gigantes, y en vez de vino grand cru tuvo que conformarse con un Ca­bernet Sauvignon Domecq, el cual bebió en su casi totalidad y lo mandó a dormir una siesta inquieta y poco profunda.

Cuando despertó, se tomó otra anfetamina para contrarrestar las brumas horrendas del alcohol y escogió con cuidado qué ropa se debería poner.

 

Afuera llovía torrencialmente, pero la tempestad no iba a detenerlo. Por supuesto que haría lo que tenía que hacer, tomaría al Nigromante de las ore­jas y a trabajar, flojonazo. El mal tiempo no iba a propiciar las clásicas huevas de esos intelectuale­tes. Además, mientras lloviera, podían cubrir todo el trabajo indoors. Ya se hallaba totalmente despe­jado y listo para entrar en acción, así es que tomó el teléfono y le ordenó al Nigromante que bajara al lobby pues iban a trabajar.

-¿Con este tiempo? -alcanzó a decir el flojo­nazo.

-I’ll see you downstairs -concluyó Tranquilo secamente.

En el lobby, el Nigromante lo esperaba con una actitud contrita. Tranquilo consideró que le conve­nía ese aire de severidad para borrar la eterna son­risita sardónica del Nigro que tanto le repateaba, especialmente cuando sacaba sus cigarrotes. Fu­maba Delicados, el imbécil. Con eso se creía que estaba con las causas populares. Quién sabe de dónde los conseguía.

-¿A dónde vamos? -pre­guntó Nigro.

Según el plan de trabajo, a las siete tenían cita con el presidente municipal, pero, des­pués de telefonear, el Nigromante reportó que el presidentito, así dijo, no estaba y nadie sabía a qué horas regresaría. Tranquilo suspiró y pidió ver al gerente del hotel para no perder el tiempo. Al fin y al cabo, también estaba en la lista de entrevista­bles.

 

El contador público titulado H. P. Ortega era un hombre gordísimo, que sudaba sin cesar por el esfuerzo que le costaba cada paso. El aire acondi­cionado de su oficina estaba en el máximo nivel y Tranquilo deseó haber llevado un abrigo. Por su­puesto, el contador Ortega estaba al tanto del super­reportaje para La Ventana Indiscreta y claramente se hizo aún más accesible cuando Tranquilo le in­dicó que al día siguiente llegaría el equipo de fotó­grafos de la revista y que le robarían un poco de su tiempo para tomarle unas fotos, que, claro, reque­rirían un gran-gran angular. Después, ostensible­mente, para que se notara quién era la autoridad, Tranquilo le indicó al Nigromante que no nada más grabara la conversación sino que también to­mase notas.

Su viejo amigo lo vio con aire preocu­pado, de hecho alarmado, pero una mirada fulmi­nante lo hizo obedecer. El contador H. P. Ortega, con su gordura gelatineando a pesar del frío del aire acondicionado, por supuesto le cantó las loas al hotel, aseguró que era el número uno de Acapul­co y dio algunos datos que en teoría lo corrobora­ban. Tranquilo aceptó el whisky que le ofrecieron, ah qué bien le cayó, y pronto perdió el interés en lo que decía el gerente, así es que dejó que el Nigro­mante piloteara la entrevista, a pesar de que al poco tiempo algunas de las preguntas se volvieron irónicas e insidiosas. Quiso intervenir cuando lo oyó decir que los grandes hoteles se dedicaban a la prostitución de lujo, pero el obeso contador vehe­mentemente explicó que ése era un infundio de los perredistas para decreditar al turismo. Los hoteles sólo ofrecían sofisticados servicios de masaje, per­fectamente legales, con masajistas guapas, eso sí, pero no eran masajes sexuales, eso sí lo afirmaba enfáticamente, aunque en ocasiones permitían la organización de festejos privados, discretos, con espectáculos nudistas y de travestis que, hombre, ahora eran algo común no sólo en Acapulco sino en todo el mundo. El hotel tenía que proporcionar a la clientela internacional lo que requería, aunque esto en ocasiones molestase a las ya cada vez me­nos mentalidades premodernas y más bien ridícu­las. A esto siguió un discursito sobre la alta mora­lidad de los dispensadores de bienes turísticos, quienes, conscientes de que sus hoteles eran fami­liares, se desvivían por cuidar el tacto, la discre­ción y las buenas costumbres.

