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COMO AGUA PARA CHOCOLATE

NOVELA POR ENTREGAS

CAPÍTULO I

ENERO

TORTAS DE NAVIDAD

 

Manera de hacerse:

La cebolla tiene que estar finamente picada. Les sugiero ponerse un pequeño trozo de cebolla en la mollera con el fin de evitar el molesto lagrimeo que se produce cuando uno la está cortando. Lo malo de llorar cuando uno pica cebolla no es el simple hecho de llorar, sino que a veces uno empieza, como quien dice, se pica, y ya no puede parar. No sé si a ustedes les ha pasado pero a mí mera verdad sí. Infinidad de veces. Mamá decía que era porque yo soy igual de sensible a la cebolla que Tita, mi tía abuela.

Dicen que Tita era tan sensible que desde que estaba en el vientre de mi bisabuela lloraba y lloraba cuando ésta picaba cebolla; su llanto era tan fuerte que Nacha, la cocinera de la casa, que era medio sorda, lo escuchaba sin esforzarse. Un día los sollozos fueron tan fuertes que provocaron que el parto se adelantara. Y sin que mi bisabuela pudiera decir ni pío. Tita arribó a este mundo prematuramente, sobre la mesa de la cocina, entre los olores de una sopa de fideos que se estaba cocinando, los del tomillo, el laurel, el cilantro, el de la leche hervida, el de los ajos y, por supuesto, el de la cebolla. Como se imaginarán, la consabida nalgada no fue necesaria pues Tita nació llorando de antemano, tal vez porque ella sabía que su oráculo determinaba que en esta vida le estaba negado el matrimonio. Contaba Nacha que Tita fue literalmente empujada a este mundo por un torrente impresionante de lágrimas que se desbordaron sobre la mesa y el piso de la cocina.

En la tarde, ya cuando el susto había pasado y el agua, gracias al efecto de los rayos del sol, se había evaporado, Nacha barrió el residuo de las lágrimas que había quedado sobre la loseta roja que cubría el piso. Con esta sal rellenó un costal de cinco kilos que utilizaron para cocinar por bastante tiempo. Este inusitado nacimiento determinó el hecho de que Tita sintiera un inmenso amor por la cocina y que la mayor parte de su vida la pasara en ella, prácticamente desde que nació, pues cuando contaba con dos días de edad, su padre, o sea mi bisabuelo, murió de un infarto. A Mamá Elena, de la impresión, se le fue la leche. Como en esos tiempos no había leche en polvo ni nada que se le pareciera, y no pudieron conseguir nodriza por ningún lado, se vieron en un verdadero lío para calmar el hambre de la niña. Nacha, que se las sabía de todas todas respecto a la cocina – y a muchas otras cosas que ahora no vienen al caso – se ofreció a hacerse cargo de la alimentación de Tita. Ella se consideraba la más capacitada para “formarle el estómago a la inocente criaturita”, a pesar de que nunca se casó ni tuvo hijos. Ni siquiera sabía leer ni escribir, pero eso sí sobre cocina tenía tan profundos conocimientos como la que más. Mamá Elena aceptó con agrado la sugerencia pues bastante tenía ya con la tristeza y la enorme responsabilidad de manejar correctamente el rancho, para así poderle dar a sus hijos la alimentación y educación que se merecían, como para encima tener que preocuparse por nutrir debidamente a la recién nacida.



Por tanto, desde ese día, Tita se mudó a la cocina y entre atoles y tés creció de lo más sana y rozagante. Es de explicarse entonces el que se le haya desarrollado un sexto sentido en todo lo que a comida se refiere. Por ejemplo, sus hábitos alimenticios estaban condicionados al horario de la cocina: cuando en la mañana Tita olía que los frijoles ya estaban cocidos, o cuando a medio día sentía que el agua ya estaba lista para desplumar a las gallinas, o cuando en la tarde se horneaba el pan para la cena, ella sabía que había llegado la hora de pedir sus alimentos.

Algunas veces lloraba de balde, como cuando Nacha picaba cebolla, pero como las dos sabían la razón de esas lágrimas, no se tomaban en serio. Inclusive se convertían en motivo de diversión, a tal grado que durante su niñez Tita no diferenciaba bien las lágrimas de la risa de las del llanto. Para ella reír era una manera de llorar.

De igual forma confundía el gozo del vivir con el de comer. No era fácil para una persona que conoció la vida a través de la cocina entender el mundo exterior. Ese gigantesco mundo que empezaba de la puerta de la cocina hacia el interior de la casa, porque el que colindaba con la puerta trasera de la cocina y que daba al patio, a la huerta, a la hortaliza, sí le pertenecía por completo, lo dominaba. Todo lo contrario de sus hermanas, a quienes este mundo les atemorizaba y encontraban lleno de peligros incógnitos. Les parecían absurdos y arriesgados los juegos dentro de la cocina, sin embargo, un día Tita las convenció de que era un espectáculo asombroso el ver cómo bailaban las gotas de agua al caer sobre el comal bien caliente.

