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CAMILO JOSÉ CELA Y SU OBRA

Camilo José Cela, uno de los más conocidos escrito­res españoles de hoy, nació en la provincia de La Coruña el 11 de mayo de 1916. Su padre era gallego; en la familia de su madre se mezclaron la sangre inglesa con la italiana.

La infancia de Camilo José Cela transcurrió en constantes viajes con su padre, que era funcionario del Cuerpo de Aduanas. La familia vivió en diversas ciudades españolas, así como en Londres. Por fin, en 1925 se estableció definitivamente en Madrid. El futuro novelista termina el bachillerato (hizo estudios en varios colegios religiosos), como él mismo dice, sin notas brillantes, y comienza a estudiar medicina, carrera que pronto abandona.

Siendo estudiante de medicina, manifiesta un vivo interés por la literatura; a pesar de esto, se prepara, a instancias de su padre, para ingresar en el Cuerpo de Aduanas. Pero se desencadena la guerra civil, desbaratando sus planes.

Esta guerra, injusta por parte de los fascistas españoles y sus aliados, la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, hizo meditar mucho a Cela y dejó su huella en la obra del escritor. |

Con el fin de la guerra llegó el período del oscuran­tismo; por muchos años dejó de oírse en España la voz de la intelectualidad progresiva. Como haciendo balance de la contienda y de sus tremendas conse­cuencias, Cela dice: «El intelectual español fue el gran perdedor de la guerra civil y quizás también de toda la historia española» («Papeles de Son Arma-dans», enero 1967).

Camilo José Cela vuelve a la capital, se matricula en la Facultad de Derecho, pero a los tres años de estudios abandona, esta vez definitivamente, la uni­versidad. Se coloca en el Sindicato Nacional Textil, ocupando el modesto cargo de escribiente —el primer puesto después del de portero, según sus propias palabras.

Trabajando allí, escribe «La familia de Pascual Duarte» — novela que salió a la luz en Madrid en 1942. Es de señalar que su primer libro fue escrito en 1936, en Madrid, cuando los aviones fascistas bombar­deaban la ciudad, haciendo estragos entre la población civil; pero este libro de poesías, cuyo título («Pisando la dudosa luz del día») tiene su origen en un verso de la «Fábula de Polifemo y Galatea» do Góngora, se publicó sólo en 1945.

La recaída de una enfermedad pulmonar, de la que había padecido ya antes de la guerra, le obligó a ir a curarse en un sanatorio situado en la Sierra de Guadarrama. Allí lee mucho, sobre todo a los escritores medievales, así como a los que tienen cierta inclinación hacia lo popular o hacia lo ridículo, caricaturesco, deforme, cruel. Claro que se trata de lecturas juveniles, pero éstas nos permiten ver, digá-



moslo así, las raíces de su predilección, de su gusto literario y, por consiguiente, entender mejor su obra.

En muchos libros de Cela se notan ciertas influen­cias de Cervantes, de los novelistas rusos del siglo pasado (sobre todo, de Dostoievski), de los represen­tantes de la llamada «generación del 98»; Valle-Inclán, Azorín, Baroja, Unamuno, Antonio Machado. Estas preferencias suyas, sin duda, estables, deter­minaron en gran parte los rasgos característicos de su estilo que poco ha cambiado a través de los años.

Los críticos literarios hablan también, y con razón, de la influencia que ejerció en Cela el conocido filósofo existencialista español Ortega y Gasset con su prédica del individualismo, ajeno a la doctrina oficial franquista de la llamada hispanidad — noción que sirve a los ideólogos del régimen para demostrar que el espíritu nacional español es contrario, en su esencia, a toda lucha revolucionaria. Esta influencia se observa, sobre todo, en los libros «La familia de Pascual Duarte», «La Colmena», «Tobogán de hambrientos».

