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Cuatro jugadores, cuatro palos 2 page

—Me turbáis. ¿Qué queréis decir? —ni por un momento pensaba confesar su sueño, o lo que demonios hubiera sido, con la dueña de la casa.

—¿No os besó Gorane?

Pelayo enmudeció. Si ella lo sabía era porque Gorane se lo había contado. Y si Gorane se lo había contado era porque realmente sucedió.

—Fue un sueño —balbuceó, arrinconado por la evidencia de quien no quiere mentir.

—No Pelayo, no fue un sueño. Fui yo quien os besó.

—¿Cómo? No os entiendo —dijo, atribulado.

—Quería besaros sin que supierais que era yo quien lo hacía. Me aproveché de la oscuridad. Usé su perfume y su acento para hacerme pasar por ella.

—Pero... ¿por qué? —Pelayo preguntaba desconcertado—. ¿Qué pretendíais con ello?

—Estoy confusa. Mis sentimientos se enredan dentro de mí. Necesitaba saber si se me encendía la pasión al calor del beso de un hombre. Y yo sé que me amáis. Me amáis desde el primer instante en que me visteis en la misa de Santa Clara el año pasado. Mas... yo no estoy segura. Aún no sé si me debo a Dios. Debéis perdonarme por haberos engañado y por mi atroz inseguridad.

—Leonor... no tengo nada que perdonar. Os esperaré el tiempo que haga falta. Y recordad que, estéis donde estéis, yo os estaré esperando y amando —dijo, levantándose de la cama.

—¿Dónde vais?

—A daros algo.

Con paso ágil se acercó al escritorio. Tomó una pluma de cisne negro y, untándola en tinta, escribió unas palabras en un trozo de papel. Antes de entregárselo, lo sopló y lo sacudió en el aire para que secara.

—¿Qué es?

—Leedlo.

Pelayo ama a Leonor —obedeció ella, con la sonrisa instalada en sus labios y en sus ojos.

—Para que nunca lo olvidéis.

—oOo—

 

Asentada sobre una hermosa y fértil vega, a cuatrocientos cincuenta pasos del collado Yudegua, la apacible localidad de Munguia veía la vida pasar. La casa fuerte de los Villela y la torre de la iglesia de San Pedro se alzaban arrogantes por encima del resto de edificaciones de la villa.

Pelayo cruzó el puente sobre río Butrón para continuar hacia el norte. Guiado por las indicaciones de un labriego no tardó en dar con la residencia de Jon Uría.

Se trataba de un imponente caserío con más de un siglo en sus tejados. De ahí que la madera fuese el elemento predominante, usada antes de que las autoridades del señorío se empezaran a preocupar por la deforestación y a tomar cartas en el asunto. La tala indiscriminada de árboles, agravada por la escasa repoblación, estaba acabando con una de las esenciales fuentes de riqueza de Vizcaya. Las culpables principales eran las roturaciones para ganar superficies de labor y las necesidades de algunos sectores económicos. La construcción de buques, la alimentación de los hornos de las ferrerías y el levantamiento de caseríos demandaban ingentes cantidades de árboles. Sólo en las jácenas y en los soportes de la residencia de Uría se habían empleado veintisiete robles de gran escuadría, además de otros diecinueve medianos para la armadura del techo y el entramado de los tabiques.



Una campesina de pelo cano afanaba con una rueca en el soportal de la fachada principal, bajo una elegante balconada de tablas machihembradas. Un perezoso sol vespertino aguardada con paciencia la hora de irse. La mujer miró desconfiada al forastero.

—¿Qué se os ofrece? —quiso saber.

—Buenas tardes. ¿Es esta la casa de Jon Uría?

—¿Quién lo pregunta?

El muchacho vaciló durante unos instantes, los precisos para que ella insistiera ante el retraso en la respuesta.

—¿No sabéis vuestro nombre?

—Vengo de parte de don Fernando de Zúñiga, vizconde del Castañar —resolvió Pelayo.

La campesina se adentró en el carrejo sin musitar palabra.

El caserío se hallaba dividido transversalmente en dos zonas por un gran muro que hacía las veces de cortafuegos. En la mitad posterior se ubicaba el establo, bajo el pajar. Por la crujía delantera se accedía a las estancias habitables.

Después de varios minutos de tensa espera, la mujer apareció.

—El señor dice no conocer a ningún vizconde con ese nombre. Además no tiene tiempo de recibiros —dijo con voz seca.