Pero mientras Tita cantaba y sacudía rítmicamente sus manos mojadas para que las gotas de agua se precipitaran sobre el comal y “danzaran”, Rosaura permanecía en un rincón, pasmada por lo que observaba. En cambio Gertrudis, como todo aquello donde interviniera el ritmo, el movimiento o la música, se vio fuertemente atraída hacia el juego y se integró con entusiasmo. Entonces a Rosaura no le quedó otra que tratar de hacer lo propio, pero como casi no se mojó las manos y lo hacía con tanto miedo, no logró el efecto deseado. Tita entonces trató de ayudarla acercándole las manos al comal. Rosaura se resistió y esta lucha no paró hasta que Tita, muy enojada, le soltó las manos y éstas, por inercia, cayeron sobre el ardiente comal. Además de ganarse una soberana paliza, Tita quedó privada de jugar con sus hermanas dentro de su mundo. Entonces Nacha se convirtió en su compañera de diversión. Juntas se dedicaban a inventar juegos y actividades siempre en relación con la cocina. Como el día en que vieron en la plaza del pueblo a un señor que formaba figuras de animales con globos alargados y se les ocurrió repetir el mecanismo pero utilizando trozos de chorizo. Armaron no sólo animales conocidos sino que además inventaron algunos con cuello de cisne, patas de perro y cola de caballo, por citar sólo algunos.

El problema surgía cuando tenían que deshacerlos para freír el chorizo. La mayoría de las veces Tita se negaba. La única manera en que accedía voluntariamente a hacerlo era cuando se trataba de elaborar las tortas de navidad, pues le encantaban. Entonces no sólo permitía que se desbaratara a uno de sus animales, sino que alegremente observaba cómo se freía.

Hay que tener cuidado de freír el chorizo para las tortas a fuego muy lento, para que de esta manera quede bien cocido, pero sin dorarse excesivamente. En cuanto está listo se retira del fuego y se le incorporan las sardinas, a las que con anterioridad se les ha despojado del esqueleto. Es necesario, también, rasparles con un cuchillo las manchas negras que tienen sobre la piel. Junto con las sardinas se mezclan la cebolla, los chiles picados y el orégano molido. Se deja reposar la preparación, antes de rellenar las tortas.

Tita gozaba enormemente este paso ya que mientras reposa el relleno es muy agradable gozar del olor que despide, pues los olores tienen la característica de reproducir tiempos pasados junto con sonidos y olores nunca igualados en el presente. A Tita le gustaba hacer una gran inhalación y viajar junto con el humo y el olor tan peculiar que percibía hacia los recovecos de su memoria.

Vanamente trataba de evocar la primera vez que olió una de estas tortas, sin resultados, porque tal vez fue antes de que naciera. Quizá la rara combinación de las sardinas con el chorizo llamó tanto su atención que la hizo decidirse a renunciar a la paz del éter, escoger el vientre de Mamá Elena para que fuera su madre y de esta manera ingresar a la familia De la Garza, que comía tan deliciosamente y que preparaba un chorizo tan especial.

En el rancho de Mamá Elena la preparación del chorizo era todo un rito. Con un día de anticipación se tenían que empezar a pelar ajos, limpiar chiles y a moler especias. Todas las mujeres de la familia tenían que participar: Mamá Elena, sus hijas Gertrudis, Rosaura y Tita, Nacha la cocinera y Chencha la sirvienta. Se sentaban por las tardes en la mesa del comedor y entre pláticas y bromas el tiempo se iba volando hasta que empezaba a oscurecer. Entonces Mamá Elena decía:

– Por hoy ya terminamos con esto.

Dicen que al buen entendedor pocas palabras, así que después de escuchar esta frase todas sabían qué era lo que tenían que hacer. Primero recogían la mesa y después se repartían las labores: una metía a las gallinas, otra sacaba agua del pozo y la dejaba lista para utilizarla en el desayuno y otra se encargaba de la leña para la estufa. Ese día ni se planchaba ni se bordaba ni se cosía ropa. Después todas se iban a sus recámaras a leer, rezar y dormir. Una de esas tardes, antes de que Mamá Elena dijera que ya se podían levantar de la mesa, Tita, que entonces contaba con quince años, le anunció con voz temblorosa que Pedro Muzquiz quería venir a hablar con ella...

– ¿Y de qué me tiene que venir a hablar ese señor? Dijo Mamá Elena luego de un silencio interminable que encogió el alma de Tita.

Con voz apenas perceptible respondió:

– Yo no sé.

Mamá Elena le lanzó una mirada que para Tita encerraba todos los años de represión que habían flotado sobre la familia y dijo:

– Pues más vale que le informes que si es para pedir tu mano, no lo haga. Perdería su tiempo y me haría perder el mío. Sabes muy bien que por ser la más chica de las mujeres a ti te corresponde cuidarme hasta el día de mi muerte.

Dicho esto, Mamá Elena se puso lentamente de pie, guardó sus lentes dentro del delantal y a manera de orden final repitió.

– ¡Por hoy, hemos terminado con esto!

Tita sabía que dentro de las normas de comunicación de la casa no estaba incluido el diálogo, pero aun así, por primera vez en su vida intentó protestar a un mandato de su madre.

– Pero es que yo opino que...

– ¡Tú no opinas nada y se acabó! Nunca, por generaciones, nadie en mi familia ha protestado ante esta costumbre y no va a ser una de mis hijas quien lo haga.

Tita bajó la cabeza y con la misma fuerza con que sus lágrimas cayeron sobre la mesa, así cayó sobre ella su destino. Y desde ese momento supieron ella y la mesa que no podían modificar ni tantito la dirección de estas fuerzas desconocidas que las obligaban, a la una, a compartir con Tita su sino, recibiendo sus amargas lágrimas desde el momento en que nació, y la otra a asumir esta absurda determinación.

