Libros de Luz: http://librosdeluz.tripod.com 2 page y cuarenta piedras grabadas, cuyos pesos podían oscilar entre 200 o 300 gramos y 15 o 20
kilos.
El sol se había puesto ya tras los cerros volcánicos de Ocucaje y fue preciso que Uchuya
acercara una vela para poder distinguir los grabados que aparecían en las piedras.
Aquellos cantos rodados —ésa fue mi impresión— eran idénticos a muchos de los que
había visto pocas horas antes en el museo de Javier Cabrera. Sólo hubo algo que me
extrañó. Después de recorrer dos o tres chozas más y de examinar «la mercancía» que en
todas ellas tenían preparada para la venta, no logré descubrir ni una sola piedra labrada de
gran volumen —tal y como había visto en el centro de trabajo del doctor Cabrera— ni
tampoco con los hermosos altorrelieves que aparecían en muchas de las que yo había
podido contemplar en Ica.
—Bueno —respondieron los campesinos cuando les interrogué sobre este particular—, las
piedras grandes cuesta mucho sacarlas... Y si no hay un comprador fijo...
Aquella palabra —«sacarlas»— paso casi inadvertida para mí. Pero no para mis amigos,
que tomaron buena nota de ella.
En aquel instante, Tito Aisa presionó hábilmente a Pedro Huamán, que era el campesino
con el que conversábamos en aquel instante.
—¿Y en qué lugares dice usted que las «sacan»...?
—Hay varios —respondió aquél—. Hay cerros de donde todos sacamos... Ahí mismo, en
los cerros próximos.
Aquella conversación, insisto, iba a tener una gran importancia meses después, cuando la
polémica sobre la autenticidad de las piedras grabadas del doctor Cabrera adquirió tintes
espectaculares.
Meses después, ya en enero de 1975, aquellos mismos campesinos con los que yo había
conversado en sus chozas de Ocucaje declararían públicamente que las piedras labradas
eran «trabajadas» por ellos mismos, no «sacadas»... La razón era tan elemental como
comprensible y hasta disculpable. La Ley protege los tesoros arqueológicos y prohíbe
terminantemente la extracción y venta clandestina de los mismos.
Si alguien en Perú es descubierto desenterrando restos arqueológicos o reconoce que ha
comerciado con ellos, puede ser multado o encerrado en prisión.
Es muy lógico, por tanto, que los campesinos de Ocucaje, sabedores de esta cuestión, no
reconozcan jamás —oficialmente— que esos miles de piedras grabadas que han sido
esparcidos a lo largo y ancho del país, así como en el extranjero, fueron desenterrados o
extraídos en el desierto donde habitan.
Pero, tiempo habrá de volver sobre este aspecto. De momento, mi curiosidad había
quedado satisfecha. Aquel primer contacto directo con los pobladores de Ocucaje, aquellas
conversaciones con Basilio Uchuya, Pedro Huamán, Aparicio Aparcana y otros, me
confirmaron lo que, cada vez con más fuerza, había ido ganando terreno en mi cerebro:
«Ningún campesino del mundo podría concebir y desplegar semejante cúmulo de
conocimientos científicos...»
Pero hubo un nuevo detalle que me dejó perplejo.
A la hora de tratar de adquirir algunas de las piedras grabadas que guardaban Uchuya y
compañía en sus hogares, observé que el precio de las piedras más voluminosas y, por
consiguiente, más caras, era absurdo. Irrisorio.
Cualquiera de aquellas grabaciones —a pesar de que el tamaño de las piedras más
grandes era ínfimo si lo comparábamos con muchas de las que había visto en Ica— debería
haber sido vendida a un precio alto, digno del innegable trabajo, esfuerzo y arte que saltaban
a la vista. Pero no.
Cuando preguntamos a los campesinos cuál era el precio, éstos fijaron las piedras más
hermosas en 150, 200 o, como mucho, 250 soles. Es decir, en aquellos días, y al cambio,
entre 200 y 400 pesetas...
Pero éste era el precio, repito, de las piedras más grandes y pesadas. La mayor parte,
mucho más reducidas, costaba entre las 20 y 100 pesetas.