—Decidle que vengo de muy lejos y que el asunto es de vital importancia.

—Está muy ocupado —ella se mostró firme.

Pelayo suspiró. Por el camino, a pesar de que le costó apartar su pensamiento de Leonor, había sopesado la posibilidad de que Uría se negara a recibirle. No le hacía gracia identificarse, pero supuso que no le quedaba más remedio. Para bien o para mal, tomó la determinación de hacerlo.

—Por favor, comunicadle que Urtiaga quiere verle —a nadie dañaba una verdad a medias... al menos, por el momento.

La campesina frunció el ceño, aunque le obedeció. Esta vez regresó más deprisa.

—Acompañadme.

Dejaron a un lado la cocina, situada en el ángulo meridional de la vivienda. A Pelayo le llamó la atención que el hogar estuviese encendido en medio de la sala y, ante la falta de chimenea, el humo escapase a través del entarimado del techo. La mujer sorteó un arquibanco y, tras golpear la siguiente puerta, volvió de inmediato a su trabajo. Un hombre de unos cuarenta años la abrió. Vestía unas calzas de terciopelo negro y una camisa blanca impoluta que llevaba desabrochada hasta la altura del esternón. Durante unos segundos examinó a Pelayo con aire circunspecto. Fue su memoria la que esbozó una sonrisa distante, contrariada por el regreso del pasado.

Kaixo[36], muchacho.

—Hola, señor.

—Supongo que eres el hijo de Pedro Urtiaga.

—Así es.

—Ignoraba que ese malandrín tuviese un hijo —Uría empleó un tono casi amigable.

—Lo tenía.

—Me imaginé algo así cuando mi sirvienta me dijo que estaba aquí un tal Urtiaga. De momento ningún muerto ha salido de su tumba. Aunque, a veces, se nos aparezcan sus fantasmas —rio con aire socarrón—. Anda, pasa.

Para aislarse del frío, la habitación no disponía de ventanas. Un par de candiles se encargaban de iluminar el escaso mobiliario. Apoyadas en las paredes, se repartían varias kutxas[37] de nogal adornadas con motivos geométricos. Sobre estas colgaban algunos guadamecíes. Una mesa y dos sillas ocupaban el centro de la estancia. Tras la indicación del anfitrión, ambos se sentaron.

—¿Cómo te llamas?

—Pelayo.

—Y bien, Pelayo... ¿a qué debo el honor de tu visita?

—Estoy tratando de averiguar quién esfardó[38] a mi padre —afirmó sin rodeos.

Su semblante serio rozó el desafío.

—¿Por qué crees que yo os puedo ayudar? Él y yo no éramos buenos amigos, que se diga.

—Y, sin embargo, le acabáis de tildar de malandrín. Además, jugasteis una partida de mus.

—Más bien, nos enfrentamos. Tu padre no jugó limpio.

—¿Insinuáis que hizo trampas?

—No, no es eso. Simplemente se burló de nosotros.

—Hasta donde yo sé, os precipitasteis al creer la partida ganada. Y mi padre y su compañero os desgabanaron[39].

—¡Ahí va la órdiga! Parece que conoces muchos detalles.

—Sí, señor. Los conozco. También sé lo de la apuesta.

—¡Maldita apuesta del infierno!

—¿Sabéis dónde está el dinero?

—¡Y yo qué sé! Si tan informado estás, te recuerdo que la perdí. Y tú, ¿no eres el heredero del difunto enriquecido? Deberías de saberlo mejor que yo —Uría no disimuló su sorna.

Ante la evidencia de sus palabras, Pelayo contestó como pudo.

—Yo soy su hijo, mas no su heredero.

—No tengo ni la más puñetera idea de dónde habrá ido a parar ese dichoso dinero. Y tampoco creo que ese canalla se haya llevado el secreto al otro barrio.

—¿También murió Jauregi por culpa de la apuesta?

—¿Cómo que también? ¿Cómo diablos quieres que yo lo sepa?

Pelayo percibió la falsedad de sus palabras.

—Los jugadores de aquella partida han ido muriendo asesinados, uno tras otro. Sólo queda uno vivo.

—No pretenderás decir que estoy implicado en esas muertes —su tono se tornaba cada vez más agrio.

—Si no lo estáis, yo que vuesa merced, temería por mi vida.

—No me estarás amenazando.

—No, señor. No obstante, es mucha casualidad. Y os diré una cosa: a mis ojos, sois el principal sospechoso.

