Libros de Luz: http://librosdeluz.tripod.com 3 page cegaban o atontaban al animal, lanzando una descarga sobre el mismo. Esto les permitía
descender desde sus aparatos voladores para rematar al monstruo o bien ascender hasta su
cabeza por la cola y el lomo.
Era sencillamente desconcertante.
Permanecí largas horas contemplando, analizando y reflexionando sobre aquel altorrelieve
de 40 centímetros de anchura, 70 de altura y poco más de 20 de longitud. Era la más
fantástica piedra de la gran «biblioteca». El documento más sensacional y definitivo que
mostraba la existencia de otra Humanidad, más tecnificada, incluso, que la nuestra. Hasta el
momento, como apuntaba al comienzo de este libro-reportaje, ninguna de las teorías
esgrimidas en pro de posibles y remotas «supercivilizaciones» se encontraban sustentadas
por pruebas concretas, por datos físicos visibles...
Pero esto era distinto. Tan distinto y revolucionario, que todo lo anterior quedaba
eclipsado, difuminado.
—Los paleontólogos se siguen preguntando por qué estos animales prehistóricos tan
numerosos y resistentes desaparecieron súbitamente de la faz de la Tierra. ¿Cómo puede
explicarse este singular hecho?
El planteamiento de Cabrera me sacó de nuevo de mis pensamientos. La repentina
extinción de estos millones de gigantescos saurios que dominaban los antiguos continentes
del planeta era, en efecto, una incógnita fascinante.
Era difícil pensar que la ferocidad de unos pudiera terminar con la totalidad del resto, y de
manera tan súbita. No es precisamente el sistema elegido por la Naturaleza en su constante
proceso de selección natural de las especies. Muchos de esos gigantescos saurios habrían
permanecido o se habrían transformado, adecuándose a las nuevas necesidades de sus
hábitats. Pero nada de eso ocurrió.
Otros paleontólogos han barajado también la posibilidad de que este extraño fenómeno
tuviera su origen en un enfriamiento del clima del período Cretácico —gran marco en el que
se movieron buena Parte de estos animales antediluvianos— que dio al traste con aquella
fabulosa fauna. Como se sabe, los dinosaurios parece ser que se valían de su enorme tamaño
para regular la temperatura del cuerpo. Al no disponer de una envoltura aislante, de un
abrigo de pluma, pelo o lana, estos monstruos prehistóricos fueron pereciendo. Esta teoría,
sin embargo, falla también estrepitosamente...
De haber ocurrido así, lo lógico es que muchos de estos dinosaurios hubieran sobrevivido
durante la Era Terciariao Cenozoica.Al menos, durante una parte de la misma y en las
zonas más calurosas del mundo...
Ninguna de estas hipótesis ha resuelto satisfactoriamente el problema. ¿Por qué tantos y
tan diversos grupos de animales antediluvianos fueron borrados del planeta de forma tan
simultánea y abrumadora?
Javier Cabrera Darquea sí lo había descubierto en aquella increíble «biblioteca» del
pasado de este viejo mundo nuestro.
Y me lo explicó con estas sencillas y, al mismo tiempo, estremecedoras palabras:
—Una gran catástrofe, un cataclismo de proporciones insospechadas, tuvo lugar en la
Tierra hace millones de años. Pues bien, esa tremenda destrucción, esa convulsión masiva
del planeta terminó con la existencia de esos millones de reptiles gigantescos que habían
poblado el mundo desde tiempos remotísimos. Sólo eso, y la metódica y masiva «guerra»
que aquella Humanidad sostuvo con los grandes saurios, puede explicar la desaparición de
estos animales.
El hombre «gliptolítico» luchó intensamente contra los dinosaurios y demás reptiles. Fue
una «guerra» de toda la Humanidad contra estos monstruos... Así se refleja en cientos de
piedras grabadas. Fue una «guerra» —y esto es importante— en la que participó toda la
civilización que entonces habitaba la Tierra. Una «guerra» a muerte. Sin tregua. Una
«guerra» que fue más allá, incluso, de la simple matanza de los saurios, puesto que dicha
Humanidad rompió el «ciclo biológico» de estos monstruos prehistóricos, anulando así la
supervivencia de las especies.
