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PERSUASIÓN FELINA

María Mercé Roca

Lo de las siete vidas no sé; lo que sí es cierto es que los gatos tenemos un sexto sentido, muy poco estudiado, parecido al de las mujeres, que nos permite también presagiar, adivinar y anticipar las cosas, como siempre hacen ellas. ¿Qué fue sino una intuición, una llamada silenciosa, lo que me hizo, aquel verano, llegar a esta casa y no a otra, y quedarme en este jardín, y no en otro cualquiera del barrio?

Llegué a la casa enfermo y cansado. El recuerdo de una experiencia cruel que viví de pequeño y que quedó grabada en mi cerebro se había convertido en una pesadilla recurrente que me estropeaba muy a menudo el sueño; me despertaba casi siempre a medio dormir, con un sobresalto, angustiado, y noche tras noche acumulaba tensión y abatimiento. Yo era lo que se llama un gato callejero, desarraigado e inquieto, y había cambiado bastantes veces de barrio y de casa, quizá también con la oculta esperanza de que en otro lugar, como quien empieza de nuevo, se me borrara aquel recuerdo doloroso y pudiera ser un gato normal, con sueños reparadores, feliz y sin memoria.

Era verano y las noches eran calientes. Recuerdo que me pateé un sinfín de calles, jardines, tejados y tapias, y de un jardín a una tapia y de una tapia a un tejado, crucé la ciudad, llevado por un impulso, que olía a gata joven (uno tiene sus años, pero también sus bríos). Ya amanecía cuando llegué al jardín. El día se levantaba pálido, con unas vetas azules y rosas muy suaves. Busqué un lugar para acostarme y encontré una mata de tuya, muy bien plantada cerca de la pared, y allí me arrebujé, como me gusta estar, estrecho y protegido, con la espalda y las patas tocando algo sólido, y me dormí. Por suerte, esta vez desperté cuando la pesadilla no había hecho más que empezar, justo en las primeras imágenes, las de las llamas que prendían en el granero y el desconcierto y el pánico de los muchos que estábamos allí. Sacudí la cabeza para alejar aquella imagen que me aterrorizaba, y vi que el cielo ya no era rosa, sino de un azul muy vivo, y que el jardín estaba inundado de luz. Salí de mi escondite y me encaramé a un plátano enorme con un tronco blando en el que daba gusto clavar las uñas. Desde allí dominaba el jardín entero, y fue entonces cuando mis ojos expertos juzgaron que no era gran cosa, desde luego, pero que no estaba mal del todo, porque era frondoso y las plantas crecían sin trabas ni límites hasta la casa y se mezclaban unas con otras sin orden ni concierto. Me tumbé en una rama ancha y empecé a lamerme para sacar de mi pelo todo el polvo de la noche y hacer que recuperase su textura y su brillo habituales. Me acicalaba a conciencia, sin prisa, absorto, la mente vacía, los ojos medio cerrados por el sol, las pupilas convertidas en dos grietas estrechas. De vez en cuando aguzaba más la vista para clavarla en los jardines vecinos, donde ladraba algún perro a ras de suelo, donde siempre están los perros, atado por el cuello, como están siempre los perros.



A media toilette se oyó un ruido en la casa. Levanté las orejas, tensé el cuerpo y esperé. Seguí lamiéndome, ahora, sin perder de vista las dos ventanas y la puerta trasera. Los gatos sabemos esperar. No hay prisa. El sol caminaba y cambiaba lentamente de lugar las sombras del jardín. Yo esperaba. En la casa había alguien y tarde o temprano tenía que salir.

Había terminado yo con las patas e iba a empezar por el lomo cuando se abrió la ventana de la izquierda, alguien deshizo el nudo de la cuerda, bajó la persiana – una veneciana que necesitaba una mano de pintura – y entornó los postigos; luego hizo lo mismo en la otra ventana. No pude ver quién era; sólo entreví, imaginé casi, sus manos y sus dedos deshaciendo despacio los nudos de nailon. Esperé todavía, ahora más convencido aún de la conveniencia de la espera, pertrechado en mi atalaya, tragándome la saliva cada vez que un gorrión se acercaba hasta tocarme, aguantando estoicamente los ronquidos dolorosos de mis tripas vacías. Aquel sexto sentido felino, femenino, me decía que valía la pena esperar.

