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Capítulo VII

 

 

Sin ser tan grande como el "Cullinam" o como el "Excelsior"

ni tan ilustre como el "Koh–i–noor" (que aparece mencionado en el "Mahabarata") o como el "Gran Mogol" (propiedad del shah de Persia) o como el "Orlof" (que adorna el cetro imperial ruso), el "Regent" estaba considerado el diamante más perfecto. Provenía de las minas legendarias de Golconda y había pertenecido al duque de Orleáns, que hubo de empeñarlo en Berlín durante la Revolución francesa. Rescatado de manos del prestamista fue montado en la empuñadura de la espada de Napoleón Bonaparte. Onofre Bouvila lo tenía en la palma de la mano la noche en que Santiago Belltall fue a verle; con ayuda de una lupa admiraba su pureza y su luminosidad. Retirado de la vida activa por la Dictadura había decidido invertir su fortuna, el dinero que Efrén Castells le había transferido a Suiza, en el mercado internacional de diamantes: ahora sus agentes se adentraban en las montañas del Dekhan y en las selvas de Borneo, merodeaban por las tabernas y lupanares de Minas Gerais y Kimberley. Sin pretenderlo se estaba convirtiendo de nuevo en uno de los hombres más ricos del mundo. Ahora habría podido derrocar fácilmente a Primo de Rivera, vengarse del agravio que le había infligido, pero no sentía ningún deseo de hacerlo: siempre había considerado la política con desprecio, una maraña de pactos que a él le parecía innecesario suscribir. En realidad le dominaba la apatía. El paso del tiempo sólo me trae nociones de muerte, pensaba mirando el diamante. A la muerte de Delfina en 1925 había seguido la de su suegro, don Humbert Figa i Morera a principios de 1927 y a ésta la de su hermano Joan, en circunstancias poco claras, a fines de ese mismo año. Cada una de estas muertes le parecía un presagio aciago. Tampoco sentía la necesidad de luchar contra una dictadura que se hundía sola. Siguiendo el ejemplo de Mussolini, Primo de Rivera había creado un partido único llamado de Unión Patriótica; al fundarlo había pensado que engrosarían sus filas personalidades de tendencias diversas, que reconciliaría en el seno de este partido a la flor y nata del país; sin embargo sólo había logrado atraer a él a las sanguijuelas del antiguo régimen y a un puñado de jóvenes trepadores; el Ejército había acabado por disociarse del dictador al que pocos años atrás había aclamado y el propio Rey buscaba desesperadamente la manera de quitárselo de en medio. Contra él se sucedían los complots dentro y fuera de España; a ellos respondía con encarcelamientos y deportaciones, pero no era sanguinario y no quiso matar a nadie. Solamente la incapacidad de la oposición, la censura férrea que imponía, la corrupción administrativa y el temor popular justificado a cualquier cambio lo mantenía en el poder, al que él se aferraba como un demente: no comprendía que debía este poder a la coincidencia efímera de su idiosincrasia peculiar con el punto de máximo desplazamiento del péndulo de la historia. No había gobernado mal, sino excéntricamente: en poco tiempo había fomentado las obras públicas; con esto último había paliado el desempleo masivo y había modernizado el país. Había sido bueno para el pueblo. El balance positivo de su actuación hacía más incomprensible a sus ojos la soledad en que se encontraba ahora. Cuando vio que había perdido también el apoyo de la Corona quiso buscar el de Onofre Bouvila: por mediación del marqués de Ut, que aún le era fiel, intentó una maniobra de acercamiento cuando ya era demasiado tarde.



Santiago Belltall, cuyo nombre habría de quedar unido al de Onofre Bouvila para siempre, contaba cuarenta y tres años de edad la noche en que fue a verle. Aunque su atuendo era de calidad ínfima iba aseado, se había bañado y afeitado ese mismo día y alguien le había cortado el pelo con mejor intención que fortuna. Este acicalamiento subrayaba su aspecto de sablista; sólo los ojos coléricos en el rostro extenuado le salvaban del ridículo. Cuando el mayordomo le informó de que el señor no recibía a nadie si él mismo no había cursado la correspondiente invitación sacó del bolsillo una tarjeta amarillenta y arrugada y se la mostró al mayordomo. Me la dio el señor Bouvila en persona, dijo, yo creo que es como si fuera una invitación en regla. El mayordomo examinó la tarjeta con expresión de perplejidad. ¿Cuándo le dio el señor esta tarjeta?, preguntó. Hace catorce años, dijo Santiago Belltall impertérrito. Para ser una invitación se hace usted de rogar, comentó el mayordomo. ¿Cuál me ha dicho que es su nombre?

Santiago Belltall dio su nombre. Aunque no creo que el señor se acuerde de mí, agregó. El mayordomo se pasó la mano por la frente dubitativo; por fin decidió informar al señor de la presencia de aquel sujeto de apariencia indeseable: por más que temía importunar al señor, conocía bien su afición por los personajes estrambóticos. En este caso sus suposiciones se vieron confirmadas. Hazlo pasar, le dijo Onofre Bouvila.

Aunque la noche era tibia en la chimenea de la biblioteca ardían unos troncos. Santiago Belltall sintió que el calor le asfixiaba.

—No creo que me recuerde –repitió apenas fue conducido allí. En su tono había un deje de adulación: un hombre tan importante como usted no puede acordarse de alguien tan insignificante como yo, parecían dar a entender sus palabras y su actitud. Onofre Bouvila sonrió con desdén. Si tuviera tan mala memoria como usted y otros pazguatos me atribuyen no sería quien soy, dijo. Al decir esto levantó el puño de la mano derecha. Por un instante Santiago Belltall temió que fuera a propinarle un puñetazo, pero el gesto no era amenazador–. Nos conocimos hace catorce años –volvió a decir para fundamentar su conjetura.

—No catorce –dijo Bouvila–, sino quince. En mil novecientos doce en Bassora, usted se llama Santiago Belltall y es inventor, tiene una hija llamada María, una niña díscola.

¿Qué viene a venderme?

Santiago Belltall se quedó mudo: con tal displicencia su interlocutor se anticipaba a lo que iba a decir, dejaba sin sentido el discurso que había preparado y ensayado a solas varias horas. Enrojeció a pesar suyo. Veo que he cometido un error viniendo, murmuró más para sí que para ser oído.

Disculpe, dijo. La sonrisa sarcástica de Onofre Bouvila hizo que su inhibición se transformara en ira: se levantó de la butaca con celeridad y se dirigió a la puerta. Usted se lo pierde, dijo en voz alta.

—¿Qué es eso que me pierdo? –preguntó Onofre Bouvila con serenidad sardónica. El inventor volvió sobre sus pasos y encaró al financiero poderoso: ahora se hablaban los dos de igual a igual. una verdadera maravilla, dijo. Onofre Bouvila abrió el puño que había mantenido cerrado hasta entonces. Los ojos del inventor quedaron prendidos de las facetas del "Regent", cuyos destellos moteaban la bata de seda adamascada que vestía aquél–. ¿Qué maravilla se puede comparar a ésta?

–susurró.

