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D) Sobre la relación entre las afirmaciones y las declaraciones

 

Hasta ahora, hemos identificado dos actos lingüísticos, las afirmaciones y las declaraciones. Pareciera, sin embargo, que ambos se sitúan a un mismo nivel y sólo se diferencian según quien conduce la relación palabra-mundo. No habría ningún problema con ello, de no ser que omite un aspecto que consideramos importante destacar. Las declaraciones representan el acto lingüístico primario por excelencia. Vale decir, el que crea las condiciones para la emergencia de los demás. Sin que ello implique negar la distinción que hemos efectuado entre afirmaciones y declaraciones, cabe reconocer que, para que tengamos afirmaciones, requerimos de un espacio declarativo en el cual ellas se constituyen.

Tomemos un ejemplo para ilustrar lo anterior. Decir «Hoy es jueves» es una afirmación. Para todos los miembros de una comunidad que comparten la forma como llamamos los días, se trata de una proposición que podrá ser considerada verdadera o falsa. Quien hace esta afirmación no pretende estar modificando nada al hacerla. Sin embargo, para que esta declaración pueda efectuarse hubo de haber un momento en el que, por declaración, se estableció la convención de llamar a los días de una determinada manera que nos permite decir que «Hoy es jueves».

Dijimos anteriormente que las afirmaciones dan cuenta de nuestras observaciones y que éstas operan al interior de un espacio de distinciones determinado. Lo que señalamos ahora es que todo «espacio de distinciones», condición de las afirmaciones, es en rigor un «espacio declarativo».

El que las afirmaciones, como otros actos lingüísticos que examinaremos a continuación, resulten (y, por lo tanto, sean fenómenos derivativos) del poder de las declaraciones, no significa que en su operar concreto ellas no puedan ser reconocidas como actos lingüísticos diferentes, distintos de las mismas declaraciones que las posibilitan.

Un error habitual que se suele cometer al comparar las afirmaciones con las declaraciones es el de suponer que, dado el poder de transformación de estas últimas, las afirmaciones son poco importantes. Es más, que las afirmaciones no se relacionan con nuestra capacidad de intervenir y transformar el mundo. Ello es equivocado. Sólo podemos intervenir en el mundo que somos capaces de reconocer y nuestra capacidad de observación es decisiva para un adecuado ejercicio de nuestra capacidad de intervención. Mis evaluaciones sobre lo que es posible en el mundo en términos de mi actuar, descansa en las afirmaciones que yo pueda hacer sobre él.

Veamos un ejemplo. Alguien me dice: «La Bolsa de Valores acaba de experimentar una caída en 100 puntos». Esta es obviamente una afirmación. Pero a partir del hecho de que conozco este hecho, hay muchas acciones que puedo tomar (vender, comprar, etcétera) que no tendría como considerar de no haber tenido acceso a esa afirmación. Lo mismo, poniendo otro ejemplo extremo, si alguien me dice: «¡La casa se está incendiando!» Posiblemente no se me va a ocurrir huir, o procurar salvar algunas cosas, de no haberse hecho esta afirmación.



A la vez, muchas afirmaciones pueden no tener ninguna significación en términos de mis posibilidades de acción. Por lo tanto, no toda afirmación me es igualmente importante. Esto nos lleva a una segunda distinción con respecto a las afirmaciones. Anteriormente dijimos que ellas podían distinguirse entre verdaderas y falsas. Ahora podemos establecer que también podemos distinguir entre afirmaciones relevantes o irrelevantes, según la relación que ellas tengan con nuestras inquietudes. Saber el pronóstico del tiempo para mañana en Sudán resultará probablemente irrelevante si mañana estaré todo el día en Bogotá. No es lo mismo, sin embargo, si mañana tengo que viajar a Sudán y que el objetivo de mi viaje depende grandemente del estado del tiempo. Una competencia importante en la vida es saber distinguir entre afirmaciones relevantes e irrelevantes y en generar las primeras.

Las afirmaciones dan cuenta del mundo en que vivimos y, por lo tanto, nuestra capacidad de hacer afirmaciones habla del tamaño y carácter de nuestro mundo. Una persona provinciana se caracteriza por una capacidad muy reducida de hacer afirmaciones y, en consecuencia, por un mundo muy reducido. El concepto de mundo, en este sentido, no es geográfico. Es una distinción existencial y guarda relación, entre otras cosas, con nuestra capacidad de hacer afirmaciones sobre el acontecer. Para poder desarrollar en mayor profundidad el tema de la relevancia de nuestras afirmaciones es preciso, sin embargo, introducir dos distinciones adicionales. Se trata de las distinciones de inquietudes y de juicios.

La distinción de «inquietud»

 

Llegados a este punto, nos parece oportuno introducir la distinción de inquietud 1. Como se apreciará más adelante, ella ocupa un lugar central dentro de nuestra interpretación. Los seres humanos actuamos y uno de los dominios de nuestro actuar es el lenguaje.

Una forma de entender lo que llamamos inquietud es haciendo la pregunta, ¿por qué actuamos? o ¿por qué hablamos? Las respuestas que demos a esas preguntas, en la medida que se sitúen en el terreno de lo que la psicología llamaría «motivaciones», corresponden a lo que se apunta con la distinción de inquietud. Más adelante se apreciará también por qué no usamos los términos «motivaciones», «propósitos» o «intenciones» que son los que habitualmente se utilizan a este respecto.

