Bajé por espacio y aires y mas aires, descendiendo, sin llamado y con llamada por la fuerza del deseo, y a más que yo caminaba era el descender más recto y era mi gozo más vivo y mi adivinar más cierto, y arribo como la flecha éste mi segundo cuerpo en el punto en que comienzan Patria y Madre que me dieron.
¡Tan feliz que hace la marcha! Me ataranta lo que veo, lo que miro o adivino, lo que busco y lo que encuentro; pero como fui tan otra y tan mudada regreso, con temor ensayo rutas, peñascales y repechos, el nuevo y largo respiro, los rumores y los ecos. O fue loca mi partida o es loco ahora el regreso; pero ya los pies tocaron bajíos, cuestas, senderos, gracia tímida de hierbas y unos céspedes tan tiernos que no quisiera doblarlos ni rematar este sueño de ir sin forma caminando la dulce parcela, el reino que me tuvo sesenta años y me habita como un eco.
Iba yo, cruza-cruzando matorrales, peladeros, copándome ojos de quiscos y escuadrones de hormigueros cuando saltaron de pronto, de un entrevero de helechos, tu cuello y tu cuerpecillo en la luz, cual pino nuevo.
Son muy tristes, mi chiquito, las rutas sin compañero: parecen largo bostezo, jugarretas de hombre ebrio. Preguntadas no responden al extraviado ni al ciego y parecen la Canidia que sólo juega a perdernos. Pero tú les sabes, sí, malicias y culebreos...
Vamos caminando juntos así, en hermanos de cuento, tú echando sombra de niño, yo apenas sombra de helecho... (¡Qué bueno es en soledades que aparezca un Ángel-ciervo!)
Vuélvete, pues, huemulillo, y no te hagas compañero de esta mujer que de loca truena y yerra los senderos, porque todo lo ha olvidado, menos un valle y un pueblo. El valle lo mientan "Elqui" y "Montegrande" mi dueño.
Naciste en el palmo último de los Incas, Niño-Ciervo, donde empezamos nosotros y donde se acaban ellos; y ahora que tú me guías o soy yo la que te llevo ¡qué bien entender tú el alma y yo acordarme del cuerpo!
Bien mereces que te lleve por lo que tuve de reino. Aunque lo dejé me tumba en lo que llaman el pecho, aunque ya no lleve nombre, ni dé sombra caminando, no me oigan pasar las huertas ni me adivinen los pueblos.
Cómo me habían de ver los que duermen en sus cerros el sueño maravilloso que me han contado mis muertos. Yo he de llegar a dormir pronto de su sueño mismo que está doblado de paz, mucha paz y mucho olvido, allá donde yo vivía, donde río y monte hicieron mi palabra y mi silencio y Coyote ni Coyote hielos ni hieles me dieron.
¿Qué año o qué día moriste y por qué cruzas sonámbula la casa, la huerta, el río, sin saberte sepultada? Ve más lejos, sólo un poco más, donde está tu morada, al lugar donde miras y te retardas, quedada. No respondas a los vivos con voz rota y sin mirada.
Se murieron tus amigos, te dejaron tus hermanas y te mueres sin morir de ti misma trascordada, y sueles interrogarnos sobre tu nombre y tu patria.
Llegas, llegas a nosotros desde una estrella ignorada, preguntando nuestros nombres, nuestro oficio, nuestras casas. Eres y no eres; callamos y partes, sin dar, hermana, tu patria y tu nombre nuevos, tu Dios y tu ruta larga, para alcanzar hasta ellos, hermana perdida, Hermana.
EN TIERRAS BLANCAS DE SED
En tierras blancas de sed partidas de abrasamiento, los Cristos llamados cactus vigilan desde lo eterno.
Soledades, soledades, desatados peladeros. La tierra crispada y seca se aparea con sus muertos, y el espino y el espino braceando su desespero, y el chañar cociendo el fruto al sol que se lo arde entero.
Y en el altozano y en las quebradas, como aperos tirados como tendal, tumbados de buhoneros, aldeas y caseríos llenos de roña y misterio.
Locos repechos, bajadas como para niño y ciervo, pero apenas un bocillo de pastos de trecho en trecho y caseríos callados a medio alzarse, de miedo, bajo el viento que los lleva y que los suelta en dos tiempos.