—Volar –respondió el inventor inmediatamente.

 

En la segunda década del siglo XX la aviación había alcanzado sin discusión lo que la prensa de entonces denominaba su "mayoría de edad"; entonces ya nadie dudaba de la primacía de estos aparatos, más pesados que el aire, sobre cualquier otra forma de transporte aéreo. Tampoco pasaba día sin que alguna proeza nueva jalonara el progreso en este campo. Algunos problemas quedaban sin embargo aún por resolver. Por extraño que parezca hoy día el menor de estos problemas era el de la seguridad de los vuelos: se producían pocos accidentes y de éstos un número reducidísimo era grave o mortal; además de esto, buena parte de estos accidentes no se podían atribuir a causas mecánicas en justicia sino generalmente al empeño pueril de los pilotos por demostrar la estabilidad de los aparatos y su propia pericia volando cabeza abajo o describiendo circunferencias y espirales, haciendo rizos, volatines y barriletes en el aire. La rapidez de reflejos y las condiciones atléticas que debían poseer los pilotos en aquella etapa primitiva de la aviación hacía que fueran necesariamente muy jóvenes (quince años era juzgada la edad idónea para efectuar vuelos de prueba), lo que redundaba en una cierta inconsciencia por su parte. Así, podemos leer en un diario barcelonés de 1925 lo que sigue: "Como sea que en París y en Londres los que cierta prensa sensacionalista apoda ases del aire rivalizan entre sí ejecutando esta suerte: la de hacer pasar los aparatos en vuelo rasante por debajo de los puentes del Sena y el Támesis respectivamente, con la consiguiente secuela de sustos y chapuzones, y como sea que Barcelona, por carecer de río carece también de puentes, nuestros pilotos, pese a la prohibición expresa del Excmo.

Ayuntamiento de la Ciudad Condal han inventado una pirueta similar a la antedicha y aún más arriesgada: la de colocar las alas del avión en la perpendicular del suelo y hacerlo pasar así, como quién enhebra una aguja, por entre las torres del templo expiatorio de la Sagrada Familia". En estos casos, sigue refiriendo la crónica, solía verse aparecer en lo alto de estas torres un anciano de aspecto famélico y desaliñado que agitaba el puño como tratando ingenuamente de derribar de un sopapo el avión irreverente mientras cubría de denuestos al piloto. El protagonista de esta escena pintoresca (que había de inspirar años después una escena parecida, hoy ya clásica, de la película "King Kong") no era otro que Antoni Gaudí i Cornet, a la sazón en los últimos meses de su vida, y aquel enfrentamiento desigual tenía algo alegórico: al modernismo que el arquitecto celebérrimo representaba había sucedido en aquellas fechas un movimiento de signo radicalmente distinto en Cataluña denominado "noucentisme"; el primero de estos movimientos tenía los ojos puestos en el pasado, con preferencia en la Edad Media; el segundo, en el futuro; aquél era idealista y romántico; éste, materialista y escéptico. Los devotos del "noucentisme" hacían befa de Gaudí y de su obra, la escarnecían en caricaturas y artículos mordaces. El viejo genio sufría, pero no en silencio; con los años el carácter se le había agriado y enrarecido: ahora vivía solo en la cripta de la Sagrada Familia, convertida provisionalmente en taller, rodeado de estatuas colosales, florones de piedra y ornamentos que no podían ser colocados en su lugar correspondiente por falta de fondos. Allí dormía sin quitarse la ropa de diario, que luego llevaba hecha un guiñapo; respiraba aquel aire impregnado de cemento y yeso. Por las mañanas hacía gimnasia sueca; luego oía misa y comulgaba, desayunaba un puñado de avellanas, un manojo de alfalfa o unas bayas y se sumergía en aquella obra anacrónica e imposible. Cuando veía que alguien acudía a visitarla, si veía acercarse a un grupo de curiosos saltaba del andamio con agilidad impropia de sus años y corría a su encuentro sombrero en mano: pedía limosna como un pordiosero para poder continuar la obra siquiera unos días más. En este sueño quemaba sus últimos días. Por una peseta arrojaba al aire una de aquellas avellanas que constituían su sustento principal y la recogía en la boca, dando un salto prodigioso hacia atrás, con la espalda arqueada y las rodillas flexionadas. Su rostro se transfiguraba, su entusiasmo era contagioso. A veces tenían que sacarlo de un charco de argamasa fresca. en privado, entre amigos, no podía disimular su descorazonamiento. El progreso y yo estamos en guerra, les decía, y mucho me temo que soy yo el que la va a perder.

Finalmente fue atropellado por un tranvía eléctrico en el cruce de la calle Bailén con la Gran Vía. De resultas de este accidente absurdo falleció en el hospital de la Santa Cruz.

Otro de los problemas que preocupaban a los ingenieros aeronáuticos era lo que luego se conoció como autonomía de vuelo. ¿De qué sirve volar si volando no se llega a ninguna parte?, se decían. Para solventar este problema se dotaba a los aviones de unos depósitos de combustible tan grandes que su peso lastraba los aparatos, no les permitía despegar; esto a su vez se compensaba aligerando el fuselaje: al final los pilotos volaban literalmente sentados en depósitos de material altamente inflamable. Ahora ya no temían los coscorrones y las fracturas, sino las quemaduras dolorosísimas e irreversibles.

También mejoraba a pasos agigantados la calidad del combustible: se refinaba la gasolina y se hacían mezclas que aumentaban su rendimiento. Estos experimentos no eran estériles: el 27 de mayo de 1927 Charles Lindbergh, un aviador norteamericano, hizo en solitario y sin escalas el vuelo Nueva York–París. Las posibilidades que abría esta hazaña eran ilimitadas. Poco después, el 9 de mayo de 1928, una mujer, lady Bailey, salió de Croydon, en Inglaterra, al volante de una avioneta Havilland Moth provista de un motor de 100 caballos; pasando por París, Nápoles, Malta, El Cairo, Kartum, Tabora, Livingstone y Bloemfontein, llegó a El Cabo el 30 de abril; allí descansó unos días y el 12 de mayo inició el regreso; después de tocar Bandundo, Niamey, Gao, Dakar, Casablanca, Málaga, Barcelona y otra vez París, aterrizó en Croydon, de donde había partido ocho meses antes, el 10 de enero de 1929. Tampoco en España la industria aeronáutica había quedado a la zaga: la guerra de Marruecos había impulsado su desarrollo como había hecho antes la Gran Guerra con el de la industria aeronáutica de los países beligerantes.