—Escúchame bien, muchacho. Me importa un pimiento lo que creas o dejes de creer, y menos aún que tu padre y su compañero estén criando malvas. Pero Íñigo Legizamon era mi amigo —Uría se levantó—. Y te juro que yo no ando por ahí matando a mis amigos.

—Alguien inocente está acusado de su muerte —le contestó Pelayo, sin quedarse sentado.

—Pues mejor para él que lo sea. Y más vale que lo demuestre. Porque de no ser así, no me será muy difícil vengarme. Puedes apostar a que preferirá estar preso a vérselas conmigo. Ahora, si no tienes ninguna otra bobada que decir, te ruego que te vuelvas por donde has venido.

Pelayo trató de reprimir su cólera. Tuvo la sensación de que durante el transcurso de aquella conversación había madurado varios años. No comenzó a hablar hasta estar seguro de que no tartamudearía.

—Es posible que yo vengue la muerte de mi padre antes que vuesa merced la de su amigo —sentenció, mirando a su oponente fijamente—. Quedad con Dios.

Y, dándose la vuelta, se marchó sin darle opción a responder.

Jon Uría se volvió a sentar. Con gesto reflexivo, removió los papeles diseminados sobre la mesa hasta dar con el que buscaba. Lo mantuvo en la mano durante unos instantes. No las tenía todas consigo. El contenido de aquella nota parecía una amenaza y los últimos acontecimientos no le animaban a tomársela a broma. Un escalofrío de miedo le recorrió la espalda. No, no se trataba de miedo. Más bien, preocupación. Él no era un cobarde. Revisó el anónimo por enésima vez. Bajo el dibujo de cuatro cartas de una baraja, se leía:

 

SE ACABÓ LA PARTIDA

 

¿Qué demonios significaba? Se fijó en los naipes. Tres treses y un as. ¡Qué buena jugada para el mus! Bonita treinta y una. Tras unos minutos de conjeturas absurdas, sus nervios arrugaron el papel y lo arrojaron al suelo.

Mientras tanto, Pelayo cabalgaba rumbo al sur con una obsesión en la cabeza. Regresaría al caserío aquella noche. La determinación estaba tomada... y la suerte echada.

—oOo—

 

Aún no se habían apagado las luminarias que veneraban a Santiago, cuando el calendario señalaba el último día de julio y ahora tocaba honrar al protector del señorío. El cinco de noviembre se cumplirían tres años desde que la Junta General, a instancias del padre Antonio de Landaida, aclamara a San Ignacio de Loyola como su nuevo patrón bajo la mirada complaciente del árbol de Guernica.

Sin embargo, el corregidor Gutierre Laso de la Vega no andaba para muchas celebraciones. No es que el doctor Zúñiga le resultara especialmente simpático, pero de ahí a que el alcalde le hubiese acusado de asesinato mediaba un abismo. Se juró a sí mismo que si salía indemne de este embrollo el año siguiente solicitaría licencia al Presidente del Consejo de Castilla para traer una compañía de comedias[40]. Así se desquitaría del mal trago de estas fiestas.

No tenía sentido que el vizconde del Castañar estuviese encarcelado por más tiempo. Tarde o temprano sería absuelto. De ninguna manera podía permitir que el asunto llegase a los alcaldes de Hijosdalgo ni al Juez Mayor de Vizcaya, establecidos en Valladolid. La Chancillería no condenaría a uno de los favoritos de la Reina Madre. Y, al fin y al cabo, él representaba a la monarquía en su territorio, así que lo mejor era concluir cuanto antes con aquella delicada situación.

Temía por su prestigio. Por otro lado, tampoco le apetecía mantener un enfrentamiento con don Pedro de Ibaizabal. Aunque, en honor a la verdad, el alcalde de Bilbao le había hecho una auténtica faena deteniendo en su ausencia a ese médico entrometido. Esa era otra. A ver con qué talante le recibía. Una sola frase de don Fernando en la Corte y terminaría de alguacil en cualquier anteiglesia de mala muerte. Por fortuna, las noticias que acababan de llegar desde Munguia podían servirle para quedar bien con todo el mundo.

El sol brillaba en lo más alto. Laso de la Vega resopló hondo antes de entrar en la prisión. A medida que subía las escaleras, acompañado por su asistente, iba tratando de dibujar en su cara la expresión más amable posible.

—¡Carcelero! ¡Abra esta celda de inmediato! —ordenó—. Doctor Zúñiga, ¡cuánto lo siento! Por favor, salid. No tolero que os mantengan preso ni un minuto más.