Y otras tierras desolladas en Bartolomés inmensos, de un costado desangradas, del otro en tendido incendio. Y otra y otra vez aldeas acurrucadas, friolentas, con techo de paja y huyendo y permaneciendo.
Tienen sed el cabrerío, el olivillo y la salvia, el pasto de cortos dedos y el cuarzo y el cuellecillo de muchachito y el ciervo. Miseria de higuera sola azuleando higos cenceños y de tunal en que araña a tientas un rapazuelo y de mujeres que vuelcan las "gamelas" y los tiestos y el umbral empedernido: toda la Tierra y el cielo.
Claman ¡agua!, silabean ¡agua! durmiendo o despiertos. La desvarían tumbados o en pie, con substancia y miembros. Y agua que les van a dar a los tres entes pasajeros con garganta que nos arde y los costados resecos.
Cruzamos, pasamos, blancos de puna y de polvo suelto, del resuello de la Gea y el sol blanco de ojo ciego y repetimos los tres callando, de pecho adentro; Agua de Dios, un cadejo de nube, un hilillo fresco.
El agua en sorbo o en hebra, sonando su silabeo, merced al hilo de agua delgada, piedad de estero, mejor que el oro y la plata y el amor dado y devuelto.
No se me doble el huemul al que le blanquea el belfo y no me mire el diaguita que me rompe su deseo. Un poco más y ella salta con sus ojos azulencos y van a beber de bruces con risadas de contento más doblados que sus cuellos iguales en ciervo y ciervo.
Se paran, o siguen y arden, callan y laten enteros; y el soplo que yo les doy no les vale, de ser fuego...
Apunta sí el "ojo de agua", ya en lo bajo del faldeo; yo no sé, no, si es verdad o mentira del deseo. Está redondo y perfecto, está en anillo pequeño; brilla pequeñito y quieto con dos párpados de hierba y el ojo a nosotros vuelto asombrado de sí mismo, sin voz, pero con destello milagro tardío y cierto.
¡Córno beben, cómo beben, que yo les oigo los cuellos! Y bebiendo son iguales el con belfo y el sin belfo. La lengüecilla rosada apura su terciopelo y el niño bebió con toda su cara que tomo y seco.
NOCHE DE METALES
Dormiremos esta noche sueño de celestes dejos sobre la tierra que fue mía, del indio y del ciervo, recordando y olvidando a turnos de habla y silencio.
Pero todos los metales, sonámbulos o hechiceros, van alzándose y viniendo a raudales de misterio -hierro, cobre, plata, radium- dueños de nosotros, dueños.
Son lameduras azules que da la plata en los pechos, son llamaradas de cobre que nos trepan en silencio y lanzadas con que punza a las tres sangres, el hierro.
Por confortarnos los pies vagabundos, y aprenderse nuestros flancos y afirmarnos los corazones sin peso, los tres del miedo ganados, los tres de noche indefensos.
Y la noche se va entera en este combate incruento de metales que se allegan buscando, hallando, mordiendo lo profundo de la esencia y la nuez dura del sueño.
Al fin escapan huidos en locos filibusteros y seguimos la jornada cargando nuestro secreto, arcangélicos y rápidos de haber degollado el miedo.
Liberados caminamos como los raudales frescos, sin acidia y sin cansancio, ricos de origen y término, por la nocturna merced de los Andes Arcangélicos que dentro de su granada impávidos nos tuvieron.
Vamos cargando su amor como un amianto en el pecho, como la casta y el nombre, como la llama en silencio que no da chisporroteo y según nuestros orígenes, despeinados de lo Eterno.
COBRE
Están redimiendo el cobre con las virtudes del fuego. De allí va a salir hermoso como nunca se lo vieron las piedras que eran sus madres y el que lo befó por necio.
Suba el Padre Cobre, suba, que naciste para el fuego y te pareces a él en el fervor de tu pecho. Todavía, todavía no confiesas el secreto del amor y de la fiebre que está en tus piedras gimiendo. Nadie te habrá dicho hermoso, porque el pecho no te vieron.
Día a día te volviste la pobre piedra quedada, la pobre piedra que duerme y dura y odia la llama y eres, ya, todos tus muertos antes de ser sepultada.
Helados, llanto y sonrisa, la oración y la palabra, el amanecer la siesta y la oración no arribada. Ya es lo mismo, ya es igual la mudez que la palabra.