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LA MUJER DE MI HERMANO – JAIME BAYLY

 

EDITORIAL PLANETA, S.A.

1ª. Reimpresión (Colombia), junio 2002

Portada por Oskar Schlemmer

Impreso en Colombia

 

 

Creo que mi mujer se está acostando con mi hermano, piensa Ignacio.

Ignacio es banquero y acaba de cumplir treinta y cinco años. Se casó hace nueve con Zoe, no tienen hijos y viven en una casa muy bonita en los suburbios. Dispone de suficiente dinero para pagar sus caprichos y los de ella. Trabaja duro: sale de casa muy temprano, cuando Zoe duerme, y suele regresar de noche. En realidad, le gusta estar en el banco y multiplicar su dinero. Es bueno para las cosas del dinero, siem­pre lo fue: supone que heredó ese talento de su padre, que fundó un banco, trabajó en él toda su vida y murió de cáncer, dejándoles ese próspero negocio a él y su hermano menor, Gonzalo, que tiene treinta años, la edad de Zoe. A Gonzalo no le interesa trabajar en el banco, porque es pintor, como su madre, que también pinta pero, a diferencia de él, nunca vendió un cuadro. Ella no visita el banco más de dos veces al año, pues confía en su hijo mayor y sabe que él hace su mejor es­fuerzo para estar a la altura de la memoria de su padre.

 

Zoe es el gran amor de Ignacio. La conoció en la universidad y se ena­moró de ella como no se había enamorado antes. Nunca le ha sido infiel con otra mujer. Le gustaría pasar más tiempo con ella, pero sus obliga­ciones en el banco no se lo permiten. Trabaja sin descanso para que ella tenga todo lo que quiera. Zoe no trabaja y así está bien para 7

él. Estudió Historia del arte y literatura. Dice que algún día escribirá una novela. Ignacio la anima a que la comience, pero ella dice que aún no está preparada y que esas cosas no se pueden forzar. Por ahora, se entretiene tomando clases de cocina y haciendo ejercicios en su gimna­sio particular.

Ignacio tiene miedo de que Zoe se aburra con él. A veces siente que ella ya no lo quiere como antes. Los fines de semana salen al cine y a cenar con amigos, pero últimamente la nota malhumorada. Se irrita por pequeñeces con él, no le tiene paciencia y las pequeñas manías de su esposo, que antes le divertían, ahora parecen molestarle. Ignacio piensa que a ella ya no le provoca tanto estar con él. Hace lo que puede para evitarme y estar conmigo el menor tiempo posible, se dice. Cuando le pregunta si algo está mal, ella le dice que no, pero él sabe que algo no está bien, lo sabe porque lo lee en sus ojos y porque antes las cosas no eran así. Hubo un tiempo en que Zoe me amaba, piensa. Ahora sólo me tolera.

 

Ignacio no tiene ninguna prueba de que ella esté acostándose con su hermano. Aunque es sólo una sospecha, ese presentimiento no cede, no lo abandona. Puede imaginarlos amándose a sus espaldas, burlán­dose de él, traicionándolo con absoluto cinismo. Ignacio piensa que su hermano es un canalla: no tiene principios, no respeta nada y hace lo que le da la gana. También sabe que es encantador: desde muy, joven tuvo éxito con las mujeres, sabe seducirlas, su vida es pintar y acos­tarse con mujeres guapas. Gonzalo tiene talento para las dos cosas y no le interesa nada más, porque sabe que el banco le deja suficiente plata como para darse el lujo de despreocuparse de ella. Ignacio cree que Gonzalo es un irresponsable; sin embargo, lo envidia, pues tiene la sospecha de que se divierte más que él.



 

Hasta donde Ignacio sabe, su mujer nunca lo ha engañado con un hombre. Antes de conocerlo, Zoe tuvo un par de novios. Con uno de ellos, ya casado y con hijos, se escribe correos electrónicos de vez en cuando. Zoe dice que no puede dejar de quererlo como amigo. Ignacio la entiende y no se opone a que se escri­ban. A veces, sin embargo, le dan celos y lee sus correos, aunque ahora no puede porque ella, desconfiando de él, ha cambiado su con­traseña.

Yo no soy un idiota, piensa, y sé que Gonzalo y Zoe se gustan. Cree sa­berlo desde que empezó a salir con ella y Gonzalo la conoció. Ignacio piensa que su hermano no la mira con el respeto que merece por ser su cuñada: se permite mirarla con prescindencia de mí, como si yo no existiera. No le sorprende ese descaro, sin embargo. Está acostum­brado a él. Cuando a su hermano le gusta una mujer, pasa por encima de todo y se la lleva a la cama, o al menos lo intenta. Recuerda per­fectamente el día en que le presentó a Zoe: estaban en su apartamento de soltero, Gonzalo venía llegando de viaje, Zoe e Ignacio habían pa­sado la noche juntos, Gonzalo le dio un beso en la mejilla y, cuando ella fue a la cocina, le miró el trasero sin ningún disimulo ni reparo. A Igna­cio le pareció increíble que su hermano le mirase el trasero a su mujer sin importarle siquiera que él estuviese a su lado. Es un canalla, piensa, y se siente superior a mí porque yo sólo hago dinero y él cree que pinta obras de arte.

Ignacio sabía que su mujer le gustaba a su hermano y que él era un descarado, pero estaba tranquilo porque confiaba en ella. Ahora ha perdido esa confianza y por eso se inquieta. Puede que sean alucinacio­nes mías, piensa, pero Zoe mira a Gonzalo de otra manera y algo me esconde.

 

La otra noche, Ignacio regresó cansado del banco, con ganas de darse una ducha y echarse a leer, y encontró un cuadro de su hermano col­gado en la pared de su dormitorio. Zoe le dijo que había visitado el ta­ller de Gonzalo y no resistió la tentación de comprarlo. Ignacio pensó que el cuadro no estaba mal: no le disgustó, él también podría haberlo comprado, aunque el precio que cobró su hermano le pareció excesivo. Lo que le molesto fue que Zoe lo comprase sin decirle nada, lo colgase al lado de su cama y lo mirase como diciéndole: tú ja­más podrás hacer algo tan bonito como ese cuadro que pintó tu her­mano. Si descubro que están acostándose, piensa, voy a romper ese cuadro a patadas.

 