En 1926 Franco, Ruiz de Alda, Durán y Rada a bordo del "Plus Ultra" cubrieron el trayecto de Palos de Moguer a Buenos Aires entre el 22 de enero y el 10 de febrero; ese mismo año Lóriga y Gallarza volaban de Madrid a Manila en un sesquiplano entre el 5 de abril y el 13 de mayo, y la patrulla "Atlántida", mandada por Llorente, iba y volvía de Melilla a la Guinea Española en quince días, del 10 de diciembre al 25 del mismo mes. Cada viaje era un paso de gigante hacia un mañana preñado de promesas, pero a cada paso surgían también problemas nuevos: las brújulas enloquecían al cambiar de hemisferio sin transición, la cartografía tradicional no respondía a las necesidades de la navegación aérea; había que perfeccionar continuamente altímetros, catetómetros, barómetros, anemómetros, radiogoniómetros, etcétera; había que adaptar no sólo el instrumental, sino la vestimenta, la alimentación y otras muchas cosas a las circunstancias nuevas. También era preciso ahora poder pronosticar con exactitud las variaciones atmosféricas: un vendaval o una tolvanera podían ser fatales para un avión y sus tripulantes. Si un tren o un automóvil eran sorprendidos por estos accidentes meteorológicos podían detener su marcha, un barco podía capear el temporal, pero un avión en pleno vuelo, a centenares de leguas del aeródromo más cercano y con un volumen de combustible limitado, ¿qué podía hacer frente a una emergencia de este tipo? Igualmente, ¿qué ocurría si el motor sufría una avería en pleno trayecto? Los científicos se devanaban los sesos tratando de contrarrestar lo imponderable. Estudiaban con interés renovado la anatomía de algunos insectos voladores, cuya habilidad para posarse sin mayor complicación en la superficie mínima de un pistilo envidiaban: un avión en cambio necesitaba una superficie larga, horizontal y lisa para poder aterrizar sin estrellarse.

Esto se debía a que el aterrizaje no podía hacerse a una velocidad inferior a los 100 kilómetros por hora: en estos aviones la traslación y la sustentación no eran dos cosas independientes.

 

Onofre Bouvila acabó de escuchar distraídamente las explicaciones del inventor; luego pulsó el timbre. Cuando el mayordomo se personó en la biblioteca le dijo que añadiese unos troncos a los que ardían en la chimenea. Con idéntico ensimismamiento seguía los movimientos del mayordomo.

—Veo que mi propuesta no le ha convencido enteramente –dijo Santiago Belltall una vez el mayordomo volvió a dejarlos solos. Este comentario trivial pareció sacar bruscamente a Onofre Bouvila de su abstracción. Miró al inventor como si lo viera por primera vez.

—Simplemente no me interesa –dijo fríamente; su soliloquio interior le había llevado muy lejos; ahora sólo deseaba desembarazarse de la presencia del inventor–; no digo que la idea no sea interesante –añadió al leer el desconcierto en el rostro de aquél: su aparente atención inicial le había hecho concebir expectativas falsas–; es posible incluso que en un futuro yo mismo... –agregó mecánicamente, sin molestarse siquiera en terminar la frase.

Durante las semanas que siguieron a esta entrevista tuvo noticias de Santiago Belltall en varias ocasiones. El inventor había ofrecido su proyecto a otras personas; también había acudido a empresas y entidades estatales. En ninguna parte obtuvo más que palabras de aliento y promesas inconcretas.

Estudiaremos el asunto con el interés que sin duda merece, le decían. Por medio de sus hombres supo que los dos Belltall, el padre y la hija, vivían realquilados en un piso de la calle Sepúlveda. De ambos se decía en el vecindario que no estaban en sus cabales, que no servían para nada y que no tenían un real. Sabiendo que algo sucedería más tarde o más temprano decidió esperar. Finalmente el mayordomo le anunció una visita una tarde plomiza; a lo lejos retumbaba el eco de los truenos.

Es una señorita y dice que desea hablar con el señor en privado, dijo el mayordomo en tono neutro. Este tono no impidió que un escalofrío le recorriera el espinazo. Hazla pasar y dispón que nadie me moleste, dijo volviendo la espalda a la puerta, como si quisiera ocultar su turbación. Espera, añadió cuando el mayordomo se retiraba a cumplir sus instrucciones, dile también al chófer que no se acueste hasta que yo no se lo autorice y que me tenga listo un coche por si lo necesito a cualquier hora. Viendo que no iban a serle dadas más órdenes el mayordomo salió de la biblioteca, cerró la puerta a sus espaldas y se dirigió al vestíbulo.

—Sírvase acompañarme –dijo allí–, el señor la recibirá ahora mismo.

Tampoco ella pudo evitar un estremecimiento. Ya sé lo que va a pasar, pensó mientras seguía al mayordomo; quiera Dios que no pase nada más.

Él la reconoció en el momento mismo en que la vio entrar en la biblioteca precedida del mayordomo, la recordó con una precisión alarmante, como si por virtud de su presencia los años que separaban aquel primer encuentro fugacísimo y este reencuentro de hoy aquí se hubieran comprimido telescópicamente, como si hubieran transcurrido solamente unos minutos, los instantes necesarios para que haya habido ahora esta noción retroactiva de ausencia dolorosa, apenas algo más que un sueño ligero, lo que en este momento parece haber sido ahora mi vida entera, pensó. Ella dijo: Soy María Belltall.

—Sé muy bien quién es usted –dijo él–. Hace calor en esta habitación –añadió para combatir el silencio–, siempre tengo la chimenea encendida; estuve enfermo hace unos meses y los médicos me obligan a cuidarme excesivamente. Siéntese y dígame a qué se debe su visita.

Ella eligió una silla tras una vacilación breve: como llevaba una falda muy corta la postura que habría tenido que adoptar en uno de los butacones de la biblioteca habría sido forzada y hasta ridícula. Por esas fechas el ruedo de la falda, que se había despegado del empeine del zapato en 1916 para ir ascendiendo por la pantorrilla con la constancia de un caracol, llegaba a la rodilla; ahí había de quedar estacionado hasta la década de los sesenta. Esta disminución de la longitud de la falda había producido un cierto pánico en la industria textil, la espina dorsal de Cataluña. Los temores sin embargo resultaron infundados: si ahora los vestidos requerían menos tela para su confección, el guardarropa femenino se había ampliado desmesuradamente de resultas de la creciente participación de la mujer en la vida pública, en el trabajo, en el deporte, etcétera. Todo en la moda había cambiado: los bolsos, los guantes, el calzado, los sombreros, las medias y el peinado. Las joyas se llevaban poco, los abanicos habían sido proscritos momentáneamente. Cuando ella cruzó las piernas él no pudo dejar de reparar en las medias de gasa transparente ni de interrogarse sobre el significado de aquel gesto.