Quizá sea interesante señalar que Cela nunca ha participado en los concursos literarios; sólo una vez salió premiada su obra («La Catira», el premio de la crítica, 1955). Pero su fama de escritor, de un estilista ejemplar ha crecido sin cesar; en 1957 Camilo José Cela ingresa en la Real Academia Española. Sólo 13 años han transcurrido desde el momento en que publicó se primer libro. El mismo escritor dice: «Me considero el más importante novelista español desde el 98 y me espanta el considerar lo fácil que me resultó. Pido perdón por no haberlo podido evitar». (Autobiografía, Obra completa, t. 2). Ignoramos, por supuesto, si Cela habla en serio o en broma, tan propia de él, sobre su importancia literaria; pero en cuanto a la facilidad, el escritor exagera. Porque en un período

relativamente corto escribió siete novelas, varios libros de cuentos, algunas novelas cortas, artículos, ensayos, poesías... Cela siempre ha trabajado con tesón, y si tratáramos de enumerar todo lo que escribió, tendría­mos una lista muy larga. Actualmente el escritor vive en Palma de Mallorca, dirige la revista literaria mensual «Papeles de Son Armadans» (Son Armadans es un barrio antiguo de esta ciudad) en la que colabo­ran muchos intelectuales españoles de ideas avanzadas.

En nuestra rápida revista de la obra de Camilo José Cela, no podemos pasar por alto, naturalmente, sus grandes novelas. Hablemos, pues, en breve de las ideas principales expuestas en estos libros y de las técnicas de novelar empleadas por el escritor.

«La familia de Pascual Duarte» (1942), la primera novela, tuvo un éxito rotundo e hizo famoso al escritor. Es una especie de confesión de Pascual Duarte, cam­pesino extremeño, que cometió varios crímenes y, recluido en una cárcel, espera la muerte. Es muy importante subrayar que Pascual Duarte no es un asesino innato, un malhechor que no piensa más que en matar a su prójimo. Todo lo contrario; no le son ajenos los buenos sentimientos, la compasión, el afecto... Pero las circunstancias le obligan a matar, y él mata a unas personas, entre ellas, a su madre— la única que Pascual odiaba a muerte, considerándola culpable de todas sus desgracias. Lo que hace Pascual Duarte es una forma de protesta contra la sociedad indiferente, inhumana, cruel que moralmente se en­cuentra en un callejón sin salida. Esta idea central de la obra no pasó inadvertida: las autoridades franquistas prohibieron la novela.

La descripción del mundo visto como una acumu­lación de horrores, muertes, injusticias y crueldades

ijue tenemos en «La familia de Pascual Duarte» (el origen de esta visión del mundo reside en la realidad española) fue bautizada con el nombre de «el tremen­dismo». Esta corriente literaria pronto se puso muy en boga, muchos escritores siguieron las huellas de Cela, pero sólo de manera exterior, sin profundizar en los problemas sociales. El mismo Cela, jefe indiscu­tible del tremendismo, se aparta más tarde de él y dice que «el tremendismo, entre otras cosas, es una estupidez de tomo y lomo». (Prólogo al libro «Mis páginas preferidas», Madrid, 1955).

El «Pabellón de reposo» (1943), en el cual también está presente el fatum, es una novela sin pasiones turbulentas, casi sin acción. Cela escogió deliberada­mente este segundo camino para su novelística, porque quiso probar sus fuerzas «en la piedra de toque del sosiego, de la inacción». En la novela piensan y hablan los enfermos de un sanatorio antituberculoso, para los cuales no existe otra cosa que su enfermedad. Es un mundo pequeño, aislado, estático, de vanas esperanzas que apenas roza en el mundo de los sanos. Este libro no pertenece a los grandes éxitos de Camilo José Cela; lo mismo podemos decir sobre otra novela, «Mrs. Caldwell habla con su hijo» (1952)—una recopilación de pensamientos, evocaciones, episodios de la vida que Mrs. Caldwell, gravemente enferma, cuenta, dirigiéndose a su hijo, marino muerto en el Mar Egeo. Otra vez, un mundo enfermizo, de alucina­ciones y pesadillas.