Mientras cuenta las veinte uvas verdes que desayuna de pie en la co­cina, Zoe piensa que su matrimonio con Ignacio es tranquilo, estable, hasta cómodo, pero carece de pasión. Cuando lo conocí, era más ale­gre, tenía más energía, se dice, demorando el sabor de la uva número trece en su boca. Ahora es un aburrido, vive para el banco, llega can­sado y sólo le provoca tirarse en la cama a leer o ver televisión. Sé que me quiere y no me engaña con nadie, pero también me aburre y eso no lo puedo evitar. Detesto que me lleve a misa los domingos a mediodía, cuando es tan rico quedarse en la cama leyendo los periódicos, haciendo el amor una vez más. Pero Ignacio ya no se excita tanto con­migo. Siento que no me desea como antes. Cuando nos casamos –se entristece recordando Zoe, todavía en camisón y pantuflas–, Ignacio no podía terminar el día sin hacerme el amor, me decía que sólo podía dormir bien si lo hacíamos todas las noches, siempre, sin falta. Yo sen­tía que nada lo hacía más feliz que verme desnuda a su lado. Ahora no es así. Nunca se duerme abrazándome como antes. Odio que se meta unos tapones en los oídos, me dé la espalda y esté roncando a los cinco minutos. Odio sentir que me mato en el gimnasio para estar linda, per­fecta para él, y, sin embargo, cuando estamos en la cama, me da la es­palda y prefiere dormir. Me deprime tanto pensar que ahora Ignacio sólo me desea los sábados. Lo puedo odiar cuando me recuerda que es sábado y ya nos toca hacer el amor. Porque ahora se le ha dado por hacerlo conmigo sólo los sábados, cuando regresamos de cenar. El otro día le pregunté de dónde ha sacado esa manía tan rara y me contestó que así es más rico porque se aguanta varios días y llega con más ganas el fin de semana. No le creo. No soy tan tonta. Me miente y se miente a sí mismo. La verdad es que ya no me ama con pasión, ya no me desea como antes. Mejor voy al gimnasio porque voy a ponerme a llorar. Tengo un marido que sólo se excita conmigo los sábados en la noche porque durante la semana está can­sado. Me muero de la pena. En realidad, ya ni siquiera sé si me provoca hacer el amor con él. Es todo tan aburrido, tan predecible, más aburrido a veces que acompañarlo a misa los domingos y oír el sermón tontísimo del cura barrigón que estoy segura de que es gay en el closet. Pero lo que más me irrita de mi marido no es que me lleve a aburrirme a misa todos los domingos, sino que después me obligue a almorzar con la pe­sada de su mamá, que cada día está más sorda. Esa vieja tacaña nunca me quiso. Me mira para abajo. Se cree mejor que yo porque tiene toda la plata del mundo y porque pinta unos cuadros horribles. Alguien tiene que decirle que deje de pintar esos adefesios. Pero Ignacio, por su­puesto, no se lo va a decir. Ignacio vive para ella.

 

Ojalá me quisiera a mí la mitad de lo que quiere a su madre. Es el niño perfecto de mamá. Y ella morirá pensando que yo me saqué la lotería casándome con su hijo mayor, el banquero exitoso que me hizo más fe­liz de lo que yo merecía. Se equivoca. No soy feliz. Ya me olvidé de lo que es sentirme feliz. Me aburro con Ignacio. Y no sé qué hacer. Porque tampoco me atrevo a dejarlo. Pero necesito un poco de pasión en mi vida. No puedo seguir así. Tengo que hacer algo.

Todo sería diferente si pudiéramos tener hijos, piensa Zoe, mientras viste la ropa deportiva que sudará en el gimnasio. Pero Ignacio y ella se han cansado de probar todas las técnicas posibles y no han podido te­ner un hijo. Han viajado a las mejores clínicas, se han sometido a los más costosos tratamientos, han rezado con fervor pidiendo un milagro, yero nada ha dado resultado y, con una pena callada, se han resignado a la idea de que serán una pareja sin hijos.

Es un castigo injusto de Dios, se molesta ella a veces. Porque con toda la plata que tenernos, con lo bueno que es Ignacio después de todo, podríamos hacer muy felices a nuestros hijos, llenar sus vidas de amor y cosas lindas. Pero es como si Dios, por habernos dado tantas cosas, nos hubiese castigado quitándonos a los hijos. Ignacio alguna vez sugi­rió adoptar, pero Zoe se opuso tajantemente. No soporta la idea de criar niños que no sean suyos. Mis hijos tienen que parecerse a mí, oler a mí, tener mis genes y mi sangre, -se irritó-.

 

Nunca más volvieron a hablar del terna. Zoe se consuela pensando que, al no ser madre, tiene más tiempo para aprender, educarse, mejorar como persona. Por eso, en los últimos años, ha tomado clases de filo­sofía, de yoga, de religiones comparadas y ahora se divierte mucho en las de cocina con un profesor al que encuentra guapísimo. Pero, a ve­ces, cuando sale de compras al centro comercial más elegante de la ciudad y pasa al lado de una mujer con niños bonitos, no puede evitar mirarlos con tristeza y secarse una lágrima pensando en la felicidad de ser mamá que el destino le negó.

Quizás fue un error casarme con Ignacio, piensa, pedaleando frenéti­camente en la bicicleta estática del gimnasio que su marido le cons­truyó en una esquina de la casa, más allá de la piscina y los jardines, para evitarle el disgusto de ejercitarse con otras mujeres y hombres, mujeres que sudaban donde luego Zoe tendría que reclinarse con asco, hombres que la miraban de un modo vulgar, incomodándola. Quizás el hecho de que no pueda tener hijos conmigo es una prueba clarísima de que elegí al marido equivocado, se atormenta. Si me hubiera casado con Patricio, tendría cuatro hijos preciosos, viviría en una casa más chica, no importa, pero me haría el amor todas las mañanas antes de irse a trabajar y yo sería feliz recogiendo a los chicos del colegio, coci­nándoles, ayudándolos en las tareas, contándoles un cuento antes de dormir. Yo nací para ser madre. Es tan injusto que me castigues así, Dios. Por eso no creo en ti. Yo nunca le hice daño a nadie para que me trates tan mal. A Patricio le hice daño cuando lo dejé, pero no fue por mala, sino porque era muy niña y estaba con­fundida y quería vivir la vida. No me sentía preparada para irme con él. Era muy joven.

 

Zoe y Patricio fueron novios cuando ella comenzaba la universidad y él estaba a punto de graduarse y viajar al extranjero a estudiar una maestría. Vivieron juntos unos meses muy felices. Patricio fue su pri­mer amante de verdad, los otros habían sido aventuras furtivas, trave­suras de una noche. Zoe se enamoró por primera vez y aún ahora piensa que, a escondidas, todavía siente un cosquilleo por él. Por eso, ciertas noches, cuando Ignacio duerme, ella va a la computadora y le escribe cosas breves: te extraño, me encantaría verte, deberíamos en­contrarnos en secreto algún día. Pero Patricio está lejos, casado, ena­morado de su esposa, con hijos a los que adora y nunca dejaría. Es sólo una fántasía, un juego travieso de medianoche, una manera de escapar del aburrimiento en que se ha convertido su matrimonio. Zoe sabe que no sería capaz de besar de nuevo a Patricio. Tal vez por eso, cuando se encuentran en internet tarde en la noche, se atreve a decirle cosas osa­das y se eriza cuando él le sigue el juego y le dice que a veces se toca pensando en ella. Lo dejé por cobarde, piensa Zoe, tendida en el gim­nasio, descansando entre sus series de abdominales. Debí irme con él. Ahora tendría hijos y sería feliz. Pero ella sabe que hace trampa. Porque era muy joven cuando Patricio le pidió que dejase todo para acompa­ñarlo a vivir en el país lejano donde él continuaría estudiando. Si me quiere de verdad, regresará por mí, pensó ella entonces y se quedó es­perándolo. Patricio no regresó. Ahora Zoe lo recuerda como un hombre dulce y apasionado, un amante insaciable. Todo lo que no es mi ma­rido: ¿de qué me sirve tener quinientos zapatos finísimos si mi esposo es incapaz de hacerme el amor los miércoles?

 

Después de ejercitarse durante hora y media en el gimnasio, Zoe ca­mina de regreso a su casa. Está cubierta de sudor: le gusta oler su su­dor, le gusta cómo huele su sudor, le recuerda que es todavía una mu­jer viva, que desea, que tiene dormida la pasión. El olor de mi sudor es el olor de la pasión, del sexo, piensa. Pasa una toalla blanca por su frente, secándose. Se alegra cuando recuerda que esa tarde tiene cla­ses de cocina con Jorge, su profesor, el dueño del mejor restaurante de la ciudad. Las manos de Jorge me vuelven loca, piensa. Le chuparía los dedos, uno por uno, al final de la clase. Debe de ser un amante fantás­tico. Debe de ser muchísimo mejor en la cama que Ignacio. Y creo que me mira de una manera especial. Somos doce señoras en la clase, pero yo sé que soy su preferida. Si esas manos tan lindas quisieran tocarme, no podría resistirme, piensa, mientras se desviste. Necesito unas ma­nos que me toquen con desesperación. Necesito amor.