—No crea usted –empezó diciendo María Belltall– que ando siguiendo los pasos a mi padre; no formamos un tándem, como se suele decir de las personas que actúan de este modo. Sé que él vino a verle, sencillamente, supongo que a ofrecerle su último invento. Yo sólo vengo a decirle esto: que mi padre no es un estafador ni un charlatán ni un botarate como su apariencia pudiera haberle inducido a pensar. En realidad es un científico auténtico, con una formación autodidacta pero sólida y verdadera, un trabajador infatigable y honrado y un hombre de talento. Sus inventos no son fantasías ni exageraciones. Ya sé que una cosa es decir esto y otra cosa demostrarlo; tampoco lo que digo le parecerá de fiar viniendo de mí, que soy su hija. En realidad estoy aquí contra toda lógica, sencillamente porque las cosas no nos van bien; nunca nos han ido bien, pero en los últimos tiempos nuestra situación es casi desesperada. No tenemos con qué pagar el alojamiento ni la comida, con qué subsistir, sencillamente. No voy a disimular: he venido a suplicarle. Mi padre se está haciendo mayor; en realidad no es esto lo que me preocupa: yo puedo trabajar, de hecho he trabajado a veces; puedo procurar el sustento de ambos. Pero creo que ya es hora de que él tenga una oportunidad en la vida, de que no tenga que afrontar la vejez sabiendo que su vida ha sido inútil. No me mire con sarcasmo: sé de sobra que éste es el destino de todos, pero ¿no me permitirá que me rebele en nombre de mi padre? –al decir esto se levantó de la silla y dio unos paseos cortos por la alfombra; desde la butaca él veía arder los troncos en la chimenea a través de sus pantorrillas. Por fin se sentó y siguió hablando en tono más pausado–. He acudido a usted porque sé que es la única persona que en estos momentos puede sacar a mi padre del hoyo en que está metido desde hace demasiado tiempo. No digo esto con ánimo de adularle:

sencillamente, sé que no rehuye usted los riesgos; el hecho de que hace unos años usted mismo le diera su tarjeta demuestra lo que digo: que no le retrae lo desconocido ni lo nuevo.

Desde aquel día –agregó enrojeciendo ligeramente– he recordado siempre su gesto. En realidad no le estoy pidiendo nada: sólo que reconsidere su decisión. No rechace de entrada lo que mi padre pueda haberle ofrecido: tómelo en consideración, haga que algún experto examine los planos, consulte con varios técnicos en la materia, pídales un dictamen pericial; que ellos digan si la cosa merece la pena o no.

Se calló de repente y se quedó inmóvil, envarada, con la respiración agitada. Esta agitación se debía a la ansiedad que le producía prefigurar la reacción posible de su interlocutor:

temía que la echara de allí con cajas destempladas, pero más aún que le propusiera sin transición una entrega humillante.

En realidad no ignoraba el riesgo que entrañaba esta visita; lo había asumido deliberadamente. Lo que le asustaba era la forma en que habían de producirse los hechos. Aunque desde hacía años estaba convencida de haber sido predestinada por las circunstancias a este fin, no sabía cómo había de actuar llegado el caso ni de qué modo intervendrían sus sentimientos en esa tesitura. En realidad pugnaba por apartar de la mente una imagen obsesiva: su madre había abandonado el hogar hacía mucho, no guardaba de ella ningún recuerdo. Desde entonces esa madre inexistente había sido una presencia continua en su imaginación; toda su vida se había desarrollado en compañía de una persona inexistente. Pero ahora él sólo la miraba fijamente. Ella recordaba haber visto esta mirada siendo aún niña; en esa ocasión se había sentido avergonzada por todo:

por el físico desgarbado, por la indumentaria harapienta, por las condiciones patéticas en que vivían. Con todo, se había fijado en aquella mirada. Ahora él pensaba también esto: Yo recordaba estos ojos de color de caramelo y ahora veo que son grises, se decía.

 

 

 

Una leyenda reciente dice así: que en los primeros años de este siglo el diablo arrebató un buen día a un financiero barcelonés de su despacho y lo llevó en volandas al promontorio de Montjuich; como el día era claro desde allí veía todo Barcelona, del puerto a la sierra de Collcerola y del Prat al Besós; la mayor parte de los 13.989.942 metros cuadrados de que constaba el Plan Cerdá habían sido construidos ya: ahora el Ensanche lamía los lindes de los pueblos vecinos (aquellos pueblos cuyos habitantes se divertían antaño viendo a los barceloneses hormiguear por las callejuelas de su ciudad minúscula, atrapados por las murallas y vigilados por la mole lúgubre de la Ciudadela); el humo de las fábricas formaba una cortina de tul que movía la brisa: a través de esta cortina podían entreverse los campos del Maresme, de color esmeralda, las playas doradas y el mar azul y manso, punteado por las barcas de pesca. El diablo empezó a decir: Todo esto te daré si postrándote a mis pies... El financiero no le dejó acabar: acostumbrado a las transacciones que hacía diariamente en la Lonja este trato le pareció muy ventajoso y no vaciló en concluirlo al punto. Aquel financiero debía ser obtuso, miope o sordo, porque no entendió bien lo que le ofrecía el diablo a cambio de su alma; creyó que el objeto del trueque era precisamente el promontorio sobre el que se encontraban; tan pronto cesó la visión o despertó de su sueño empezó a pensar en la forma de sacarle provecho a la colina. Ésta era y es aún algo abrupta de laderas, pero en general amable y frondosa; allí crecían entonces el naranjo, el laurel y el jazmín; cuando del castillo infame que la coronaba no brotaban fuego, metralla y bombas sobre la ciudad por una razón u otra los barceloneses acudían en tropel a la montaña: en sus fuentes y manantiales hacían meriendas campestres las familias menestrales, las criadas y los soldados. A fuerza de pensar el financiero tuvo al fin una idea que juzgó genial: Hagamos en Montjuich una Exposición Universal, pensó. Una Exposición Universal que tenga tanto éxito y reporte tantos beneficios como la de 1888, se dijo.

Para entonces el déficit dejado por este certamen acababa de ser enjugado a costa de sacrificios y la ciudad sólo guardaba memoria del esplendor y las fiestas. El alcalde acogió la iniciativa con un entusiasmo no exento de envidia. Caramba, qué idea más buena, ¿por qué no se me habrá ocurrido a mí primero?, pensaba mientras el financiero le exponía su plan.

