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Cuatro jugadores, cuatro palos 3 page

 

Capítulo VII

 

El cazador negro

 

Jamás imaginó que el abrazo de una mujer volvería a provocarle sensaciones olvidadas. Emociones que creía enterradas junto con el cadáver de su esposa. Durante las dos últimas décadas, su melancolía venía labrando una coraza alrededor de su corazón. Día a día. Siempre fiel a la memoria de Pilar. Ni siquiera las frecuentes insinuaciones de la Reina habían conseguido de él nada más que cariño. Por eso, en aquel momento sintió miedo. Miedo a lo desconocido. Miedo a la insólita reacción de sus instintos. Unos instintos que se despertaban de su largo letargo ante el sorprendente abrazo de Isabel.

El ama de llaves no pudo reprimirse. Demasiado tiempo de contención. Por una vez, su amor rompió su silencio. Fue un grito. Un grito corto, pero un grito al fin y al cabo. Duró el efímero instante en el que Isabel se echó en sus brazos, empujada por la soledad y el sufrimiento de quien debe callar.

Ella se encontraba asomada a la ventana del primer piso. Al ver la llegada de don Fernando y de Pelayo, bajó las escaleras a toda velocidad. Ni se acordó de avisar a Leonor. Estaba ofuscada. Como si su héroe acabara de regresar de una larga guerra.

Al vizconde apenas le dio tiempo a descabalgar. Antes de que pudiera darse cuenta sintió cómo el pecho de Isabel se apretaba contra el suyo, con el gesto estupefacto de Pelayo como único testigo. La mujer sollozaba y sonreía. Don Fernando, movido por la espontaneidad, la rodeó con sus brazos. Su piel desprendía el aroma inconfundible de los atardeceres de verano. Olía a jazmín. Le acarició el pelo con el ánimo de consolarla. Y cuando sus dedos le rozaron la nuca, los cuerpos de ambos se estremecieron.

Leonor le llamó desde dentro de la casa.

—¡Padre!

La voz de la joven despertó a Isabel de su trance. Entonces sintió vergüenza. Vergüenza y desasosiego. Terminaba de traspasar la frontera de la confianza. Aun así, trató de mantener la dignidad mientras se retiraba.

—Perdón —su susurró sólo resultó perceptible a los oídos de don Fernando.

—No hay por qué pedirlo. No tiene importancia —le respondió con tono galante.

Pero, a partir de aquel día, el doctor Zúñiga nunca volvería a mirarla como antes.

Leonor llegó corriendo, con la basquiña remangada. Ahora fue ella quien se le abalanzó. Y aunque sus brazos rodeaban el cuello de su padre, sus ojos se fijaban en el muchacho que se encontraba detrás. Este se mostraba altanero. Satisfecho por haber cumplido la misión encomendada. Ella le obsequió con una sonrisa de agradecimiento. Sin embargo, su mirada escondía cierto aire de tristeza. Quizás de remordimiento. Y es que, más temprano que tarde, debía sincerarse con él.



—oOo—

 

Sobre el pescante, Pelayo ayudaba a Germán a gobernar las bestias. Este, a instancias del muchacho, detuvo el carruaje delante de la fachada del caserío. En su interior viajaban Leonor, don Fernando e Isabel. La joven se había empeñado en acompañar a su padre y no hubo modo de convencerla para que se quedara en casa de Gorane Otamendi.

El trayecto resultó extraño. Apenas se emitieron unas pocas palabras, relativas en su mayoría a la belleza de los paisajes. Parecía como si la carga de sus pensamientos les hubiese enmudecido.

Isabel subió al coche dispuesta a gastar su última munición. Consciente de la reacción provocada en el vizconde la tarde anterior, decidió acicalarse. No solía hacerlo. Por eso, el tenue maquillaje de solimán y el brillo de la cera en sus labios realzaban su hermosura. Deliberadamente no usó guardapiés bajo la saya, de tal manera que algunos de sus cuidados movimientos dejaban ver sus tobillos. Por más que lo intentaba, a la mirada de don Fernando le costaba no fijarse en ellos. Cada vez que ella se percataba, sus ojos grises chisporroteaban.

Aquel domingo, primer día de agosto, se presentó oscuro. El cielo no andaba de muy buen humor, así que se vistió de gris. La gente regresaba de oír misa en la iglesia de San Pedro, donde se acababa de oficiar el funeral por Jon Uría.

Germán, solícito, le abrió la puerta al vizconde. Este bajó pausado, meditando su actuación inmediata.

—Pelayo, métete dentro del coche. No quiero que nadie de la casa te vea —ordenó.