 

Después de mis clases de cocina, voy a pasar por el taller de Gonzalo. Está loco, pero al menos me hace reír. Y pinta precioso. No sé de dónde ha sacado ese talento, pero seguro que no de mi suegra, que pinta unas cosas horrendas. Un domingo me voy a vengar de Ignacio, se ríe sola Zoe. Cuando me lleve a casa de su madre, le voy a decir a la vieja tacaña: Cristina, yo te quiero mucho, pero no puedo seguir mintién­dote, tus cuadros me parecen un espanto.

Zoe sale de la ducha. Tras secarse, se ve desnuda en el espejo. Le gusta su cuerpo: pechos todavía erguidos, nada de barriga, piernas lar­gas y endurecidas por la gimnasia, un trasero que ella encuentra exce­sivo pero que los hombres suelen mirar con ardor. Todavía estoy guapa, piensa. Imagina otras manos tocándola, las manos de Patricio tan lejanas, las de Jorge, el profesor de cocina. No soy una puta, se arrepiente. Soy una mujer casada. Ignacio es tan bueno. Siempre lo voy a querer. Luego recuerda que es miércoles y debe esperar hasta el sábado para cumplir la rutina del amor con

su esposo. Lo odio. Es tan cuadrado, tan aburrido. Quiero reírme un rato. Pasaré a ver a Gonzalo. Si a mi marido le molesta, mala suerte. Su hermano es un encanto. Me divierte muchísimo. Si lo hubiera cono­cido antes que a Ignacio, no sé qué habría pasado. Porque está guapí­simo. Zoe, mejor no pienses esas cosas, se dice, mientras mira con or­gullo sus nalgas sin rastros de celulitis.

 

Gonzalo nunca comienza a pintar antes del mediodía. Necesita dormir ocho horas por lo menos y suele acostarse tarde. Cuando duerme mal, le cuesta más trabajo pintar, se enfada con facilidad, enciende la mú­sica a un volumen alto y a veces grita mientras pinta. No es como Igna­cio, su hermano mayor, que, duerma mal o bien, trabaja siempre a un ritmo parejo, sosegado. Gonzalo pinta todas las tardes, incluso los do­mingos o feriados. Sólo deja de pintar cuando viaja y por eso prefiere no viajar con frecuencia. Siente que su vida se torna gris y carece de sentido cuando deja de pintar. Necesita pintar. Descubrió eso cuando tenía veinte años y estudiaba negocios en la universidad. Empezó a pintar después de clases para olvidar un contratiempo amoroso y tam­bién, en cierto modo, la rutina tediosa de la universidad. A medida que pintaba, sentía crecer la pasión por esa manera íntima de recrear el mundo y expresar la violencia a menudo contradictoria de sus senti­mientos. Pintando comprendió que su vida estaba allí, en los lienzos y los colores, y no en el banco junto a Ignacio. Por eso, un buen día dejó de ir a la universidad. Desde entonces, sólo le ha interesado pintar.

Ni siquiera le interesa vender luego sus cuadros. No necesita el dinero: Ignacio le entrega trimestralmente un adelanto a cuenta de sus ganan­cias en el banco y con eso tiene de sobra para vivir con comodidad. De todos modos, ha hecho algunas exposiciones en las mejores galerías de arte de la ciudad y se ha resignado a vender un pequeño número de cuadros. Porque a Gonzalo le duele vender sus cuadros: es feliz cuando los regala, pero venderlos le deja una sensación de tristeza, pues siente que pasarán a manos extrañas y les perderá el rastro.

Curiosamente, sin embargo, acaba de venderle un cuadro a Zoe, su cu­ñada. Lo hizo como un juego: ella le pidió que se lo regalase y él, para no complacerla tan dócilmente, se negó y fijó un precio exagerado, de­safiándola. Zoe no dudó en escribir un cheque por esa cantidad y lle­varse el cuadro con una sensación de triunfo. Gonzalo también sintió que había ganado el juego. Guardó el cheque en algún cajón, sabiendo que no iría a cobrarlo. Antes observó la firma y le pareció encontrar en ella rasgos de una cierta tensión.

 

Gonzalo siempre ha creído que Zoe es una mujer bellísima, pero últi­mamente la encuentra un poco rara. Hay algo en ella que no está bien, piensa. Se ríe con una ansiedad que no tenía antes, de pronto se aleja de la conversación y la veo distraída y ausente, me mira como si qui­siera contarme algo pero no se atreviese y estuviera a punto de echarse a llorar. Debe de ser que está pasando por un momento com­plicado. Ignacio no le ha dado hijos y la tiene medio aburrida. Que se cuide. Zoe es una mujer estupenda y cualquier día se larga con otro. Aunque no creo que se atreva a dejar la vida tan cómoda que tiene con mi hermano. Ni siquiera se atrevería a tener un amante secreto. O qui­zás sí. Con Zoe nunca se sabe, nunca sabes lo que está pensando. No sé si viene a verme al taller porque le gustan mis cuadros, porque le gusta reírse conmigo o porque yo le gusto aunque no esté dispuesta a admitirlo. Es tan rica mi cuñada. Es una delicia. Mi hermano es un idiota. Prefiere pudrirse en el banco haciendo más plata de la que podrá gastar en toda su vida, antes que pasarla bien con su mujer. Prefiere llevarla a misa, en lugar de tirársela tres veces seguidas. Zoe está triste porque no se la tiran bien. Está clarísimo. Nadie que sepa tirar va a misa de doce los domingos. Ésa es la hora en que tienes que estar montándote a tu mujer.

 

Gonzalo no va a misa. Cree vagamente en Dios y por eso a veces reza cosas deshilvanadas, pero no se siente parte de ninguna iglesia. Los domingos a mediodía, después de trotar en la faja estática y desayunar sólo un jugo de naranja, se obliga, como todos los días a pintar al me­nos cuatro horas seguidas, y mejor si son seis. Nadie puede interrum­pirlo mientras pinta. No contesta el teléfono, ignora el timbre, no habla con nadie salvo consigo mismo, ni siquiera come. Le gusta pintar con hambre. No es bueno pintar con la barriga llena, piensa. Uno se hace más lento y pesado. Del hambre, de la idea de comer algo rico al final de la jornada, Gonzalo cree sacar energías, una cierta violencia para pintar sin pensarlo tanto. Cuando le suena el estómago de hambre, come una manzana verde y sigue pintando. Bebe bastante agua, va al baño con frecuencia y orina. Si se siente trabado y no puede pintar, grita, maldice, insulta. A veces insulta a su hermano, piensa en él y grita maricón, mariconazo, infeliz. Después de gritar, se siente mejor. Si todavía no puede pintar porque tiene mucha rabia adentro o hay algo que le molesta, se quita la ropa, se echa en un sillón de cuero viejo y se masturba pensando en alguna de las mujeres que han pasado por su cama o en las pocas que se han resistido y aún desea. Rara vez se toca pensando en ella. Pero lo ha hecho y todavía lo hace, aunque después se sienta un canalla. Piensa que ella aparece inesperadamente en el ta­ller cuando él ha terminado de pintar y ya oscurece. Ella le confiesa que está harta de su marido, que se aburre y necesita un hombre de ver­dad. Llora. Él la abraza, la consuela, acaricia su rostro. Ella busca sus labios, lo besa. Él la desviste lentamente, la besa con ternura, le arranca suspiros. Ella se resiste débilmente. Esto está mal, dice. No de­bemos. Por favor, no sigas. Pero él sabe que ella quiere que no se de­tenga. Por eso sigue, porque lo ha deseado secretamente desde que la conoce y supo que ella había elegido al hombre equivocado. Para. Gon­zalo, no sigas, pide ella, pero la expresión de su rostro la traiciona y es obvio que está gozando como su marido no sabe hacerla gozar. Gonzalo la ama entonces con una violencia turbia, mien­tras ella le dice cosas inconfesables. Tu hermano nunca me ha tirado tan rico como tú, le dice, mientras él cabalga sobre ella.