El vizconde, que estaba sentado en la cama, sonrió para sí. No esperó a que el corregidor insistiera. Apoyó las manos en sus rodillas y se incorporó con aire pausado.

—Bienvenido, don Gutierre.

—He estado unos días fuera, visitando algunas de mis villas. He venido en cuanto me he enterado. Lamento profundamente que hayáis sido víctima de un terrible malentendido.

—Más lo lamento yo.

—Os presento disculpas en mi nombre y en el de don Pedro de Ibaizabal. Está tan apesadumbrado que no se ha atrevido a venir.

—Ya. ¿Y a qué viene ese cambio en su actitud? El otro día se mostraba muy ufano.

—Intentad comprenderle. Las pruebas os incriminaban.

—¿Ayer me incriminaban y hoy no?

Las preguntas del doctor Zúñiga rezumaban cierta ironía, pero carecían de enojo. El corregidor, al darse cuenta, fue relajando sus nervios.

—Ha ocurrido algo que os favorece.

—¿Y qué es, si se puede saber?

—Una nueva desgracia. Otro asesinato.

El vizconde intuyó el nombre del fallecido. No obstante, optó por la prudencia.

—¿Quién, don Gutierre? Me tenéis en ascuas.

—¡Vamos, don Fernando! No os hagáis de nuevas. ¿Quién va a ser? ¡Acaban de asesinar a Jon Uría en su caserío de Munguia!

Más que observarle, el corregidor le escudriñó. No estaba convencido de su inocencia. Hasta hubiera apostado por su implicación en las dos últimas muertes. Su encarcelamiento no le valía como excusa. Podía haber usado la mano de su sirviente para deshacerse de Uría y así tener una coartada. Pero le daba lo mismo. Esa misma coartada también le servía a él para liberarle sin que el alcalde se lo recriminase. Cuanto antes finalizase este maldito contratiempo, mucho mejor.

—¡Vaya! Lamento que una malaventura ajena mejore la mía. ¿Cómo ha sido?

De nuevo, su intuición y su sentido común ya le habían facilitado la respuesta. La conocía a la perfección. No tenía dudas sobre el modo empleado para asesinar a Uría. Sin embargo, con harto dolor de su corazón, prefirió no manifestarse. No era el momento. Difícilmente, el corregidor iba a comprender su cognición de los hechos. Ya tendría ocasión de alardear ante Pelayo. A propósito del muchacho, más valía que sus elucubraciones fuesen acertadas y no tuviese nada que ver en la muerte de Uría. Sin saber por qué, un resquemor recubierto de incertidumbre le causó un escalofrío.

—Fue golpeado en la cabeza con brutalidad.

—¡Qué barbaridad! —exclamó, mientras su ego sonreía divertido al haber acertado de lleno.

—Su ama de llaves le encontró esta madrugada. Y un criado cabalgó raudo las tres leguas que separan Munguia de Bilbao para denunciarlo.

—Está claro que alguien no ha parado hasta acabar con los cuatro jugadores de aquella partida.

—Eso parece.

—Es posible que quien sea simplemente busque el dinero obtenido del apresamiento del barco francés, si no lo ha encontrado ya.

—Veo que estáis muy bien informado. ¡Menudos quebraderos de cabeza me dio ese maldito barco! Y, en efecto, del botín poco se sabe. He llegado a averiguar que los cuatro estuvieron presentes en el momento de la transacción con los ingleses. Mas no tengo la menor idea de lo que pasó después, ni si se llegó a materializar el pago de la apuesta. Y mucho menos, de dónde puede estar ahora el dinero.

—Agradezco vuestra franqueza, don Gutierre. Pero me encuentro un poco cansado de esta historia y me gustaría irme ya. Mi hija estará preocupada por mí.

—¡Por supuesto! Haré que os acompañen a Balmaseda.

—No es necesario. Prefiero ir solo.

—Como queráis. Ordenaré que preparen vuestra yegua.

—Sois muy amable.

—Espero que no me guardéis rencor. Yo no sabía que... —se disculpó de nuevo.

—De ninguna manera, don Gutierre. A veces, el destino se encapricha tontamente.

—En cualquier caso, os ruego que aceptéis un presente en desagravio.

El asistente obedeció el gesto manual del corregidor, entregándole una espada.

—No es necesario —dijo don Fernando.