Estas matanzas masivas y constantes y el formidable cataclismo —que también
contribuyó a la anulación del mecanismo reproductor de los reptiles— sí explican esa súbita
extinción de los más fantásticos y resistentes animales que jamás hayan poblado la Tierra.
De no haber sido por estas razones, quizá hoy muchos de ellos siguieran poblando el
planeta...
Aunque en otro capítulo de este libro hablaré más extensamente de la catástrofe
mencionada por el profesor Cabrera Darquea, sí quiero exponer ahora —y a título de simple
orientación— el origen del cataclismo que acababa de comentar el investigador de las
piedras labradas.
—En aquellos tiempos —me explicó Javier—, y tal y como he descifrado en los gliptolitos
que forman esta «biblioteca» prehistórica, alrededor de nuestro mundo giraban tres Lunas o
satélites naturales.
Un formidable desfase entre la tecnología utilizada por aquella Humanidad y el
magnetismo natural de la Tierra fue provocando un desajuste en las órbitas de dos de estas
Lunas, que terminaron por caer sobre el Planeta. Este impacto terrorífico convulsionó los
continentes y océanos, provocando la indescriptible catástrofe...
Pero dejemos aquí el relato del científico peruano. En aquel instante, mientras Cabrera
me explicaba sobre las piedras labradas del desierto de Ocucaje el apocalíptico choque de
aquellas Lunas contra nuestro mundo, recordé una de las muchas teorías que sobre este
formidable cataclismo mundial se han escrito. Una de las que, quizá por su plasticidad y
verosimilitud, más me habían impresionado hasta el momento de conocer las piedras
grabadas de Ica. Decía así:
«Siberia nordoriental, 5 de junio del año 8496 antes de Cristo. Son las 12:53 (hora local).
Siete minutos antes de la colisión del planetoide con la Tierra.
»El Sol está alto en el cielo, y junto a él se hallan, invisibles en el claro azul, el planeta
Venus y la Luna nueva. Los árboles de la linde de la selva virgen proyectan sombras breves
sobre el suelo. El musgo verde oscuro crece lozano bajo los altos troncos de pinos, abetos y
alerces. El río, saliendo de la selva, discurre, murmurando y gorgoteando, a través de un
calvero. Es un espacioso calvero con hierba fina, jugosa, rico en helechos y flores junto a la
orilla.
»De pronto retumba un pisoteo entre los arbustos junto al borde de la explanada, las
ramas se rompen crepitando y las copas de los árboles empiezan a cimbrearse. Una
manada de elefantes se acerca al río...
»A las 14:47 dos elefantes se paran bruscamente. Una fuerza invisible los ha aferrado, y
su furia se ha desvanecido de golpe. Debe de haber ocurrido algo espantoso...
»La catástrofe se ha producido hace bastante. La sacudida provocada por la colisión ha
empleado una hora y cuarenta y siete minutos para llegar a la tierra de los tunguses. El suelo
es recorrido por un temblor: primero es sólo una débil vibración, casi imperceptible, pero
luego se hace sensible, violenta. De la selva llega un gemido; un pino gigantesco se dobla,
crujiendo, hacia el calvero, abatiéndose con fragor entre los elefantes. Algunos pájaros,
despavoridos, levantan el vuelo.
»El disco del Sol parece haber saltado de su sede,
se tambalea en el cielo, luego se detiene, se desliza lentamente hacia abajo, hacia el
horizonte, vuelve a detenerse...
»Las sombras de los grandes animales, de los árboles y de los arbustos se agitan
convulsas sobre el calvero, se alargan, mientras el río rebulle más fuertemente. Las sombras
permanecen alargadas, y el Sol ya no calienta.
»Cuando el temblor remite, la manada de elefantes se pone en movimiento. Inquietos, los
grandes proboscidios pisotean la hierba, balancean la maciza testuz, remueven el terreno
con las patas... Y la calma renace muy lentamente.
»Transcurren horas sin que pase nada. Hace frío. Los elefantes hace mucho que ya se
han puesto a comer de nuevo.
»Son las 20:53. Siete horas y cincuenta minutos después de la catástrofe. La manada
sigue en el calvero. Los animales arrancan ramas de los árboles jóvenes y se abrevan en el
río. El Sol del atardecer es amarillento, mortecino. De improviso se eleva a distancia un ruido
sordo, que crece. Se acerca a fulminante velocidad, y pronto cubre el gorgoteo del río, el
canto de los pájaros y estalla como un trueno interminable.