Ella es Zoe, su cuñada. Aunque la desea en secreto, Gonzalo sabe que no debe pensar en ella. Jamás cometería la bajeza de engañar a su hermano. Todo terminaría mal. Se sentiría una mierda. Como se siente cuando, a pesar de la razón, cediendo a un instinto ciego, se toca pen­sando en ella. No sabe bien por qué lo hace, por qué sigue haciéndolo. No se lo contaría a nadie. Le da vergüenza. Quizás simplemente lo hace porque le da mucho placer. Zoe es de su familia, su cuñada, pero tam­bién una mujer hermosa y, en cierto modo, descuidada por su marido. Es mi amiga antes que mi cuñada. Si algún día ella dejara a Ignacio, seguiría siendo mi amiga. Me divierto con ella mucho más que con él. Me cae mejor. Y es un mujerón. Si no fuera mi cuñada, haría lo imposi­ble por llevármela a la cama. Es normal que me guste. A cualquier hombre le gustaría. Pero yo no soy cualquier hombre. Soy el hermano menor de Ignacio. Y ella es la mujer de mi hermano. Y yo puedo ser un hijo de puta pero no quiero hacerle daño a mi hermano, que será un poco tonto pero es buena gente, y menos hacerle daño a Zoe, que, si algún día pasara algo entre ella y yo, de todas maneras sufriría y aca­baría mal y seguro que hasta se lo contaría a Ignacio. No juegues con fuego. Zoe es tu amiga y punto. Por primera vez en tu vida, ten una amiga, quiérela como amiga y no le quites la ropa. No seas una rata. Sólo una rata se tiraría a la mujer de su hermano.

 

Gonzalo está saliendo con Laura, una actriz muy joven a la que conoció en una galería de arte. No está enamorado, pero le gusta tener sexo con ella. Gonzalo necesita tener buen sexo para estar tranquilo con el mundo y no enloquecer. No puede vivir mucho tiempo sin una mujer. Un día suyo sólo es perfecto cuando ha pintado bien y ha tenido dos orgasmos con una mujer hermosa. Laura lo es, pero también es muy niña y Gonzalo a veces se aburre con ella. Eso le pasa con frecuencia: conoce a una mujer, la desea, la conquista y, a pesar de que el sexo es bueno, termina aburriéndose. Le duele reconocer que sólo se ha ena­morado una vez y ya tiene treinta años, y es obvio que de Laura no se va a enamorar porque es apenas un juego placentero que terminará pronto cuando ella descubra, como casi todas las demás, que él no quiere comprometerse, no quiere vivir con ella ni hablar de matrimonio o tener hijos. Sólo me he enamorado de Mónica, piensa. Esa hija de puta. Me dejó hecho mierda. Pero algún día me la voy a volver a tirar. Tengo que hacerlo. Y la voy a hacer gemir como nunca en su puta vida ha gemido de placer. Y cuando me pida que me quede con ella, la voy a dejar llorando. Porque Mónica fue quien dejó a Gonzalo.

 

Se conocieron en el colegio, cuando ella tenía catorce años, y él, quince. Se amaron en secreto. Descubrieron el sexo juntos. Fueron amantes tres años. Hablaron de casarse y tener hijos. Gonzalo no pin­taba todavía. Se contentaba con la idea de continuar en el banco la tra­dición familiar. No imaginaba su vida sin ella. Hasta que Mónica se aburrió y se fue con un empresario acaudalado que le prometió un fu­turo como modelo.

 

Gonzalo nunca le perdonó esa traición. Tiempo después, ella lo buscó pero él se negó a contestar sus cartas y sus llamadas telefónicas. Sin embargo, a veces, cuando se emborracha, se toca con violencia pen­sando en ella, en que algún día volverá a poseerla sin decirle palabra. Después le invade una tristeza profunda y llora con rabia. Perra, grita. Nunca te voy a perdonar.

No debo pensar tanto en las mujeres, se dice Gonzalo. Ni en Zoe, ni en Mónica ni en la buena de Laura. Debo pensar en mis cuadros, concen­trarme en pintar. Sólo eso me salvará de ser un infeliz como mi her­mano.

 

Es sábado, media mañana de un día nublado, e Ignacio sale de la cama donde todavía duerme su mujer y viste un buzo y zapatillas. Pasa por la cocina, abre la refrigeradora, bebe el jugo de naranja de rigor, come de pie la ensalada de frutas que le han dejado preparada –plátano, uva, mango, manzana, nunca piña ni papaya–, decide no encender todavía la computadora para leer sus correos, echa un vistazo a los titulares del periódico y sale al jardín. Tengo suerte de vivir en esta casa tan linda, se dice, respirando el aire puro de los suburbios. No me pienso mover de aquí. Quiero quedarme en esta casa el resto de mi vida.

Ignacio es alto –más que su hermano Gonzalo–, delgado a pesar de que se ejercita en el gimnasio los fines de semana y quisiera tener más músculos –la fineza de un cuerpo no radica en la masa muscular, sino en una barriga lisa, se consuela pensando–, cree que sus manos y sus pies son bonitos, se preocupa de que está perdiendo pelo –un pelo ma­rrón que cuando está bajo el sol parece rubio y que peina hacia atrás, dejando ver las entradas de la calvicie–, y su rostro es el de un hombre duro, inexpresivo, que está orgulloso de lo bien que ha aprendido a di­simular sus sentimientos. Ignacio no se cree guapo, pero se sabe se­guro y piensa que muchas mujeres prefieren a un hombre fuerte que a uno guapo pero inseguro.

Camino al gimnasio, se ha detenido al borde de la piscina. Se quita los lentes por temor a que caigan al agua, se arrodilla sobre el piso de laja y, usando un colador de la cocina que ha dejado allí el otro día, rescata a los insectos que han caído en la piscina y todavía sobreviven. Se ale­gra cuando saca del agua a escarabajos y arañas, los devuelve al pasto golpeando el colador y los ve sacudirse del agua y escapar. Bichos ca­brones, qué harían sin mí, piensa, sorprendido de la felicidad que siente al salvar de morir ahogados a esos insectos. Soy un salvavidas de arañas, piensa con una sonrisa. No tengo hijos, las arañas son mis hijas, esto es todo lo paternal que puedo ser, se di­vierte. Luego saca una cucaracha pequeñita que agoniza en el agua, la deja sobre el piso, observa cómo intenta reanimarse y, sin saber por qué, la pisa. -Para que sepas quién manda en esta casa, -dice-.

 

Antes de comenzar su rutina de ejercicios, Ignacio mira el reloj. Falta poco para que sean las once, lo que significa que terminará a mediodía, pues le gusta sudar una hora exacta en el gimnasio: treinta minutos corriendo en la faja y la media hora final entre abdominales y pesas.

