La danza de las promesas: sobre peticiones y ofertas.
Las promesas son actos lingüísticos diferentes de las afirmaciones o las declaraciones, aunque ellas también, como las afirmaciones, funcionan dentro de un «espacio declarativo». Las promesas son, por excelencia, aquellos actos lingüísticos que nos permiten coordinar acciones con otros. Cuando alguien hace una promesa, él o ella se compromete ante otro a ejecutar alguna acción en el futuro.
Cuando alguien me promete que él o ella va a ejecutar una determinada acción en el futuro, yo puedo tomar compromisos y ejecutar acciones que antes hubieran sido imposibles. Si mi jefe me dice «Le voy a dar una bonificación de 700 dólares el próximo viernes», o un compañero de trabajo me dice «Estaré presente en la reunión de mañana», yo ahora puedo actuar basándome en el hecho de que cuento con esas promesas. En el primer caso, puedo, por ejemplo, hacer planes para ir a esquiar, sabiendo que tendré el dinero para hacerlo; o, en el segundo caso, puedo prometer a mi cliente una respuesta a su petición porque la reunión ha sido convocada para tratar su asunto.
Las promesas implican un compromiso manifiesto mutuo. Si prometo algo a alguien, esa persona puede confiar en ello y esperar que cumpla con las condiciones de satisfacción de mi promesa. Esto no es solamente un compromiso personal sino social. Nuestras comunidades, como condición fundamental para la coexistencia social, se preocupan de asegurar que las personas cumplan sus promesas y, por lo general, sancionan a quienes no lo hacen. Gran parte de nuestra vida social está basada en nuestra capacidad de hacer y cumplir promesas. Nuestra extensa legislación sobre contratos es un recurso mediante el cual reforzamos socialmente la obligatoriedad para las personas de cumplir lo estipulado en sus promesas. En ambientes menos formales, el incumplimiento de una promesa nos da derecho a formular un reclamo.
Nietszche dijo en una oportunidad que los seres humanos son animales que hacen promesas. Las promesas son constitutivas de la existencia humana, como lo son los otros actos lingüísticos. Debido a esta capacidad de hacer promesas podemos incrementar nuestra capacidad de acción; podemos lograr cosas que no nos hubieran sido posibles sin la habilidad de coordinar nuestra acción con la de otros. Basta mirar alrededor y observar nuestro mundo para comprobar que gran parte de lo que observamos descansa en la capacidad de los seres humanos de hacer promesas. Nos damos cuenta de que nuestro trabajo, nuestro matrimonio, nuestra educación, nuestro sistema político, etcétera, se generaron porque había personas que hacían promesas a otras.
El acto de hacer una promesa comprende cuatro elementos fundamentales:
- un orador
- un oyente
- una acción a llevarse a cabo (esto es, algunas condiciones de satisfacción),
- un factor tiempo.
Un análisis más detallado de las promesas, sin embargo, nos mostrará que se necesitan, además, otros elementos. No vamos a ocuparnos de ellos en esta ocasión.
Es interesante observar que, cuando hacemos una promesa, en realidad hay dos procesos diferentes involucrados: el proceso de hacer la promesa y el proceso de cumplirla. La promesa, como un todo, requiere de ambos. El primer proceso, el de hacer una promesa, es estrictamente comunicativo y, por tanto, lingüístico. El segundo proceso, el de cumplir la promesa, puede ser comunicativo o no serlo.
Veamos algunos ejemplos. Es fácil aceptar que el hacer promesas es algo que realizamos en una danza comunicativa con otro (o incluso con nosotros mismos). Si mi promesa, por ejemplo, consiste en que tengo que darle saludos a alguien, el proceso de cumplimiento de la promesa será también comunicativo. Si la promesa, por el contrario, es entregarle un paquete a alguien, en su cumplimiento habrá sin duda algo más que acciones comunicativas. Se requerirá de la acción física de hacer entrega del paquete.
Ambos procesos, sin embargo, tienen sus respectivos puntos de cierre. Y la promesa como un todo se termina cuando se cierra el proceso de cumplimiento. Es importante no perder esto de vista. Estos dos procesos suelen llevarse a cabo en diferentes períodos de tiempo. El proceso de cumplimiento generalmente empieza una vez que la promesa ha sido hecha. Sin embargo, la promesa como un todo se completa sólo cuando se ha completado su cumplimiento.