Sin embargo, Tita no estaba conforme. Una gran cantidad de dudas e inquietudes acudían a su mente. Por ejemplo, le agradaría tener conocimiento de quién había iniciado esta tradición familiar. Sería bueno hacerle saber a esta ingeniosa persona que en su perfecto plan para asegurar la vejez de las mujeres había una ligera falla. Si Tita no podía casarse ni tener hijos, ¿quién la cuidaría entonces al llegar a la senectud? ¿Cuál era la solución acertada en estos casos? ¿O es que no se esperaba que las hijas que se quedaban a cuidar a sus madres sobrevivieran mucho tiempo después del fallecimiento de sus progenitoras? ¿Y dónde se quedaban las mujeres que se casaban y no podían tener hijos, quién se encargaría de atenderlas? Es más, quería saber, ¿cuáles fueron las investigaciones que se llevaron a cabo para concluir que la hija menor era la más indicada para velar por su madre y no la hija mayor? ¿Se había tomado alguna vez en cuenta la opinión de las hijas afectadas? ¿Le estaba permitido al menos, si es que no se podía casar, el conocer el amor? ¿O ni siquiera eso?

Tita sabía muy bien que todas estas interrogantes tenían que pasar irremediablemente a formar parte del archivo de preguntas sin respuesta. En la familia De la Garza se obedecía y punto. Mamá Elena, ignorándola por completo, salió muy enojada de la cocina y por una semana no le dirigió la palabra.

La reanudación de esta semicomunicación se originó cuando, al revisar los vestidos que cada una de las mujeres había estado cosiendo, Mamá Elena descubrió que aun cuando el confeccionado por Tita era el más perfecto no lo había hilvanado antes de coserlo.

– Te felicito – le dijo –, las puntadas son perfectas, pero no lo hilvanaste, ¿verdad?

– No – respondió Tita, asombrada de que le hubiera levantado la ley del silencio.

– Entonces lo vas a tener que deshacer. Lo hilvanas, lo coses nuevamente y después vienes a que lo revise. Para que recuerdes que el flojo y el mezquino andan doble su camino.

– Pero eso es cuando uno se equivoca y usted misma dijo hace un momento que el mío era...

– ¿Vamos a empezar otra vez la rebeldía? Ya bastante tenías con la de haberte atrevido a coser rompiendo las reglas.

– Perdóneme, mami. No lo vuelvo a hacer.

Tita logró con estas palabras calmar el enojo de Mamá Elena. Había puesto mucho cuidado al pronunciar el “mami” en el momento y con el tono adecuado. Mamá Elena opinaba que la palabra mamá sonaba despectiva, así que obligó a sus hijas desde niñas a utilizar la palabra “mami” cuando se dirigieran a ella. La única que se resistía o que pronunciaba la palabra en un tono inadecuado era Tita, motivo por el cual había recibido infinidad de bofetadas. ¡Pero qué bien lo había hecho en ese momento! Mamá Elena se sentía reconfortada con el pensamiento de que tal vez ya estaba logrando doblegar el carácter de la más pequeña de sus hijas. Pero desgraciadamente albergó esta esperanza por muy poco tiempo pues al día siguiente se presentó en casa Pedro Muzquiz acompañado de su señor padre con la intención de pedir la mano de Tita. Su presencia en la casa causó gran desconcierto. No esperaban su visita. Días antes, Tita le había mandado a Pedro un recado con el hermano de Nacha pidiéndole que desistiera de sus propósitos. Aquél juró que se lo había entregado a don Pedro, pero el caso es que ellos se presentaron en la casa. Mamá Elena los recibió en la sala, se comportó muy amable y les explicó la razón por la que Tita no se podía casar.

– Claro que si lo que les interesa es que Pedro se case, pongo a su consideración a mi hija Rosaura, sólo dos años mayor que Tita, pero está plenamente disponible y preparada para el matrimonio...

Al escuchar estas palabras, Chencha por poco tira encima de Mamá Elena la charola con café y galletas que había llevado a la sala para agasajar a don Pascual y a su hijo. Disculpándose, se retiró apresuradamente hacia la cocina, donde la estaban esperando Tita, Rosaura y Gertrudis para que les diera un informe detallado de lo que acontecía en la sala. Entró atropelladamente y todas suspendieron de inmediato sus labores para no perderse una sola de sus palabras.

Se encontraban ahí reunidas con el propósito de preparar tortas de navidad. Como su nombre lo indica, estas tortas se elaboran durante la época navideña, pero en esta ocasión las estaban haciendo para festejar el cumpleaños de Tita. El 30 de septiembre cumpliría 16 años y quería celebrarlos comiendo uno de sus platillos favoritos.

– ¿Ay sí, no? ¡Su’ama habla d’estar preparada para el matrimoño, como si juera un plato de enchiladas! ¡Y ni ansina, porque pos no es lo mismo que lo mesmo! ¡Uno no puede cambiar unos tacos por unas enchiladas así como así!

Chencha no paraba de hacer este tipo de comentarios mientras les narraba, a su manera, claro, la escena que acababa de presenciar. Tita conocía lo exagerada y mentirosa que podía ser Chencha, por lo que no dejó que la angustia se apoderara de ella. Se negaba a aceptar como cierto lo que acababa de escuchar. Fingiendo serenidad, siguió partiendo las teleras, para que sus hermanas y Nacha se encargaran de rellenarlas.