 

Enciende el televisor, elige un canal de noticias, hace algunas flexiones rutinarias para estirar los músculos y programa la máquina para correr en ella treinta minutos a la velocidad de siempre. No ha llevado el ce­lular porque detesta que lo interrumpan cuando está corriendo y lo obliguen a bajar de la faja. Empieza a correr. Ve sus zapatillas blancas moviéndose pesadamente sobre el cinturón negro que gira bajo sus pies. Corre sin demasiados bríos. Nunca fue un atleta. Los deportes en general le parecen una de las tantas formas de barbarie; sólo se ejer­cita para cuidar su salud. Una locutora repite las noticias del día desde el televisor, pero él no le presta atención. Está pensando en Gonzalo, su hermano, y en Zoe, su mujer. En su mente resuenan una vez más las palabras que oyó sin querer en su celular una tarde cualquiera. Zoe acababa de llamarlo. Ignacio dejó en espera una llamada de larga dis­tancia para atender a su mujer en el celular. Hablaron brevísimamente.

–¿No te interrumpo? –preguntó ella.

–Tú nunca interrumpes.

–¿Vas a cenar en la casa?

–Sí. Supongo que estaré ahí como a las nueve.

–No me esperes, mi amor. Estoy con Isabel, nos vamos a las clases de cocina y de ahí iremos al cine. ¿No te molesta?

–Para nada. Salúdame a Isabel. Te espero en la casa.

 

Ignacio cortó. Todo estaba bien. Sabía que Zoe era feliz en sus clases de cocina y que le hacía bien salir con Isabel, una de sus mejores ami­gas. Zoe e Isabel se conocían desde el colegio de monjas al que asis­tieron. Como Zoe, Isabel estaba casada con un hombre rico, tenía gus­tos sofisticados y podía complacer sus caprichos más extravagantes. Ignacio no la quería demasiado. La veía como una mujer peligrosa. Es una puta Isabel. No tiene escrúpulos. Cuando toma un par de copas, se olvida de la clase que aparenta tener y vuelve a ser la puta de lujo que en verdad es. No creo que tenga un amante por ahí. Pero si no lo tiene, no es por falta de ganas sino por miedo a que la pille su marido, que debe de tener tres detectives siguiéndola. Sin embargo, Ignacio se había resignado a que Zoe considerase a Isabel como una de sus me­jores amigas y sabía bien que perdía el tiempo oponiéndose a que se viesen. No habían pasado cinco minutos desde que su mujer lo llamó cuando el celular de Ignacio volvió a sonar. Leyó en la pantalla del pe­queño teléfono: era Zoe. Contestó en seguida, pensando que a lo mejor había cambiado de planes y cenaría con él en casa.

–¿Qué pasó, mi amor? –le dijo.

Pero ella no contestó. Zoe estaba hablando con alguien. Ignacio no tardó en comprender que ella lo había llamado involuntariamente, que había presionado sin querer una tecla del teléfono, marcando así la úl­tima llamada que había realizado. No dijo una palabra más. Pensó que debía cortar y no espiar una conversación ajena, pero la curiosidad pre­valeció sobre su sentido de la corrección. Escuchó con atención, sin moverse, tratando de no hacer algún ruido que pudiese delatarlo.

–Estoy harta de él –le oyó decir a Zoe.

 

Tuvo tiempo de pensar que Zoe estaba quejándose con Isabel. Esa puta. Yo sabía.

–¿Por qué dices eso? –escuchó ahora la voz de Gonzalo, su hermano.

Me mintió la cabrona. No está con Isabel. Está con Gonzalo. Y está hablándole mal de mí.

–Porque me aburre –dijo ella–. Se ha vuelto el tipo más aburrido del mundo.

–Siempre lo fue –dijo Gonzalo.

Ignacio escuchó humillado las risas de su mujer y su hermano.

–Es un huevón –dijo Zoe, riéndose.

Ignacio no aguantó más, cortó, apagó el celular y lo arrojó violenta­mente contra la pared.

 

Cuando llegó a su casa, comió solo y en silencio. Tras ponerse ropa de dormir, se metió a la cama y trató de leer pero no pudo. Zoe llegó poco antes de la medianoche. Se acercó a la cama y le dio un beso a su es­poso.

–¿Cómo te fue con Isabel? –preguntó él.

–Muy bien –contestó ella.

–¿Qué vieron en el cine?

Zoe mencionó el nombre de una película. Ignacio supo que ella mentía pero no quiso decir una palabra más. Permaneció mudo, inmóvil. La vio desnudarse, admiró la belleza de ese cuerpo que ya no era tan suyo, le dio el beso de buenas noches cuando entró en la cama y poco después la oyó respirar profundamente, señal de que estaba dormida.

 

Esa noche no pudo dormir. Tenía ganas de insultarla, de pegarle, de llorar. Tenía ganas de ir al taller de Gonzalo y romperle la cara por ca­nalla. ¿Cómo podía ser tan hijo de puta de hablar mal de mí con mi propia esposa? ¿Cómo podía ella ser tan miserable de decirle a mi her­mano que soy un huevón? ¿Eran amantes y por eso reían con tanta complicidad?

Ignacio tuvo que darse una ducha fría a las cuatro de la mañana para mantener la calma, para enfriar la rabia que sentía crecer. Pensó en despertar a Zoe y penetrarla con violencia, sodomizarla incluso, pero se contuvo. Desde entonces, no habló de ese asunto con nadie. Fingió ante ella que todo estaba bien. Intentó no dar ninguna señal que pu­diese revelar lo que sabía por accidente: que su mujer era capaz de mentirle y burlarse de él con su propio hermano. Como de costumbre, Ignacio calló, ocultó sus sentimientos. No pudo evitar, sin embargo, que esa conversación se repitiese en su cabeza una y otra vez, atormentándolo. Como ahora, que corre en la faja estática y oye de nuevo la voz de Zoe diciéndole a Gonzalo: «Es un huevón.»

No soy un huevón, piensa. Soy un hombre de negocios, un banquero respetado. El huevón es Gonzalo, que no trabaja y va por la vida pin­tando unos cuadros impresentables. No soy ningún huevón y tú lo sa­bes, Zoe. Si no fuera por mí, no vivirías en esta mansión, no viajarías como una princesa, no te darías todos los lujos absurdos que te permi­tes. Si fuera tan huevón, el banco no dejaría tantas ganancias y el co­barde de mi hermano no recibiría todo el dinero que yo le doy. Huevo­nes son ustedes, que se ríen de mí a mis espaldas sin saber que estoy oyéndolos porque no toman la precaución de apagar el celular. Huevona eres tú, Zoe, que mientes sin ningún talento y haces que descubra tus mentiras en diez minutos.

Ahora Ignacio ha aumentado la velocidad y corre más de prisa, pero una idea se apodera de su mente, regresa obsesivamente, le tienta. De pronto, detiene la máquina. Ha corrido veinte minutos y fracción. Seca el sudor de su frente y camina resueltamente hacia su casa. Al entrar, procura caminar con cuidado para no despertar a Zoe. Ya en el dormi­torio, comprueba que ella sigue durmiendo. Fantástico, piensa. Mejor así. Tendrás un lindo despertar. Piensa luego que no debe ceder a sus impulsos, pero, aunque le avergüence reconocerlo, esta vez no puede controlarse. Descuelga de la pared el cuadro de su hermano que Zoe compró el otro día, se retira de la habitación cargándolo, sale al jardín, se acerca a la piscina y lo arroja a esas aguas transparentes en las que sólo flotan algunos bichos muertos que no rescató. Ignacio piensa que deberá pedir perdón a Dios por lo que acaba de hacer, pero por el momento disfruta intensamente viendo cómo los colores del cuadro se van diluyendo, mezclando, perdiendo, aguando. Luego regresa al gimnasio para terminar de correr los casi diez minutos que le faltan.