En «Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Termes» (1944) Cela coloca al clásico picaro en las condiciones reales de la España de hoy. El Lazarillo moderno, a diferencia del antiguo, no se encuentra con gente caritativa, ve cosas tristes por doquier y, en fin de cuentas, es entregado a la Caja de Recluta en Madrid (recordemos que el picaro del siglo XVI se

colocó de pregonero —buen empleo— en Toledo). Parece, sin embargo, que Cela no aprovechó todas las posi­bilidades que le ofrecía este género; es posible también que no lo haya querido hacer, atraído ante todo por el aspecto expresivo: el vivo lenguaje popular, cos­tumbres y otros elementos folklóricos. En fin, esta obra calificada por el escritor como «el huevo» de sus libros de viajes, no planteó grandes problemas sociales.

Fue en aquel período (1943) cuando escribió «La Colmena»—libro que por razones obvias, no pudo publicarse en España y fue editado en Buenos Aires sólo en 1951. Esta vez no se trata de un mundo pequeño, aislado y abstracto; la acción se sitúa en Madrid, en 1942. En el café de una tal doña Rosa numerosísimos personajes (¡cerca de 350!) aparecen por un momento para contar una historia, cruzar dos palabras con sus amigos, lanzar una mirada de amor o armar una bronca —y desaparecen, dejando el escenario para otros «actores». Este método le permite al autor dar un panorama muy amplio de la vida española, especial mente la de las capas medias. Hay que señalar que los personajes, por regla general, apenas se esbozan, pero también es verdad que a Cela no le gusta describir detalladamente a sus protagonistas; él prefiere dar características breves, recalcando lo esencial, lo típico.

«La Colmena» fue uno de los primeros libros de autores españoles que criticó de una manera muy severa la realidad española. Cela demostraba pal­mariamente que la pobreza espiritual, la mezquindad, la miseria eran «los frutos de la victoria» del fascismo en la guerra civil, que la vida del pueblo en estas condiciones no tenía perspectivas. El conocido crítico Alonso Zamora Vicente señala con razón «el rasgo supremo de imprecisión, de azar, de hoja lanzada al

viento que tienen todos los personajes»* de «La Col­mena». ¿Quiénes prosperan en esta vida? Son ricacho­nes como doña Rosa que llaman rojos a todos los que no les convienen y temen que los hitlerianos pier­dan la guerra. Los demás personajes arrastran una vida gris, deplorable—ajetreo inútil en esta gran colmena que es símbolo de Madrid o, en sentido más amplio, de la realidad española.

Mucha importancia tiene la nota del escritor a la segunda edición de este libro (México, 1955): «Sé bien que "La Colmena" es un grito en el desierto; es posible que incluso un grito no demasiado estri­dente o desgarrador. En este punto jamás me hice vanas ilusiones. Pero, en todo caso, mi conciencia bien tranquila está. Escuece darse cuenta que las gentes siguen pensando que la literatura, como el violín, por ejemplo, es un entretenimiento que, bien mirado, no hace daño a nadie. Y ésta es una de las quiebras de la literatura.

Pero no merece la pena que nos dejemos invadir por la tristeza. Nada tiene arreglo: evidencia, que hay que llevar con asco y resignación. Y, como los más elegantes gladiadores del circo romano, con una sonrisa en los labios».

Aquí hay una evidente contradicción: afirmando que la literatura no es un simple entretenimiento, Cela no se atreve a declarar el carácter combativo de ésta y reduce el papel del escritor al de un simple notario. Más de una vez él expone este punto de vista:

«...No se olvide que mi papel no pasa de ser el del ponente que informa, el del testigo que quizás sea un testigo de excepción, poro que, en caso alguno, es el juez que resuelve y falla...» (Prólogo al libro «Mis páginas preferidas». 1955).

* Alonso Zamora Vicente. Camilo José Cela, Madrid, 1962, pág. 64.

«...El escritor es el notario de la Conciencia de su tiempo y de su mundo... Está vedado, por las reglas del escritor, el querer tomarse una perspectiva que, al empequeñecerlas, embellezca las figuras, las situa­ciones y los arrebatos. Todo tiene su tamaño, bueno o malo, pero concreto y limitado, exacto y despiada­damente inflexible. («La galera a la literatura», 1955)

En los años posteriores este credo del escritor no ha cambiado.