Pasó la tarde. No tuve más remedio que bajarme de mi mirador; tenía hambre y los músculos se me empezaban ya a agarrotar. Me subí al alféizar de la ventana izquierda, miré por el hueco que dejaba la persiana y vi que era una pequeña habitación que debía de hacer las veces de estudio, con un sofá, estantes llenos de libros, una mesa con un ordenador y muchos papeles. Y en un rincón, una butaca que me pareció francamente deseable. Por la otra ventana pude echar un vistazo a la cocina, que estaba bastante desordenada, como a mí me gusta, porque hay cocinas que parecen salas de operaciones, de tan ordenadas y limpias, donde uno no encuentra nada para lamer ni morder, ningún aroma antiguo, ninguna miga sabrosa. Además, los dueños de estas cocinas – laboratorios no te dejan nunca subir al mármol, siempre tienen en la boca la palabra microbio y te miran como a un enemigo. O sea, pensé: esto promete.

Las horas que siguieron fui de una ventana a la otra, esperando. La luz cambió, se hizo madura, suavizó las sombras y el aire se volvió más amable. Incluso durante un rato un poco de viento hizo balancearse algunas hojas. Cuando la tarde casi terminaba y yo estaba sentado encima del emparrado de glicinias, se abrió la puerta y ella salió.

No me vio. La seguí con los ojos hasta el fondo del jardín, en donde había ropa tendida en unas cuerdas, y la vi descolgar las piezas e ir tirando las agujas en un cuenco de mimbre. Era ella, pues, la dueña del jardín salvaje y la cocina desordenada y la butaca cómoda; eran suyos los dedos que hacía ya tantas horas habían deshecho los nudos y acompañado las persianas. Entró al cabo de poco abrazando el fajo de ropa contra el pecho. La miré cómo se acercaba despacio desde el tendedero, y oí que tarareaba una canción triste: pensé que me gustaba y decidí hacerla mía. Y supe que aquél era el momento y, temerario, me lo jugué todo a una sola carta, bajé de un brinco de la parra y me escabullí silenciosamente hacia la casa. Ya estaba dentro, y ella todavía no me había visto.

La seguí a distancia. Dejó la ropa en una habitación pequeña y extendió la tabla de planchar. Yo la miraba, agazapado detrás de la puerta, con el corazón latiéndome fuerte. Porque me gustaba, aquella mujer de los dedos finos y los cabellos cortos me gustaba, estaba seguro que su regazo era ancho y caliente y sus piernas largas y fuertes para dormir protegido entre ellas. Decidí salir del escondite, finalmente, me planté en medio de la habitación, delante suyo, y me senté. Me vio enseguida, claro. Se quedó un momento seria y luego sonrió, sorprendida. “¿De dónde sales?”, me dijo. Era un buen comienzo, sin duda, y supe que había posibilidades. Pegué un salto y subí al primer estante del mueble que ella tenía detrás. Ahora estábamos muy cerca, ella no tenía más que alargar el brazo y podía tocarme. Me miró y yo me incliné un poco hacia el lado por donde venía la luz para seducirla con mis ojos, porque tengo los ojos verdes y cuanta más luz los toca más claros son. Porque esto quería, seducirla y que ella me adoptase, hacerle creer que yo era suyo, pero que en realidad ella fuese mía. Porque nadie – todo el mundo lo sabe –, nunca, nadie, es dueño de un gato.

La seguí hasta la cocina, me subí de un brinco a la mesa y de la mesa al mármol y a ella no le pareció importarle. Me puso comida en un cuenco, y agua fresca. Comí con apetito – pollo de la nevera, sin ningún gusto, porque el frío mata los sabores más ricos –, pero sin perder la compostura y sin dejar de mirarla. Calmé mi sed. Luego me acerqué a ella y con la cabeza le di un gople amistoso en el brazo y empleé mi mejor truco, que pocas veces falla: mi ronquido desigual y fuerte, como el de un motor cansado. Ella abrió despacio la mano y empezó a acariciarme. Esperaba aquel contacto con delirio: arqueé la espalda, bajé el pecho y no pude dejar de temblar bajo sus dedos.

Cuando fue a su habitación entré detrás suyo todavía con cautela. Bajó la persiana y se sentó en la cama. Luego se desnudó despacio, dejó la ropa en el suelo y se tumbó.

– Ven – me dijo, y me subí a la cama feliz, me acerqué un poco a ella y me eché de lado. Era hermosa. Me quedé quieto y entorné los ojos, la veía por entre una grieta estrecha de los párpados. Ella cerró los suyos y empezó a acariciarse los muslos, movió las piernas un par de veces, levantó las rodillas y volvió a bajarlas. Su cuerpo olía a mar. Tensó la espalda, echó hacia atrás la cabeza y gritó bajo y ronco. Luego se recostó de costado, abrazándose, abrió los ojos y me miró. Entonces me levanté y muy despacio caminé hasta ella y me tumbé recostado en su vientre. El tiempo parecía haberse detenido. Se oía de lejos, de vez en cuando, los chillidos de los críos en la pequeña piscina del vecino.

Por la noche llegó él. Porque había un él, claro está. Estábamos los dos viendo la televisión en la salita que daba al jardín y oí ruido de llaves en la puerta y después oí que la llamaba:

– ¿Luisa?

