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CONTESTACIÓN

DEL EXCMO. SR. DON GREGORIO SALVADOR


 

 

Señores Académicos:

 

Quiero manifestaros ante todo mi gratitud por haberme designado vuestro portavoz en este acto ritual y siempre emocionante de recibir en nuestra casa a un nuevo compañero, porque me honra y me complace ser yo quien le dé la bienvenida a Arturo Pérez-Reverte, muestre los caminos y los logros que lo han traído a esta corporación y responda al discurso que le acabamos de oír. Sabéis que fui uno de los tres académicos firmantes de su candidatura, con Eduardo García de Enterría y Antonio Muñoz Molina. Para el primero, la Real Academia Española no podía caer en el error de la Francesa, que no incorporó nunca a Alejandro Dumas, con quien tan vinculado se siente nuestro novelista, al que algún crítico ha llamado, afectuosamente, «el quinto mosquetero», y para Antonio Muñoz Molina, «Arturo Pérez-Reverte culmina en la narrativa española un proceso de recuperación del gusto de contar y del reencuentro de la novela con el lector común que venían ya insinuándose desde algún tiempo atrás en algunas otras novelas que usaron las claves de la literatura de género como puntos de partida para contar el mundo y para establecer una complicidad gozosa entre la novela y el lector». Digamos, finalmente, que yo no era sino uno de esos tantísimos, incontables lectores que han disfrutado de sus relatos, a la par que admiraba su fidelidad histórica, su precisión documental, sus pinceladas de humor y la eficaz transparencia de su prosa. Añádase el conocimiento personal, desde hace nueve o diez años, que sin haber sido frecuente, ha sido bastante para advertir en él una calidad humana, una generosidad intelectual, una independencia de ideas y una claridad de juicio, que han ido ganando, poco a poco, mi aprecio, mi admiración y mi amistad.

Comprenderéis, pues, mi satisfacción por oficiar, con la voz de la Academia, en este acto protocolario pero jubiloso que nos reúne esta tarde para recibir a Arturo Pérez-Reverte. Porque existe aún otra circunstancia para mí particularmente sensible. El nuevo académico viene a ocupar el sillón T mayúscula, el que dejó vacante al morir mi maestro Manuel Alvar, a quien él, que no llegó a conocerlo sino a través de sus discípulos, ha retratado en esbozo, con intuición y tino, en el preámbulo de su discurso. Diré yo ahora que si algún escritor se podía vislumbrar, en el panorama actual de nuestra literatura, que me pareciera adecuado para suceder a mi maestro en ese sillón, no era otro que Pérez-Reverte, andariego como él, igualmente universal, el único que ha pisado, como el inolvidable filólogo, todos y cada uno de los países de nuestra lengua y que ha ido dejando memoria de sus trabajos, que es conocido y alabado en todos ellos. Hasta raro se me antoja que no coincidieran ninguna vez en algún avión, en algún aeropuerto, en algún cruce de caminos. Era en ese sillón académico donde, después de tantas vicisitudes y avatares, del uno y del otro, se iban sus nombres a emparejar.