Las promesas, como dijimos, son acciones lingüísticas que nos permiten coordinar acciones mutuamente. Para que esto suceda es necesario, tanto al hacer la promesa como al cumplirla, que ambas partes lleguen a un acuerdo sobre lo que se está prometiendo.
Las promesas siempre involucran una conversación entre, al menos, dos personas. Esto las convierte en un tipo de acto lingüístico muy especial. Un individuo puede hacer una afirmación o una declaración en el contexto de una conversación privada consigo mismo. Aun cuando nos decimos «Prometo comenzar los ejercicios el viernes», siempre podemos convertir esa promesa en una declaración del tipo «Voy a comenzar los ejercicios el viernes». En nuestras conversaciones interiores, las aparentes promesas siempre pueden convertirse en declaraciones. No podemos distinguir unas de otras. Para hacer la distinción de una promesa decimos que necesitamos un «otro», otra persona que se comprometa con nosotros, o bien que nosotros nos comprometamos con ella, a realizar una acción.
Cuando hacemos una afirmación o una declaración, suponemos la existencia de alguien que escucha. Incluso en nuestras conversaciones privadas, actuamos simultáneamente como el que habla y el que escucha. Si al conversar con otra persona hacemos una afirmación o una declaración, el «otro» desempeña su papel esperado en la danza conversacional tan sólo escuchando. En la danza lingüística de las promesas, se espera de este «otro» más que meramente escuchar. Se espera de ambos integrantes de la conversación que su acción vaya más allá del solo hecho de escuchar.
Por lo tanto, para hacer una promesa se requiere que al menos dos personas estén actuando juntas en una conversación. La promesa no es un solo acto lingüístico, involucra dos acciones lingüísticas, dos movimientos lingüísticos diferentes. Estas dos acciones lingüísticas pueden ser, o bien la acción de ofrecer una promesa y la de aceptarla, o alternativamente, la acción de pedir una promesa y la de aceptarla. Estas son las dos maneras fundamentales de ejecutar la danza de las promesas.
Tomemos, ahora, el primer proceso involucrado —el proceso de hacer una promesa— y dejemos en suspenso el proceso de cumplimiento. Este primer proceso no se completa cuando la promesa es ofrecida por el orador, sino cuando es aceptada por el oyente. Si alguien dice «Prometo hacerte una visita mañana», esa persona no ha hecho ninguna promesa todavía. El o ella simplemente ha ofrecido una. La otra persona puede muy bien responder «Lo siento. Mañana no estaré en casa». Si esto sucede, todavía no se ha hecho ninguna promesa. En este ejemplo, ambas partes no estuvieron de acuerdo en hacer la promesa. Una promesa es como una hebilla: necesita de dos lados para cerrarse.
Lo mismo pasa con el segundo proceso, aquél relacionado con el cumplimiento de una promesa. Este tampoco se cierra cuando quien prometió considera que ha cumplido con las condiciones de satisfacción que fueron estipuladas al hacerse la promesa. Si un mozo trae un postre y le dice al cliente: «Aquí está el pastel de moras que Ud. ordenó», esto no basta para completar lo prometido. Es sólo cuando el cliente examina las condiciones de satisfacción de la promesa —el pastel de moras— y las acepta como aquéllas acordadas, que el cumplimiento de la promesa se completa. Esto pasa normalmente cuando el cliente recibe el plato y dice «Gracias», lo que equivale a una declaración de aceptación.
El cumplimiento de una promesa, por lo tanto, sólo se completa cuando se cumple con las condiciones de satisfacción y, nuevamente, cuando el oyente declara su satisfacción. Antes que eso suceda es una promesa pendiente, esperando el momento en el cual las condiciones de satisfacción serán cumplidas.
Como para hacer promesas se necesita del consentimiento mutuo entre las partes, para llegar a este consentimiento podemos proceder a través de dos acciones diferentes. Ambas son movimientos iniciales de un orador hacia la obtención de un acuerdo mutuo con su oyente y así poder concretar una promesa. Estas dos acciones son peticiones y ofertas. No podemos hacer promesas sin peticiones u ofertas y ambas son acciones de apertura hacia la concreción de una promesa.
La petición y la oferta difieren porque sitúan en personas distintas la inquietud de la que se hará cargo la acción que está involucrada en el eventual cumplimiento de la promesa, de concretarse ésta. De la misma forma, la persona que se hará cargo del cumplimiento de la promesa será diferente.