Ella primero me miró. Luego dijo lentamente:

– Estoy aquí.

Y él – bajo, yendo para calvo, rígido, la boca recta, la voz monótona, los ojos fríos – entró en la salita, dejó una cartera en el suelo y se deshizo el nudo de la corbata. Cambiaron cuatro frases cansadas a distancia, sin besarse, sin tocarse: “¿Has comido?, ¿cómo ha ido el día? Hace un calor imposible”. Cuando se sentó espatarrado en la butaca se dio cuenta que yo estaba allí. No le gusté, me di cuenta enseguida. Pero, ¿qué hacía ella con un hombre así?, pensé. El me miró como si viera un objeto inusual y preguntó, en un tono amenazador:

– ¿Cómo ha entrado?

Decidí darle una oportunidad: empecé a roncar desesperadamente y ladeé la cabeza, luego me acerqué a él y me froté en sus piernas un par de veces.

– No quiero gatos, ya lo sabes – dijo, y salió de la habitación. Ella me cogió en brazos. Enseguida oímos caer el agua de la ducha.

Aquella noche la pasé en el jardín, sin moverme, atento al cielo para ver cuándo amanecía, pensando en ella, esperándola, vigilando la casa para ver el momento que abría la puerta y me llamaba.

Salió temprano a buscarme. Pasamos la mañana juntos y la seguí mientras ella trasteaba por la casa. Después de comer se tumbó en la cama y me llamó, como el primer día. Dormimos los dos, ella desnuda y yo en sus piernas, y fue la primera vez desde hacía mucho tiempo que no me desperté sobresaltado por mi pesadilla.

La paz duró poco: él volvió por la noche, y esta vez me encontró en su butaca. Yo tenía los ojos cerrados y sentí de pronto una mano de dedos gordos que me cogía violentamente por el pescuezo, me zarandeaba y me empujaba al jardín. Fue casi peor que las imágenes del sueño y tardé bastante en recuperarme del susto.

Subido a la parra les oí hablar mucho rato, y cuando las voces dejaron de oírse volví a entrar y fui despacio hasta el dormitorio. De noche, en verano, desde los tejados y los muros, he visto muchos cuerpos desnudos llenos de sudor y de pasión entre un amasijo de sábanas. Ellos también estaban así, él encima, ella debajo, pero aquí faltaba esa chispa de dulzura, de risa o de placer que cuando lo contemplas te enternece, te asusta o te arrebata o te encela. Ellos no. Ella tenía los ojos cerrados y los labios estrechos, y su rostro no estaba sereno; él se concentraba sólo en su placer, con el rostro oscuro y crispado. Pero ella debió de adivinarme, porque abrió los ojos y me sonrió, y yo intuí que mi presencia la confortaba. Aquella noche dormí escondido en el hueco de la escalera, y soñé otra vez con los cuchillos clavados de punta en las estrechas gateras y los vientres abiertos de los gatos que intentaban huir de las llamas. Siempre que se me repite esta pesadilla tengo espasmos nerviosos y convulsiones incontroladas por todo el cuerpo, pero esta vez me desperté con su mano acariciándome, intentando calmarme y quitarme el miedo.

Luego vino una rutina tranquila y confortable. Estábamos juntos siempre, yo no abandonaba la casa si ella no salía, compartíamos la cama y la butaca y la seguía por todas partes porque me gustaba estar con ella, me alegraba verla, me sosegaba su voz. Él pasaba cada vez más tiempo fuera de casa, y cuando estaba había mucho silencio entre ellos. De vez en cuando volvía a la carga diciendo que no quería gatos, pero por regla general me ignoraba. Ella me compró una serie de chacharros a juego, de plástico amarillo, en donde yo comía, bebía y hacía mis necesidades; me dejé inyectar un líquido contra las pulgas en forma de estocada en el cogote, dejé que me cepillara el pelo con peine de púas estrechas, e incluso mostré interés por una pelota de goma que me tiraba para que jugase. Me lo dejaba hacer todo por ella, porque me gustaba su manera de andar, sus piernas largas, sus brazos que me cogían del suelo y me subían a su regazo, sus dedos finos que me golpeaban suavemente la cabeza. A decir verdad, empujé pronto debajo del sofá la pelota y otro artilugio de colores que no conseguían entusiasmarme, y ella los estuvo buscando un par de días sin éxito. Éramos felices, ella y yo, cuando estábamos solos, sin nadie que rompiera el hechizo. A menudo ella ponía música y bailaba, movía los brazos, daba vueltas siguiendo el ritmo de canciones lentas. Yo dormía mucho, descubrí la pereza, el sueño que trae más sueño y adormece, y mi pesadilla se me iba olvidando y cada vez quedaba más lejos.