De preferencia las teleras deben ser horneadas en casa. Pero si no se puede lo más conveniente es encargar en la panadería unas teleras pequeñas, pues las grandes no funcionan adecuadamente para esta receta. Después de rellenarlas se meten 10 minutos al horno y se sirven calientes. Lo ideal es dejarlas al sereno toda una noche envueltas en una tela, para que el pan se impregne con la grasa del chorizo.

Cuando Tita estaba acabando de envolver las tortas que comerían al día siguiente, entró en la cocina Mamá Elena para informarles que había aceptado que Pedro se casara, pero con Rosaura.

Al escuchar la confirmación de la noticia, Tita sintió como si el invierno le hubiera entrado al cuerpo de golpe y porrazo: era tal el frío y tan seco que le quemó las mejillas y se las puso rojas, rojas, como el color de las manzanas que tenía frente a ella. Este frío sobrecogedor la habría de acompañar por mucho tiempo sin que nada lo pudiera atenuar, ni tan siquiera cuando Nacha le contó lo que había escuchado cuando acompañaba a don Pascual Muzquiz y a su hijo hasta la entrada del rancho. Nacha caminaba por delante, tratando de aminorar el paso para escuchar mejor la conversación entre padre e hijo. Don Pascual y Pedro caminaban lentamente y hablaban en voz baja, reprimida por el enojo.

– ¿Por qué hiciste esto Pedro? Quedamos en ridículo aceptando la boda con Rosaura. ¿Dónde quedó pues el amor que le juraste a Tita? ¿Qué no tienes palabra?

– Claro que la tengo, pero si a usted le negaran de una manera rotunda casarse con la mujer que ama y la única salida que le dejaran para estar cerca de ella fuera la de casarse con la hermana, ¿no tomaría la misma decisión que yo?

Nacha no alcanzó a escuchar la respuesta porque el Pulque, el perro del rancho, salió corriendo, ladrándole a un conejo al que confundió con un gato.

– Entonces, ¿te vas a casar sin sentir amor?

– No, papá, me caso sintiendo un inmenso e imperecedero amor por Tita.

Las voces se hacían cada vez menos perceptibles pues eran apagadas por el ruido que hacían los zapatos al pisar las hojas secas. Fue extraño que Nacha, que para entonces estaba más sorda, dijera haber escuchado la conversación. Tita igual le agradeció que lo hubiera contado pero esto no modificó la actitud de frío respeto que desde entonces tomó para con Pecro. Dicen que el sordo no oye, pero compone. Tal vez Nacha sólo escuchó las palabras que todos callaron. Esa noche fue imposible que Tita conciliara el sueño; no sabía explicar lo que sentía. Lástima que en aquella época no se hubieran descubierto los hoyos negros en el espacio porque entonces le hubiera sido muy fácil comprender que sentía un hoyo negro en medio del pecho, por donde se le colaba un frío infinito.

Cada vez que cerraba los ojos podía revivir muy claramente las escenas de aquella noche de navidad, un año atrás, en que Pedro y su familia habían sido invitados por primera vez a cenar a su casa y el frío se le agudizaba. A pesar del tiempo transcurrido, ella podía recordar perfectamente los sonidos, los olores, el roce de su vestido nuevo sobre el piso recién encerado; la mirada de Pedro sobre sus hombros... ¡Esa mirada! Ella caminaba hacia la mesa llevando una charola con dulces de yemas de huevo cuando la sintió, ardiente, quemándole la piel. Giró la cabeza y sus ojos se encontraron con los de Pedro. En ese momento comprendió perfectamente lo que debe sentir la masa de un buñuelo al entrar en contacto con el aceite hirviendo. Era tan real la sensación de calor que invadía todo su cuerpo que ante el temor de que, como a un buñuelo, le empezaran a brotar burbujas por todo el cuerpo – la cara, el vientre, el corazón, los senos – Tita no pudo sostenerle esa mirada y bajando la vista cruzó rápidamente el salón hasta el extremo opuesto, donde Gertrudis pedaleaba en la pianola el vals Ojos de juventud. Depositó la charola sobre una mesita de centro, tomó distraídamente una copa de licor de Noyó que encontró en su camino y se sentó junto a Paquita Lobo, vecina del rancho. El poner distancia entre Pedro y ella de nada le sirvió; sentía la sangre correr abrasadoramente por sus venas. Un intenso rubor le cubrió las mejillas y por más esfuerzos que hizo no pudo encontrar un lugar donde posar su mirada. Paquita notó que algo raro le pasaba y mostrando gran preocupación la interrogó:

– Qué rico está el licorcito, ¿verdad?

– ¿Mande usted?

– Te veo muy distraída Tita. ¿Te sientes bien?

– Sí, muchas gracias.

– Ya tienes edad suficiente como para tomar un poco de licor en ocasiones especiales, pilluela, pero dime, ¿cuentas con la autorización de tu mamá para hacerlo? Porque te noto agitada y temblorosa – y añadió lastimeramente –, mejor ya no tomes, no vayas a dar un espectáculo.

