Aquel ladrón podía salvarse. Dependía, únicamente, de lo que ella dijera. Una de las dos palabras: sí o no. Estaba en sus manos. Con sólo decir sí, aquel hombre, cuya mirada tenía destellos irónicos y expectantes al mismo tiempo, podía quedar libre y reanudar su camino, irse por donde había venido... o quién sabe... tal vez... por esos misterios de la vida... ella y él...
– ¿Lo conoce usted?
Sintió un raro aunque ligero escalofrío. Le pareció que la voz cascada, desagradable del comisario, estaba de acuerdo con la pobreza de la habitación: apenas la mesa y la silla y en una de las paredes de revoque agrietado, lo único llamativo: un almanaque pasado que mostraba la figura, en colores, de una mujer semidesnuda. Una mujer joven y hermosa, de muslos bien torneados y senos altaneros. La mirada del comisario, del preso y de los agentes que lo sujetaban, aumentó súbitamente su angustia. Tuvo deseos de estar lejos, con sus alumnos, paseando por el campo, extasiándose con el azul límpido del cielo. Empero, ella estaba allí, en contra de su voluntad, para decidir sobre el destino de aquel hombre, que ahora le sonreía con un extraño rictus en los labios.
– Disculpe usted, pero dice que son viejos conocidos..., que puede garantizar por él...
Sí, eran viejos conocidos. Su nariz filuda marcó la dirección de su rostro. Miró la figura del almanaque. Ella había sido así, joven, bonita, llena de ilusiones. Hacía muchos años, era verdad. Pero ella era así. Aunque un poquitín más delgada. Sus ojos se achicaron al dirigirlos al preso. Éste era el que la había sumido en el mundo en el que ahora vivía. Solitaria solterona que voltaba todo su amor maternal en los niños de su escuela. Éste era el hombre que había hecho subir el rubor a sus mejillas y le había arrancado las palabras que guardaba como un gran tesoro. ¡Sí, te amo! ¡Acepto ser tu esposa! Éste era aquel que la dejó con los crespos hechos y el vestido de novia a punto de terminar.
– Se perdió el candelabro de plata de la capilla... y él es forastero en el pueblo..., pero si usted lo conoce...
Sí, claro que lo conocía. Y tanto. Había encerrado sus sentimientos en una fortaleza y nunca más ningún hombre logró hacerla sonreír. Y allí estaba ahora el causante de su misantropía, de su miedo. ¡Pobre, parecía haber caminado mucho! Jesucristo nos manda perdonar. Estaba tan viejo. Pero sus ojos no habían perdido el brillo, y sus labios, ahora recordaba bien, tenían el mismo rictus. Sí, lo conocía y con sólo decirlo en voz alta podía salvarlo.
– Si no confiesa, nosotros tenemos nuestro modo y hacemos hablar hasta a los mudos...
Jesucristo nos manda perdonar. Miró al almanaque. Ella era así, joven, bonita, llena de ilusiones. Había soñado con tener su casita, sus tres hijos, su jardincito... Jesucristo nos manda perdonar... Pero cuánto había sufrido allí, en su pueblo natal. Todos se habían reído de ella. Casi se había muerto de vergüenza. Tuvo que aceptar el puesto de profesora rural. Amaba a los niños. Odiaba a los hombres. Allí estaba el causante de su soledad, de su frustración, de su amargura. Pero podía salvarlo, Jesucristo nos manda perdonar...
– Sí...
El preso sintió aflojarse sus músculos y lanzó un suspiro de alivio. Los agentes de rostro mongólico abrieron las tenazas de sus manos dejando libres los brazos del forastero.
– En este caso...
Jesucristo nos manda perdonar. Pero cuánto había sufrido. Ya no tenía lágrimas. Su única diversión eran los niños de la escuela, durante el día. En la noche rezaba el rosario y hacía flores de papel, que vendía a los campesinos de la región. Allí estaba el que la condenó a esa clase de vida, en la que todos los días, grises, color ceniza, la dejaban medrosa, melancólica, poblada la mente de pensamientos sombríos, dilacerantes. Allí estaba el ladrón de su ilusiones, de su felicidad soñada... Si al menos se arrepintiera y le pidiera que le perdonara y le dijera que es tiempo todavía... si al menos... Pero no, ya todo es tarde. Miró a la mujer semidesnuda. Ella había sido así. Ahora..., ahora él estaba viejo, cansado de tanto caminar, pero con el mismo brillo en los ojos y el mismo rictus en los labios...
– Si lo conoce...
– ¡Sí, lo conozco! ¡Es un ladrón!
Las tenazas de las manos de los agentes se volvieron a cerrar con fuerza en las muñecas y los brazos del preso. Una brisa fría rondó por el cuarto de revoque agrietado y movió el almanaque.
El comisario y los agentes esbozaron una extraña sonrisa.
– ¡Zenaida! ¡Perdóname! ¡He venido a pedirte que seas mi esposa!
Las palabras del preso salieron disparadas como livianas mariposas, que se fueron a estrellar en su nuca, y el polvo dorado de sus alas se lo llevó el viento.
Ya era tarde.
Camino de la escuela, también culpó al viento de la molestia que sentía en los ojos. No eran lágrimas. No, no. Era el viento. En los muchos años que llevaba en aquellas regiones, el viento le producía un dolor en el corazón y le irritaba los ojos. No eran lágrimas. Si ella nunca lloraba. Era el viento... el viento...