 

Zoe llora. Está sola, en su auto de lujo. No podía seguir conduciendo. Ha detenido el auto al borde de la pista. En el asiento de atrás está el cuadro desfigurado y húmedo que le compró a Gonzalo y que Ignacio arrojó a la piscina. Ella misma lo sacó de la piscina. Ignacio no estaba en la casa. Zoe no quiso llamarlo al celular. Se metió a la piscina en ropa de dormir, bajando lentamente la escalera, sintiendo el agua fría que trepaba por sus muslos, y sacó el cuadro con más tristeza que ra­bia. Luego lo metió en su auto y supo lo que debía hacer. Mientras se duchaba con agua muy caliente, pensó que Ignacio era un pobre diablo y que su matrimonio no tenía futuro. ¿Cómo se atreve a hacerme eso? Es una falta de respeto. No puedo creer que haya tirado el cuadro de Gonzalo a la piscina sólo porque le molestó que yo lo comprase. Yo no quiero estar casada con un hombre así. No puedo despertar una ma­ñana y encontrar algo mío, que me gusta, que yo compré, tirado en la piscina. Eres un cretino, Ignacio. Yo jamás te habría hecho una cosa así. Es un golpe bajo a mí y a tu hermano. Ese cuadro era lindo. No merecía terminar así. Ya quisieras tú algún día poder hacer algo tan bo­nito con tus propias manos. En el fondo te mueres de celos. Le tienes celos a Gonzalo, porque sabes que es feliz, que hace lo que le gusta, no como tú. Y me tienes celos porque sabes que admiro a tu hermano. Por eso tiraste el cuadro a la piscina. Porque eres un infeliz. Y yo no quiero estar casada con un infeliz. No quiero. Yo necesito amor y tú me tratas como si fuera una empleada del banco. No me interesa tu plata. Estoy harta de tu plata. Quiero sentirme viva otra vez. Zoe lloró sin moverse mientras un chorro de agua caliente caía sobre su espalda.

 

Saliendo de la ducha, marcó el celular de su esposo. Sintió la necesidad de insultarlo, de quejarse, de mandarlo a la mierda. Quería decirle no quiero verte más, estúpido. No sólo has tirado mi cuadro al agua, tam­bién has tirado al agua nuestro matrimonio. Quería decirle vete a la mierda, Ignacio. Pero él no contestó. Y ella no quiso dejarle un mensaje lleno de insultos. Tengo que ver a Gonzalo, pensó. No se secó el pelo, no se maquilló, eligió la ropa que encontró más a mano y salió de prisa sin comer nada, con una botella de agua. Sabía que volvería, que esa noche dormiría en su casa, en esa cama, con Ignacio al lado, y eso la hacía más infeliz, porque se sentía incapaz de hacer maletas y largarse. Sabía que Ignacio le pediría perdón, se arrepentiría del exabrupto de esa manaña, tan indigno de él, y seguramente acabarían haciendo el amor de un modo previsible y apurado que a ella ya no le arrancaba el placer de antes. Sabía que estaba en un callejón sin salida y por eso lloraba cuando entró al auto, encendió el motor y se apresuró en buscar una canción que era un consuelo en medio de todo. Manejó de prisa, sin ajustarse el cinturón de seguridad, odiando a su marido, odiando el mundo perfecto y vacío en el que se sentía atrapada. La música le re­cordó un tiempo en el que fue feliz. Iuvo que apagarla. Se sintió deso­lada. No quería llamar a Isabel o a Valeria, sus mejores amigas. Era demasiado orgullosa para compartir con ellas su infelicidad. No le gus­taba la gente débil que buscaba lástima y compasión en los demás. Despreciaba a los que iban por la vida haciendo de víctimas. Ella no era así, no quería ser así. Ella era fuerte. Si se sentía miserable y tenía que llorar, lloraba sola. Como ahora, manejando ese auto que Ignacio le re­galó en su último cumpleaños. Zoe llora porque quiere recostarse en el hombro de alguien y decirle lo fea que encuentra su propia vida y oír una palabra dulce, de aliento. Zoe detiene el auto y llora porque sabe que esa persona es Gonzalo. Quiere llorar abrazada por él. Sabe que él la entenderá. Sólo Gonzalo es capaz de entender lo difícil que es todo esto para mí. Porque él conoce a su hermano. Zoe necesita estar con Gonzalo, devolverle el cuadro estropeado, llorar con él. No quiere ser débil, pero se siente débil, necesita protección y eso la avergüenza y la hace sen­tirse pequeña. Por eso no puede seguir manejando, detiene el auto, se toma el rostro con las manos y solloza. Ayúdame, Gonzalo, alcanza a musitar.

 

Gonzalo está pintando cuando suena el timbre. Pinta todos los días en ese taller que es también su casa, una vieja casona de un piso, situada en el barrio de los artistas, no muy lejos del centro, a la que ha derri­bado todas las paredes interiores, salvo las del baño, dejando un am­plio espacio desierto que es su lugar de trabajo y descanso a la vez. No quiere distraerse. Le irrita que lo interrumpan. Por eso no se acerca a la puerta. Que se jodan, piensa. Sigue pintando con una expresión tensa, como si enfrentarse al lienzo y elegir los colores fuese menos un placer que una agonía.

Para su fastidio, vuelven a tocar, esta vez con una cierta brusquedad. Pero él piensa que no cederá a los caprichos de esa persona imperti­nente. ¿Quién diablos se atreve a tocar el timbre de esa manera? ¿Qué se ha creído? ¿No sabe que a estas horas no recibo a nadie? No puede seguir pintando. De pie con un pincel en la mano, espera. Es un hombre de apariencia descuidada pero atractivo: lleva una barba incipiente por­que se afeita sólo una vez por semana, no se ha abotonado la camisa, debajo viste una camiseta blanca que no se ha quitado en los últimos tres días y ya está impregnada de sus olores, no tiene reparos en usar el mismo pantalón vaquero toda la semana a pesar de que está man­chado por las gotas de pintura que a veces salpican cuando pinta, la­menta que su barriga sea de un tamaño pequeño pero notorio –lo que atribuye a su absoluta pereza para hacer ejercicios físicos–, lleva el pelo largo –un pelo negro, lacio, que peina hacia atras y corta rara vez él mismo o alguna amiga, pues detestair a la peluquería–, exhibe con orgullo una contextura gruesa–no siendo gordo–, que lo distingue de su hermano mayor, tan delgado, y su rostro plácido es el de alguien que sabe disfrutar de la vida, come y bebe lo que le apetece y no se somete a privaciones de ninguna clase.

–¡No jodan! –grita, irritado porque vuelven a timbrar–. ¡Estoy pintando!

–Soy yo, Zoe –escucha la voz débil de su cuñada–. Ábreme, por favor.

Además de Gonzalo, nadie tiene las llaves de esa casona, ni siquiera Laura, su más reciente amante. Sorprendido, comprende que debe de tratarse de algo importante. Se acerca al intercomunicador, presiona un botón y abre la puerta de calle. Zoe hace un esfuerzo para mantenerse serena y digna, sin llorar.

–Zoe –dice él.

 

Es una mujer delgada, de rasgos finos, que lleva la belleza como algo natural. El suyo es un rostro tan suave y perfecto –ojos verdes, nariz apenas respingada, labios carnosos, entre castaño y rubio el pelo que cae hasta sus hombros– que Gonzalo, la primera vez que lo vio, hace ya once años, cuando ambos tenían diecinueve, pensó: Es una diosa, mi hermano no merece estar con una diosa.