¡Nada más eso le faltaba! Que Paquita Lobo pensara que estaba borracha. No podía permitir que le quedara la menor duda o se exponía a que fuera a llevarle el chisme a su mamá. El terror a su madre la hizo olvidarse por un momento de la presencia de Pedro y trató por todos los medios de convencer a Paquita de la lucidez de su pensamiento y de su agilidad mental. Platicó con ella de algunos chismes y bagatelas. Inclusive le proporcionó la receta del Noyó, que tanto la inquietaba. Este licor se fabrica poniendo cuatro onzas de almendras de alberchigo y media libra de almendras de albaricoque en una azumbre de agua, por venticuatro horas, para que aflojen la piel; luego se pelan, se quebrantan y se ponen en infusión en dos azumbres de agua ardiente, por quince días. Después se procede a la destilación. Cuando se han desleído perfectamente dos libras y media de azúcar quebrantada en el agua se le añaden cuatro onzas de flor de naranja, se forma la mezcla y se filtra. Y para que no quedara ninguna duda referente a su salud física y mental, le recordó a Paquita, así como de refilón, que la equivalencia del azumbre es de 2.016 litros, ni más ni menos.

Así que cuando Mamá Elena se acercó a ellas para preguntarle a Paquita si estaba bien atendida, ésta entusiasmada respondió.

– ¡Estoy perfectamente! Tienes unas hijas maravillosas. ¡Y su conversación es fascinante!

Mamá Elena le ordenó a Tita que fuera a la cocina por unos bocadillos para repartir entre todos los presentes. Pedro, que en ese momento pasaba por ahí, no por casualidad, se ofreció a ayudarla. Tita caminaba apresuradamente hacia la cocina, sin pronunciar una sola palabra. La cercanía de Pedro la ponía muy nerviosa. Entró y se dirigió con rapidez a tomar una de las charolas con deliciosos bocadillos que esperaban pacientemente en la mesa de la cocina.

Nunca olvidaría el roce accidental de sus manos cuando ambos trataron torpemente de tomar la misma charola al mismo tiempo.

Fue entonces cuando Pedro le confesó su amor.

– Señorita Tita, quisiera aprovechar la oportunidad de poder hablarle a solas para decirle que estoy profundamente enamorado de usted. Sé que esta declaración es atrevida y precipitada, pero es tan difícil acercársele que tomé la decisión de hacerlo esta misma noche. Sólo le pido que me diga si puedo aspirar a su amor.

– No sé qué responderle; deme tiempo para pensar.

– No, no podría, necesito una respuesta en este momento: el amor no se piensa: se siente o no se siente. Yo soy hombre de pocas, pero muy firmes palabras. Le juro que tendrá mi amor por siempre. ¿Qué hay del suyo? ¿Usted también lo siente por mí?

– ¡Sí!

Sí, sí, y mil veces sí. Lo amó desde esa noche para siempre.

Pero ahora tenía que renunciar a él. No era decente desear al futuro esposo de una hermana. Tenía que tratar de ahuyentarlo de su mente de alguna manera para poder dormir. Intentó comer la torta de navidad que Nacha le había dejado sobre su buró, junto con un vaso de leche. En muchas otras ocasiones le había dado excelentes resultados. Nacha, con su gran experiencia, sabía que para Tita no había pena alguna que no lograra desaparecer mientras comía una deliciosa torta de navidad. Pero no en esta ocasión. El vacío que sentía en el estómago no se alivió. Por el contrario, una sensación de náusea la invadió. Descubrió que el hueco no era de hambre; más bien se trataba de una álgida sensación dolorosa. Era necesario deshacerse de este molesto frío. Como primera medida se cubrió con una pesada cobija y ropa de lana. El frío permanecía inamovible. Entonces se puso zapatos de estambre y otras dos cobijas. Nada. Por último, sacó de su costurero una colcha que había empezado a tejer el día en que Pedro le habló de matrimonio. Una colcha como ésta, tejida a gancho, se termina aproximadamente en un año. Justo el tiempo que Pedro y Tita habían pensado dejar pasar antes de contraer nupcias. Decidió darle utilidad al estambre en lugar de desperdiciarlo y rabiosamente tejió y lloró, y lloró y tejió, hasta que en la madrugada terminó la colcha y se la echó encima. De nada sirvió. Ni esa noche ni muchas otras mientras vivió logró controlar el frío.

 

 

Rosa Montero

BODAS DE PLATA

Me he enterado después de que la idea original fue de los gemelos. Los gemelos tienen quince años y nacieron de una reconciliación de Miguel y Diana. Se ve que se reconciliaron con fruición, porque les salieron repetidos. Miguel y Diana son nuestros padres, pero los llamamos así en vez de papá y mamá porque son bastante jóvenes y bastante modernos, y porque están empeñados en ser nuestros amigos en vez de nuestros padres, que es lo que de verdad deberían ser y lo que necesitamos desesperadamente como hijos. Pero ya se sabe que esa generación de cuarentones anda con la cabeza perdida.

Decía que la idea fue de los gemelos, aunque a mí me llamó Nacho, que es el segundo. Yo soy la mayor y la única que trabaja; escribo textos para publicistas. Así que Nacho me llamó a la agencia y me dijo que Miguel y Diana iban a cumplir las bodas de plata, y que habían pensado en hacerles una fiesta sorpresa, y traer a los abuelos del pueblo, y convocar a los tíos y a los amigos. Eso me dijo entonces Nacho, y ahora que sé que fue cosa de los gemelos lo entiendo mucho mejor, porque son unos románticos y unos panolis y se pasan todo el día viendo telefilmes, de modo que se creen que la vida es así, como en televisión, en donde el cartel de fin siempre pilla a los protagonistas sonriendo, hay que ver lo contentos que terminan todos los personajes y sobre todo lo mucho que se quieren; la tele es un paraíso sentimental que rezuma cariño por todas partes. De modo que los gemelos, que nunca han tenido una fiesta sorpresa en su puñetera vida, pensaron que ya era hora de que Bravo Murillo, que es la calle en donde vivimos, se pareciera un poco a California.