Cuando el proceso de hacer un promesa se inicia con una petición, entendemos que la acción pedida, de ser ésta aceptada, será ejecutada por el oyente para satisfacer una inquietud del orador. Sin embargo, cuando este mismo proceso se inicia con una oferta, entendemos que la acción ofrecida, de ser ésta aceptada, compromete al orador y que ella se hace cargo de una eventual inquietud del oyente.
Recalcando, podemos decir, por lo tanto, que la acción de hacer una promesa implica dos movimientos lingüísticos: una petición u oferta más una declaración de aceptación, comúnmente hecha por otra persona.
Las peticiones, como hemos señalado, son movimientos lingüísticos para obtener una promesa del oyente. Una petición puede ser rehusada y, si esto sucede, no se ha hecho promesa. Una petición supone una aceptación anticipada de la promesa requerida. La declaración de aceptación a una petición completa la acción de hacer la promesa. Si alguien dice «¿Puedes darme una menta?» y el oyente responde «Sí, por supuesto. Toma una», no esperamos que la primera persona diga «No, gracias». Si las condiciones de satisfacción del que pide son claras y si el aceptante accede a otorgarlas, la declaración de aceptación de la promesa queda implícitamente acordada, como una condición de consistencia comprendida en la petición. Este es uno de los compromisos que contraemos cuando formulamos una petición.
Las preguntas son un tipo de petición. En ellas, las condiciones de satisfacción son otro acto lingüístico que se hace cargo de una inquietud de la persona que formula la pregunta. Si yo pregunto a alguien «¿Hace calor afuera?» y esa persona responde «Sí», la respuesta incluye tanto la aceptación de la petición como la satisfacción inmediata de las condiciones de satisfacción requeridas.
Las ofertas son promesas condicionales que dependen de la declaración de aceptación del oyente. Cuando hacemos una oferta aún no hemos prometido nada. Al igual que con las peticiones, las ofertas también pueden ser rehusadas y si esto sucede, no se ha concretado una promesa. Sin embargo, si son aceptadas/ la promesa requiere cumplirse. La aceptación del compromiso de ejecutar la acción ofrecida se da por hecha como parte de la consistencia de la oferta. Si decimos «¿Te puedo ofrecer un trago?» y la otra parte dice «De acuerdo, gracias», no podemos decir, sin ser inconsistentes, «No te lo daré». Si esto sucede, el oyente puede legítimamente hacer un reclamo.
Como las peticiones y las ofertas son básicamente movimientos de apertura para obtener promesas, comprenden los mismos elementos básicos que hemos identificado en éstas. Incluyen un orador, un oyente, algunas condiciones de satisfacción y un factor tiempo.
Dada la importancia que tienen las promesas en nuestras vidas, es conveniente detenernos a examinar cuan competentes somos en hacerlas y en identificar el tipo de problemas con los que nos solemos encontrar. Los cuatro elementos señalados nos permiten referirnos a los cuatro problemas más importantes.
El primero guarda relación con quien identificamos como el orador pues es quien abre el juego (como sabemos en la danza de las promesas los dos interlocutores participan en el hablar). Un problema habitual dice relación con personas que no saben hacer peticiones u ofertas. Y aquí tenemos dos situaciones. La primera guarda relación con personas que simplemente no piden o no ofrecen en determinados dominios de sus vidas o bajo determinadas circunstancias.
Hay quienes, por ejemplo, sabiendo pedir al interior de la familia, suelen no hacerlo en la oficina, o con determinados amigos, o cuando, por ejemplo, hacen el amor. Ellos esperan que lo demás descubran, casi por arte de magia, lo que les inquieta o importa. Muchas veces caen en el resentimiento culpando a los demás por no cumplir promesas que jamás se atrevieron a pedir. No pedir no sólo condiciona una determina identidad y resulta en una particular manera de ser, sino que es un factor que define el tipo de vida que podremos esperar. Insistimos en uno de nuestros postulados básicos: no es que siendo como somos, no pidamos; más bien, el no pedir nos hace ser como somos y nos confiere una forma de vida correspondiente. Si comenzamos a pedir donde no lo hacemos, transformamos nuestra forma de ser.