Arturo Pérez-Reverte nació en Cartagena en 1951. Lector precoz, devora ya en la infancia todas las viejas novelas folletinescas, de misterio o de aventuras o de recreación histórica que acumulaba la biblioteca de su abuelo: Alejandro Dumas, Víctor Hugo, Julio Verne, Daniel Defoe, Salgari, Conan Doyle, Galdós, con sus Episodios Nacionales, lo van ganando para la imaginación y la literatura. Ya adolescente continúa con Galdós y con Baroja, Valle-Inclán, Wells, Melville, Conrad y, en seguida, los clásicos españoles. Su padre lo lleva al teatro, cuando hay ocasión en la ciudad provinciana, y esas representaciones, ese oír los versos de Lope o de Calderón, le mueven los pulsos y le excitan los ánimos. Su padre sabe sembrar en él inquietudes de lectura, ponerle disimulados cebos en lo que piensa que debe leer. Y le abre puertas al mundo clásico. Refuerza con un profesor privado el obligado aprendizaje del latín y el griego que exigía el bachillerato de la época. Y de este modo traduce, con pasión, a César, a Virgilio, a Horacio, luego a Jenofonte y a Homero. Su prosa se va haciendo con esas traducciones de la Iliada, de la Odisea, y su imaginación se va poblando de aquellos héroes del mundo antiguo. Pero es la Anábasis el libro que más lo influirá y que marcará decisivamente toda su obra. Soldados perdidos en territorio enemigo, sin retaguardia que los proteja, es un tema recurrente en sus relatos, porque esa es la gran metáfora de la vida para Arturo Pérez-Reverte. El hombre no es más que eso: un soldado perdido en territorio hostil. Aquel muchacho que traducía el relato de Jenofonte recuerda ahora, recordará siempre, la más fuerte impresión literaria de su vida, desvelando el texto griego, con el diccionario a mano, con la gramática en la cabeza: aquel destacamento de soldados griegos que alcanza la cumbre de una montaña y avista el Ponto Euxino: ¡zalasa, zalasa! ¡El mar, el mar!

Y aquel muchacho, hoy el novelista que recibimos, explica así su literatura: «Mi único secreto es muy simple y está al alcance de cualquiera: planteamiento, nudo, desenlace, las comas en su sitio, y sujeto, verbo y predicado». Y luego lo condensa en tres palabras: «Escribo como lector». Le preguntan por sus temas y dice que acude a los asuntos que literariamente más lo han emocionado, los grandes temas clásicos, y precisa: «El honor, la amistad, la aventura, el mar, el peligro, el tesoro, el laberinto, el enigma». «Utilizo —añade— los mecanismos de la narración clásica: ¿por qué empeñarse en cambiar algo que han hecho tan genialmente Galdós, Stevenson, Dumas o Stendhal? Cuento historias en las que pasan cosas...».

Cuando terminó el bachillerato deseó venir a Madrid a estudiar Periodismo e ingresó en la por entonces flamante nueva Facultad. Su padre opinaba que bueno, pero que debía hacer, aunque fuera a la par, una carrera seria, y se matriculó también en Ciencias Políticas, de la que llegó a concluir tres cursos. Pero en la que se licencia, finalmente, en 1973, es en la que deseaba, en Ciencias de la Información. Entra de reportero en el diario Pueblo y en seguida lo mandan a informar sobre la guerra de Chipre. Trabajará doce años como corresponsal de guerra, en ese periódico, y luego otros nueve en TVE. Será testigo de todas las guerras ocurridas entre 1973 y 1994, que fueron muchas, se pierde la cuenta: la del Líbano, la de Eritrea, la del Sáhara, la de las Malvinas, la de El Salvador, la de Nicaragua, la del Chad, la crisis de Libia, las guerrillas del Sudán, la guerra de Mozambique, la de Angola, el golpe de Estado de Túnez, etcétera, etcétera. Las últimas que cubrió, ya para TVE, con imágenes y reportajes en los telediarios, fueron la revolución de Rumanía, la crisis y guerra del Golfo y las de los Balcanes, la de Croacia y la de Bosnia. También había dirigido, durante cinco años, La ley de la calle, un programa de Radio Nacional de España sobre marginalidad y delincuencia, por el que recibió el Premio Ondas de 1993.

Su mundo no era, pues, el de los círculos literarios y al relativo éxito de su primera novela, El húsar, de 1986, no se le presta demasiada atención; el de la segunda, El maestro de esgrima, 1988, resulta ya más notorio, y con la tercera, La tabla de Flandes, de 1990, y la cuarta, El club Dumas, de 1992, se consagra como novelista arrollador, como autor siempre instalado en las listas de libros más vendidos. Su obra empieza a traducirse y a traspasar fronteras y la crítica española se muestra remisa a reconocerle méritos literarios, considerándolo un escritor de novelas populares cuyo éxito se basa en ser una cara conocida de televisión.