 

-¿Por qué demonios tienes que hacer esas pre­guntitas? -regañó Tranquilo cuando al salir de allí fueron a tomar un whisky en el bar para quitarse de encima las gordas vibraciones del gerente del hotel-. ¿No te das cuenta de que you re embar­rasing the poor son of a bitch? Óyeme bien, te pro­hibo que tomes esas iniciativas -agregó, de las cosas políticas me encargo yo.

-¿Cuáles cosas políticas? -rezongó el Nigro­mante-, estás viendo mítines donde nomás hay conversaciones, además de que tú fuiste el que me contó que en estos hotelazos le meten duro al bis­nes del sexo.

Nigromante prefirió callar cuando vio que su jefe enrojecía.

-No me discutas -dijo Tranquilo.

El Nigro asintió y el resto del tiempo en el bar lo pasaron en silencio.

A las nueve de la noche salieron del hotel. Llo­vía con más fuerza que antes y, en la Costera, el tránsito era escaso pero avanzaba con lentitud por los arroyos de agua y el aguacero que no dejaba ver gran cosa; había que guiarse por las luces del auto de adelante e ir con extrema cautela. Tranqui­lo decidió que debían continuar el trabajo y propu­so que fueran a cenar a uno de los restaurantes re­portajeables y que después visitaran una disco para «combinar el negocio y la diversión». Por pri­mera vez en toda la noche Tranquilo se permitió sonreír, seguramente con la ayuda de los cuatro Chivas Regal que había bebido en el hotel, pero por ningún motivo permitió que Nigromante pu­siera sus discos, así es que él eligió la música en lo que llegaban al Porfirio Rovirosa, el restaurant más caro del puerto, por lo que era conocido como el Porfirio Raterazo.

 

Al llegar a la carretera las dificultades crecie­ron; además de la tormenta había obras, natural­mente abandonadas, y se debía ir muy despacio. Por suerte, se decía Tranquilo, nos acompaña el gran Wollenweider, aunque, claro, a este naco no le guste, ¡pues let him fuck himself! , pensó con una sonrisa semiebria. Ya se había tomado siete, ocho whiskies, pero él, como siempre, seguía tan cam­pante porque sabía beber. Le estaba gustando, y mucho, el estilo que recién había descubierto para tratar a Nigromante. Sin majaderías, de hecho con toda corrección y dignidad, pero sin consentirlo en lo más mínimo. Simplemente, cada quien en su lu­gar... Era la única manera de contenerlo si se ponía sangrón. ¡Carajo, qué lluvia, no se puede ver nada!, se dijo. Finalmente llegaron al Porfirio Rovirosa y, como era de esperarse, el Nigro descalificó el lugar al instante cuando lo diagnosticó como insoporta­blemente cursi. Tranquilo sonrió con paciencia. Sabía que con tal de llevar la contraria y para lla­mar la atención su socio solía decir las peores bar­baridades. No había que pelarlo. Por supuesto, el restaurante estaba muy bien, de hecho era magní­fico, y lo único lamentable era que hubiera poca gente, pero, bueno, con esa lluvia era lógico. Oye, exclamó, qué buena lista de vinos. Era claro que a Nigromante no le gustaba la forma como Tranqui­lo lo trataba, pero, ¿qué quería?, ¿que le festejaran sus cochinadas? Comieron en silencio y el vino más bien fue consumido por el Nigro, pues Tran­quilo acompañó sus corazones de filete con vasos de Chivas mientras displicente­mente indicaba qué escribir del Porfirio Rovirosa ignorando las mira­das irónicas que su socio le dedicaba. Está sacadí­simo de onda, pensó Tranquilo, pues qué bueno, que se friegue. Dejó sus cavilaciones pues en ese momento sonó el teléfono celular; ya me llamó, se dijo, excitado; después se levantó, se retiró de la mesa e incluso habló con voz muy baja para que el chismoso del Nigro no lo oyera.

Cuando salieron del Porfirio Rovirosa, la lluvia continuaba intensa, impertérrita, y los truenos se alzaban por sobre el estrépito del aguacero. El ser­vicio de valet parking llevó el auto a la puerta y a ellos los cubrieron con inmensos paraguas, que de cualquier manera servían de bien poco pues la llu­via rebotaba por todas partes. La tormenta no arredró a Tranquilo, quien decidió que «husmea­rían un poco» el ambiente del Nuevo Bum Bum, la discoteca tropical de moda. Recorrieron la carrete­ra de regreso a la bahía con grandes dificultades, pues la lluvia era tanta que los limpiadores apenas podían desalojarla del parabrisas.