Y me pregunté nuevamente por qué; a qué se debía que tan hermosos «trabajos» fueran
vendidos por tan pocos soles...
Cualquiera de aquellas piedras del tamaño mediano hubiera supuesto a un artista con
experiencia un mínimo de un mes de trabajo. En mi segundo viaje a Perú, y al visitar de
nuevo el poblado, Tito Aisa y Tiberio me señalarían una de las piedras que había sido
depositada en el corral de la casa de Aparicio Aparcana.
—Esta piedra —comentaron— lleva aquí cuatro meses. Y, como ves, está sin terminar.
La piedra, efectivamente, reproducía —y muy burdamente por cierto— algunos de los
motivos que yo había visto en otros gliptolitos de la colección de Javier Cabrera. Pero estaba
sin concluir...
—Lleva cuatro meses trabajando sobre la piedra —prosiguió Tito—. Lo sabemos porque
cada semana acudimos fielmente al poblado y le echamos un vistazo.
El problema, una vez más, aparecía con claridad. Si uno de aquellos campesinos hacía
cuatro meses que trataba de terminar una sola piedra, ¿cuánto tiempo se habría necesitado
para «fabricar» esas 50.000 que en la actualidad existen dentro y fuera del Perú?
En aquellos instantes yo ignoraba también que, cuatro años antes de que Javier Cabrera
Darquea comenzara sus estudios sobre las piedras labradas, otras personalidades del país
—entre ellas el ex rector de la Universidad de Ingeniería de Lima, don Santiago Agurto
Calvo— habían tenido ya en sus manos muchas de estas piedras grabadas. Algunos, incluso,
como en el caso del arquitecto, señor Agurto, llevaron a cabo una seria investigación,
localizando varios de estos cantos grabados en el fondo de tumbas prehispánicas. Pero
quizá estos puntos deban esperar. Al salir de Ocucaje, con dirección a Ica, mis
pensamientos —más tranquilos ya después de la observación directa de los campesinos—
habían retornado a la misteriosa «biblioteca» del médico iqueño. ¿Cuántos secretos
encerraban aquellos miles de gliptolitos? ¿Cuánta sabiduría? ¿Cuántos conocimientos que
ni siquiera el hombre de hoy ha logrado alcanzar?
Las preguntas se empujaban unas a otras en mi mente. Pero el profesor Cabrera, con
tanta paciencia como amabilidad, fue despejándolas una tras otra.
Tengo que decirlo desde el principio. Javier Cabrera nunca se opuso a conversar sobre
cualquiera de los múltiples «capítulos» que abarca la gran «biblioteca» lítica. Siempre
escuchó mis preguntas, mis razonamientos, y siempre contestó a ellos, aunque —en
algunos casos y por motivos que trataré de explicarme— rogó fuera prudente a la hora de
darlo a conocer.
Quiero decir con esto que las puertas de Javier Cabrera han permanecido y permanecerán
siempre abiertas para todos aquellos que, de buena fe, se acerquen hasta su casa.
Pero mi primera pregunta estaba ya en el aire. Y Cabrera, después de reflexionar unos
segundos, tratando de sintetizar esos ocho años de estudio, comenzó a hablar:
—¿Cómo he llegado a la conclusión de que esta «biblioteca» lítica fue dejada por una
Humanidad que vivió hace millones de años? Bien, desde el primer momento en que
comencé a adquirir estas piedras me di cuenta que se trataba de una «biblioteca». Cualquiera
lo habría visto... ¿Qué era entonces lo importante?: conseguir un máximo de piedras o
«libros», a fin de llegar a un conocimiento más exacto y profundo de lo que aquí se nos
estaba tratando de comunicar.
»Y así lo hice. Durante meses y meses compré y conseguí cuantas piedras pude. Ningún
grabado era igual a otro. Nunca se repetían. ¡Era fascinante...! Era como si fuésemos
reuniendo las "páginas" de un libro y los distintos volúmenes de toda una gigantesca
"biblioteca"... Aquello, repito, podía "seriarse". Y empecé a descubrir, después de no pocos
estudios, que todo parecía tener un sentido. Allí se estaba "explicando" algo...