Pero más que cara conocida era un personaje conocido, no un simple busto parlante sino un tipo alto y enjuto, con gafas de concha y chaleco antibalas, que nos contaba, al amparo de una tapia o resguardado por unos sacos terreros, el día a día de las guerras de los Balcanes, entre ráfagas de ametralladora, explosiones de bombas, destrucciones, muertos, heridos, ambulancias, carros de combate y personajes más o menos siniestros, y nos lo contaba directamente, mirándonos a los ojos, con oficio, imperturbable delante de la cámara, con una mochila colgada, en la que, al parecer, llevaba más libros que cualquier otra clase de utensilios, pues sólo la lectura le permitía sosegarse y reponerse de los horrores que se veía obligado a presenciar cada jornada.

En 1994 abandona TVE y publica Territorio Comanche, en el que narra, con brevedad y dureza, sin pelos en la lengua, su experiencia de reportero en esa última guerra a la que asiste. Otras dos narraciones breves, novelas cortas más o menos, La sombra del águila y Cachito o Un asunto de honor, publica en 1995 tras aparecer como folletones en El País. De ese mismo año es La piel del tambor, y un año más tarde publica el primer tomo de lo que van a ser las aventuras de El capitán Alatriste, que se irán desarrollando, en años sucesivos, con Limpieza de sangre, El sol de Breda y El oro del rey. La crítica comienza a entregársele y a reconocer que hay mucho más que un simple folletinista o un constructor de novelas de misterio o aventuras en el reportero de Cartagena. Ahora empieza a ser el escritor de La Navata, lugar de la sierra madrileña donde se ha retirado a escribir, que es ya su único oficio: darle a la tecla desde las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde sin interrupción. Con reflexión, con documentación irreprochable para sus recreaciones históricas y con «la impecable factura estilística que se gasta en sus narraciones», según apreciación literal de Luis Alberto de Cuenca, que le dedicaba un artículo a la saga del capitán Alatriste en un volumen de quinientas páginas, Territorio Reverte, con treinta y dos ensayos sobre su obra, de otros tantos autores, que publicó hace dos años la Universidad suiza de Berna. De vez en cuando se marcha a navegar en su propio barco, que es su gran afición; afición que le ha inspirado su hasta ahora penúltima narración, La carta esférica. Explica, sin embargo: «No navego por aventura, sino para estar lejos de lo que no me gusta». Pero también suele decir que su patria es el Mediterráneo.

Ya nadie se atreve a poner en tela de juicio su calidad literaria. Su última novela, La Reina del Sur, situada su acción en nuestro tiempo y localizada en Sinaloa, México, y en nuestra Costa del Sol y Zona del Estrecho, con personajes entremezclados de uno y otro país, es un verdadero prodigio de observación lingüística, de matización de las diferencias, de entendimiento de los usos idiomáticos.

Es probablemente hoy el escritor español en activo con más presencia en los territorios americanos de nuestra lengua y esa última novela lo ha acabado de consagrar allá. En el mes de noviembre pasado, en el Congreso de la Asociación de Academias de la Lengua Española que se celebró en San Juan de Puerto Rico, el director de la Academia Costarricense, Alberto Cañas, escritor prestigioso, novelista también, como todos sabemos, me preguntó: ¿No han pensado ustedes en llevar a Pérez-Reverte a la Academia? Le contesté que varios académicos ya lo estábamos pensando. Y así era y justo será recordar que fue nuestro llorado secretario, Domingo Ynduráin, quien primero pronunció su nombre como el de un candidato ineludible.