 

El Nuevo Bum Bum era un gran salón con de­coración profusamente tropical, lleno de palmas y todo tipo de plantas en enormes macetones y con falsos muros que semejaban las rocas de una gran caverna. Los capitanes, meseros, cajeros y demás empleados andaban como supuestos africanos, con taparrabos y camisas de colores chillantes. Cerca de la entrada se encontraron con un soberbio y jo­ven tigre de Bengala encerrado en una jaula de tres por tres, llena de huesos y trozos de carne sangui­nolenta. La pobre bestia se hallaba justificadamen­te furiosa pues apenas podía moverse y no podía eludir el escrutinio de los turistas que llegaban a invitarle cervezas, como si fuera aquel burro legen­dario de la Roqueta, o a decirle «bishito bishito», o

a exclamar oh my goodness, look at the poor magni­ficent thing! Tranquilo advirtió que en el rostro del Nigro se pintaba una profunda mezcla de estupor, risa nerviosa y tristeza, y antes de que pudiera de­cir algo lo tomó del brazo para que no se detuviese a condolerse del tigre, ni del jaguar, ni de la zebra, la jirafa, el jabalí, las guacamayas, los flamingos y los pavos reales que los desalmados dueños del Nuevo Bum Bum también habían enjaulado en condiciones infamantes y que por suerte apenas se distinguían en la penumbra del lugar. Nigromante presentó una tarjeta de la revista, y como Ramón Gómez de la Serna ya había establecido los contac­tos los trataron muy bien y les ofrecieron el mejor sitio. Sólo que, como posiblemente ocurría en to­das partes, casi no había público en el salón y por eso la música, en ese momento una briosa cumbia, se oía desproporcionadamente fuerte y molestaba.

Los dos pidieron whiskies y en un principio casi no hablaron, hasta que Nigro sonrió, con una ironía más bien amarga.

-Lo que acabamos de presenciar -dijo­-, constituye la más culera violación a los derechos felinos, te juro que me voy a instalar en plantón permanente hasta que saquen al tigre de esa tor­tura.

-Ya ya, no chilles -comentó Tranquilo, que­riendo aparentar indiferencia, mientras bebía otro whisky que le sirvió un mesero con gran olfato para las propinas.

-Sí, cuate, como tú estás metido en otro tipo de jaula no te preocupas por la suerte de los her­manos tigres, las hermanas jirafas, los hermanos gusanos -dijo Nigro siempre con voz alta.

Pero Tranquilo ya no le hizo caso y se volvió a revisar el salón. Entre el escaso público había un ruidoso grupo de norteamericanas de distintas edades, que los miraba invitantemente, y a pesar de que al calor de los Chivas en algún momento Tranquilo consideró abordarlas, al final decidió no hacerlo y optó por mirarlas con simpatía y condes­cendencia, pues evidentemente eran turistas po­bretonas, maestras de escuela con todo y bifocales o empleadas de K-Mart que con sus ahorritos aprovechaban lo barato que salía México para los extranjeros. Una de ellas se puso de pie, entre risas de las demás, y a Tranquilo casi se le salieron los ojos al ver que tenía un cuerpo espléndido, aunque era de facciones más bien regularcitas. Obviamen­te, pensaba Tranquilo, la habían hecho levantarse para que ellos la descubrieran y se animasen. Pero nada de eso. Nigro ni la había visto, el pobre tonto seguía consternado por el tigre de la entrada y de­cía algo así como «no es posible que hayan conse­guido un animal tan hermoso nada más para par­tirle la madre». No le hizo caso. Ya lo conocía. Pura pose. En cuanto a las mujeres, se dijo Tran­quilo, no había prisa; sin duda encontraría some­thing much better después, porque el tiempo mejo­raría, tenía que mejorar, ya se lo habían asegurado los del hotel, y allá también; si no, aunque siguiera lloviendo los clubes nocturnos tenían que animar­se en las siguientes noches. Ni modo que los turis­tas se quedaran encerrados en sus hoteles.

-Oye, esto está muerto, mejor vámonos, ¿no? -dijo el Nigro, fastidiado.