El método que emplea Cela tiene muchos nombres: «el método de cámara fotográfica», «el de cámara tomavistas», «el método objetivista», etc. Cuando los escritores de los años 50 empezaron a emplearlo, este método era el único posible en aquellas condiciones. Ellos registraban, fotografiaban la realidad horrorosa y enseñaban estas fotos al pueblo, denunciando de esta manera al régimen franquista. En sus mejores obras que tienen un marcado sello realista (sobre todo, en «La Colmena»), Cela también actúa como «un notario» que acusa al franquismo. Pero si unos autores tratan de ver siempre lo social y lo político, otros —entre ellos Camilo José Cela— se fijan el lo mezquino, lo amoral. Seguros de que nada pueden cambiar, se limitan a dar un cuadro repugnante, tremendo de la realidad...

Después de este breve análisis del método y de las posiciones estéticas del escritor, volvamos a sus obras.

Otra novela grande, «La Catira», hace contraste con los demás libros de Cela. Cuando éste en 1954 visitó América, fue declarado huésped de honor de Vene­zuela y firmó el contrato de escribir una novela cuya acción sucediera en la tierra venezolana. Así apareció en 1955 «La Catira», historia trágica de Pipía Sánchez, mujer extraordinaria por su valor y firmeza de espíritu.

Una serie de desgracias le ocurre a la Catira: muere su primor marido, después perecen el segundo marido y el hijo—y todos en circunstancias sumamente trági­cas; ella misma mata a tiros al que pasaba por ser su padre. El fatum está contra ella, pero las tierras, el ganado exigen su atención y ella, sin vacilar, les entrega todo su ser.

En esta novela Cela continúa las bien conocidas tradiciones de algunos escritores españoles, quienes en busca de un ambiente insólito dirigían sus miradas hacia América (recordemos, por ejemplo, a Valle-Inclán y su «Tirano Banderas»). Siempre inmensas tierras americanas, pasiones violentas, acontecimientos trágicos...

En otros libros de Cela vemos las mismas tenden­cias que hemos señalado hablando de «La Colmena». En el «Tobogán de hambrientos» (1962) estas tenden­cias, que algunos críticos llamaron vitalistas, se revelan de un modo muy nítido. Se trata de la con­cepción de la vida como una serie de acontecimientos de carácter accidental, fortuito, sin ligazón interior necesaria. En el libro hay más de 200 episodios, en cada uno de ellos aparecen nuevos personajes. La estructura de la obra es peculiar: en la primera parte («tiempo») vemos a cien personajes (del 1 al 100), en el segundo tiempo el orden es invertido (del 100 al 1), de modo que nos encontramos dos veces con cada figura que está en relaciones genealógicas con muchas otras. Como resultado tenemos la impresión de una familia grande. Los personajes, casi sin excep­ción, tienen algún vicio o defecto, físico o moral; sus acciones y sentimientos, cuando son buenos, se manifiestan en una forma repugnante. De esta manera el mundo y la realidad se presentan de nuevo como algo trágico, espiritualmente pobre, que ni siquiera tiene derecho a existir. Las figuras están pintadas con

ironía y sarcasmo, propios del estilo de Cela, y adquie­ren dimensiones de lo grotesco.

En la última novela (en realidad, sólo «La familia de Pascual Duarte», «La Colmena» y «La Catira» pueden considerarse novelas en toda la extensión de la palabra) titulada «Vísperas, festividad y octava de San Camilo del año 1936 en Madrid» (Madrid— Barcelona, 1969) se trata del Madrid de 1936, de algunos acontecimientos históricos de aquellos días.