Un subsidio fue votado al punto. La montaña de Montjuich quedó cerrada al público; los bosques fueron talados, las fuentes, canalizadas o cegadas con dinamita; se hicieron allí taludes y se echaron los cimientos de lo que habrían de ser los palacios y pabellones. Como la vez anterior los escollos no se hicieron esperar: el estallido de la Gran Guerra primero y la reticencia del Gobierno de Madrid siempre paralizaron las obras. En trance de muerte y por la intercesión de san Antonio M.a Claret el financiero pudo rescatar su alma de las garras del maligno, pero la Exposición no revivió. Fue preciso que transcurrieran veinte años para que la política de obras públicas del general Primo de Rivera insuflara nuevo aliento a la idea. Ahora no sólo Montjuich sino la ciudad entera sería escenario de sus proyectos colosales: muchos edificios fueron derribados y el pavimento de las calles fue levantado para tender allí las vías del metro. El aspecto de Barcelona recordaba las trincheras de aquella Gran Guerra que había dado al traste con la Exposición. En estas obras y en las de la Exposición trabajaban muchos millares de obreros; peones y albañiles venidos de todas partes de la península, sobre todo del sur. Llegaban en trenes abarrotados a los andenes de la estación de Francia, recientemente ampliada y renovada. Como siempre la ciudad no tenía capacidad para absorber este aluvión. Los inmigrantes se alojaban en chamizos, por falta de casa. A estos chamizos se les llamó "barracas". Los barrios de barracas brotaban de la noche a la mañana en las afueras de la ciudad, en las laderas de Montjuich, en la ribera del Besós, barrios infames llamados "La Mina", el "Campo de la Bota" y "Pekín". Lo inquietante de este fenómeno, lo peor del barraquismo, era su carácter de permanencia: de sobra se veía la voluntad de permanencia de los barraquistas, su sedentariedad. En las ventanas de las barracas más miserables había cortinas hechas de harapos; con piedras encaladas delimitaban jardines ante las barracas, en estos jardines plantaban tomates, con latas de petróleo vacías hacían tiestos en los que crecían geranios rojos y blancos, perejil y albahaca. Para remediar esta situación las autoridades fomentaban y subvencionaban la construcción de grandes bloques de viviendas llamadas "casas baratas". En este tipo de casa no sólo era barato el alquiler: los materiales empleados en su construcción eran de calidad ínfima, el cemento era mezclado con arena o detritus, las vigas eran a veces traviesas podridas desechadas por los ferrocarriles, los tabiques eran de cartón o papel prensado. Estas viviendas formaban ciudades satélites a las que no llegaba el agua corriente, la electricidad, el teléfono ni el gas; tampoco había allí escuelas, centros asistenciales ni recreativos ni vegetación de ningún tipo. Como también carecían de transportes públicos sus habitantes se desplazaban en bicicleta. La pendiente pronunciada de las calles de Barcelona resultaba extenuante para los ciclistas, que ya llegaban cansados al trabajo, en el cual a veces fallecían. Las mujeres y los enanos preferían el triciclo, más cómodo y seguro, aunque menos ligero y práctico.

En las casas baratas las instalaciones eran tan deficientes que los incendios y las inundaciones eran cosa de todos los días. La prensa diaria de la época abunda en noticias reveladoras, como ésta: "En la tarde del día de ayer martes, Pantagruel Criado y Chopo, natural de Mula, provincia de Murcia, de 23 años de edad, peón albañil actualmente empleado en las obras del pabellón de Alemania de la Exposición Universal exasperado de resultas de una discusión habida con su mujer y su madre política, propinó un puñetazo a la pared del comedor–living de su casa, que se vino abajo, encontrándose el tal Pantagruel Criado en el dormitorio de sus vecinos, Juan de la Cruz Marqués y López y Nicéfora García de Marqués, a quienes dirigió frases subidas de tono. En el curso de la reyerta que siguió fueron cayendo sucesivamente todos los tabiques de la planta, intervinieron los demás vecinos de ésta ¡y allí fue Troya!" Más escuetamente el encabezamiento de una crónica de sucesos aparecida en 1926 reza así: "Niño muerto al tirar de la cadena del water el vecino del piso de arriba". A quienes habitaban en barracas y en casas baratas en condiciones deplorables falta agregar los llamados "realquilados". Éstos eran personas a quienes los inquilinos legales de una vivienda permitían ocupar una pieza de ésta (siempre la peor) y hacer un uso restringido del baño y la cocina mediante el pago de un subalquiler. Los realquilados, que sumaban más de cien mil el año 1927 en Barcelona, eran probablemente de todos los que vivían en mejores condiciones, pero también eran los que, salvo excepciones contadas, sufrían más humillaciones y vergúenza. Sobre este entramado de agonía, depauperación y rencor Barcelona levantaba la Exposición que había de sorprender al mundo. Lejos de Montjuich, en su capilla ennegrecida por el humo de los cirios santa Eulalia contemplaba el panorama y pensaba: Qué ciudad ésta, Dios mío.

En efecto, no se podía decir que Barcelona hubiese sido generosa con santa Eulalia. En el siglo IV de nuestra era, contando ella sólo doce años de edad y por negarse a reverenciar dioses paganos, fue torturada primero y quemada luego. Prudencio nos refiere que al morir la santa salió volando de su boca una paloma blanca y una nevada densa cubrió súbitamente su cuerpo. Por esta razón durante muchos años fue la patrona de la ciudad; después hubo de ceder este título a la virgen de la Merced, que aún lo ostenta. Por si esta degradación no bastara, más tarde se determinó que en realidad la santa Eulalia virgen y mártir, bajo cuya advocación había estado Barcelona varios siglos, no había existido: era sólo una copia, una falsificación de otra santa Eulalia nacida en Mérida el año 304 y quemada junto con otros cristianos durante la persecución decretada por Maximiano. Los santos nos hacen figa, se dijeron los barceloneses; así nos va. Finalmente hasta la existencia de la santa Eulalia de Mérida, la auténtica, cuya fiesta celebramos el 10 de diciembre, fue puesta en tela de juicio. Ahora la estatua de la santa desacreditada ocupaba una capilla lateral de la catedral de Barcelona, desde donde meditaba sobre lo que ocurría a su alrededor. Esto no puede seguir así, se dijo un día; como me llamo Eulalia que he de hacer algo. Pidió a santa Lucía y al Cristo de Lepanto que cubrieran milagrosamente su ausencia, bajó del pedestal, salió a la calle y se dirigió decididamente al Ayuntamiento, donde el alcalde la recibió con sentimientos encontrados: por una parte se alegraba de ver que podía contar con la solidaridad de la santa, pero por otra parte temía el juicio que pudiera merecerle su gestión. ¡Ay, Darius, ya haréis de bestiezas entre todos!, le espetó santa Eulalia.

Darius Rumeu i Freixa, barón de Viver, ocupaba la alcaldía desde 1924. Cuando tomé posesión del cargo ya estaba el tinglado en marcha, dijo a modo de disculpa; por mi gusto la Exposición no se habría celebrado. Este alcalde no era ni podía ser un hombre impetuoso como había sido Rius y Taulet, su predecesor ilustre: ahora Barcelona era una ciudad ingente y compleja. Ha sido Primo y su manía de fomentar las obras públicas, siguió diciendo, una política popular que luego hemos de pagar entre todos nos guste o no. Por su culpa se me está llenando la ciudad de inmigrantes, infestando de gente del sur. De pronto recordó que según los entendidos la propia santa provenía del sur y agregó precipitadamente: No me entiendas mal, Eulalia, yo no tengo nada contra nadie; para mí todos somos iguales a los ojos de Dios; es que se me parte al alma cuando veo las condiciones paupérrimas en que viven estos desventurados, pero, ¿qué puedo hacer? Santa Eulalia movió lentamente la cabeza con aire de descorazonamiento. no sé, dijo al fin, no sé. Suspiró hondamente y añadió: ¡Si al menos pudiéramos contar con Onofre Bouvila! Pero con él no se podía contar por el momento.

—Quizá sería conveniente que acompañase al señor –le sugirió el chófer.

La calle Sepúlveda desembocaba en la plaza de España, convertida ahora en un cráter pavoroso: allí empezaban las obras de la Exposición Universal; de allí partía la avenida de la Reina María Cristina, flanqueada de palacios y pabellones a medio edificar; en el centro de la plaza estaba siendo construida una fuente monumental y junto a la fuente la nueva estación del Metro. En estas obras trabajaban muchos miles de obreros. Por la noche regresaban a sus barracas, a sus casas baratas, a los pisos lóbregos donde vivían realquilados.

