El gabinete brasileño tenía aire de decoración del rey Midas[77], con biombos del emperador de Japón. Sobre una mesita brillaba una pecera de cristal azuloso en que el pez más inverosímil del mundo se paseaba como por un palacio. En la paz sestera del salón de Río de Janeiro esta pecera en el centro de la habitación era como el símbolo de un misterio y de una adoración.
Don Américo, repleto y callado, y doña Lía, silenciosa y amuñecada, estaban satisfechos de sus rentas. Don Américo y doña Lía no tenían más deber que no interrumpir esta lluvia de riqueza.
− Lía, estás demasiado inmóvil, − dijo don Américo a su mujer asustando al pez con sus palabras.
− Américo, así se conserva mejor la etiqueta, y ya sabes que hoy viene a cenar el excelentísimo don Reinaldo dos Santos.
Doña Lía se movió un poco y por el salón pasó una brisa que lo animó todo.
− ¿Sabes el signo que me parece que hace nuestro pez en el agua? – preguntó don Américo.
− ¿Cuál? – dijo doña Lía.
− El signo del dólar, la ese endemoniada. Y es natural porque vale cinco mil pesos...
Una hora más tarde el timbre sonó en el fondo de la casa, y a los pocos momentos un criado en guantes blancos introdujo en el salón al excelentísimo señor don Reinaldo dos Santos de Albuquerque da Silva.
Durante un largo rato se repartían cortesías, saludos y excelencias entre los tres reunidos. Don Reinaldo alabó copiosamente todas aquellas riquezas que convertían en sacristía búdica el salón de don Américo y doña Lía. Al llegar a la pecera se quedó asombrado.
− Pero, ¿qué pez es éste? – preguntó a los amos.
− ¡Ah, este pez es un pez inencontrable y mágico! – dijo ponderativo don Américo mientras el huésped miraba con sumo interés el fondo de la pecera.
El pez se movía en el agua con pretensiones de bolsillo de brillantes y zafiros montados sobre malla de oro.
− Este pez, − continuó don Américo, − es un pez único de la India, que ha necesitado cien años de cruces y cuidados para tener tan bellos matices.
− ¡Y a nosotros nos ha costado cinco mil pesos! – declaró doña Lía dejando inmóvil al invitado.
Don Américo y doña Lía se miraron satisfechos de ver una admiración tan enorme frente a su pez único.
Don Reinaldo espiaba en un espejo lejano el gesto de los dueños de la casa, y, volviéndoles la espalda, en un santiamén metió la mano en la pecera, apañó el pez y en un abrir y cerrar de ojos, ¡zas! se tragó el pez inaudito, el pez insólito, la filigrana tierna y centenaria.
− ¡Oh!
− ¡Ah!
Dos inmensas exclamaciones de pavor atravesaron como dos balas el espejo en que don Reinaldo volvía a sonreír satisfecho.
− ¿Pero qué ha hecho su excelencia? – preguntaron a coro don Américo y doña Lía.
Don Reinaldo, cínico y lleno de sensatez salvaje, respondió:
− ¡Un pez de cinco mil pesos! ¿Es que creen Ustedes que volveré a encontrarme un pez así? Lo contaré en todas partes como la fechoría más gloriosa de mi vida. ¡He comido un pez de cinco mil pesos!
Don Américo, que le oía atónito y colérico, se dirigió a él señalándole con el dedo la puerta y le dijo:
− ¡Váyase![78]... Ya ha comido Usted en mi casa para toda la vida.
− Muchas gracias, − respondió don Reinaldo, − ha bastado el entremés para quitarme el apetito... Muchas gracias.
Y don Reinaldo desapareció en el pasillo.
Preguntas del texto:
1. ¿Dónde vivían don Américo y doña Lía? ¿Eran ricos o pobres? ¿Eran nobles?
2. ¿Cómo era su salón? ¿Qué había allí en el centro?
3. ¿A quién esperaban los esposos aquel día para cenar?
4. ¿Qué atrajo la atención de don Reinaldo en el salón de don Américo y doña Lía?
5. ¿Cuánto valía el pez único?
6. ¿Qué hizo don Reinaldo volviéndose de espaldas a los dueños de la casa?