Como en «La Colmena» y en «Tobogán de ham­brientos» aquí no hay personajes notables; lo que hay es un gran número de prostitutas, homosexuales y otros tipos por el estilo. Por lo tanto en el libro no vemos al pueblo de Madrid, preocupado por acuciantes problemas políticos, no vemos a los trabajadores que luchaban heroicamente contra el fascismo. El escritor, aplicando su principio de imparcialidad, trata de no inclinarse hacia ningún lado; según las palabras del conocido crítico español José Domingo, Cela insiste en achacar todos los males «a ese torvo y fratricida carácter» de los españoles. El crítico escribe que desde el punto de vista de la forma, en este libro hay muchas innovaciones: «La alternancia de distintas acciones sin ningún signo de separación, la yuxtaposición de diálogos y parte expositiva sin solución de conti­nuidad, la anarquía de la puntuación... la intercala­ción en la narración de noticias y anuncios extraídos de la prensa de la época».*

A eso hay que agregar que Cela lleva aquí a lo extremo la sexualidad, usa expresiones obscenas (como es sabido, él es autor del «Diccionario secreto»), recurre de nuevo a los efectos tremendistas. Por lo visto, el escritor no ha podido superar todavía las tendencias señaladas más arriba.

*José Domingo. C. J. C. goza de buena salud, «ínsula», febrero 1970, ¹ 279.

Los libros de viajes ("Vagabundajes") ocupan un lugar de importancia en la obra de Cela. Aquí también podemos hablar de una tradición, la de los escritores del 98 (recordemos, por ejemplo, «Paisaje de España Visto por los españoles» de Azorín y «Andanzas y visiones españolas» de Unamuno) quienes recorrían las tierras de España en busca de la más honda verdad. Este género renace en la joven generación de escritores espa­ñoles para dar un enfoque nuevo, crítico y realista, a la actualidad.

Camilo José Cela escribió «Viaje a la Alcarria» (1948), «Del Miño al Bidasoa» (1952), y otros libros de viajes, algunos de ellos tienen incluso valor cientí­fico («Judíos, moros y cristianos», 1956). En sus «Vagabundajes» Cela sigue empleando el «método de cámara tomavistas»: ante los ojos del lector pasan las tierras y las gentes de España. Nada de la España poetizada por los escritores del 98, nada de lugares de interés turístico; lo que llama la atención del escritor son los típicos representantes del pueblo, el tesoro del riquísimo lenguaje popular, las costum­bres y tradiciones. Los cuadros de costumbres que vemos en los libros de Cela, son inigualables; su manera de caracterizar en pocas palabras a un per­sonaje no puede menos de sorprender. Pero, así y todo, su manera de ver las cosas es, digamos, demasiado «fotográfica». Sin duda, él siente amor hacia su pueblo, esto se lee en cada página de sus obras, pero prefiere no tocar temas sociales. Cela habla de «las más vetustas normas del narrador viajero» que son, según él, la veracidad y la sencillez. Y agrega: «Lo mejor... es ir un poco al toro por los cuernos y decir, «aquí hay una casa, o un árbol o un perro moribundo», sin pararse a ver si la cosa es de este o del otro estilo, si el árbol conviene a la economía del país o no y si el perro hubiera podido vivir más años de haber sido

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Vacunado a tiempo contra el moquillo». («Viaje a la Alcarria»).

Sabemos que el escritor no sólo recorrió toda España, sino que visitó muchos países extranjeros, entre ellos, los Estados Unidos y Cuba. Cela llegó a Cuba después de la revolución, en febrero de 1965. En la casa-museo de Hemingway recordó sus pláticas con Ernesto en Madrid en 1956 y escribió en el libro de visitantes una emocionante carta a su difunto amigo, con quien tenía mucho de común en el entendimiento de los problemas del hombre.

Sobre la revolución cubana dijo: «Cuba hizo el milagro de la Revolución sin perder la alegría y sin renunciar a la serenidad... En Cuba, la Revolución no es máscara sino esencia, tuétano, ánima. («Rohe-mia», Septiembre 24 de 1965).

En los últimos años Camilo José Cela escribe principalmente novelas cortas y cuentos—género en que tiene logros verdaderamente admirables.

En sus primeros libros de cuentos—«Estas nubes que pasan» (1945), «El bonito crimen del carabinero» (1947), «La naranja es una fruta de invierno» (1951)— Cela sigue las tendencias tremendistas que hemos visto en «La familia de Pascual Duarte»: Serafín, el cara­binero, asesina junto con un portugués a dos viejas mujeres; Picatel en «La naranja...» mata, como un salvaje, todas las ovejas de Tinto, a quien odia a muerte...