Sostenemos que los seres humanos al actuar, nos estamos «haciendo cargo» de algo. Como apuntara el filósofo Martín Heidegger, la existencia humana resulta, para los seres humanos, un asunto del que requieren hacerse cargo y, por lo tanto, al que tienen que «atender». Los seres humanos —sostenemos— no podemos descansar, como sucede con otros seres vivos, en la total inocencia de la existencia, en un simple dejarla fluir.

A nosotros, los seres humanos, la existencia nos desafía y, para mantenerla, debemos a menudo tomar posición con respecto a ella y, en razón de ello, nos vemos muchas veces compelidos a modificar el curso espontáneo de los acontecimientos. Esto último lo hacemos mediante la acción. Por lo tanto, concebimos la acción como una dimensión exclusiva de la existencia humana. Sólo en un sentido figurativo y radicalmente diferente podemos hablar de acción en relación a otros seres vivos o a los elementos y fuerzas de la naturaleza.

Esta condición de desgarramiento existencial, propia de los seres humanos, es interpretada por la tradición judeo-cristiana como expresión de una caída que surge del castigo de Dios frente al «pecado original». Los seres humanos pagan el atrevimiento de haber querido participar en el proceso de creación. Ello está simbolizado en haber cedido a la tentación de comer del árbol del bien y del mal, el árbol de los valores y, en último término, aquel que alimenta el sentido de la vida. Al haber comido del árbol del bien y del mal, los seres humanos pierden la inocencia como condición de su existencia.

Este desgarramiento, propio de la existencia humana, se expresa por lo tanto a un nivel todavía más profundo que el de la acción cotidiana, aquella que nos lleva a preocuparnos de nuestra alimentación, abrigo y otras necesidades de este tipo. Como parte esencial de este hacernos cargo y atender a nuestra existencia está también el imperativo de conferirle sentido.

Los seres humanos requerimos del sentido de la vida, como condición de nuestra existencia. Esta pareciera ser la otra cara del poder que tenemos de participar en el proceso de nuestra propia creación. Cuando no somos capaces de conferirle sentido a la vida, dado que somos seres actuantes, tenemos la opción de terminar con ella. El suicidio, como nos señalara Albert Camus, pareciera ser un fenómeno típicamente humano.

Todo lo anterior sólo es concebible por cuanto los seres humanos somos seres lingüísticos. No habría forma de dar cuenta de esta dimensión de hacernos cargo y atender a nuestra existencia, ni del imperativo ontológico de conferirle sentido a la vida, si no fuésemos seres que vivimos en el lenguaje y el lenguaje humano no tuviese la capacidad de su propia recursividad. Tampoco podríamos hablar de la acción humana, de la manera como lo hacemos, sino en cuanto somos seres lingüísticos.

De cuanto acabamos de decir nos parece que lo más significativo es lo siguiente: los seres humanos actuamos como forma de atender a nuestra existencia. La distinción de inquietud surge, en consecuencia, respondiendo a esta necesidad de señalar de qué se hace cargo una determinada acción o, como dijéramos anteriormente, de la respuesta a la pregunta ¿por qué actuamos?

La distinción de inquietud presupone, por lo tanto, que existe un algo que nos lleva a actuar, a intervenir en el curso de los acontecimientos y a no dejarlos fluir de manera espontánea. Ella expresa el supuesto de una cierta insatisfacción, de un cierto desasosiego, de una determinada pre-ocupación (todo lo cual llamamos «inquietud»), que nos incita a actuar, a «ocuparnos» en el hacer. Con la distinción de inquietud, en consecuencia, se está postulando que las acciones no se justifican por sí mismas, sino en cuanto se hacen cargo de algo. El sentido de la acción humana obliga a trascender el propio dominio de la acción y a buscar raíces existenciales más profundas.

1Usamos la distinción inquietud como traducción del término inglés «concern» que nos parece más adecuado a lo que queremos señalar. En español tenemos el verbo concernir, pero no tenemos el nombre correspondiente (que equivaldría a algo así como «concernimiento», como cuando decimos discernimiento a partir del verbo discernir). Usamos el término inquietud, por lo tanto, aludiendo a aquello que nos concierne y que nos incita a la acción. Se trata, en consecuencia, del reconocimiento de una situación primaria de insatisfacción, de desasosiego, desde la cual actuamos.

Otro término posible sería el de incumbencia, aquello que nos incumbe al actuar.

Quisiéramos hacer algunos alcances finales antes de cerrar esta sección. La respuesta a la pregunta, ¿por qué actuamos? y, por lo tanto, aquello que designemos como «inquietud» será siempre motivo de interpretación. En rigor, nunca sabemos por qué actuamos como lo hacemos, aunque sospechemos que ciertas interpretaciones nos pueden llevar a actuar de una forma y no de otra. La distinción de inquietud no nos proporciona un punto de apoyo sólido desde el cual la acción adquiera sentido. Desde la interpretación que estamos proponiendo, tenemos que acostumbrarnos a que no encontraremos ningún punto de apoyo sólido. Cada vez que creamos encontrar uno, descubriremos que se nos disuelve.

Ello significa que tampoco podemos conferirle prioridad a la inquietud con respecto a la acción. Este ha sido uno de los grandes errores del racionalismo que supuso que la razón antecede a la acción, aunque tal razón muchas veces se nos escape. Desde nuestra perspectiva decimos que si bien aceptamos que determinadas interpretaciones conducen a determinadas acciones, no es menos efectivo, sostenemos, que las acciones también generan las interpretaciones capaces de conferirles sentido. La relación entre acción e inquietud puede establecerse en ambas direcciones. Vivimos en mundos interpretativos.


Date: 2016-03-03; view: 752


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