»El jefe de la manada alza la trompa, pero su barrito es ahogado por el enorme fragor. Con
todas sus fuerzas inicia la carrera, y los compañeros le siguen. El suelo retumba bajo
centenares de patas titánicas, pero el ruido no ahoga el que procede del cielo. Por primera
vez en su vida, una de las más potentes criaturas del globo es presa del pánico y corre
ciegamente por la selva, derribando arbustos y árboles.
»Pero, a los pocos pasos, la carrera termina. El jefe de la manada se desploma como
fulminado por un rayo y muere antes de que su cuerpo toque el suelo. Con él, en los mismos
segundos, mueren también los demás. Con él mueren todas las formas de vida de la Siberia
septentrional: miles y miles de elefantes, de rinocerontes lanudos y de tigres de las nieves,
de zorros, de martas, de aves y reptiles...
»¿Qué había ocurrido?
»A 10.000 kilómetros de aquel calvero siberiano, aquel 5 de junio de 8496 antes de J. C., a
las 13 horas, un cuerpo celeste cayó con violencia incalculable en la región sudoccidental del
Atlántico septentrional. Aquel planetoide, con sus 18 kilómetros de diámetro, era un enano
en comparación con nuestro planeta. Pero las consecuencias de su caída fueron terribles:
rompió la costra terrestre y provocó la mayor catástrofe que jamás castigara a la
Humanidad.»
Ésta y otras muchas narraciones y leyendas que se han conservado vivas en los
corazones de los pueblos de la Tierra denotan un hecho único y terrorífico en la Historia del
planeta. Un hecho que, a pesar de la erosión de los siglos, se ha transmitido de civilización
en civilización, de raza en raza y de continente en continente. Hace miles o quizá millones de
años, algún astro, en efecto, chocó con la Tierra, sembrando la muerte y la desolación. Y esa
tragedia apocalíptica ha quedado grabada en el espíritu del ser humano y transmitida de
unos hombres a otros.
Pero, ¿cuándo tuvo lugar realmente dicho cataclismo?
Las piedras grabadas que forman la «biblioteca» lítica del doctor Cabrera tienen la
respuesta. Una respuesta que no se mueve indecisa en la noche de los tiempos. Es una
respuesta concreta. Grabada en piedra.
Pero, como digo, reservemos los detalles de tan tremenda destrucción para la «serie» de
piedras que, precisamente, «habla» de dicha tragedia.
Antes de dar por terminado este «capítulo» o «sección» de la «biblioteca» gliptolítica, en la
que la olvidada Humanidad del Mesozoico plasmó sus conocimientos y luchas contra los
enormes saurios prehistóricos, Javier Cabrera me indicó un detalle fundamental a la hora de
valorar las piedras labradas.
—El volumen y trabajo de las mismas —explicó— está en proporción directa a la
importancia del tema que se «relata» en dichas piedras. He comprobado este importante
detalle en cientos de gliptolitos...
Esto quería decir que, cuanto más pesada fuera la piedra y cuanto más trabajo y esfuerzo
se hubiera empleado a la hora de la grabación, más trascendental era la «ideografía» que
aquella Humanidad había querido exponer. De ahí, por tanto, que los altorrelieves —por
término general— señalaran siempre conocimientos mucho más decisivos que los simples
grabados.
Éste era el caso, por ejemplo, de la hermosa y pesada piedra —en altorrelieve— que
Cabrera acababa de mostrarme y en la que se «narraba» el «ciclo biológico» del
stegosaurus, así como la forma de exterminar a dicho animal.
Así sucedía igualmente con otra formidable mole de piedra de media tonelada en la que el
investigador me mostró toda una «matanza» de hombres, por parte de los dinosaurios...
Cuando contemplé aquella piedra descomunal, mi asombro volvió a dispararse. Labrados
en unos altorrelieves finísimos, animales prehistóricos de varios tipos devoraban y atacaban
a hombres gliptolíticos.
—Pero, ¿por qué? —interrogué a mi anfitrión.