Algunos de ellos, los que no tenían hogar, pernoctaban en las calles próximas a la plaza, a la intemperie, envueltos en mantas los más afortunados, los menos en hojas de periódico; los niños dormían abrazados a sus padres o sus hermanos; los enfermos habían sido recostados contra los muros de las casas a la espera del alivio incierto que pudiera traer consigo el nuevo día. A lo lejos se distinguía el resplandor de una hoguera, las sombras de los reunidos alrededor de ésta. Una humareda baja traía olor de fritanga, impregnaba de este olor la ropa y los cabellos; en algún rincón sonaba una guitarra.

Onofre Bouvila le dijo al chófer que permaneciera junto al coche. No me ocurrirá nada, dijo. Sabía que aquellos parias no eran violentos. Embozado en un abrigo negro con cuello de piel, chistera y guantes de cabritilla deambulaba tranquilamente por el centro de la calle. Los parias lo observaban con más sorpresa que hostilidad, como si se tratara de un espectáculo. Al fin se detuvo un instante frente a una casa de la calle, una casa vulgar desprovista totalmente de ornamentación; luego golpeó la puerta con la aldaba repetidas veces. Mostrando una moneda a la persona que escudriñaba a través de la mirilla consiguió que ésta le abriera sin tardanza. Una vez en el portal cuchicheó unos instantes con la anciana que le había dejado entrar. Esta anciana no tenía un solo diente en las encías, que mostraba al reír silenciosamente. Él inició el ascenso mientras la anciana agradecida se deshacía en reverencias y sostenía en alto un candil que le permitiera distinguir los escalones. A partir del primer recodo tuvo que seguir subiendo a tientas, pero eso no le hizo aminorar la marcha ni perder la orientación:

conservaba todavía las mañas antiguas de merodeador nocturno.

Por fin se detuvo en un rellano y encendió una cerilla; a la luz urgente de la llamita leyó un número y tocó a una puerta que no tardó en abrir un hombre enclenque y mal afeitado que vestía un batín raído sobre un pijama sucio y arrugado. Vengo a ver a don Santiago Belltall, dijo antes de que el hombre pudiera interrogarle acerca de la razón de su presencia allí.

Estas no son horas de visita, replicó el hombre. Empezaba a cerrar la puerta, pero Onofre Bouvila la abrió de un puntapié enérgico; con la contera del bastón golpeó al hombre en las costillas, lo lanzó contra el paragúero de loza, que se hizo añicos al volcarse. no he pedido su opinión ni quiero oírla, dijo sin levantar la voz. Vaya a decirle a don Santiago Belltall que salga y luego váyase a donde yo no le vea. El hombre escuchimizado se levantó con dificultad; al mismo tiempo buscaba a su espalda los cabos sueltos del cinturón de la bata, que se había desanudado en la caída; luego desapareció sin decir nada detrás de una cortina que separaba aquel recibidor del resto de la vivienda. Por allí mismo apareció al cabo de muy poco Santiago Belltall, que se deshizo en excusas: no esperaba ninguna visita y menos aún una visita de tal importancia, dijo. Las condiciones en que vivía..., añadió dejando la frase sin terminar. Onofre Bouvila siguió al inventor a través de un pasillo tenebroso hasta una habitación de dimensiones reducidas. Esta habitación sólo se ventilaba a través de un ventanuco que daba a un patio interior cubierto:

la atmósfera era densa. Allí había dos camastros de metal, una mesita con dos sillas y una lámpara de pie; en varias cajas de cartón adosadas a las paredes los realquilados guardaban su ropa y sus pertenencias. Esas paredes estaban cubiertas de planos que el inventor había prendido allí con unas chinches.

María Belltall estaba sentada a la mesa; a la luz exigua de la lámpara zurcía un calcetín con ayuda de un huevo de madera.

Para defenderse del frío y la humedad que reinaban en toda la casa se había echado una toquilla sobre un vestido de lana ordinario y anticuado; unas medias de punto y unas zapatillas de fieltro completaban su indumentaria misérrima. Así vestida resaltaba la delgadez de su complexión, el color cerúleo de la piel, que había disimulado el maquillaje en la entrevista que ambos habían mantenido pocos días antes. Con esta palidez contrastaba el enrojecimiento de la nariz, debido a un resfriado, el resfriado crónico de los barceloneses. Al entrar él en la pieza levantó un instante la mirada de la costura y la volvió a bajar; esta vez sus ojos tenían nuevamente el color de caramelo que él creía recordar de su primer encuentro.

—Perdone este desorden tremendo –dijo el inventor paseando nerviosamente entre el mobiliario, contribuyendo con sus ademanes vehementes y su agitación a incrementar la sensación general de caos que se respiraba allí–, si hubiésemos sabido de antemano que pensaba usted hacernos este honor por lo menos habríamos quitado estos papelotes de las paredes; ¡oh!, pero qué despiste el mío: no le he presentado aún a mi hija, a la que no conoce. Mi hija María, señor. María, este caballero es don Onofre Bouvila, de quien ya te he hablado; hace unos días fui a su casa a hacerle unas ofertas que él tuvo la bondad de considerar con benevolencia.

Ambos cruzaron una mirada furtiva que habría despertado las sospechas de cualquier persona, pero que pasó desapercibida al inventor. Éste, ajeno a todo, recogía el sombrero, el bastón, los guantes y el gabán de su visitante y los colocaba cuidadosamente sobre uno de los camastros. Luego arrimó una de las cajas a la mesa, ofreció a Onofre Bouvila la silla libre, se sentó acto seguido en la caja y entrecruzó los dedos, dispuesto a escuchar lo que aquél hubiera venido a decirles.

Él, como era su costumbre, fue directamente al asunto, sin circunloquios.

—He decidido –empezó diciendoaceptar esta oferta de la que usted acaba de hablar –con un gesto atajó las expresiones de reconocimiento y entusiasmo que el inventor se disponía a proferir pasado el estupor del primer momento–; con esto quiero decir simplemente que considero por ahora un riesgo razonable poner a su disposición una determinada suma para que pueda usted llevar a cabo esos experimentos de los que me habló. Por descontado, este trato no está exento de condiciones. De estas condiciones precisamente he venido a hablarle.

—Soy todo oídos –dijo el inventor.

 

Si al barón de Viver, que era monárquico, le visitaba santa Eulalia, al general Primo de Rivera, que había dejado de serlo por despecho, se le aparecía de cuando en cuando un cangrejo con sombrero tirolés. Abandonado de todos, pero remiso a dejar el poder en manos ajenas, el dictador cifraba ahora sus esperanzas en la Exposición Universal de Barcelona. Cuando me hice cargo del gobierno España era una olla de grillos, un país de terroristas y mangantes; en pocos años la he transformado en una nación próspera y respetable; hay trabajo y paz, y esto se verá de manera irrecusable en la Exposición Universal, ahí los que hoy me critican tendrán que humillar la frente, dijo. El ministro de Fomento se permitió hacer una observación: Este plan de Vuestra Excelencia, que es magnífico, exige por desgracia unos desembolsos que rebasarían nuestras posibilidades, dijo. Esto era cierto: la economía nacional había sufrido un deterioro pavoroso en los últimos años, las reservas estaban exhaustas y la cotización de la peseta en los mercados exteriores era ya cosa de risa. El dictador se rascó la nariz. Diantre, masculló, yo creía que los gastos de la Exposición corrían a cargo de los catalanes.