El muchacho obedeció sin rechistar, acomodándose frente a Leonor. Ella lanzó una ojeada distraída a la ventana para comprobar cómo su padre, con gesto reflexivo, se dirigía hacia la entrada.

Fue la misma campesina de pelo canoso que había recibido a Pelayo, la que atendió al nuevo visitante.

Arratsaldeon, buena mujer.

Arratsaldeon —ella refunfuñó su saludo.

—Mi nombre es Agustín Zumelzu —mintió el doctor Zúñiga.

Ella le observó con desconfianza.

—Soy alguacil del corregidor. Supongo que alguno de mis compañeros ya habrá estado por aquí.

—Así es. Esta mañana, a primera hora. Eran dos. Ya les dije lo que sé.

—Ya. Pero la importancia de la persona de Jon Uría requiere una investigación más exhaustiva. Y yo soy el experto en crímenes.

Aquella explicación ayudó a bajar la guardia de la aldeana.

—¿Qué queréis saber?

—En primer lugar vuestro nombre, ¿cómo os llamáis, buena mujer? —le preguntó, esbozando su sonrisa más cautivadora.

—Me llamo Edurne.

—Edurne, me gustaría transmitir mi pésame a la familia.

—Pues tendréis que hacerlo cuando regreséis a Bilbao. Su esposa y sus dos hijos hace años que no pisan por aquí. A ellos no les gusta el caserío. El señor pasaba aquí solo largas temporadas.

—Así lo haré. Entonces, ¿quién encontró el cadáver?

—Fui yo. Pobre... No era mala persona.

—Me cuentan que, quizás, un poco engreído.

—Pues yo no lo creo.

—Ya. ¿Tenéis alguna idea de quién pudo cometer tamaña tropelía?

—No lo sé, señor. Pero aquel día recibió una visita extraña.

—¿De quién?

—De un buen mozo. Llegó de parte de un principal y mi señor no lo quiso recibir. Sin embargo, después dijo su apellido. Urteaga o algo así.

—¿Urtiaga?

—¡Eso! Urtiaga. Cuando le dije a don Jon que un tal Urtiaga le estaba esperando, se puso muy nervioso. Creo que hasta se asustó. Dudó durante un momento, hasta que me ordenó que le acompañase a su presencia.

—¿Creéis que ese muchacho lo mató?

—No lo sé —dijo, encogiéndose de hombros—. Yo diría que no.

—¿En qué os basáis?

—Uno de mis nietos dormía en el pajar. Dice que vio cómo un hombre de negro entraba en la casa.

La mujer detuvo su discurso para fijarse en la indumentaria de su interlocutor.

—Tranquila. Yo no era —bromeó.

—Ya. Ya lo supongo. Vuestra merced no tiene pinta de asesino.

—¿Y qué pinta tienen los asesinos?

—¡Y yo qué sé! Os decía que mi nieto luego vio cómo ese hombre huía y se cruzaba con otro que también se marchó después.

—¿Pudo distinguirlos?

—No. Sólo vio que el primero era el mismísimo Eiztari-beltza.

¿Quién es Eiztari-beltza?

—Pues el cazador negro. ¿Nunca oísteis hablar de él?

—¿Os referís a la leyenda del alma en pena encarnada en un cazador errante?

—La misma. Pero no se trata de una leyenda. Cada vez que él llega, anuncia la muerte.

—¿Cómo sabéis que era él?

—Ya os dije que mi nieto le vio. Y los niños no mienten. Llevaba capucha para cubrirse el rostro y ropajes de clérigo. Además dejó un muerto. ¿Qué más pruebas queréis?

—¿Qué tiene que ver que fuera un clérigo?

—Veo que no conocéis la historia. Tendré que contárosla: érase una vez un cura que tenía menos devociones que pasiones. La mayor de ellas, la que le hacía caer en tentación, era la caza. El diablo lo sabía. Por eso, un día se transformó en conejo y entró en la iglesia justo cuando el sacerdote estaba a punto de consumar la Eucaristía. No pudo evitarlo. Dejó el cáliz allí mismo, cogió su arcabuz y salió corriendo detrás del conejo. Nadie volvió a verle desde entonces. De vez en cuando se intuye su sombra o se oye en los bosques el eco lejano de sus disparos o el ladrido de sus perros, almas en pena como la suya. Siempre presagiando la muerte. Su suplicio no terminará hasta que pueda concluir aquella misa inacabada.

—Terrible historia. ¿Y por qué creéis que el cazador negro asesinó a vuestro señor?

—No sé. Supongo que le llegó su hora. Él bromeaba con todas esas historias de brujas y fantasmas. Nadie se puede reír de lo desconocido.

—¿Todo esto se lo habéis contado a mi compañero esta mañana?