Pero a partir de los años 50 en la prosa de Cela se destaca el llamado «apunte carpetovetónico». Alonso Zamora Vicente escribe que en el habla castellana media la voz «carpetovetónico» no circula; pero, agrega, se oye mucho en el habla coloquial de medios cultos en Galicia y encierra una idea de brutalidad, refleja la sequedad y la rudeza de Castilla.

En los apuntes de Cela, dice Zamora Vicente, «el

tono general es siempre de dureza, de pasmo, sin sutilezas de salón ni mucho menos». El mismo escritor define su apunte carpetovetónico «como un agridulce bosquejo, entre caricatura y aguafuerte, narrado, dibujado o pintado, de un tipo o de un trozo de vida peculiares de un determinado mundo...» (Prólogo a «El Gallego y su cuadrilla», ed. 1955). Este apunte no es un artículo ni un cuento, no tiene principio ni fin; parece ser una fotografía al minuto o un bosquejo momentáneo y está, naturalmente, muy cerca del cuadro de costumbres.

Varios son los libros que se dedican al apunte carpetovetónico o bordean en él. El más representativo es «El Gallego y su cuadrilla» (1951). Aquí, por regla general, se trata de la vida en el campo («La Romería», «Baile en la plaza», etc.), pero a veces el apunte se desplaza a medios urbanos, pequeñoburgueses («¡Ah, las cabras!»).

En otros libros de cuentos—«Garito de hospicianos o Guirigay de imposturas y bambollas» (1963), «Las compañías convenientes y otros fingimientos y cegue­ras» (1963) nos encontramos con una infinidad de personajes —tipos insignificantes, extraños— que viven una vida inútil. Son representantes de capas pequeñoburguesas—rentistas, pequeños propietarios, funcionarios públicos... Pero ellos interesan a Cela no como tipos sociales, sino como individuos que tienen ocupaciones inverosímiles («Domador de abejas»), hacen cosas absurdas («Pérez, héroe desorejado») o padecen de un defecto físico o moral (son tontos, cojos, etc.). En esencia, son los mismos personajes de «La Colmena» y de «Tobogán de hambrientos», pero vistos, digámoslo así, por separado y a través de una lente de aumento. Entre ellos no hay obreros; el tema del trabajo y sus numerosos aspectos ni siquiera se plantean. El mundo que nos presenta Cela es mez-

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quino y desalmado, terrible en su falsedad, en su crueldad, en su nulidad.

A los capitostes del régimen les gusta buscar para­lelos históricos entre el glorioso pasado de España y la realidad; como burlándose de estos intentos, Cela compara a sus personajes cómicos con Cristóbal Colón, con Cid y otras grandes figuras del pasado. El efecto resulta mortal para la actualidad franquista, en que no hay y no puede haber ningún motivo para las hazañas heroicas, si no es la lucha contra el régimen. Cela, por lo visto, siente cariño hacia sus persona­jes, le duele despedirse de ellos. Los vemos otra vez en el libro «Los viejos amigos» (1961), donde el escritor cuenta nuevos episodios de la vida de sus protagonistas que ya nos son familiares.

Es natural que uno no pueda hablar en tono indife­rente de este mundo tan deforme y morboso. Cela lo hace, según su propia expresión, «con una sonrisa en los labios». O sea, con esa ironía que raya en lo satírico y hasta en lo grotesco. Es de notar que es un rasgo muy importante del estilo de Cela. A veces él bromea simplemente por bromear, pero muy a menudo tras la risa se oculta algo espantoso y terrible, como en los horrorosos aguafuertes de Goya. El efecto satírico, por lo común, se logra narrando muy seria­mente casos absurdos. Por ejemplo, un tal don Daniel después de haber trabajado años y años sobre el problema del desarrollo económico de España llegó a la conclusión de que había que exterminar... todas las cabras para que el país progresara («¡Ah, las cabras!»). Otro personaje no da de comer a sus hijos, ahorrando de esta manera algunos duros, y se cree un hacendista genial, digno de ser nombrado ministro («El hacendista»).