–Perdona que te interrumpa –dice ella, débilmente, y no puede evitar una expresión de tristeza.

Gonzalo advierte sin esfuerzo que está mal.

–Pasa –le dice.

Zoe camina lentamente, se desploma sobre un viejo sillón de cuero marrón.

–¿Quieres tomar algo? –pregunta él.

–Agua –contesta ella.

Gonzalo sirve un vaso de agua, se lo entrega y bebe un sorbo de la botella de plástico. Cuando pinta, suele tener cerca, sobre el piso, va­rias botellas grandes de agua, de las que bebe directamente.

-¿Qué pasó? –le pregunta, pensando que se ve más linda cuando está así, triste, fatigada, mostrando que no es perfecta y pierde el control.

–Ignacio –dice ella, refrenándose, porque no quiere ceder al instinto de contárselo todo descontroladamente–. Me hace daño.

Gonzalo está de pie. Camina nerviosamente. Le molesta que Zoe inte­rrumpa sus horas de trabajo sólo para quejarse de lo mal que le va con Ignacio, lo que tampoco es una novedad, pero prevalece la alegría de verla, el placer de admirar su belleza, el riesgo de tenerla tan cerca, herida.

–¿Qué te ha hecho? –pregunta, aunque habría preferido no preguntar.

Sabe que ella necesita que la escuchen.

–A mí, nada –responde Zoe, sin fijar la mirada en él–. El cuadro que te compré, lo tiró a la piscina sin decirme una palabra. Desperté tarde y lo encontré en la piscina. ¿Puedes creer eso? Tu hermano se ha vuelto loco.

El cuadro se ha quedado en el auto de Zoe. Ella no tuvo fuerzas para bajarlo.

–¿Por qué hizo eso? –pregunta Gonzalo.

Es un mariconazo, piensa. Me tiene celos.

–No lo sé –dice ella–. No me dijo nada. Supongo que le molestó que te lo comprase. Cuando lo vio la otra noche, dijo que le parecía de mal gusto que me lo hubieses vendido.

–No creo que sea la plata –dice él, de espaldas a ella, mirando por la ventana a una calle tranquila, arbolada, por la que rara vez pasa un auto–. Soy yo. Si hubieras comprarlo el cuadro de un pintor cualquiera que él no conoce, no habría pasado nada.

–Puede ser –dice ella, y se quedan en silencio un momento, mirándose.

Necesito que me abraces, piensa ella. ¿No te das cuenta? Es un idiota, piensa él. No le importa herir a su mujer y despreciar el trabajo de su hermano. Se cree el rey del universo.

–También me dijo la otra noche que debí consultarle antes de comprar el cuadro y colgarlo en la pared de mi cuarto –dice ella, enfurecién­dose–. ¿Desde cuándo tengo que pedirle permiso para colgar un cuadro en mi casa?

Gonzalo sonríe, pero la suya es una sonrisa amarga.

–Soy yo –dice, las manos en los bolsillos–. El problema no eres tú. Soy yo. Ignacio no me quiere. Desprecia todo lo que hago. Le parece que mi vida es una mierda.

Zoe permanece en silencio. No quiere lastimarlo. Sabe que tiene razón: Ignacio siempre se ha sentido superior a su hermano, a quien ve con una cierta condescendencia.

–Necesito seguir pintando –dice Gonzalo, que ahora se siente furioso y sabe que la mejor manera de recuperar la tranquilidad es parándose frente al lienzo, olvidando a su hermano y pintando.

-Mejor me voy –dice Zoe, poniéndose de pie. No puede evitar sentirse rechazada. Necesito que me abraces, que me consueles, y prefieres pintar. No puedo quedarme aquí. Tú también me haces daño sin que­rer, -piensa-. Lamento haberte interrumpido por esta tontería. Tenía que contárselo a alguien.

Zoe le da la espalda y camina hacia la puerta. Se siente desgraciada. Sabe que en el auto volverá a llorar y no tendrá fuerzas para manejar.

–No te vayas -dice Gonzalo. Estás mal. Quédate.

Zoe se detiene, suspira.

–Pero tienes que seguir pintando –dice–. Yo soy un estorbo.

–Si no me hablas, puedo pintar –dice él–. Échate un rato en la cama. Descansa. Te hará bien.

Gonzalo la ha mirado con ternura. Le provoca abrazarla, pero se con­trola. Sabe que está herida y no quiere abusar de ella.

–¿Seguro que no te molesta? –pregunta ella, con una mirada dulce.

–Seguro –responde él–. Anda a la cama. Trata de dormir un poco.

–Gracias –dice ella, sonriendo–. No quiero volver a casa. No sé adónde iría.

 

Camina hacia él, le da un beso en la mejilla, siente unas ganas de abra­zarlo que disimula a duras penas y se dirige a la cama, donde sabe que Gonzalo ha amado a muchas mujeres. Es un colchón muy grande, sobre una base de madera, cubierto por un edredón de plumas blanco, una cama simple y espaciosa, sin ninguna pretensión estética.

Tras quitarse los botines de cuero, Zoe se echa en la cama, descansa su cabeza en una almohada muy suave, cubre sus pies con el edredón. Desde allí, puede ver a Gonzalo pintando. Siente un placer intenso al saberse en la cama de Gonzalo y verlo pintando. Nunca antes se ha echado en esa cama. Huele la almohada. Huele a él, un olor recio, ás­pero pero agradable. Cierra los ojos. Imagina a Gonzalo amando en esa cama. Lo imagina amándola. Se eriza un poco. Suspira. Abre los ojos. Lo observa. Él pinta de un modo violento, apasionado, como si nada más importase en el mundo, como si ella no existiera. Pero a ella le gusta que sea así. No le molesta estar en su cama y verlo pintar ensi­mismado, indiferente a ella. Me gusta que puedas pintar conmigo en tu cama, piensa. Me gusta que puedas olvidarte de que estoy mirándote. Me gusta que te entregues con pasión a esa locura que es pintar por el solo placer de pintar. Me gusta que esta cama ahora huela a mí, piensa Zoe. Me gustas, Gonzalo. Pero no debo pensar esas cosas.

 

Cuando Gonzalo se cansa de pintar porque le duelen la espalda y los pies, Zoe duerme. Después de lavarse las manos y comer una man­zana, se acerca a la cama y la observa. Ella duerme de costado, la ca­beza sobre la almohada, los pies cubiertos por el edredón blanco. Res­pira profundamente por la nariz. Tiene la boca entreabierta. Gonzalo la contempla admirado. Pasea lentamente la mirada por su rostro, sus manos –unas manos que ella tiene cerradas, apretadas, como si estu­viese soñando algo desagradable–, su cuerpo hermoso. Es una diosa, piensa, como pensó cuando la conoció. Está cada dia más linda. No merece todo esto. Debería tener a un hombre que la sepa querer con pasión. Yo podría ser ese hombre. Yo podría hacerle el amor una noche entera. Conmigo podrías tener los orgasmos que nunca has tenido, Zoe. Pero eres la mujer de mi hermano. No voy a tocarte. Duerme.

Gonzalo tiene una erección pero sabe controlarse. No haría nada que pudiera lastimarla. Le gusta que ella duerma en su cama. Se echa cui­dadosamente a su lado para no despertarla, cierra los ojos y no tarda en dormirse a pesar de que aún no ha oscurecido.