Tranquilo, a quien le estaba cayendo muy bien un whisky más, nuevamente no le hizo caso. Así, no lo peles, se dijo. Y qué bueno que eso decidió, pensó después, porque en ese momento vio entrar a dos norteamericanas más, pero ¡qué diferencia! También de edad madura, una de pelo largo y otra de cabello cortito, pero las dos eran un sol de me­dianoche en la penumbra de la supuesta caverna donde rebotaba, a todo volumen, el baile de «El ca­ballito». Vestían ropa fina, elegante, y definitiva­mente eran de otra dimensión, no como las nerds que seguían con su alboroto de altos decibeles y que ahora contemplaban a las recién llegadas con la despiadada certeza de saber que nunca podrían ser como ellas. Nigromante las había visto también y no les despegaba la mirada, obviamente en ese momento el hermano tigre podía pudrirse en su jaula. Bueno, pensó Tranquilo, yo me voy en esta limousine, me quedo con la de pelo corto, que está estupenda, qué senos más soberbios, y a ver si el pobre Nigro puede ligarse a la otra. Descubrió que se sentía notablemente bien, con una embriaguez de lo más agradable, pero también lleno de energía y con deseos de que ocurrieran cosas.

Las dos mujeres fueron conducidas a una mesa no lejos de donde se hallaban ellos, pidieron bebi­das y después miraron a su alrededor con aire neu­tro. Tranquilo sintió que lo observaban, lo aquila­taban, y les sostuvo la mirada con un movimiento casi imperceptible de cabeza que podía considerar­se un saludo. Ellas se miraron y conversaron en­tre sí.

-¡Qué mujeres! -exclamó Tranquilo.

-Están muy bien -dijo Nigromante con cierta renuencia, sin querer reforzarle la conducta.

-Están como quieren, hombre, las dos. Divi­nas. ¿Te fijas cómo nos tiran el chon?

-Bueno -aclaró Nigro-, yo vi que las rucas nos echaron un lentecillo medidor, pero tanto como tirarnos el calzón, pues como que no.

-¡Es que tú de esto no sabes! -exclamó Tran­quilo, molesto. Eso me gano, pensó, por hacerle caso a este imbécil. No-lo-peles, se repitió. A ver si no echa a perder el plan maestro. Se irguió para llamar al mesero, que al instante surgió de la pe­numbra.

-Lléveles a esas damas otra ronda de lo que pidieron.

-Pidieron tequila Herradura -informó Nigro.

-¿Tú cómo sabes?

-Elemental, mi querido Watson. Porque tie­nen copas de tequila. Y te apuesto lo que quieras a que les sirvieron Herradura.

El mesero depositó nuevas cañas tequileras en la mesa de las estadunidenses, quienes se volvieron a verlos con una actitud más bien fría. Tranquilo se puso de pie en el acto y, con su vaso de whisky en la mano, fue hacia ellas.

-Buenas noches -les dijo, en perfecto inglés, acercándose para que lo oyeran-, ¿me permiten que las acompañe?

Las dos mujeres no dijeron nada, ni siquiera lo miraron, pero Tranquilo no se arredró en lo más mínimo y tomó asiento. -Qué bueno que vinieron -continuó, como si fueran viejos amigos-, esto está muerto, la tormenta metió a todos en sus cuartos, salvo a gente intrépida como nosotros.

Guardó silencio unos instantes para ver el efec­to que producían sus palabras. Se hallaba a punto de reiniciar la conversación cuando la del cabello corto le dijo con un tono neutro:

-Le agradecemos su atención, pero a nosotras nos gusta pagar nuestras bebidas.

-De eso no me cabe la menor duda -precisó Tranquilo, sonriendo-, pero le aseguro que sólo fue un simple gesto de buena voluntad, en México nos gusta que los visitantes se sientan a gusto. So­bre todo si son mujeres tan bellas.

-¿Dónde aprendió inglés? -preguntó la de ca­bello corto, con curiosidad casi académica.

-Hablo inglés desde niño, y además hice mi doctorado en Rutgers. Mi nombre es Tranquilo Pen­samiento. Me da mucho gusto conocerlas -dijo, y les extendió la mano.

La del pelo corto sonrió levemente. -¿Tranqui­lo? ¿Qué nombre es ése? ¿En inglés quiere decir Tranquil?

-Sí.

-¿Y su apellido, cómo era? ¿También significa algo?

-Sí, Pensamiento quiere decir Thought. -¡Tranquil Thought, qué nombre...! –comentó la de cabello corto-, supongo que habrá una his­toria detrás de todo esto.

-Por supuesto que sí, pero no estoy seguro de que quieran oírla a estas alturas del partido -con­sideró Tranquilo-. Mejor permítanme presentar­les a un amigo que me acompaña -agregó e igno­ró la frialdad que mostraron las estadunidenses, se puso de pie y llamó a Nigromante, quien primero, como era de esperarse, se hizo como el que no en­tendía, pero después no tuvo más remedio que acudir al llamado. -Éste es mi amigo Nigro -in­formó Tranquilo a las mujeres.