¡Raza de avaros!, agregó entre dientes, como para sí. Con tacto exquisito el ministro de Fomento le hizo ver que los catalanes, al margen de sus virtudes o defectos, se negaban a gastar un duro a mayor gloria de quien los estaba maltratando sin tregua. ¡Voto a bríos!, exclamó Primo de Rivera, ¡pues sí que tiene pelos el asunto! ¿Y si deportásemos a los desafectos? Son varios millones, mi general, dijo el ministro del Interior. El ministro de Fomento se alegró de que el peso de la conversación recayese ahora sobre los hombros de su colega de gabinete. Primo de Rivera golpeó la mesa con los puños. ¡Me cago encima de todas las carteras ministeriales!, dijo. Pero no estaba enojado, porque acababa de tener una idea salvadora. Está bien, dijo, esto es lo que vamos a hacer:

subvencionaremos otra Exposición Universal en otra ciudad de España: Burgos, Pamplona, la que sea, da igual. Viendo que los ministros le miraban con estupor sonrió ladinamente y agregó:

No hará falta que gastemos mucho en esto; cuando los catalanes se enteren del plan echarán la casa por la ventana, gastarán sin tasa para que la Exposición de Barcelona sea la mejor de las dos. Los ministros tuvieron que convenir en que la idea era buena. Sólo el ministro de Agricultura se atrevió a objetar algo: Alguien habrá que nos desenmascare, que ponga en evidencia esta maniobra, dijo. A éste lo deportaremos, bramó el dictador. Ahora las obras de la Exposición Universal de Barcelona avanzaban a todo gas; una vez más la deuda roía el patrimonio municipal. Montjuich era la herida por la que se desangraba la economía de la ciudad. El alcalde y cuantos se mostraron reacios a la idea, cuantos se opusieron al despilfarro fueron marginados sin contemplaciones y sus atribuciones fueron confiadas a personas fieles a Primo de Rivera. Entre estas personas había algunos especuladores que aprovecharon el descontrol para hacer su agosto. Los periódicos sólo podían publicar noticias halagúeñas y comentarios aprobatorios de lo que se estaba haciendo; si no, eran censurados, eran secuestrados de los quioscos, sus directores eran multados severamente. Gracias a esto Montjuich se iba transformando en una montaña mágica. Ahora se levantaba allí el Palacio de la Electricidad y de la Fuerza Motriz, el del Vestido y del Arte Textil, el de las Artes Industriales y Aplicadas, el de Proyecciones, el de Artes Gráficas, el de la Industria de la Construcción (llamado Palacio de Alfonso XIII), el del Trabajo, el de Comunicaciones y Transportes, etcétera. Estos palacios habían empezado a ser construidos varias décadas antes, en los tiempos del modernismo; ahora su aspecto era chocante a los ojos de los entendidos, resultaban empalagosos, rebuscados y de mal gusto. A su lado, por contraste, iban apareciendo los pabellones extranjeros; estos pabellones habían sido concebidos hacía poco y reflejaban las tendencias actuales de la arquitectura y la estética. "Si otras Exposiciones han estado dedicadas a un asunto determinado, como la Industria, la Energía Eléctrica o los Transportes, ésta bien podría estar dedicada íntegramente a la Vulgaridad", escribe un periodista en 1927, poco antes de ser deportado a la Gomera. "Encima de arruinarnos vamos a quedar como unos cavernícolas chabacanos ante la opinión mundial", termina diciendo. Estas estridencias sin embargo no amedrentaban a los promotores del certamen.

 

 

Mientras ocurrían estas cosas en torno a la Exposición Universal, en otra colina, separada de Montjuich por la ciudad entera, Onofre Bouvila se enfrentaba a sí mismo en el jardín de su mansión. ¿Cómo?, decía, ¿enamorado yo?, ¡y a mi edad!

No, no, no es posible... y no obstante, sí, es posible y el hecho mismo de que sea posible me llena de euforia. ¡Ah, quién me lo habría de decir! al pensar esto se reía por lo bajo; por primera vez en su vida se veía a sí mismo con cariño: esto le permitía reírse de sus propias tribulaciones. Luego la sonrisa se borraba de sus labios y arrugaba el entrecejo: no comprendía cómo había podido ocurrirle aquello, el milagro que parecía haberse producido en su alma lo sumía en la perplejidad. ¿Qué influjo irresistible ha podido ejercer sobre mí esa mujer insignificante?, se preguntaba. No es que físicamente no sea atractiva, seguía argumentando con un interlocutor invisible, pero sí debo confesar abiertamente que tampoco se trata de una mujer de bandera. Y aun cuando lo fuese, ¿por qué habría de ir a encandilarme yo de este modo?

En mi vida no han faltado mujeres despampanantes, reales hembras a cuyo paso se paraba la circulación; con mi dinero nunca me fue difícil comprar la belleza, conseguir lo mejor de lo mejor. Sin embargo en el fondo nunca sentí por ellas otra cosa que desprecio. Ésta, por el contrario, me infunde un sentimiento de humildad que a mí mismo me sorprende, que no me explico: cuando me habla, me sonríe o me mira soy tan dichoso que lo que siento hacia ella es gratitud más que otra cosa.

Cuando se hacía estas consideraciones creía que esta humildad le redimía de todo su egoísmo. Es cierto, decía pasando revista a su vida, que en ocasiones he obrado de modo heterodoxo; sabe Dios que hay páginas en mi historial de las que habré de dar cumplida cuenta y si bien nadie puede decir que yo haya matado a un ser humano con mis propias manos, algunas personas han muerto directa o indirectamente por mi causa. Otras han sido infelices y quizá podrían achacarme su infelicidad. ¡Oh, qué terrible es caer ahora en la cuenta de estas cosas, cuando ya es demasiado tarde para el arrepentimiento y la reconciliación! Al cobrar súbitamente conciencia de ello cayó al suelo como fulminado por un rayo.