Pero el caso es que el paso elevado de Cuatro Caminos no es el Golden Gate, y mis padres no son artistas de película. Por ejemplo: Miguel lleva en paro desde hace dos años, y aunque le dieron quince millones de indemnización y aún no tienen problemas económicos, el hombre deambula por la casa como afantasmado, ya veces se acuesta después de comer y ya no se levanta en toda la tarde, y no pone música ni lee ni corre por el parque ni hace ninguna de todas esas cosas que antes decía que le gustaría hacer si no tuviera que trabajar, y sólo se afeita una vez cada cuatro o cinco días. Yo aconsejé a los gemelos que hicieran la fiesta sorpresa en uno de esos raros días en los que mi padre se rasura, porque si no iba a tener aspecto de gorrino.

En cuanto a Diana, anda de cabeza entre su trabajo y la casa, y le saca de quicio que Miguel no la ayude.

– Sólo me faltaba dedicar mi vida a hacer la compra – dice Miguel con aire de dignidad ofendida.

– ¡Machista, inútil! Sólo te pido que colabores un poco en vez de estarte todo el día aquí como un pasmarote sin hincarla – contesta mamá.

– Estoy buscando trabajo y eso lleva su tiempo – insiste él, aún más digno y más ultrajado.

– Y luego bien que te gusta comer a mesa puesta y olla caliente, bien que le gusta al señor tenerlo todo dispuesto y arreglado... – prosigue impertérrita Diana: he observado que cuando discuten no se escuchan, sino que cada uno ve soltando su propio discurso en paralelo.

– No me entiendes, nunca me has entendido, te crees una persona muy importante, no eres capaz del más pequeño gesto de generosidad y de ternura, yo aquí hecho polvo y tú tienes que venir a fastidiarme con que si hago la compra, qué mezquindad la tuya...

– Y la culpa la tengo yo, claro. La culpa la tengo yo por consentirte tanto. Todo este tiempo viviendo como un califa y yo aperreada, que si los niños, que si la oficina, que jamás me has ayudado, nunca, nunca jamás, ni cuando estuve enferma, y ahora que no tienes nada que hacer, y que sólo te pido que me eches una mano, ¡si además te vendría bien para salir del muermo!, pues nada, venga a hacerte la víctima. Y pensar que llevo aguantándote así ya no sé cuántos años...

Verdaderamente creo que no era el momento más oportuno para festejar lo de las bodas de plata. Aconsejé a los gemelos que dejaran la celebración para el año siguiente, pero son unos pazguatos ritualistas e insistieron en que los veinticinco años se tienen que festejar a los veinticinco años y no a los dieciséis o a los veintisiete. Por lo que yo sé, y ya llevo un montón de años con ellos (tengo veitidós); Miguel y Diana han tenido siempre unas relaciones un poco... ¿cómo decir? Difíciles. A veces se llevan bastante bien, a veces regular y a veces mal. Los últimos meses antes de las bodas de plata fueron horribles. Además, antes se reprimían un poco porque los gemelos eran pequeños, ésa es una de las pocas cosas que hay que agradecerles a ese par de criaturas duplicadas; que Miguel y Diana se mordieran la lengua y procuraran no mantener lo más ardiente de sus batallas; frente al público, de modo que, antes, nosotros sólo asistíamos a las escaramuzas de los comienzos o a la fría inquina de las treguas. Un alivio. Pero un día nuestros padres decidieron que los gemelos ya habían alcanzado altura suficiente como para ser testigos de cualquier disputa, y se lanzaron a fastidiarse el uno al otro a tumba abierta.

– Que sí, que es un inútil, que lo digo con todas las letras, vuestro padre es un inútil, no os vayáis, no me importa que me oigáis, mejor, ya tenéis edad para enteraros de quién es vuestro padre – decía Diana.

– Miradla, miradla, mirad, a vuestra madre, que no se os olvide esta energúmena, y luego ella me dice a mí que yo soy machista, ella sí que es machista y bruta, mirad bien cómo es. – Contestaba Miguel.

Momento que aprovechaban los gemelos para irse a ver la televisión y chutarse unos cuantos finales felices de telefilme en las entendederas.

He de admitir, sin embargo, que me convencieron. Lograron convencerme mis hermanos para que respaldara la fiesta sorpresa, tal vez porque todos llevamos muy dentro de nosotros la esperanza de que la vida sea un cuento rosa, que los policías sean siempre buenos y los gobernantes magnánimos y los ricos generosos y los pobres dignos y los intelectuales honestos y los padres coman perdices con las madres (o viceversa), por los siglos de los siglos.

– La verdad, Nacho, últimamente no hacen más que regañar, yo no sé si será adecuado... – protesté débilmente.

– Pues justo por eso, hay que festejar que hayan cumplido juntos, un cuarto de siglo a pesar de las broncas, es un prodigio de supervivencia, si se llevaran bien no tendría ningún mérito – contestó mi hermano.

Y hube de reconocer que tenía su parte de razón en el argumento.