»Por supuesto, deseché la idea de que se tratase de una simple manifestación artística de
Dios sabe qué cultura o civilización.
»Después de lograr varios cientos de estas piedras —de todos los tamaños—, llegué a
una conclusión: aquellos grabados y altorrelieves constituían "ideografías". Servían para
representar algo. Pero, ¡Dios santo!, ¿qué era aquello en realidad...?
»Pasé miles de horas investigando, analizando y sopesando cada una de las piedras que
me habían ido llegando. Meses después de iniciar esta labor, toda mi obsesión estaba
centrada en encontrar alguna piedra a través de la cual pudiera conocer la antigüedad de la
civilización que había trabajado semejante "biblioteca".
»Pero el tiempo fue pasando con lentitud y esa piedra no terminaba de llegar. Yo había
descubierto para entonces caballos, canguros, camellos y otros animales que, sin embargo,
no me señalaban con claridad la antigüedad de estos "libros" de piedra.
»Hasta que un día —al fin— apareció una con la figura de lo que resultó ser un
dinosaurio...
»Era la nítida reproducción de un stegosaurus. Y detrás llegaron otras muchas piedras en
las que fui reconociendo otros animales antediluvianos como el triceratops, tyrannosaurio,
etcétera.
»Estos grandes saurios —así lo dice la Paleontología— habían poblado el planeta hace
millones de años... ¿Cómo era posible entonces que hubieran sido grabados por el hombre o
por figuras que, al menos, tenían aspecto humano? Porque en aquellas piedras, en decenas
y decenas de ellas, se repetía constantemente la presencia del hombre junto a la de estos
animales prehistóricos. Y la Ciencia —eso es, al menos, lo que siempre se nos ha
enseñado— no admite la existencia del ser humano más allá del millón de años...
»Aquello me maravilló. Sin embargo, no podía dejarme llevar por la imaginación. Era cierto
que en muchas de las piedras que me habían ido trayendo, el hombre "convivía" con los
gigantescos saurios de la Era Secundariao Mesozoica.Era cierto que los grabados
reproducían con gran exactitud anatómica estos animales desaparecidos. Pero era
necesario asegurarse por completo. ¿Podía tratarse de la imaginación creativa de unos
hombres que jamás conocieron o supieron de estos animales? Lógicamente, no. Pero,
insisto, había que atar todos los cabos... había que buscar una relación más positiva.
»Yo, francamente, no podía creer que el sentido artístico o la imaginación de unos
hombres pudiera coincidir tan exactamente con los restos de los fósiles que conocemos en
la actualidad. Es francamente difícil...
»Entonces, ¿cómo podía llegar a esa prueba definitiva que vinculara al ser humano con los
grandes saurios de la Era Mesozoica? Sólo a través, lógicamente, de conocimientos de la
biología y fisiología de estos animales. Sólo si lograba encontrar piedras donde aquella
Humanidad describiese, por ejemplo, los "ciclos biológicos" de los saurios gigantes...
—Pero, ¿por qué? —interrumpí a Javier Cabrera.
—¿Quién podría describir el ciclo biológico o la fisiología de un animal? Únicamente quien
ha podido observarlo y conocerlo. Únicamente quien ha convivido con él. Sólo alguien que
debía luchar permanentemente contra estos monstruos porque, sencillamente, eran sus
grandes y más feroces enemigos.
»Y esa piedra llegó. Tardó meses, pero, al fin, uno de los campesinos la puso ante mis
ojos...
»Aquella piedra era tan fascinante, aquel altorrelieve significaba tanto en mis
investigaciones, que si hubiera tenido 100.000 soles, 100.000 soles le hubiera dado a aquel
"cholito"...
Pero, ¿qué encerraba aquella piedra? ¿Por qué el doctor Cabrera le había concedido
semejante importancia?
No tardé en comprenderlo. Allí, ante mis ojos, colocada sobre una mesa especial,
separada ex profeso, estaba una de las más hermosas piedras labradas de la colección del
médico e investigador.
Sólo aquel ejemplar —al igual que sucede con otras muchas de las piedras que pude
contemplar merecía ya un libro.