Tú has visto ya otras piedras donde estos hombres grabaron también ciervos, caballos y
toda una extensa gama de animales que conocieron. Sin embargo, todos ellos aparecen
grabados en piedras más o menos pequeñas. Aquí no. Con los monstruos prehistóricos, con
los grandes reptiles, no ocurre lo mismo. Casi todos están grabados en piedras de gran tamaño
y peso. Casi todos en altorrelieves...
»¿Por qué?, preguntas. Porque en estos casos —cuando se toca el tema de los
dinosaurios— no se trata ya de "cacerías" más o menos deportivas. Es la "guerra" de toda la
Humanidad contra sus mortales enemigos. Por eso plasmaban estas escenas en piedras
mayores, con altorrelieves...
»Y esta mole que tienes ante tus ojos es otra viva muestra de lo que te digo. El hombre no
debía aproximarse ni entrar en este lugar que señala la roca labrada. Si lo hacía, podía
morir. En esta piedra se está señalando un área donde vivían dinosaurios adultos y las
formas intermedias de éstos. Eran terrenos de dominio de los grandes saurios...
Una y otra vez me preguntaba cómo podía el doctor Cabrera Darquea haber llegado a
estas conclusiones. Una vez explicadas por él, las «ideografías» parecían sencillas,
tremendamente claras. Pero, ¿cómo poder descifrar esos conocimientos?
—Existe una clave —concretó el investigador—. Una clave que, después de muchas horas
de estudio, me ha permitido tener, al menos, el 75 por ciento del conocimiento del grabado.
Sin ese porcentaje mínimo, nadie podría desentrañar con exactitud las grabaciones de los
gliptolitos.
»Sin esa clave, por ejemplo, resultaría poco menos que imposible averiguar que en esta
otra piedra, uno de estos hombres tiene en sus manos un corazón bilobular, recién extraído
de un pelicosaurio...
El profesor de Ica me indicó otra de las piedras grabadas. Allí observé la figura de un
hombre que, efectivamente, sostenía un extraño corazón. Y junto al hombre gliptolítico, este
reptil prehistórico de gran aleta dorsal y que —según la Paleontología— apareció en el
Carbonífero Superior, subsistiendo hasta el período Pérmico Medio.Es decir, en plena Era
Paleozoica o Primaria.
—Este grabado, de gran valor científico —prosiguió Cabrera—, nos está revelando una
vez más, el profundo conocimiento que tenía esta Humanidad de la fisiología y anatomía de
sus innumerables enemigos.
Aunque el doctor Cabrera me hablaría a lo largo de nuestras numerosas entrevistas de
múltiples detalles relacionados con esa «clave», la verdad es que en ningún momento logré
que me hiciera una exposición completa y exhaustiva de la misma. Siempre que se lo insinué
me encontré con la misma respuesta:
—Sólo haré pública dicha «clave» cuando responda a todos los ataques de que soy
objeto desde hace años. Y esa «respuesta» está ya en preparación. En breve será editado
un trabajo en el que detallo todas mis investigaciones y descubrimientos en torno a esta
«biblioteca».
Desde ese instante me abstuve, por tanto, de seguir interrogando a Javier Cabrera —al
menos de forma directa— sobre la «clave». En aquellos momentos, entusiasmado además
por el sinfín de conocimientos que tenía a mi alcance, consideré más oportuno empaparme
a fondo de las «ideografías» y grabaciones que podía ver y tocar.
Aquella «serie» dedicada a los animales prehistóricos y en la que había podido descubrir
nada más y nada menos que 37 tipos de grandes saurios, perfectamente clasificados por la
Paleontología, así como otros muchos, desconocidos aún para la Ciencia moderna, me
había abierto ya nuevos e indescriptibles horizontes.
¿Es que era posible entonces que el ser humano hubiera CONVIVIDO con los monstruos
antediluvianos?
La prueba estaba en cientos de piedras grabadas. Pero el propio Javier Cabrera me iba a
relatar un descubrimiento acaecido no hace mucho en el vecino país de Colombia y que
venía a ratificar todas sus afirmaciones.
CAPÍTULO 4
SENSACIONAL HALLAZGO EN COLOMBIA
Recuerdo que cada vez que planteé este tema ante arqueólogos y antropólogos me sentí
como el hereje que, irremisiblemente, termina condenado y vilipendiado.