Las obras del nuevo académico se han editado en muchos países hispanohablantes y la serie de El capitán Alatriste se ha convertido en España en materia de lectura escolar, porque su intención fue desde el principio, al concebir este personaje, que la recreación, con él, del ambiente de nuestro Siglo de Oro, de los hechos, los modos y los acontecimientos, llenara de alguna manera el hueco dejado por el destierro de la historia en los planes de estudio, en algunas naciones de América están cumpliendo idéntica función, pues ellos sienten claramente que esa historia les afecta y les es común. El éxito del personaje en el nivel secundario de enseñanza ha llevado incluso, en España, a traducirlos al catalán y al eusquera, con lo cual suman ya veintiocho las lenguas a las que nuestro autor se ha traducido. En dos naciones tiene muy particular presencia: en Francia y en los Estados Unidos. Ya en 1993 la revista Lire eligió La tabla de Flandes como una de las diez mejores novelas extranjeras traducidas ese año al francés y se le concedió también el Grand Prix de literatura policíaca; en 1997 recibe el Premio Jean Monnet de literatura europea, y en 1998 es nombrado Caballero de la Orden de las Letras y las Artes por el Presidente de la República Francesa, y en 2001 se le otorga el Premio Mediterráneo a La carta esférica en su traducción al francés, que también es galardonada por la Academia de Marina del vecino país. En los Estados Unidos, el Suplemento literario del New York Times consideró, en 1994, La tabla de Flandes como una de las cinco mejores novelas extranjeras publicadas ese año en aquel país y la sigue recomendando a sus lectores en los años siguientes; en 1998 selecciona El club Dumas como uno de los libros de ficción más importantes del año literario y define la novela como «deliciosa y llena de inteligencia»; y en 2000 destaca El maestro de esgrima, tardíamente traducida ante el éxito del autor, como uno de los mejores libros del año y resalta «su espléndida ejecución». La tabla de Flandes en Suecia y El club Dumas en Dinamarca reciben igualmente premios u honores reservados para novelas extranjeras. Estas y otras narraciones de Arturo Pérez-Reverte han sido llevadas al cine: se han realizado ocho películas hasta el momento, tres en los Estados Unidos y cinco en España.

Arturo Pérez-Reverte se ha propuesto en todo momento hacer buena literatura, porque ha sido siempre un entregado amante de ella, un denodado lector. Empieza tarde (tiene 35 años cuando publica su primera novela, en 1986), pero lleva trece años viendo guerras sin cesar y treinta leyendo libros sin parar. Y diez años después, en 1996, ya absolutamente triunfador, cuando salta al ruedo literario su capitán Alatriste, contesta de este modo, en una entrevista, a quien le recuerda esa llegada tardía a la literatura: «Uno publica cuando cree que tiene algo que contar, cuando siente una necesidad casi física de contar historias. Hay que esperar a sentir esa necesidad: hasta entonces podemos aprovechar el tiempo viviendo y leyendo. Pero, fíjese, ni siquiera ahora, cuando llevo diez años publicando libros, me sé escritor: yo soy, ante todo, un lector. Un lector apasionado cuya verdadera patria son los libros que ha amado. Concibo la escritura como una forma, también apasionada, de rescatar todos esos libros que amé, que sigo amando». Y antes ha dicho a su entrevistador, que también había mostrado su asombro ante el hecho de que, salvo Territorio Comanche, en ninguna de sus novelas hubiese utilizado los recuerdos de su intensa experiencia como corresponsal de guerra: «Lo cual no quiere decir que prescinda de mi vida a la hora de abordar una novela. Mi vida está detrás de cada página, de cada personaje. Ahora bien, mi propósito no es contar mi biografía (eso resultaría muy aburrido), sino contar el mundo: intentar trasladar al papel la lucidez o la confusión que la vida me ha dejado. No escribo para contar mi vida, sino para contar los amores que no he tenido, las cuentas que no he saldado, las mujeres que no he amado, los enemigos a los que no he matado, los amigos a quienes no he podido abrazar». Permítanme que incluya aquí una reciente observación personal. Su primera novela, El húsar, yo no la había leído; había entrado en su narrativa por La tabla de Flandes y Territorio Comanche y no me había preocupado de volver la vista atrás; pero ante este deber de recibirlo hoy, que se me encomendaba, consideré obligado completar mis lecturas. Y El húsar me ha dejado atónito: creo que nunca he leído una novela donde la guerra esté descrita tan duramente, sin paliativos, con toda su crueldad y truculencia, con su inevitable desbarajuste, sin escatimar rigores y atrocidades. Es una recreación histórica vista por un subteniente de húsares del ejército napoleónico en la guerra de España, nuestra guerra de la Independencia, pero no desde el recuerdo de los libros leídos, sino desde la inmediata experiencia del corresponsal de guerra que la está escribiendo. Y ese entreverar lo vivido y lo leído creo que es una constante en su narrativa y la razón que la trasciende.