El aire estaba quieto, en la superficie inmóvil del lago artificial el sol centelleaba y este resplandor daba al plumaje blanco de los cisnes una luminosidad cegadora. Con el ánimo conturbado estaba dispuesto a ver en aquellos cisnes fluorescentes emisarios del Altísimo enviados por Éste para que le trajeran un mensaje de misericordia y esperanza. Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión, parecían venir a recordarle. Conmovido por esta noción hundió la frente en el césped y musitó: Perdón, perdón; he sido estúpido y cruel y no tengo excusa, no hay atenuante para mi culpabilidad. Ante los ojos de su conciencia, como si hojeara un álbum de retratos, iban desfilando los rostros acusadores de Odón Mostaza, de don Alexandre Canals i Formiga y de su hijo, el pobre Nicolau Canals i Rataplán, de Joan Sicart y de Arnau Puncella, del general Osorio, el ex gobernador de Luzón, y también los de su mujer y sus hijas, los de Delfina y el señor Braulio y los de su padre y su madre y hasta el de su hermano Joan: a todas estas personas y a muchísimas más cuyos rostros no había visto ni vería jamás había sacrificado a su ambición y a su vesania, todas ellas habían sido víctimas de su sed injustificada de venganza, habían sufrido sin necesidad para proporcionarle momentáneamente el sabor agridulce de la victoria. ¿Habrá en el cielo entero magnanimidad bastante para perdonar a un engendro como he sido yo todos estos años?, pensó sintiendo que las lágrimas pugnaban por manar a raudales entre sus párpados apretados. Apenas acababa de formular este pensamiento cuando notó unos golpecitos en el hombro. Sabiendo que estaba solo en el jardín aquel contacto le sobresaltó:

ahora no se atrevía a despegar los párpados, temía encontrarse en presencia de un ángel majestuoso si lo hacia, un ángel provisto de una espada de fuego. Cuando por fin abrió los ojos vio que en realidad aquellos golpecitos se los daba un cisne con el pico; extrañado por la presencia de aquel individuo desconocido que yacía acurrucado y quieto a la orilla del lago el cisne había salido del agua y se había aproximado, quizá delegado por los demás, a ver de qué se trataba aquello.

Onofre Bouvila se incorporó bruscamente y el cisne, asustado, emprendió la retirada. Visto desde atrás sus andares no podían ser más grotescos; los graznidos que lanzaba también eran desabridos y feos. Indignado por haberse dejado impresionar por un animal tan poco airoso alcanzó al cisne antes de que éste pudiera ponerse a salvo en su elemento y le propinó un puntapié con todas sus fuerzas. El cisne describió una parábola en el aire y cayó al agua, donde se quedó con la cabeza y el cuello hundidos y la cola a flote mientras el agua, alterada por el impacto, recobraba poco a poco su inmovilidad y sobre la superficie se posaban las plumas blancas que había perdido el cisne de resultas del golpe en el trayecto. Onofre Bouvila sacudió las briznas de hierba que se habían adherido a la ropa y sin detenerse a comprobar si el cisne revivía o si había sucumbido continuó el paseo. El incidente le había hecho volver a la realidad; había cesado la visión penosa de sus culpas y en su lugar imperaba ahora de nuevo la lógica implacable y partidista que siempre había aplicado a todas las cosas. Bah, se dijo, ¿de que me responsabilizo? Si alguien pudiera oírme pensaría que en el mundo no hay otra causa de aflicción que yo. Quiá, nada más falso, respondió a su contendiente imaginario, la gente era infeliz antes de que yo naciera y lo seguirá siendo cuando yo haya muerto. Verdad es que he causado la desgracia de algunos pero ¿he sido yo el verdadero causante de esa desgracia o un mero agente de la fatalidad? Si yo no me hubiese cruzado en el camino de Odón Mostaza, ¿habría tenido un final menos trágico ese chulo asesino?, ¿no era él ya acaso cuando nació carne de patíbulo? Y a Delfina, ¿qué le habría deparado el destino de no haber aparecido yo un buen día en la pensión de sus padres?

Sin duda habría sido una fregona todos los días de su vida, se habría casado en el mejor de los casos con un haragán brutal y alcoholizado que la habría pegado continuamente y le habría hecho reventar a fuerza de trabajo y partos. ¡Diantre!, al menos conmigo todas estas ratas de alcantarilla tuvieron su oportunidad a mis expensas pudieron gozar de un momento de gloria. Una explosión amortiguada pero cercana interrumpió el curso de sus pensamientos. A esta explosión siguieron otras encadenadas. Los pájaros que anidaban en los árboles del bosque levantaron el vuelo: mezclados en una bandada heterogénea describían círculos a gran altura armando gran alboroto. Onofre Bouvila sonrió nuevamente: como ese pobre desgraciado, sin ir más lejos, añadió a media voz. Ahora esta sonrisa había perdido la beatitud que la caracterizaba un rato antes.

 

Dejando el lago a su espalda anduvo en dirección al lugar de donde procedían las explosiones. Deliberadamente abandonó el prado ameno y bien cuidado y se adentró en el bosque: allí los árboles le permitían avanzar a hurtadillas. Al llegar al linde del bosque se detuvo a observar sin ser visto la actividad que se desarrollaba a escasa distancia de aquel escondite: allí había una carpa de circo de la que entraban y salían continuamente individuos con atuendo y apariencia de mecánicos. En la boca del túnel de lona que daba acceso a la carpa y en la cual aún podían verse restos de banderolas y gallardetes, dos guardias armados supervisaban la entrada y la salida de aquellos mecánicos. Aunque la propia carpa se lo ocultaba él sabía que al otro lado de aquélla se levantaban unos cobertizos en cuyo interior había una maquinaria complicadísima. Esta maquinaria no tenía otro objeto que suministrar energía motriz al utillaje eléctrico que ahora zumbaba y chirriaba dentro de la carpa. Naturalmente habría sido más sencillo y mucho menos gravoso obtener esta energía de la compañía proveedora de fluido eléctrico, pero tal cosa habría imposibilitado mantener en secreto las actividades que se llevaban a cabo allí. Por eso habían sido construidos los cobertizos, que ahora protegían de la curiosidad ajena estos generadores que, a su vez, habían sido adquiridos en países distintos por mediación de sociedades anónimas constituidas con este solo fin, introducidos en Cataluña de contrabando y llevados hasta su destino pieza a pieza furtivamente. Del mismo modo había sido transportado en partidas pequeñas el carbón que los alimentaba y cuyas reservas estaban ahora almacenadas en silos perforados bajo el prado, el bosque y el lago. Así habían sido reunidos también la maquinaria y los materiales necesarios para el proyecto. Más delicada había sido la contratación del personal que ahora trabajaba en aquél. Si el aluvión de inmigrantes había permitido seleccionar y reclutar a los obreros en la forma más encubierta y discreta, los especialistas, los técnicos e ingenieros, cuya desaparición repentina de sus trabajos, de la vida pública en general habría resultado muy difícil de explicar, plantearon obstáculos que hubo que ir salvando en cada caso concreto específicamente. Unos fueron contratados en el extranjero; otros, sacados del retiro al que circunstancias diversas los habían forzado; a otros, por último, habían sido cursadas ofertas falsas de universidades americanas. Los que aceptaban estas ofertas recibían poco después un pasaje de primera clase en un barco de línea. Cuando el barco en que viajaban rebasaba los límites de las aguas territoriales españolas estos ingenieros prestigiosos eran sacados de sus camarotes a punta de pistola y embarcados en una lancha rápida que los conducía de nuevo a tierra. Allí un automóvil los llevaba a la mansión, donde eran informados del motivo del engaño y el secuestro, de la naturaleza del trabajo a que se les había destinado, de la transitoriedad de aquella situación anómala y de los emolumentos cuantiosos con que serían compensadas su colaboración y las molestias sufridas. Ante este desen


Date: 2015-12-24; view: 867


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