CAPÍTULO 3
EL HOMBRE CONVIVIÓ CON LOS SAURIOS
—No había posibilidad de error. Estudié esta piedra una y otra vez. La comparé con el
resto, con la «serie» que mostraba a los grandes saurios prehistóricos... Todo coincidía.
»Allí estaba el "ciclo biológico" y la forma de destruir al stegosaurus, un monstruo
prehistórico perteneciente a la rama de los dinosaurios armados o blindados y que vivió en el
período Jurásico.
»Pero, observa...
Javier Cabrera me señaló en el altorrelieve de la amarillenta piedra las placas óseas
verticales que se extendían a todo lo largo del lomo del animal. Y comentó, entusiasmado:
—En este magnífico relieve se puede ver con claridad la doble fila de placas que protegía
a este dinosaurio. Y también vemos en su cola una serie de pinchos, que le servía como
arma defensiva.
»Pues bien, esta civilización grabó el "ciclo biológico" del stegosaurus no sólo para ofrecer
un conocimiento de Zoología, sino, principalmente, para hacer ver que la única forma de
exterminar a este enemigo era destruyéndolo desde sus formas más primitivas.
»Y aquí, junto a la hembra del stegosaurus, que se diferencia del macho por su cuello más
largo, el hombre "gliptolítico" dejó grabado también el proceso, la metamorfosis, que sufrían
las larvas...
Dudé un instante, pero recordé que la Paleontología enseña que los reptiles prehistóricos
no experimentaban metamorfosis. Los nuevos saurios nacían de un huevo, sí, pero ya con
su forma definitiva.
—Esto no encaja con lo que enseña la Ciencia actual —le insinué a Cabrera.
—En efecto. Esto no concuerda con lo que la Paleontología asegura...
Quedé perplejo. Y observé los altorrelieves de aquella desconcertante piedra con mucha
más intensidad.
—Aquí puedes ver —continuó el médico iqueño que, junto al stegosaurus adulto, también
grabaron las larvas—. Primero sin patas. A continuación, con las dos patas anteriores;
después, la larva con las patas posteriores... Esto, querido amigo español, se llama
metamorfosis.
Hasta ahora habíamos creído que los reptiles prehistóricos nacían ya de los huevos con
sus formas completas. Pero esto nos está mostrando lo contrario. ¡Y esto es una
observación directa! Nadie podría reflejar un conocimiento tan exacto del ciclo biológico de
un animal si no lo hubiera observado meticulosamente.
—Pero en la piedra, como ves, hay otros elementos —prosiguió Javier Cabrera—. Varios
hombres portan armas y están hiriendo al animal.
Así era, efectivamente.
—¿Por qué? Porque estos monstruos amenazaban la vida de aquella Humanidad.
Durante la Era Secundaria, miles de especies de estos enormes saurios se extendieron por
todos los continentes y mares. Y el hombre «gliptolítico» no tuvo más remedio que declararles
la «guerra».
»Por eso en estas piedras, cuando aparecen escenas de "caza" de dinosaurios, siempre
se extienden las matanzas hasta las larvas de los monstruos antediluvianos. De esta forma,
con la muerte del macho y de la hembra y la destrucción de los huevos y las larvas,
conseguían un exterminio prácticamente completo. Rompían el ciclo biológico.
—¿Y cuántas piedras similares ha encontrado usted por ahora?
—He llegado a reunir las «series» de los «ciclos biológicos» del triceratops, tyrannosaurio,
megaquiróptero o murciélago gigante, stegosaurus y agnato. De estos animales dispongo de
los «ciclos biológicos» completos. De otros, sólo he logrado reunir parcialmente las
respectivas «series».
El doctor me condujo hasta una de las estanterías donde guarda cientos de piedras
grabadas de todos los tamaños.
—Aquí tienes, por ejemplo, el del agnato. Su «ciclo biológico» está formado por más de
100 piedras...
Era sorprendente. Había piedras de todos los tamaños. Desde algunas muy reducidas, de
apenas 50 ó 100 gramos, hasta otras de 40 y más kilos. Y en todas ellas pude comprobar la
evolución, la clara metamorfosis de este pez prehistórico que vivió en nuestros océanos en
el período Devónico (Era Primariao Paleozoica)y al que se le señala, por tanto, más de
320 millones de años.
