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EL AVIÓN DE LA BELLA DURMIENTE

Era bella, con una piel tierna del color del pan y los ojos verdes. Tenía el cabello liso y negro hasta la espalda. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural, pantalones de lino crudo y zapatos elegantes. “Ésta es la mujer más bella que he visto en mi vida”, pensé cuando la vi pasar, mientras yo hacía cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle[72] de París. Fue una aparición que existió sólo un instante y desapareció en la muchedumbre del vestíbulo.

Yo estaba en la fila de registro y la empleada me bajó de las nubes con un reproche por mi distracción y me preguntó qué asiento prefería: fumar o no fumar. Como me daba lo mismo, me entregó la tarjeta de embarque con el resto de mis papeles. Sólo entonces me advirtió que el aeropuerto acababa de cerrarse a causa de la nevada y que todos los vuelos estaban cancelados.

Entonces decidí buscar a la bella pero no estaba en ninguna parte: ni en la sala de espera de primera clase con rosas vivas en los floreros y la música sublime, ni fuera donde la gente de todo tipo estaba acampada en los corredores sofocantes con sus animales, sus niños y sus enseres de viaje.

A la hora de almuerzo las colas se hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las cafeterías y los bares. Lo único que alcancé a comer fueron los dos últimos vasos de helado. Los comí mirándome en el espejo del fondo y pensando en la bella.

El vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de la noche. Una azafata me condujo a mi sitio y me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto a la ventanilla, la bella estaba tomando posesión de su espacio con el aire de los viajeros expertos. La saludé, pero ni contestó. Sólo pidió al sobrecargo en francés un vaso de agua y cuando se lo trajeron tomó dos pastillas doradas. Después dijo que no la despertaran[73] por ningún motivo durante el vuelo. Por último bajó la cortina, extendió la poltrona a máximo, se cubrió con la manta hasta la cintura, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa las ocho horas y doce minutos que duró el vuelo a Nueva York.

Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer bella, por eso me fue imposible escapar al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado.

Hice una cena solitaria. Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba: “¡A tu salud, bella!” Terminada la cena[74], apagaron las luces, dieron película para nadie, y los dos nos quedamos solos en la penumbra del mundo. Entonces, contemplé palmo a palmo a la bella durante varias horas. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible sobre su piel de oro, las orejas perfectas, las uñas rosadas, y un anillo liso en la mano izquierda. Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una hermosa novela de Yasunari Kawabata sobre los ancianos burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando dormir a las muchachas más bellas de la ciudad. Aquella noche, velando el sueño de la bella, lo viví a plenitud.



− Quién iba a creerlo[75] – me dije, − yo, anciano japonés a estas alturas.

Creo que dormí varias horas, vencido por la champaña y los fogonazos mudos de la película, y me desperté con la cabeza agrietada. La bella se despertó sin ayuda en el instante en que se encendieron los anuncios del aterrizaje. Estaba aun más bella y lozana. No nos dimos los buenos días. Ella se quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes, enderezó la poltrona y se puso a hacerse un maquillaje rápido y superfluo. Y todo eso sin mirarme. Cuando abrieron la puerta, se puso la chaqueta de lince, pasó por encima de mí con una disculpa convencional en castellano puro de las Américas, se fue y desapareció en la amazonia de Nueva York.

 

Preguntas del texto:

1. ¿Cómo era la bella? ¿Cómo estaba vestida?

2. ¿Dónde y cuándo la vio el autor?

3. ¿Qué le advirtió al autor la empleada al entregarle sus papeles?

4. ¿Dónde buscaba el autor a la bella?

5. ¿Cómo pasó el almuerzo? ¿Qué comió el autor y en qué estaba pensando en aquel momento?

6. ¿Cuándo salió el vuelo?

7. ¿Quién fue el vecino del autor en avión?

8. ¿Cuáles fueron las preparaciones de la bella para el vuelo?

9. ¿Cómo pasó el vuelo para el autor?

10. ¿Con qué personaje literario se comparó?

11. ¿Cuándo se despertó la bella? ¿Qué hizo antes de abandonar el avión?

ESPANTOS DE AGOSTO

Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado allí en Toscana. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Nos preguntó cuánto tiempo pensábamos pasar allí y le dijimos que sólo íbamos a almorzar.

− Menos mal, − dijo ella, − porque en esa casa hay espantos.

Mi esposa y yo nos burlamos de la credulidad de la vieja, pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se entusiasmaron con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.

Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Pero como habíamos llegado tarde, no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso. Durante el almuerzo Miguel nos contó de uno de los dueños del castillo – Ludovico, que era el gran señor de las artes y de la guerra y quien en un momento de locura del corazón había apuñalado a su dama y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en las tinieblas.

El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel parecía una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Miguel había restaurado por completo la planta baja y había hecho construir una sauna y una sala para cultura física. Pero había dejado intacta la habitación de Ludovico en el primer piso. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilo de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía en el dormitorio.

Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de la Iglesia de San Francisco. Luego tomamos un café bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.

Mientras lo hacíamos, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos llamando a Ludovico. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos valor de decirles que no.

Al contrario de lo que temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y los hijos en el cuarto contiguo. Nos dormimos muy pronto, con un sueño denso y continuo.

Me desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa dormía apaciblemente. “Qué tontería, − me dije, − seguir creyendo en fantasmas por estos tiempos”. Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.

 

Preguntas del texto:

1. ¿A dónde y para qué llegó un día la familia del autor?

2. ¿Quién les indicó el camino al castillo?

3. ¿Qué advertencia les hizo la pastora?

4. ¿Quién creyó las palabras de la vieja?

5. ¿Qué historia contó Miguel Otero Silva a sus amigos durante el almuerzo?

6. ¿Cómo Miguel Otero Silva había renovado el castillo? ¿Qué habitación había dejado intacta? ¿Cómo era aquella habitación?

7. ¿Qué hicieron los amigos después de conocer el castillo?

8. ¿A quiénes ocurrió la idea de quedarse a dormir en el castillo?

9. ¿Cómo durmieron aquella noche el autor y su esposa?

10. ¿Qué sintió el autor al despertarse? ¿Dónde estaba?


Date: 2015-12-11; view: 1009


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