Nigro inclinó la cabeza, muy serio, y tomó asiento.

-Nigro en realidad es una forma de abreviar Nigromante, Necromancer.

-Necromancer! -de plano rió la de pelo cor­to-, ¡qué nombres!

-Bueno, a Nigro le dicen así no por sus propen­siones esotéricas, que según él las tiene, ni por rela­cionarlo con el preclaro intelectual del siglo pasado Ignacio Ramírez, conocido como el Nigromante, que según él fue su bisabuelo, ¡sino por negro, por prieto subido que es! -se carcajeó Tranquilo.

Nigro iba a decir algo pero optó por guardar si­lencio, aunque notó que la de cabello corto lo mi­raba. La de pelo largo bebía sorbitos de tequila en silencio.

-Quiero decir -retomó la palabra Tranquilo-, él y yo trabajamos en la revista La Ventana Indis­creta. Estamos en Acapulco haciendo un superre­portaje. ¿Y ustedes, de vacaciones?

La de pelo corto miró a su compañera, y como ésta no dijo nada, respondió:

-Sí, naturalmente.

-Qué tiempo escogimos para venir -comentó Nigromante, y la de pelo corto sonrió. La de cabe­llo largo no hablaba pero bebía consistentemente y su copa tequilera estaba vacía, así es que a una seña de Tranquilo, el mesero les llevó otra ronda. Tranquilo se inquietó un poco cuando Nigromante sacó el tema del tigre en la jaula y de los demás ani­males en cautiverio, «es una vergüenza», comentó la de cabello corto, «sí lo es», habló al fin la pelilar­ga; los cuatro despotricaron en contra de los due­ños del antro, que fue despedazado por Nigroman­te y la de pelo corto, por lo que al poco tiempo los cuatro reían alegremente, hasta que Tranquilo dijo:

-Es verdad, es imperdonable lo que hacen, y estén seguros de que los criticaremos severamente en nuestro superreportaje. Pero, en vía de mien­tras, ¿por qué no nos vamos a otra parte? Aquí apenas se puede hablar.

Nigromante bajó la vista, las norteamericanas voltearon a otra parte y Tranquilo pensó: ah caray, qué pasó, qué dije, y para quitarse esas ideas de la cabeza les preguntó cómo se llamaban.

Tras una breve pausa, en la que carraspeó lige­ramente, la de pelo corto dijo: -Yo soy Phoebe Caulfield.

-¿Como la hermanita de Holden Caulfield? ¡No puede ser! -exclamó Nigromante y Phoebe asintió con una leve sonrisa.

A Tranquilo no le gustó la empatía que alcanzó a percibir en Phoebe y Nigro, y sin quererlo tuvo que ver de otra manera a la rubia de pelo largo que ya tenía otro vaso vacío enfrente. -¿Y tú? -le pre­guntó.

-Yo soy Livia Falero -respondió.

-Livia. Como la película de Visconti. Además, Livia también era la esposa del emperador Augus­to; Robert Graves la retrata genialmente en Yo, Claudio. Excúsenme, ahora regreso -dijo Nigro­mante, antes de levantarse y difuminarse en la pe­numbra.

Tranquilo, a sus anchas ya sin su socio, pidió otra ronda de bebidas y habló de la tormenta. Para su sorpresa, Livia, la de pelo largo, le explicó que antes de salir, en la CNN habían dicho que se trata­ba de un huracán al cual habían bautizado con el nombre de Calvin, o Calvino; éste había estallado esa misma mañana en el Pacífico, mar adentro; de hecho, hasta el momento sólo una orilla del hura­cán había llegado a Acapulco; si Calvin golpeara de lleno a la bahía sería una verdadera catástrofe. Li­via dijo todo esto como si fuera lo más normal del mundo, y, al terminar, encendió un cigarro.

Tranquilo aún no digería la información cuan­do vio, ya casi cuando llegaba a ellos, a Nigroman­te tropezar con un hombre corpulento que iba de salida, con todo y su traje, lentes oscuros y notoria facha de policía judicial, o de narco, que para el caso era lo mismo.

-Perdón perdón -dijo el Nigro, pero el hom­brón sin más lo tomó de la camisa, lo alzó y lo mandó al suelo. El Nigro se levantó, furioso.