(Según indica la Paleontología, estos peces sin mandíbulas son los primeros vertebrados
conocidos. Los ostracodermos no habían desarrollado las mandíbulas óseas o los pares de
aletas que poseen todos los peces posteriores a ellos. Sus restos se encuentran ya en el
período Silúrico, pero son comunes sólo durante el referido período Devónico. Algunos —sigue
afirmando la Paleontología— vivieron en el mar, y otros, en agua dulce. La mayor parte
disponía de un «casco» óseo alrededor de la cabeza y parte frontal del tronco, así como
gruesas escamas también óseas sobre el resto del cuerpo.)
—Pero entre todas estas piedras —continuó Javier Cabrera— encontré también algunas
que daban una nueva dimensión de estos peces prehistóricos. Estos agnatos eran
gigantes...
Cabrera me señaló varias piedras de gran peso, separadas del centenar que constituía la
«serie» del «ciclo biológico». Observé grabaciones de este mismo tipo de pez sin
mandíbulas, pero, con una sensacional diferencia respecto a las anteriores piedras. En este
caso, el agnato aparecía devorando una pierna humana...
—¿Qué significa? —interrogué al investigador.
—Que estos peces eran gigantescos... En cierta ocasión me visitó un profesor y me señaló
que la única especie de agnato conocida en la actualidad fue encontrada en Vietnam. Pero
eran muy pequeños. Es decir, con estos peces prehistóricos sucedió exactamente igual que
con los grandes reptiles de la Prehistoria. Los «descendientes» actuales —los escasos
«parientes» de aquellos— han visto reducido su tamaño a extremos insospechados.
Pero volvamos de nuevo a la piedra que había dado la clave de la antigüedad al
investigador de Ica.
Aquel fascinante ejemplar, con forma de «huevo» gigantesco, «mostraba» mucho más.
Como si se tratara de una «película», los altorrelieves iban recorriendo la superficie de la
piedra, explicando primero el citado «ciclo biológico» del stegosaurus para pasar a
continuación a otra «secuencia» tan desconcertante o más que la primera. Dos hombres de
extrañas caras se habían situado sobre el lomo del animal. Y parecían atacar al gran
saurio...
Javier Cabrera me explicó así el significado de aquella «secuencia»:
—El stegosaurus medía unos seis metros de longitud. Y aunque parece ser que se
alimentaba de vegetación blanda, yo he comprobado en las piedras que también atacaba al
hombre. Pues bien, ésta era una de las razones por las que la Humanidad prehistórica
emprendió también la «guerra» contra el stegosaurus.
»Este enorme animal tenía en la cabeza un hueso tan débil, que con un golpe se le podía
matar. Pero, ¿cómo se las arreglaban estos "cazadores" para llegar hasta el cráneo? Aquí lo
tienes explicado...
Y Cabrera me señaló nuevamente a los dos seres que parecían «caminar» sobre el lomo
del monstruo prehistórico.
—...El stegosaurus, como otros reptiles, disponía de un cerebro normal y de un ganglio
pélvico que regía el automatismo de la parte posterior del cuerpo del animal.
»Esto ha sido reconocido por la Ciencia actual. De ahí que se les haya llamado también
de "doble cerebro". En su columna vertebral se producía un ensanchamiento, muy superior,
incluso, al del cerebro propiamente dicho, y que tenía por finalidad, como digo, el control de
esa zona posterior del gran saurio.
»Pues bien, el cazador subía por la cola —concretamente por el estrecho corredor que
quedaba entre las dos hileras de placas óseas— y llegaba hasta la altura de la cintura
escapular. Esa doble dependencia era fatal para el animal, puesto que hacía insensible su
cola... Y esto lo sabían los hombres de las piedras grabadas.
»Ascendían por el monstruo hasta que éste sentía "algo" sobre la zona del referido
ganglio pélvico. En ese instante, el stegosaurus volvía la cabeza y el cazador le rompía el
cráneo de un golpe.
No había salido de mi asombro cuando Javier Cabrera me rogó que le acompañara hasta
otro lugar de su museo. Allí, en otras enormes piedras, había también grabaciones y
altorrelieves con nuevos tipos de dinosaurios.