Éramos felices, los dos solos, pero ella estaba triste. Miraba ansiosa el reloj, escuchaba tensa los ruidos de la calle, saltaba nerviosa si sonaba el teléfono. Poco a poco él fue viniendo cada vez más tarde, llamaba a menudo diciendo que no estaría en casa a la hora prevista, siempre le salían urgencias, reuniones, clientes intempestivos y exigentes... Algunas veces, cuando colgaba el teléfono, ella lloraba, y entonces yo me subía encima suyo, y pateaba roncando en su vientre como hacen las crías en el de su madre, o maullaba como si me muriese de hambre o le mordisqueaba las gafas o intentaba con las patas sacar los juguetes que había escondido debajo del sofá... todo para distraerla, para que ella dejara las lágrimas a un lado para atenderme y se le fuera la tristeza.

Una noche de finales de otoño, él llegó muy tarde. No había llamado y ella le esperaba en la salita leyendo sin leer, mirando angustiada el reloj. Se sorprendió al verla levantada y musitó no sé qué excusa que sonó muy falsa, y empezó allí mismo una discusión agria y triste con acusaciones, desprecios, mentiras, secretos... Ella se acostó llorando en su cama grande y él se desvistió furioso en la habitación pequeña y se echó en el sofá. Allí estaba su ropa, en un montón, en el suelo; tenía un olor que no era el de Luisa. Me puse encima de los pantalones y empecé a morderlos, con tesón, en una pernera, justo a la altura de la rodilla. Al cabo de un rato tenía un buen agujero hecho – la tela era bastante fina, una mezcla de hilo y lana –. Me fui a dormir satisfecho. Me enganché a su cuello para que no se sintiera sola, pero le costó mucho conciliar el sueño. Suspiraba fuerte y el corazón le latía muy deprisa.

Por la mañana, él descubrió el destrozo. Movía la prenda del delito como una bandera y se la mostraba con ira, y a ella le dio la risa, una risa fresca, de niña, y cuanto más se enfadaba él, más se reía ella. Amenazando con cortarme el cuello, temblando de rabia, tiró los pantalones a la basura y se fue. Y nos quedamos esperando la noche con ansia, porque los dos sabíamos que esto era el principio del fin. Llegó taciturno y volcó en mí su miedo y su culpa. Luisa aguantó el ataque: yo no hacía ningún daño; al contrario, dijo, le hacía compañía porque cada vez estaba más tiempo sola. La discusión subió de tono y los dos hicieron de mí el símbolo de sus desavenencias y sus fracasos. Ella aún intentó una tregua que me sorprendió y no aprobé en absoluto, aún quería que hablasen, le preguntaba qué había pasado entre ellos, quería saber si todavía la amaba. Tuve miedo de que aquella situación se alargara eternamente y que el sufrimiento de Luisa no acabara. Decidí ayudar a que él se fuera, que es lo que él quería, y como la felicidad de Luisa era un fin que justificaba cualquier medio, le mordí.

Fue efectivamente la gota que hizo rebosar el vaso. Él estaba sentado en la butaca – Luisa de pie delante de él, diciéndole que todavía no era demasiado tarde para volver a intentarlo –, cogí impulso, salté sobre su mano derecha y le hinqué los dientes. Gritó de sorpresa y de dolor y desapareció renegando. Entonces miré a Luisa y le dije que el camino que él había escogido nunca tenía vuelta, que todo era inútil, que él había probado el gusto de otros labios y quería estar entre otros brazos. Volvió al rato curándose la herida y mostrándole la hinchazón que empezaba. De pie en medio de la habitación, serio y cerrado en sí mismo, con una violencia mal contenida en sus palabras, dijo:

– Esto no puede seguir así, Luisa: o el gato o yo.

Yo estaba encima del televisor. La miré y parpadeé un par de veces, y su duda duró pocos segundos. Suspiró hondo y como quien se lanza desde el trampolín más alto a la piscina, dijo que prefería estar conmigo. Él se fue aquella misma noche, absolutamente liberado, e incluso, al paso de la puerta, me dirigió una mirada, si no simpática, sí de gratitud. De esto hace ya dos años. Desde entonces, ni rastro de él. Tampoco he vuelto a padecer el sueño de cuchillos, fuego y vientres abiertos, y las imágenes van ya palideciendo y cada vez me cuesta más recordarlas.

Desde hace unos meses, Luisa trae a casa un señor amable. Beben vino, se ríen mucho, arreglan el jardín, ponen música y bailan, y luego se aman sin prisa en la cama ancha. A él también le gustan los gatos. Después del amor me tumbo entre los dos, pegado siempre al vientre de Luisa.

 


Laura Esquivel


Date: 2015-12-11; view: 1791


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