Pero hay otros medios, de carácter formal, que ayudan a obtener el efecto satírico deseado. El escritor

emplea hábilmente muchos nombres propios que también existen en el idioma como sustantivos con­cretos: Narciso, Sastre, Verdugo, Amador, etc. Más aún, Cela da a sus personajes nombres que suenan a gran señor, pero en realidad son muy ridículos, porque son productos de la imaginación del autor. Lingüista experto, Cela forma muchos nombres propios con sufijos despectivos, aumentativos y diminutivos, resaltante el contraste entre el apellido «aristocrático» y la insignificancia del personaje:

Don Juan de Dios de Cigarrón y Expósito de Luarca («El fin de las apuestas de don Adol-fito»).

Doña Sonsoles de Patria y Patriarca de Guinea Meridional (ibid.).

Verecundo Mulo Balazote («Santa Balbina, 37, gas en cada piso»).

Muchos personajes de Cela tienen apodos, sobrenom­bres, motes. Para aumentar el efecto cómico el escritor repite muchas veces el nombre, profesión, estado civil y otros datos de sus protagonistas:

«El señor Asterio Pelayo Mozárvez, el veterinario, alias Muermo... sintió como si un lago le cruzara la se­sera... El señor Asterio, el veterinario, alias Muermo... dio la campanada casándose con la Afriquita. Al señor Asterio, el veterinario, alias Muermo... se le había puesto en la cara un aire caritativo...» («El molino de viento»).

Esta combinación del estilo notarial con el narra­tivo es muy típica para las obras de Cela:

«Cuando llegó el día de la carrera —San Lorenzo, 35° a la sombra— los neófitos no cabían en la plaza» («Carrera ciclista para neófitos»).

«...los dos butacones... cómo ataúdes de primera preferente, clase A, gran lujo, no salieron de la habita­ción» («Dos butacas se trasladan de habitación»).

Muy a menudo el escritor hace una comparación entre el hombre y el animal:

«Doña Eleuteria... era igual que un asno, sólo que menos fuerte» («El hacendista»).

Pero al mismo tiempo para caracterizar un objeto él emplea con maestría palabras que indican cualidades de un ser animado:

«Era un día frío de invierno... acatarrado y tosedor» («El sentido de responsabilidad, o un reloj despertador con campana de color marrón»).

«...la puerta... apoyada, como una puerta enferma, en la pared» («Dos butacas...»).

Caracterizando a sus personajes, Cela a menudo junta palabras que normalmente no tienen nada de común:

«Don Daniel era un médico viejo, barbudo y repu­blicano federal» («¡Ah, las cabras!»).

«El niño Raúl tenía manías, una bicicleta y diez o doce años» («Las orgías del niño Raúl»).

«...ocho mocetones... armados de garruchas, poleas, cuerdas y decisión» («Dos butacas...»).

Además de otros procedimientos, de los cuales se vale el escritor para dar un matiz irónico a sus frases (metáforas audaces, interrogaciones retóricas, hipérbole, etc.) merece destacarse el empleo de palabras de la misma raíz o de cierta semejanza fonética: «La escopeta—a veces ocurre—no escupió» («Carrera ciclista...»).

«El tendero, con un gesto muy de entendido, miró para los ojos del señor» («El sentido de responsabili­dad...»).

«En el duro suelo, don Adolfito... moría a cho­rros. ..

—¿Qué? —le respondió Cleofás con dureza. —...Vengan mis dos duros.» («El fin de las apues­tas...»).

Cela conoce a la perfección la riquísima fraseología española; en sus obras vemos miles y miles de prover­bios, refranes, dichos... A veces él mismo aparece como autor de modismos; ocurre también que des­compone frases hechas o uniones habituales de pala­bras:

«Doña Raula... se sentó a jugar a la brisca y perdió hasta la respiración» («El sentido de responsabili­dad...»).

El humor fino de la frase es resultado del sentido doble que tiene aquí el verbo «perder»: por una parte, este verbo está ligado con «jugar» (el que juega, gana o pierde); por la otra, se refiere a «la respiración»— sustantivo que aparece en algunas construcciones nega­tivas («quedarse sin respiración» y otras) para expresar el máximo grado del sentimiento humano (admiración, susto, etc.)