—Sí que lo es. La vuestra se deterioró en el incendio y ya no está a la altura de vuestro porte. Está elaborada por Zamudio, uno de los mejores espaderos de Bilbao. Veréis la marca en la bigotera[41]. Así el nombre no os recordará únicamente a la cárcel.

El doctor Zúñiga la extrajo de la vaina de piel para contemplarla mejor. Se trataba de un arma a la antigua usanza, como a él le gustaba. Detestaba esos espadines franceses que amenazaban con desbancar a la tradicional espada ropera española.

Esta presentaba un aspecto magnífico. El artesano había cuidado hasta el más mínimo detalle de la guarnición. La virola, el pomo, la taza o los gavilanes constituían una obra de arte. El acero vizcaíno de la hoja hacía el resto.

—Es una de las piezas más bellas que he visto —don Fernando habló con sinceridad.

—Me satisface que os guste.

—Sólo por ella ha merecido la pena permanecer estos días en prisión —dijo sonriendo.

—No hablaréis en serio.

—Absolutamente.

—oOo—

 

Hombres, mujeres y niños llegados de los alrededores pretendían acceder a Bilbao por el único puente sobre el Ibaizabal. El gentío, deseoso de festejos, se agolpaba en San Antón. A duras penas, la yegua de don Fernando fue abriéndose paso contracorriente hasta salir de la villa y llegar a la anteiglesia de Abando.

El vizconde ignoraba dónde andaría Pelayo a aquellas horas. Estaba preocupado por él. No pensaba que el chico estuviese implicado en el crimen de Uría. El modus operandi así se lo indicaba. Sin embargo, una ligera bruma nublaba su certeza. El hecho de que no le hubiera aguardado a las puertas de la prisión no le ayudaba a tranquilizarle. Por algún motivo, el muchacho no había entrado en Bilbao. Eso, suponiendo que se encontrara bien. Quizás no tenía que haberle enviado a Munguia. Esperaba que le hubiese hecho caso cuando le aconsejó la compañía del padre de Isabel. Y le extrañaba que Germán tampoco apareciera.

Aunque ardía en deseos de acercarse al caserío del último asesinado, decidió que lo más sensato era regresar a Balmaseda. Necesitaba asearse, saber de Pelayo y abrazar a su hija.

Al pasar junto al convento de la Merced, una voz le hizo recuperar la sonrisa.

—¡Don Fernando!

El aludido tiró de las riendas. Con más agilidad de lo habitual, se apeó de su montura para acercarse al muchacho.

—¿Dónde diablos estabas?

Pero antes de que Pelayo pudiera contestar, el vizconde lo asió de los hombros y lo apretó contra sí. El joven se estremeció ante tan sentido abrazo. Sentimientos agridulces se agitaron dentro de él. Agradecimiento y desasosiego. Tenía la sensación de que amando a Leonor traicionaba la confianza depositada por su padre. Por eso, poco a poco, se fue desasiendo. Como si no se creyese merecedor de aquella muestra de cariño.

—No sabéis cuánto me alegra veros fuera de esa prisión.

—Más me alegra a mí. ¿Qué haces aquí?

—Os esperaba. Me imaginé que os soltarían cuando se enterasen de la muerte de Jon Uría.

—Ya. ¿Y dónde está Germán?

—¿Germán? —Pelayo se vio pillado en su desobediencia.

—Sí. Germán. ¿No te dije que te acompañara? ¿No lo ha hecho?

—No, señor —respondió el muchacho, agachando la cabeza.

—¡Me va a oír cuando le vea!

—Él no tiene la culpa. Fui yo, que no le dije nada.

—¿Cómo?

—Quería ir yo solo en busca de Uría.

—Explícame eso —requirió el vizconde, a caballo entre el resquemor y el enfado.

Pelayo permaneció en silencio, sin poder titubear siquiera. De pronto, don Fernando vio algo en las calzas del chico que le sobresaltó.

—¿Es sangre? —le preguntó.

—Es sangre de Jon Uría —contestó, asintiendo con la cabeza—. Por eso no he querido entrar en Bilbao. Con estos ropajes no me he atrevido.

—No se te habrá ocurrido cometer una tontería.

—La verdad es que se me pasó por la cabeza matarlo. Y más cuando no saqué nada en claro tras nuestra conversación. Pensé que su asesinato os sacaría de la cárcel. Por eso, después de medianoche volví al caserío. Que Dios me perdone, pero iba con la clara intención de darle muerte. Sin embargo, alguien se me adelantó —confesó—. Me creéis, ¿verdad?