De la misma manera, hay también quienes no hacen ofertas y, en consecuencia, asumen un papel pasivo en mostrarse como posibilidad para otros. Si estos otros no los «descubren», están condenados a pasar inadvertidos en cuanto recursos valiosos para los demás. Ellos, por lo tanto, no toman responsabilidad en hacerse reconocer en lo que valen, sino que quedan sujetos al accidente del descubrimiento por otros. Nuevamente, ello tiene profundas repercusiones en la identidad y formas de vida a las que pueden acceder.
Hay también quienes creen hacer peticiones u ofertas que no suelen ser escuchadas como tales. Algunos piensan, por ejemplo, que decir que algo no les gusta es equivalente a pedir que eso se modifique. Obviamente no es lo mismo y muchas veces las cosas seguirán como estaban, simplemente porque no se hizo una petición concreta y clara.
Desde el lado del oyente de una petición u oferta, también pueden producirse problemas. Particularmente cuando no sabemos aceptar ofertas o rehusar pedidos. ¿Cuántas veces, por ejemplo, decimos «Sí» a un pedido que consideramos que no debiéramos haber aceptado? ¿Cuál es el precio que pagamos en identidad, en autoestima y dignidad cuando no somos capaces de decir «No»? ¿Cómo se manifiesta eso en nuestras relaciones con los demás? ¿Qué consecuencias trae en nuestras vidas?
Pasemos a continuación al elemento que guarda relación con la acción comprometida y con sus condiciones de satisfacción. Ahora estamos ante una situación en la que se hizo una petición o una oferta y ésta fue aceptada. Sin embargo, lo que el orador entiende que se prometió resulta ser diferente de lo que entendió el oyente. Ambos, sin embargo, operan bajo el supuesto de que esa promesa se hizo y que será cumplida. Ambos, por lo tanto, tomarán acciones descansando en ese supuesto, sólo para comprobar más tarde que lo que esperaban que ocurriera no sucederá. Quien espera que se cumpla con la acción prometida verá frustradas sus expectativas, como también las verá quien descubra que lo que realizó para cumplir con lo prometido no produce la satisfacción esperada. ¿Cuál es el costo en productividad, en bienestar personal, en identidad, que resultará de una situación como ésta? ¿Cuántas veces nos vemos enfrentados a situaciones de este tipo?
Examinemos, por último, lo que sucede cuando, esta vez, se concreta una promesa con claras condiciones de satisfacción pero no se establece con claridad su fecha de cumplimiento. Una promesa que no específica con claridad el tiempo en el que debe cumplirse, no es una promesa. Quien espera su cumplimiento no está en condiciones de descansar en el hecho de que tal promesa se cumplirá, dado que no se sabe cuándo ello podría suceder. Es más, al no especificarse cuándo debe cumplirse la promesa, tampoco hay espacio para reclamar, dado que siempre puede argüirse que en algún momento, más temprano o más tarde, lo prometido se cumplirá. Una promesa que no especifica el factor tiempo, no obliga y, por lo tanto, en rigor no puede considerarse una promesa. ¿Es necesario preguntar sobre las consecuencias de esta situación?
Cuando hacemos una promesa, nos comprometemos en dos dominios: sinceridad y competencia. La sinceridad, en este contexto, es el juicio que hacemos de que las conversaciones y los compromisos públicos contraídos por la persona que hizo la promesa concuerdan con sus conversaciones y compromisos privados. La competencia guarda relación con el juicio de que la persona que hizo la promesa está en condiciones de ejecutarla efectivamente, de modo de proveer las condiciones de satisfacción acordadas.
Cuando falta cualquiera de estos dos factores, sinceridad o competencia, la confianza se ve afectada. Normalmente decimos que confiamos en alguien que hizo una promesa, cuando juzgamos que esa persona es sincera y competente al hacerla. La desconfianza surge del juicio que hacemos de que, quien promete, carece de sinceridad y/o de competencia y que, por lo tanto, no podemos asegurar el cumplimiento.
Estos compromisos involucrados en las promesas, hacen que ellas tengan sumo poder en la vida social y sean uno de los pilares de nuestra capacidad de coordinación de acciones.
Como ya hemos visto, una de las principales diferencias entre los actos lingüísticos es que implican diferentes compromisos sociales. Estos son presupuestos que hacemos al escuchar lo que decimos y por los cuales los oradores nos hacemos responsables. Como dijimos anteriormente, cuando hablamos no somos inocentes. Siempre somos responsables de los compromisos sociales implícitos en nuestros actos lingüísticos.