La preocupación por ese ensamblaje de la realidad con la ficción, por escribir para su extenso público manteniendo, por encima de todo, la calidad literaria de su producto y la fidelidad en los detalles de sus recreaciones históricas, es una constante en su quehacer. Se documenta hasta la saciedad y está convencido de que los libros más vendidos igual pueden ser obras deleznables y ocasionales que obras bien escritas, sólidamente pensadas y con esperanza de futuro. «Yo escribo para vivir más y me siento un hombre libre», ha dicho en alguna ocasión. Libre, pero heredero de una larga e imponente tradición narrativa: «Nadie —añade— salvo los soberbios, los cretinos o algunos bobenzuelos a quienes vuelven locos los elogios de algunos críticos cantamañanas, puede creerse de veras capaz de escribir nada que merezca la pena con una memoria literaria o cultural que empieza en Kundera o en la última película de Tarantino. Cervantes, Shakespeare, Tolstoi, Dostoievski, Galdós, Valle, Stendhal, Quevedo, Virgilio, Homero, Dickens, Dumas, Stevenson, Melville y todos los otros, los de siempre, los viejos maestros que nos enseñaron a contar historias como siempre se contaron, siguen siendo necesarios antes de dar el primer teclazo, porque en ellos obtenemos el aplomo y el equipaje y en ellos afinamos las armas de la lengua, el estilo y la estructura».

Cuando escribe de estos asuntos, es un polemista deslenguado, implacable e hiriente. Desde hace diez años, viene publicando, cada semana, un artículo de opinión o de denuncia en El Semanal, suplemento dominical de todos los periódicos del grupo Correo, que llegan a más de cuatro millones de lectores. Reunió los publicados hasta 1997 en un libro, Patente de corso, y los comprendidos entre 1998 y 2001 en otro: Con ánimo de ofender. Vale la pena leerlos y compararlos con sus novelas. Los títulos ya son bastante expresivos de su actitud y de su intención.