 

Zoe despierta poco después. Descubre que Gonzalo duerme a su lado. Está tendido con la boca abierta, los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza apoyada en una almohada y ligeramente ladeada hacia ella. Zoe sonríe. Le gusta verlo durmiendo. Siente ganas de despertarlo a besos, de abrazarlo, de quedarse con él toda la noche. Sabe que es irnposible. Se atreve, sin embargo, a darle un beso furtivo en la mejilla. Siente esa barba de cinco días en sus labios. Lo desea. Gonzalo no despierta a pe­sar del beso. Zoe lo recorre con la mirada. Mira el bulto donde adivina su sexo dormido. Siente ganas de acariciarlo. No seas traviesa, se dice. No pienses esas cosas. Déjalo dormir y ándate de una vez antes de que esto termine mal. Zoe se pone de pie, recoge sus zapatos y sale cami­nando descalza. Abre la puerta. Antes de salir, lo mira y comprueba que duerme plácidamente. En esa cama, yo podría ser feliz, piensa.

 

Tienes que pedirle perdón, piensa Ignacio, arrepentido de haber su­cumbido al instinto violento de destruir el cuadro de su hermano y ofender a su esposa. No te rebajes a ser un hom­bre salvaje, que no sabe dominar sus impulsos. Si ella ha sido una ca­brona contigo, no le pagues con la misma moneda. Vuela más alto que ella. Dale una lección. Demuéstrale que tienes un corazón noble y sabes reconocer un error y pedir perdón. No debiste hacer eso. El cuadro era suyo. Fue una canallada echarlo a la piscina. Tienes que pedirle perdón a Zoe. Ojalá que Gonzalo no se entere de todo esto.

 

Ignacio salió de su casa sin saber adónde ir. Estaba avergonzado del acto de barbarie al que se había rebajado y no quería ver a su mujer ni hablar con ella. Apagó el celular, subió a su camioneta y manejó una hora por la autopista. Le hacía bien manejar despacio por la autopista sin rumbo fijo, con el celular apagado. Se relajaba, podía pensar, orde­nar el caos que eran a veces sus sentimientos, recuperar el control. El solo hecho de conducir lentamente esa flamante camioneta de doble tracción, respetando las reglas de tránsito, entregándose a la contem­plación perezosa del paisaje, alejándose del barullo de la ciudad, le daba una sensación de armonía y control. Ignacio necesitaba sentirse en control. Cuando lo perdía, sentía vergüenza de sí mismo. Ahora, al timón de la camioneta, volvía a ser el hombre racional e imperturbable que quería ser siempre. Ya lejos de la ciudad, se desvió en una bifurca­ción, manejó por un camino angosto y se detuvo a tomar un refresco en un puesto al paso. De regreso en la camioneta, reclinó el asiento hacia atrás y se echó a meditar sobre lo que debía hacer para reparar el daño que había provocado con su explosión de ira. Debo pedirle perdón a Zoe. Si Gonzalo se ha enterado, también debo disculparme con él. No me creerá, pero no tengo nada contra él como pintor. Me parece bien que sea feliz pintando. Sería complicado tenerlo a mi lado en el banco. No se sometería a mi autoridad, cuestionaría mis decisiones y, sobre todo, sería infeliz, porque su vida es pintar y yo sería Un cretino si no pudiera entender eso. Le compraré un cuadro más bo­nito y más caro. Se lo regalaré a Zoe. Lo colgaré yo mismo en la pared de nuestro cuarto. Y le daré una sorpresa a Zoe. Le haré un regalo que no se espere. O la sorprenderé con un viaje de fin de semana. No será fácil que me perdone. No entenderá por qué me puse tan violento. Pero no debo contarle que escuché de casualidad la conversación entre ella y Gonzalo. Si le cuento, todo será peor. Sabrá que yo sospecho que hay algo raro entre los dos. Prefiero callarme, estar atento y ser bueno con ella. Lo mejor que puedo hacer es pedirle perdón y darle todo mi amor. Tampoco me conviene hablar con Gonzalo, decirle que escuché la con­versación con Zoe, que es un canalla, un miserable por hablarle mal de mí a mi propia esposa. ¿Qué ganaría? Nada. Sería un momento muy desagradable para los dos. Perdería el control. Le gritaría, lo insultaría, tendría ganas de pegarle, quizás terminaríamos golpeándonos. No quiero humillarme así. No quiero. Siempre es más fácil entregarse a la violencia, odiar al otro. Yo prefiero perdonarlos, olvidar, hacerme el tonto y darles mi cariño. Por eso fue una bajeza y una estupidez tirar el cuadro al agua. Debo recuperar la dignidad. Dos errores no hacen un acierto. Si al error del cuadro sumo el error de contarlo todo y hacer un escándalo familiar, la cosa se va a complicar. Trataré de olvidarme de lo que oí, perdonarlos y seguir queriéndolos. No podría perder a Zoe. No podría estar bien sin ella. Tengo que pedirle perdón.

Ignacio maneja un poco más rápido de regreso a casa, pero siempre dentro del límite de velocidad que establece la ley. Desprecia en silencio a quienes corren a toda prisa por la autopista, violando las reglas de tránsito. Bárbaros, piensa. Pásenme, corran, pero no llegarán muy le­jos. Los que rompen la ley nunca llegan muy lejos. Yo voy despacio, pero del lado de la ley. Al final del partido, veremos a quién le fue me­jor.

 

Ignacio enciende el celular. Escucha sus mensajes.

Teme oír la voz crispada de su mujer, diciéndole alguna grosería. No tiene ningún mensaje. Mejor, piensa. Llama a Zoe. No contesta. Pre­fiere no dejarle un mensaje. Llama a Cristina, su madre, y le confirma que almorzará con ella al día siguiente, domingo.

–No vengas tan tarde, que el domingo pasado se aparecieron pasadas las dos y me moría de hambre –le pide su madre.

–Estaré allí a la una en punto, mamá –promete.

–Eso espero –dice ella–. Siempre me dices que estarás a la una y llegas a las dos. Acuérdate de que yo madrugo y a la una no puedo más del hambre.

–No te preocupes. Ojalá pueda ir con Zoe, porque no se siente muy bien.

–¿Qué tiene? ¿Otra vez se ha resfriado? Dile que tome bastante jugo de naranja y que se bañe en agua fría, que eso limpia los gérmenes.

Ignacio sonríe.

–No está resfriada –dice–. Está un poco molesta conmigo. Pero ya se le va a pasar.

–Más le vale, hijito, porque no sabe la suerte que tiene de estar casada contigo. Que abra los ojos esa niña. Se ha ganado la lotería y todavía no se da cuenta.

–Nos vemos mañana, mamá –se ríe Ignacio–. Te mando un beso.

 

Cuando llega a su casa, busca a Zoe pero no la encuentra. Camina a la piscina y comprueba que el cuadro ya no está allí. Cómo pudiste hacer eso, se reprocha. Entra a su cuarto, a su escritorio y a la cocina pen­sando que tal vez Zoe le ha dejado una nota. No hay nada. Zoe no está, no me ha llamado, no me ha insultado, no ha perdido el control. Me está dando una lección. Ella, que puede ser una mujer explosiva, no se ha rebajado a decirme una grosería. Seguramente está con Gonzalo. Podría apostar que ha ido a verlo, a enseñarle el cuadro deshecho, a quejarse de mí. Puedo verte, cabrona, llorando en su pecho. Puedo oír lo que dices de mí, trai­dora. Puedo oír que dices: Ignacio es un imbécil, un huevón, un abu­rrido. Te tiene celos, Gonzalo. Es un pobre diablo. Jamás podría pintar un cuadro así de lindo y por eso lo destruye. Cabrona ignorante. No sa­bes que te he oído por teléfono riéndote de mí con mi hermano. No sa­bes que eso es lo que me da tanta rabia. Yo jamás habría sido capaz de esa b


Date: 2016-01-05; view: 829


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