Entonces comenzaron: los preparativos clandestinos. Los gemelos se lo comunicaron a los abuelos, que se mostraron encantados. Yo hablé con tío Tomás, el único pariente de mi madre, y también dijo que estaba dispuesto a venir desde Lisboa. Y Nacho avisó a las hermanas de Miguel. A tía Amanda, que es de buen conformar, le pareció muy bien. Y tía Clara, que, pese a su nombre, es un personaje fastidioso y oscuro, torció el gesto. Esto no lo vio Nacho, porque habló con ella por teléfono; pero yo sé que torció el gesto, porque entre tía Clara y Miguel media un mar de rencillas añejas, celos fraternales e impertinencias mutuas. Tal y como he podido reconstruir después, Clara se apresuró a telefonear a Amanda.

– Que dicen que quieren darles una fiesta sorpresa.

– Ya. Es una idea bonita, ¿no? – contestó Amanda en plena inopia.

– ¿Qué dices? Menuda estupidez. Una fiesta sorpresa. A tu hermano, con lo borde que es. Yo, desde luego, no pienso ir si Miguel no me invita expresamente.

– Pero Clara, no puede invitarte, en eso consisten precisamente las fiestas sorpresa, en que ellos no saben que se va a celebrar.

– Ah, pues eso sí que no. Yo no voy así. ¡Que se lo digan! Yo no voy a su casa sin más ni más, sin que él lo sepa. ¡Faltaría más! Ya me juré las pasadas navidades que no volvería a poner un pie en casa de Miguel, por lo grosero que estuvo conmigo. Como para ir ahora a bailarles el agua tan contentos y tan iluminados y que luego él ponga cara de perro, como siempre. Ni hablar. O le preguntáis si le parece bien que le den una fiesta sorpresa, o no voy – sentenció Clara.

Así que Amanda llamó a los abuelos y les comunicó el ultimátum de su hermana, y los abuelos llamaron preocupadísimos a los gemelos y les contaron lo que pasaba, y los gemelos se lo dijeron a Nacho y Nacho me lo dijo a mí, y heme aquí otra vez en mi vida teniendo que apechugar con las malditas consecuencias de ser la mayor.

– Que qué hacemos – dijo Nacho.

– Y yo qué sé. Ha sido idea vuestra, sondeadles a ver cómo respiran, arreglaos solos que ya sois mayorcitos – contesté con firmeza.

Lo cual no me evitó el tener que hablar con mi padre al día siguiente. Con todo el tacto y la naturalidad de que fui capaz le comenté que habíamos caído en la cuenta de que iban a cumplir las bodas de plata, y que a mis hermanos y a mí se nos había ocurrido que podríamos hacer una celebración por todo lo alto, con los tíos y los abuelos y los amigos, y que... No pude decir más. Me fastidia tener que darle la razón a la quisquillosa tía Clara, pero es cierto que Miguel está imposible. Cortó mi explicación con un exabrupto y dijo que ni se había percatado de los años cumplidos porque no perdía el tiempo en tonterías tales como llevar la cuenta. Dijo también, que no le apetecía para nada una fiesta y que le horrorizaba el solo pensamiento de tener que aguantar por unas horas a la familia en pleno. Y por último me largó una resonante perorata sobre los aniversarios y el día de la Madre y las bodas de plata y San Valentín, festejos que, según él, habían sido inventados pérfidamente por El Corte Inglés como añagaza capitalista para obligar al pueblo embrutecido a gastarse las perras en innecesarias fruslerías, perpetuando así el disparate consumista en que vivimos. Ahí ya me di cuenta de que mi padre se encuentra en plena crisis, porque hacía ya mucho que no soltaba uno de los discursos marxistas de su juventud, y sólo recurre a ellos cuando está hecho polvo.

De modo que se lo dije a Nacho, y Nacho se lo dijo a los gemelos, y devolvimos el televisor pequeñito que les habíamos comprado como regalo en El Corte Inglés, y entre todos les comunicamos la cancelación del plan a los abuelos, a las tías, a tío Tomás y a los demás amigos; y los abuelos se llevaron un disgusto de muerte, Clara dijo, loveisyalasabía, Amanda comentó que qué aburrimiento de familia y el tío Tomás se puso furioso porque quién era Miguel para decidir por él y por su mujer. Y ello es que, en el calor de la irritación, Tomás llamó desde Lisboa a su hermana, o sea, a mi madre, y le contó toda la historia, que hasta ese momento ella ignoraba por completo. Y por la noche, cuando llegaron los gemelos del colegio, se encontraron a Diana llorando desconsoladamente y diciendo que a ella le hubiera hecho tantísima ilusión que le organizaran una fiesta sorpresa y celebrar sus bodas de plata, máxime cuando las primeras bodas de verdad fueron de chichinabo, porque entonces eran los progres y pobres y además Miguel estaba haciendo la mili en África y les casó un domingo un cura obrero en una iglesia de extrarradio que era un horroroso galpón prefabricado, un lugar feísimo sin una sola flor en un florero, y los dos estaban vestidos con vaqueros, y sólo asistieron cuatro amigos, y luego lo celebraron tomando un café con churros en el bar de la esquina y después Miguel se tuvo que coger el tren para Melilla. De modo que ayayay, cómo le hubiera gustado ahora festejarlo y comprarse un traje bonito y tener a toda la familia y a todos los amigos y comer cosas ricas y recibir regalos y celebrar que llevaban tantos años juntos pese a todo y que tenían cuatro hijos guapísimos. Y alcanzado este punto también los gemelos empezaron a llorar sincronizadamente, y así los descubrió Nacho cuando regresó a casa, los tres abrazados los unos a los otros y empapados en lágrimas; así que mi hermano me esperó esa noche hasta que yo llegué para contármelo, y tal como él me lo dijo yo lo he reflejado.