—Con el stegosaurus —prosiguió Javier— no había casi peligro. Sin embargo, no sucedía
lo mismo con este otro: con el llamado tyrannosaurio.
Este formidable monstruo carnívoro tenía el cuello corto y robusto y la cabeza provista con
poderosas mandíbulas. La Paleontología asegura que hizo su aparición a finales del período
Cretácico, es decir, hace más de 65 millones de años. Tenía quince metros de longitud y seis
de altura, y sus patas delanteras eran tan cortas que, según parece, no podían llegar hasta
la boca.
El tyrannosaurio —según he podido comprobar con el estudio de los gliptolitos— era uno
de los más terroríficos e implacables enemigos de esta Humanidad. Y contra él fue dirigida
gran parte de esta operación de «limpieza».
Pero, lógicamente, la táctica para exterminarlo no podía ser idéntica a la empleada en el
caso del stegosaurus.
Javier centró mi atención en una piedra concreta. Allí se reproducía la figura de uno de
estos feroces monstruos del Cretácico. Y junto a él, otros hombres que portaban también
sendas armas.
—El tyrannosaurio era un animal sumamente peligroso. ¿Qué hacían entonces los
cazadores? En primer lugar —tal y como ves en la piedra— le dejaban ciego. De esta forma,
otro cazador podía ascender por la cola y lomo del animal, golpeándole en la cabeza. Pero, ¡
ojo!, no en cualquier punto del cráneo... Como ves, el arma que porta el hombre gliptolítico
tiene una especie de rayado. Y en la cabeza del tyrannosaurio han grabado también otro
punto, con un rayado idéntico al del arma. Pues bien, eso significaba que debían golpear al
monstruo prehistórico en una zona concretísima del cráneo.
Estas nociones precisas de la anatomía de un tyrannosaurio, de un stegosaurus, de un
triceratops, etc., y de sus ciclos biológicos, sólo pueden revelar un conocimiento profundo de
la fauna. Un conocimiento que sólo podría producirse a base de haber coexistido con dichos
seres.
Pero aquel «capítulo» de la «guerra» a los monstruos antediluvianos iba a culminarse con
otra insólita piedra labrada. En mi opinión, la más espectacular de cuantas logré ver en la
colección del profesor Cabrera.
Aquel «libro» de 70 u 80 kilos, perfectamente redondeado y con un altorrelieve
desconcertante, había sido donado por el también amigo del doctor iqueño, Tito Aisa. Yo
había admirado aquella fascinante piedra en la casa de este último, en Lima. Pero en mi segundo
viaje a Perú, el magnífico ejemplar se encontraba ya en el museo de Javier Cabrera
Darquea.
Distribuidos a la perfección entre las dos caras de la piedra, pude ver un enorme «pájaro
mecánico» sobre el que volaban dos seres que portaban sendos telescopios y con los que
miraban hacia tierra. Pero, ¿qué «buscaban» aquellos hombres desconocidos? La respuesta
estaba también en el «libro» lítico.
A ambos lados de la piedra, y coincidiendo precisamente con su parte inferior, aparecían
los grabados en altorrelieve de dos dinosaurios. Un tercer hombre, idéntico a los que se
encontraban sobre el «pájaro mecánico», había descendido hasta el lomo de uno de los
dinosaurios y, mientras se sujetaba a la «nave» con una especie de «cordón umbilical», con
la otra mano hundía un cuchillo en el cuerpo del animal.
En aquel grabado había también otros tres elementos para los que Cabrera guardaba una
no menos sensacional revelación. Se trataba de tres Lunas situadas en distintas posiciones
del cielo o firmamento en el que se movía el gran «pájaro mecánico».
—Estos seres —comenzó el médico peruano— habían vencido la fuerza de la gravedad y
disponían de aparatos voladores que aquí, en las piedras, aparecen «ideografiados» como
«pájaros mecánicos». Pues bien, esas máquinas voladoras les permitieron extender su
«guerra» contra los animales prehistóricos a todo lo largo y ancho del planeta.
»Estudiando las piedras he sabido que, en muchos casos, como en el del tyrannosaurio,
Date: 2016-01-05; view: 807
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