-Oiga, si le pedí perdón -reclamó. Y Tranquilo y las estadunidenses palidecieron cuando el narco­guarura sacó su pistola.

-No me estés chingando, prietito -le oyeron decir al dar un fuerte cacha­zo en la mejilla de Nigromante.

-¿Quieres más? -preguntó fríamente y durante unos momentos esperó la respuesta. Nigro no dijo nada y el tipo se fue, con lentitud y mirando en derredor sin el me­nor miedo. Todos los asistentes se quedaron petri­ficados, pero nadie dijo nada. La música resonaba, absurda. Quién sabe qué aura verdaderamente ma­ligna se traslucía en el hombrón que logró impo­nerse, pensaba Tranquilo, aún impresionado.

Nigro volvió a la mesa y de un solo trago bebió todo el contenido de su vaso de whisky. La cacha de la pistola le había abierto levemente el pómulo derecho. Tranquilo y las mujeres lo miraban en si­lencio, consternados.

-¿Estás bien? -preguntó Phoebe, la del pelo corto.

Un mesero llegó en ese momento con una servi­lleta humedecida para que Nigromante se limpia­ra. Caray, pensaba Tranquilo, sin saber qué decir, qué feo moquete se llevó mi cuate. Karma instan­táneo, se dijo después.

Nigro se pasaba la servilleta húmeda en la heri­da y de pronto los cuatro se hallaban en un incó­modo silencio que volvía grotesca la música del Nuevo Bum Bum. Livia, después de un breve inter­cambio de miradas con Phoebe, lo rompió para avisar que se iban. Tranquilo les pidió primero e insistió después en que se quedaran, pero como se negaron se propuso a llevarlas; tampoco quisieron, por lo que las invitó a comer al día siguiente. Livia dijo que llamara al hotel Villa Vera en la mañana.

Todos salieron del Nuevo Bum Bum a la tor­menta que seguía bramando. Ellas tomaron un taxi y ellos regresaron al hotel con extrema lenti­tud a causa de la inclemencia de la lluvia. Tranqui­lo pensaba que había sido siniestro el golpe que se llevó su socio, pero también que éste exageraba. Quiso comentar la suerte de hallar a Phoebe y a Li­via, pero su amigo sólo asintió y siguió en su mu­tismo. Qué mamón, pensó Tranquilo, a quien le hubiera gustado seguir la onda en otra parte, de hecho se le estaba antojando ir al Nalgares, así le decían, un antro con table dance, que, le asegura­ron, no había que perdérselo.

En vez de eso, cada quien se fue a su cuarto. Tranquilo entró en su suite, sintiéndose de un hu­mor espléndido. Hasta se puso a canturrear. Vio la programación de películas de pago que ofrecía el hotel pero todas eran viejísimas y ya las había visto en su parabólica, así es que prendió la televisión para ver qué había. Shit. Un programa de discu­sión de temas «controvertidos». No, qué horror. Casi le molestó que en los demás canales no codifi­cados de los satélites no hubiera nada bueno y maldijo al huracán que enfriaba las grandes posi­bilidades de Acapulco. Pensó en bajar al bar del hotel a tomar la del estribo, a ver a quién encontra­ba, chance a alguna otra vieja puestísima, y hasta pensó en llamar al Nígro para que lo acompañara, pero no: hombre responsable al fin prefirió un li­brium para conciliar el sueño, ya que continuaba bien prendido. Dos librium. En lo que se dormía, y porque el Time que hojeaba no atrapaba su aten­ción, casi sin darse cuenta conectó los cables de su cámara de video a la televisión con la idea de revi­sar alguna de las películas que llevaba. En el apa­rato seguía cargada la home movie y, sin reparar en lo que hacía, la echó a andar. Brumosamente, por­que empezaba a hacerle efecto el somnífero, se vio a sí mismo copulando con su mujer, ella montada en él. Todo era lejano. Con una extraña magnani­midad Tranquilo sonrió levemente al constatar que Coco se veía muy bien, pasadita en algunas partes, pero definitivamente era atractiva, y cachonda, con esos grandes senos que eran un sueño; tanto él como ella hacían el amor como expertos, como profesionales, de una manera intensa y, de hecho, creativa, incluso inspirada. No, hombre, si lo ha­cían más que bien. Era artístico, qué carajos. Con razón ese pobre Nigromante no pudo más que masturbarse ante la innegable calidad del show.

 


Date: 2015-12-11; view: 1597


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