—Por supuesto, hijo. Sé que murió golpeado, y tú hubieras usado la espada.

—¿Cómo lo sabéis? —la pregunta de Pelayo se componía de sorpresa y admiración a partes iguales. ¡Ah! Ya os lo han relatado.

—Así es. Lo han hecho. No obstante, yo ya lo sabía —el vizconde no disimuló su altanería.

—¿Intuición y sentido común?

—Eso es hijo, aunque otros lo llamen suerte. Tantas horas en la cárcel dan tiempo para pensar. Al menos, el encierro sirvió de algo.

—Señor, me tenéis en ascuas. ¿No vais a contarme vuestros razonamientos?

—A ver. El mus. Cuatro jugadores. Cuatro cartas. Cuatro lances.

—Eso es lo que nos enseñó Antzara.

—¿Y qué tenemos ahora? Cuatro jugadores asesinados.

—Así es.

—Bien. ¿Y cuántos palos hay en la baraja?

—Cuatro. Oros, copas, espadas y bastos.

—Eso es. ¿Cuál es el primero?

—Oros.

—O soles —aclaró don Fernando—. Las barajas empleadas en El muslari tuerto tenían soles en vez de oros.

—La de Antzara también.

—Correcto. La de Antzara también. ¿Cómo murió Jauregi?

—Abrasado.

—Abrasado por el fuego. Igual que abrasa el sol en estos meses de pertinaz sequía.

—No entiendo dónde queréis llegar.

—El sol. El sol abrasa. El primer palo de la baraja abrasa.

—Ya —dijo Pelayo, no muy convencido, sin esconder el escepticismo de su rostro.

—Vamos a ver. Prosigamos. ¿Cómo mataron a Pedro?

—Con veneno.

—Envenenado con vino. Y, hasta donde yo sé, el vino se sirve en copa. Segundo muerto, segundo palo de la baraja. Copas.

La sincera sonrisa de Pelayo, al tiempo que abría los ojos, puso de manifiesto su comprensión.

—Tercer palo. ¡Espadas! Tercer asesinado... Legizamon, atravesado por una espada —el muchacho comenzaba a disfrutar ante la evidencia.

—Y cuarto palo, bastos. Lógicamente, Uría debía morir golpeado —concluyó don Fernando, satisfecho.

—Supongo que nunca dejaréis de sorprenderme, señor —comentó el chico, dejándose llevar por el entusiasmo.

—Eso espero, hijo.

—Bien. Y entonces... ¿quién lo ha hecho?

—Buena pregunta. Alguien dotado de inteligencia y de locura.

—¿Antzara?

—No lo creo. Al menos, él no mató a Legizamon.

—¿Cómo podéis estar tan seguro?

Antzara repartía los naipes con la izquierda. Es zurdo. Y según me reveló Ibaizabal, la herida le atravesó en diagonal, entrando por su costado derecho. Esa estocada no pudo realizarla un zurdo.

Pelayo escuchó embelesado esta última explicación.

—Señor, sois el mejor...

—Anda, calla —le interrumpió—. Ahora dime qué pasó en el caserío.

—Poco sé, señor. Después de que Uría no me contase nada nuevo, volví por la noche. Entré por la parte trasera, por el establo. Estaba muy oscuro. Veía sombras por todas partes, pero creo que una de ellas pasó a mi lado. Luego deduje que, tal vez, fuese el asesino en su huida. Cuando llegué al cuarto de Uría tropecé con su cadáver, y casi caigo sobre él. Por eso llevo la ropa manchada. Encendí una vela que llevaba conmigo y, en cuanto me di cuenta de la situación, huí como alma que lleva el diablo.

—Bueno. Mañana iremos por allí, a ver si encontramos algo. Ahora será mejor que regresemos a Balmaseda. Estoy deseando abrazar a Leonor.

Y yo, pensó Pelayo. Sin embargo, simplemente se atrevió a decir:

—Bonita espada.

—Sí que lo es.

Ambos montaron sus yeguas ante la vetusta casa de Martín Sáez de la Naja, un caserón junto al muelle en el que en 1526 se había reformado el viejo Fuero de Vizcaya. El vizconde se fijó en el lobo y el cordero que formaban parte del escudo tallado en la pared de piedra. Bajo este, aparecía inscrito el apellido de la familia: Naja. Fue en ese preciso momento cuando recordó algo que le perturbó. Algo que le indujo a pensar que quizás debería desandar el camino recorrido en su investigación.


Date: 2016-03-03; view: 444


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