Bien. Entonces, al día siguiente, Nacho coincidió a la hora del desayuno con mi padre; y como quiera que los gemelos estaban indignados y le habían retirado ostentosamente el saludo a Miguel, éste le preguntó a Nacho que qué pasaba. Y mi hermano, aún turbado por la escena del día anterior y por el hecho de no haber podido desahogarse llorando (él cree, tiene veinte años, que llorar no es de hombres), le describió a Miguel con minuciosa saña el melodrama de la víspera y las amargas quejas de Diana, hecho lo cual se marchó muy satisfecho a la universidad. Dos horas más tarde me llamó mi padre a la agencia sumido en la más negra de las desesperaciones y empezó a darse golpes de pecho metafóricos: se sentía tan culpable, era tan insensible y tan imbécil, cómo podía haberse portado de ese modo, la depresión te vuelve un egoísta, se encontraba arrepentidísimo de haberle estropeado la fiesta a todo el mundo y quería arreglarlo como fuera: estaba dispuesto a hablar con todos para disculparse debidamente y rogarles que siguieran adelante, con los planes. Y ahí es cuando comprendí que mi padre estaba como nunca de mal, porque sólo le había visto hacer una demostración de humildad semejante en otra ocasión, y fue cuando estuvo a punto de morir con la peritonitis. Así que me apresuré a decirle que sí, que por mí todo olvidado y que estupendo.

Y, en efecto, Miguel pidió perdón a los gemelos y a Nacho, y luego llamó a todos los implicados uno a uno, con diligente entrega y palabras amables y modestas. De modo que a los dos días ya había amansado a Clara y a Tomás, llegado a un cordial entedimiento con Amanda y deleitado a los abuelos, que estaban felices de ver que por fin todo se enderezaba. Pero no.

No porque entonces Diana dijo que una fiesta sorpresa que todo el mundo conocía ya no era más una fiesta sorpresa; y que entonces ella no quería fiesta alguna, porque no estaba para celebraciones teniendo un marido que no pensaba nunca en su mujer y que le amargaba la vida de ese modo y que había conseguido matar la sorpresa de la única fiesta sorpresa de su vida; y que esas cosas eran tan irreversibles como perder la inocencia o un dedo o el pelo de la cabeza o el apéndice; ya no podría ser sorpresiva la fiesta sorpresa de la misma manera que ya no podría regresar ninguno de los dos a los veinte años, que fue la edad a la que se casaron. Y diciendo esto se puso a llorar otra vez, de modo que Miguel telefoneó de nuevo a todo el mundo y les comunicó, tan triste como un perro abandonado, que se habían cancelado definitivamente las bodas de plata.

Cayó entonces sobre nosotros un silencio ensordecedor: después de tantas llamadas y de tantas palabras airadas o entusiastas que nos habíamos cruzado, esta súbita calma chicha era la paz de los cementerios. En verdad parecía que estábamos de luto. Así, comidos por el silencio rumiamos todos nuestra desilusión durante varios días.

Y entonces tuve una idea genial, la mejor idea de toda mi vida. ¿Y si volviéramos a empezar desde el principio? Puesto que ahora tanto Miguel como Diana estaban seguros de que no iban a celebrar sus bodas de plata, ¿por qué no organizarles una fiesta sorpresa? Llamé a Nacho, él habló con los gemelos, los gemelos telefonearon a los demás. Milagro: esta vez no se oponía nadie. Volvimos a comprar la tele, dibujamos un pergamino alusivo, reservamos un hotel para Tomás y los abuelos, diseñamos un plan con todos los amigos. Trabajamos durante una semana como locos.

Esta historia tiene un final feliz: después de todo, los gemelos consiguieron su telefilme. Llegó el día del aniversario, que era un viernes, y a eso de las ocho de la tarde aparecimos todos súbitamente en casa: habíamos quedado previamente en el bar de la plaza. Los gemelos lo habían organizado todo muy bien para ser, como son, adolescentes y mutantes, y empezaron a sacar bandejas y bandejas de rica comida que habían adquirido a escondidas en Mallorca. Sé que a Miguel y a Diana les gustó la sorpresa, sé que se emocionaron. Se fueron corriendo al dormitorio para ponerse guapos, mi padre para afeitarse, mi madre para vestir el traje rojo tan bonito que le traía Tomás de regalo. Cuando volvieron a aparecer, oliendo aftershave y al perfume bueno que Diana reserva para las ocasiones, los encontré muy guapos y muy jóvenes. Brindaron con champán y se dieron un beso, un beso de verdad que me dejó turbada: porque puedo llamarles Miguel y Diana, pero no por ello dejan de ser mis padres.

Al día siguiente volvieron a discutir y enrabietarse, volvieron a mirarse como enemigos. Pero yo había descubierto la noche de la fiesta, que también sabían mirarse de otro modo; y la sorpresa de ese beso de amantes me hizo pensar que quizá no los conozca ni los entienda; y que si han estado tantos años juntos será por algo. Porque, además de esas broncas a las que nosotros asistimos cada día, hay otras complicidades y otras complicaciones que los unen: un entrañamiento de vidas pasado, una intimidad secreta y sólo suya, puede que incluso una necesidad de maltratarse. Es tan rara la vida de los matrimonios...

 

 


Date: 2015-12-11; view: 1062


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