El lenguaje de la prosa de Camilo José Cela es admirable; con razón es considerado como el mejor estilista español. Su vocabulario es riquísimo; siguiendo las tradiciones noventayochistas, Cela enriquece la lengua literaria española, emplea palabras olvidadas o poco conocidas (nombres de hierbas, pájaros, útiles de labor, etc.). En el «Viaje a la Alcarria» leemos: «En el monte de la dehesa la vegetación es dura, balsámica, una vegetación de espinos, de romero, de espliego, de salvia, de mejorama, de retamas, de aliagas, de matapollos, de cantueso, de jaras, de chapa­rros y de tomillos...»

Cela introduce audazmente en sus obras el lenguaje popular, rústico, chispeante de humor, contraponién­dolo al habla urbana con su monotonía niveladora (obra de la radio, de la prensa, etc.).

Cela, como todo gran escritor, tiene sus estructuras favoritas; en definitiva, son los elementos que deter­minan su estilo. Claro está que el análisis estilístico

detallado escaparía al alcance de estas páginas; por eso indicaremos sólo unos cuantos recursos empleados por el famoso prosista.

Cela es un gran maestro del contraste y de la compa­ración (siempre con tendencia a la caricatura):

«¡Qué economía más sana, parece Nueva York!» («Carrera ciclista...»).

«Los muebles de don Cristobita vinieron por el aire, como las noticias lejanas—las noticias de las inundaciones del Nilo y de los descarrilamientos en Loussiana del Sur...» («Dos butacas...») * En cuanto a las gradaciones, Cela recurre a la gra­dación tradicional, ascendiente, prefiriendo, por regla general, tres o cuatro elementos; en el último caso el cuarto miembro se separa del tercero por un giro-modal o de otra índole:

«Como un can sin dueño, sin prisas y sin esperanza» («Judíos, moros y cristianos»).

«El camino del tren hasta Arévalo... es frío, solemne y sobrecogedor.

...Aquella dama enigmática, bella, tuerta y, al parecer, cachonda.» («Viaje a la Alcarria»).

Estas construcciones, naturalmente, requieren un ritmo especial con el brusco final melódico de la frase. Pero a veces el escritor quebranta deliberada­mente este ritmo con enumeraciones retardatarias, empleando largos y pesados adverbios en «-mente» o incisos de carácter secundario:

«Don Paco es un hombre joven, atildado, de sano color y ademán elegante, pensativo y con una sonrisa veladamente, levemente, lejanamente triste» («Viaje a la Alcarria»).

No vamos a entrar en explicaciones más a fondo de la cosa. Nos limitaremos, pues, a decir que en la prosa de Cela hay construcciones paralelas, enumera­ciones y reiteraciones rítmicamente organizadas, Las

últimas constituyen un típico procedimiento para enfatizar un detalle:

«Es, también, una plaza curiosa, una plaza con sólo tres fachadas, una plaza abierta a uno de sus lados por un largo balcón que cae sobre la vega, sobre una de las dos vegas del Arles» («Viaje a la Alcarria»).

Hay, naturalmente, otros recursos que usa el escritor para conseguir este fin (empleo de pronombres demostrativos, orden de las palabras, exageración ribeteada de absurdo, etc.).

Todos estos elementos característicos de la prosa de Camilo José Cela hacen su estilo muy original e inconfundible.

Muchos críticos hablan ahora de una crisis que atraviesa el escritor. Hemos visto mas arriba que sus últimas obras—novelas y cuentos—no reflejan de una manera palmaria los problemas políticos y socia­les que agobian el país. España vive ahora un período de grandes choques de clases, y en estos momentos cruciales cada escritor debe determinar honestamente su posición. Esperamos que lo haga también Camilo José Cela, a quien pertenece con derecho un puesto de honor entre los escritores contemporáneos de España.

M. DEIEV

 

NÓVELAS CORTAS

y CUENTOS

 

 


Date: 2015-12-11; view: 1569


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