Ahora acabamos de oírle su discurso de ingreso, que me parece que ha dejado a sus oyentes entre admirados y estupefactos. Ha sido una especie de alarde lingüístico consciente de convencido narrador. Ha querido demostrarnos hasta qué punto conoce los entresijos idiomáticos de nuestro Siglo de Oro y la seguridad y fiabilidad con que podemos aceptar sus recreaciones. El Diccionario de Autoridades incorporó íntegramente el Vocabulario de germanía de Juan Hidalgo y la Academia lo ha conservado siempre, es decir, la mayor parte de esas palabras insólitas que hemos oído esta tarde en nuestro Diccionario se definen. No todas porque el recipiendario ha utilizado además otras fuentes, siempre de garantía, amén del testimonio apabullante de los clásicos. Llega a esta casa, que concentra sus tareas en el registro y descripción de los empleos de cada palabra de hoy o de ayer, y ha querido mostrarnos que ya trae, a ese respecto, alguna lección aprendida y que podrá ponerse manos a la obra desde el primer día. Es posible que a algunos les haya parecido acumulativo, que lo es, y que lo hayan estimado críptico y se hayan perdido en más de un pasaje sin acabarlo de descifrar. En fin, esto último ocurre con frecuencia en conferencias y discursos sin que podamos atribuírselo al lenguaje de germanía, pero sí a otras jergas que se estilan y se emplean con profusión en la lengua actual, no pocas veces especializada y pedantesca. En el discurso que hemos escuchado la acumulación ha sido evidentemente intencionada y manejada con maestría, pues se ha explicado lo necesario, sin cortar el hilo narrativo, y la situación y el contexto han bastado casi siempre para atribuirles a las voces desconocidas su exacto significado. El bravo del título, el consabido valentón, ha desarrollado ante nosotros su rutinaria jornada, lo que nos ha permitido conocer, paso a paso, los nombres que suele dar a las cosas que utiliza, a las personas con las que se encuentra y a los hechos habituales en su mundo, jalonado todo ello con jácaras y romances de Lope o de Quevedo, y además el personaje queda dibujado, vivo, y finalmente nos resulta ser un viejo conocido, el del famoso soneto de Cervantes al túmulo de Felipe II, con cuyo estrambote ha rematado el nuevo académico su disertación. Sobre la originalidad de esta no creo que le quepa a nadie la menor duda, aunque habrá que reconocer que, evidentemente, se ha salido del canon.

Pero ¿qué es el canon?, ¿quién lo fija?, ¿quién lo establece? Con motivo de su elección para la Academia no faltó quien se lamentara por ahí, en privado o en público, de que se hubiera elegido un escritor popular, cuyos libros se vendían copiosamente y se leían con placer por gente muy diversa, pero que no se ajustaba al canon. Como llevamos algún tiempo en que se ha puesto de moda la protesta callejera, el jueves de su elección se convocó por Internet una manifestación de rechazo ante las puertas de la Academia. Aunque los organizadores probablemente cuenten ahora, como es habitual, que acudieron doscientas personas, si no quinientas, lo cierto es que sólo vinieron diez con sus pancartas y su desacuerdo, que manifestaron con ruidos de hojalatas. Con ese débil y desangelado fondo acústico de charanga o de cencerrada se celebró la votación, que bastó con una, con la primera. Cuando yo salí quedaban nueve contestatarios de los diez: alguien se había cansado o tenía otras urgencias. Dejo constancia aquí del anecdótico episodio, uno más en la historia lateral de la Academia. Probablemente, en el grupo habría alguien que quizá me hubiera podido explicar lo del canon. Aunque lo que dudo mucho es que alguno de sus componentes hubiera leído alguna vez alguna línea del escritor que rechazaban.

Arturo Pérez-Reverte llega a la Academia cargado de lecturas, de saberes y de experiencias, y con una ya extensa obra literaria de amplísima aceptación e indiscutible calidad. Es además un hombre serio, estricto en el cumplimiento de sus obligaciones y de una asombrosa puntualidad, una virtud tan infrecuente. Tiene un certero instinto lingüístico y un declarado amor a la lengua en que se expresa. Me atrevo a pronosticar que su actividad académica ha de ser valiosa y relevante, porque posee todas las condiciones necesarias para que eso ocurra: lo veo como un académico cabal.

Estás ya en tu sitio, Arturo, estás donde debías, en la Real Academia Española. El camino ha sido arduo, los trabajos muchos, duro el vivir. Pero has alcanzado la cumbre, como los soldados griegos de Jenofonte (¡zalasa!, ¡zalasa!), y has llegado a esta casa, que va a ser la tuya, y aquí estamos tus amigos, tus nuevos compañeros, con los brazos abiertos, anchos acaso como la mar, para darte la bienvenida.

 

Libros Tauro


Date: 2016-01-14; view: 801


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