«Pero, ¡hombre de Dios!, cómo se le ocurre pensar que el ser humano pudo conocer y
convivir con los grandes reptiles y monstruos prehistóricos...»
Los sabios consagrados de la Paleontología a los que tuve el atrevimiento de consultar
sobre las piedras grabadas de Ica terminaban siempre por entonar estas frases con tanta
indulgencia como burla...
«Es lamentable e increíble que pueda usted desechar de esta forma —remataban
siempre— los miles de volúmenes de tantos y tantos especialistas del mundo entero, mucho
más expertos y preparados...»
«Está demostrado y claro —dogmatizaban otros— que el hombre hizo su aparición en la
Tierra hace Poco más o menos un millón de años...»
«Todos sabemos —concluían las máximas autoridades en Paleontología— que esos
animales antediluvianos existieron en el mundo hace millones de años. ¿Cómo podemos
entonces aventurar semejante desatino?».
Y uno, que no es experto en nada, terminaba por guardar sus audaces hipótesis y teorías
y desaparecer de la vista furibunda e indignada de los «sumos sacerdotes» de la Ciencia...
Pero «algo» seguía diciéndome que aquel radicalismo, que aquella intransigencia, no
podían estar en posesión absoluta de la verdad...
En las grabaciones de la «biblioteca» lítica del Perú podía comprobarse con toda claridad
cómo el ser humano «convivía» con estos formidables y extinguidos saurios de eras
remotas. Mas, para estos arqueólogos, no era suficiente...
«Quizá algún día —pensé—, cuando el hombre pueda desenterrar con sus propias manos
los restos fosilizados de estos monstruos arcaicos y, a su lado, los de un ser humano, todo
pueda cambiar... »
Pero estaba equivocado una vez más.
Porque ese descubrimiento se produjo ya hace tiempo. El propio doctor Cabrera me lo
señaló:
—El antropólogo Henao Marín encontró recientemente en un lugar de Colombia,
denominado El Boquerón, los restos fosilizados de un monstruo prehistórico: un
iguanodonte.
Este hallazgo no habría tenido mayor importancia de no haber ido acompañado por otro
fantástico descubrimiento.
Henao Marín desenterró también —¡y en el mismo estrato geológico!— los huesos de un
hombre...
—Un ser humano —continuó Javier Cabrera con entusiasmo— que, según parece,
perteneció al tipo de Neandertal.
¿Qué significa esto? Que el hombre sí convivió con los grandes saurios prehistóricos.
Henao Marín, según tengo entendido, comunicó su sensacional hallazgo a otros
científicos de Estados Unidos. Sin embargo, hasta ahora se ha silenciado...
Esta importante e irrefutable prueba se encuentra también a la vista de cuantos
especialistas y científicos deseen ratificarla. Basta con dirigirse a la Universidad colombiana
de Quindio, en Tolima, donde Romero Henao Marín ejerce en la actualidad. La cabeza de
dicho iguanodonte se encuentra depositada en la mencionada Universidad.
(El iguanodonte —según reza la Ciencia moderna— vivió en el Cretácico Inferior. Es decir,
hace más de 65 millones de años. En 1887 fueron descubiertos los esqueletos de veinte de
estos dinosaurios, mientras se trabajaba en una mina de carbón. Los adultos medían unos
nueve metros de longitud. Sus patas delanteras no eran de gran tamaño, y disponían de
uñas como ganchos. Los dedos pulgares formaban una especie de ancha y aguda espina
que debió constituir un arma defensiva muy efectiva. Aunque los primeros ornitópodos
poseían una sola fila de dientes en cada mandíbula, el iguanodonte tenía una batería de
varias hileras, de modo que continuamente le salían dientes nuevos, mientras los viejos se
gastaban y caían.)
Sin embargo, aunque espectacular y decisivo, este hallazgo de Colombia no ha sido el
único.
—En las propias tierras peruanas de Ayacucho —señaló Javier Cabrera— se han
descubierto también restos fosilizados de megaterios. Y, junto a ellos, ¡utensilios e
instrumentos! Esto ratificaba, una vez más, que el hombre pobló el planeta en épocas mucho
más remotas de lo que la Paleontología atestigua...
»Sin embargo, ¿sabes cuántos años le otorgaron los paleontólogos e ilustres hombres de
ciencia a esos restos humanos que aparecieron junto a los utensilios y huesos del
megaterio?
Esperé la respuesta de Cabrera Darquea. Y el investigador, con amargura, contestó:
—¡Veinte mil años...! O sea, que el propio descubridor le niega valor a su descubrimiento.
—¿En qué época fija la Paleontología la presencia de los megaterios sobre la Tierra?
—Los primeros se remontan a los comienzos de la Era Terciaria. Es decir, hace más de
60 millones de años.
¿Y los últimos?
—La Ciencia asegura que dejaron de existir bastante antes del comienzo de la Era
Cuaternaria.Según esto, debemos remontarnos más allá del millón de años. Pero,
entonces, vuelvo a preguntar: ¿por qué Maclnnes fija la edad de esos restos en 20.000
años?
(La Paleontología asegura, en efecto, que, junto a los ungulados primitivos de América del
Sur vivió otro grupo placentario rudimentario —los desdentados— del que los armadillos,
osos hormigueros y perezosos son los únicos supervivientes. Los armadillos omnívoros se
conocen ya desde el Paleoceno —comienzo del Terciario—, aunque los actuales son comparativamente
pequeños. Uno de los géneros del Pleistoceno, por ejemplo, fue tan grande
como un rinoceronte. Los perezosos arbóreos son desconocidos como fósiles, aunque sus
parientes extinguidos —los perezosos terrícolas— resultaron muy notables. Son conocidos
ya desde el período Oligoceno. Se nutrían de hojas de los árboles y arbustos cuyas ramas
inclinaban hacia abajo con sus fuertes garras. Los perezosos primitivos medían solamente
pocos centímetros, aunque el megaterio —de seis metros y ubicado en el período
Pleistoceno— era grande como un elefante, alcanzando, incluso, varias toneladas de peso.)
—Pero, hay más. ¿Por qué calla también la Paleontología —me subrayó el investigador
iqueño— ante los formidables descubrimientos de los soviéticos?
»En cierta ocasión visitó Perú el académico Suppov. Y se acercó hasta Ica. Tenía
grandes deseos de conocer las piedras grabadas. Fue en esa ocasión cuando me confesó
que su compatriota Gravoski defendía también el hecho de que habían existido otras
Humanidades en el remoto pasado de la Tierra...
»Pues bien, Suppov había pronunciado algunas conferencias en Perú —al igual que en
otras partes del mundo— detallando cómo antropólogos hindúes habían facilitado
información a sus colegas rusos sobre la existencia de huesos humanos, englobados en
rocas mesozoicas. ¡Rocas que tienen más de 65 millones de años!
»Pero, naturalmente, esto no interesa a los arqueólogos y antropólogos del mundo. Esto
desequilibra y descompone sus teorías, sus cánones tradicionales. Admitir estos hechos
incuestionables significaría para ellos un reajuste absoluto en sus enseñanzas, en sus
esquemas mentales, en sus libros...
»El hallazgo de Henao Marín no interesa porque no es convencional. Porque lanza por
tierra lo que ya conocíamos y dábamos por infalible... Porque nos Plantea una panorámica
distinta, difícil, revolucionaria, fuera de todo molde o convencionalismo.
»"El hombre surgió en el Cuaternario —dicen los paleontólogos y antropólogos—. El
hombre no supo jamás del dinosaurio." Ahí comienza y ahí termina nuestro mundo... Pero,
¿y esos 4.999 millones de años que faltan...?
Javier Cabrera echó mano del paquete de cigarrillos. Habíamos llegado a un punto duro,
espinoso. Cargado de oscuridad para Javier, cargado de prejuicios...
Traté de centrar el problema y pregunté al médico de lea:
—Sin embargo, doctor, tienes que reconocer conmigo que el «salto» en el tiempo (desde
esa Humanidad del Mesozoico hasta nuestros días) es enorme, casi inconcebible.
Excesivo...
—Esa misma objeción le hicieron a Mellino. Cuando éste encontró un hombre en el
Mioceno —hace 29 millones de años—, Paul Rivet afirmó que no podía admitir tal cosa, que
Date: 2016-01-05; view: 920
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