—Más o menos. Ellos no eran tan amables como vuesa merced. Sólo les dije que alguien con hábitos negros rondó la casa aquella noche.

—¿Y lo del muchacho?

—También les conté que estuvo ese tal Urteaga.

—Ya —don Fernando no la corrigió esta vez—. ¿Me indicáis el lugar donde se produjo el crimen?

—Claro. En aquella habitación —señaló desde el pasillo—. Ellos también la visitaron.

El vizconde se encaminó hacia la puerta. La campesina le siguió.

El cuarto estaba oscuro. Aún olía a muerte. La mujer colgó la lámpara de aceite en un gancho de la pared y se dispuso a encender unas cuantas velas.

—¿Dónde se hallaba su cuerpo?

—Ahí, junto a la mesa.

—¿Me posáis el candil en el suelo, por favor?

Ella obedeció. Él se colocó los anteojos y se arrodilló para examinar la sangre impregnada en la madera. Junto a una gran mancha, se adivinaban los restos de unas letras pintadas.

—Por más que he frotado, no he conseguido que desaparezcan —se disculpó la aldeana.

—No importa. Aquí había algo escrito, ¿no?

—Supongo que sí. Aunque yo no sé leer.

—¿Ponía lo mismo que en algunos crucifijos?

—Sí, señor. ¡Eso mismo era!

El vizconde se incorporó satisfecho.

—Si me permitís, voy a echarle un vistazo a estos papeles.

—Claro. Ellos ni siquiera pidieron permiso.

El escritorio se hallaba bastante desordenado. Los documentos se dispersaban mezclados con un montón de naipes. Rápidamente don Fernando se dio cuenta de que había dos clases de barajas. Una española, al estilo de la empleada en El muslari tuerto. La otra parecía francesa. Sin pensárselo dos veces, fue rebuscando las cartas y colocándolas en dos pilas, bajo la atenta mirada de la campesina. Mientras realizaba la tarea, la comisura de sus labios se dibujaba hacia arriba. Cuando concluyó, repasó los dos montones. La baraja española sumaba cuarenta cartas, las necesarias para jugar al mus. A falta de ochos y nueves, contaba con todos sus soles, sus copas, sus espadas y sus bastos. Por un momento torció el gesto. Antes de repasarlas, habría apostado a que faltaría el as de bastos. Pero no, el as se encontraba allí.

Le despertaron más interés los naipes franceses. Era un tarot. Hacía años que no tenía la oportunidad de contemplarlos. Su viejo maestro, Pablo Alonso, poseía unos muy parecidos. Estaban pintados a mano. El vizconde los separó en dos grupos. En el primero, los arcanos menores. Cincuenta y seis. No faltaba ninguno. Catorce cartas de cada palo. En cambio, no encontró dos de los arcanos mayores. Si la memoria no le fallaba, debía haber veintidós y él sólo contaba veinte. Instintivamente volvió a remover entre los papeles.

—¿Buscáis algo? —preguntó Edurne.

—Creo que me faltan dos cartas.

—Una se la llevaron ellos.

—¿Quiénes?

—Sus compañeros, los alguaciles.

—¿Por qué se la llevaron?

—Les dije que el señor la sostenía en la mano cuando le encontré.

El doctor Zúñiga despejó la mesa con el antebrazo y dispuso todos los arcanos mayores boca arriba. Los fue colocando en orden. Salvo una carta en la que se leía Le Mat, cuyo personaje se asemejaba a una especie de loco o de vagabundo, las demás estaban numeradas del I al XXI. Allí se encontraban representados el diablo, el sumo sacerdote, el mundo, el sol, la luna, la fuerza, la rueda de la fortuna... Sin embargo, andaba en lo cierto. Faltaban la VIIII[42] y la XIII. Recordó que la XIII era la única carta sin nombre. En ella aparecía un esqueleto, segando con una guadaña un campo de huesos. Por eso, algunos veían en ella a la muerte. ¿Y la número nueve?

—¿La carta que Uría tenía en la mano representaba un esqueleto?

—No, señor. ¡Qué horror! Más bien era un anciano. Portaba un farol en una mano. En la otra, un bastón.

—¡Pues claro! Allí estaba el bastón, el as de bastos. Y la carta que se habían llevado los alguaciles era, ni más ni menos... ¡que la carta del ermitaño!

—No os entiendo.

—No os preocupéis, buena mujer. Hablaba para mí. ¿Podíais ayudarme a ver si se encuentra el naipe que falta en este maremagno?

—Podemos intentarlo.

Buscaron durante unos minutos sin resultado. El doctor Zúñiga parecía a punto de desistir cuando se le ocurrió mirar debajo de las arcas.

—Edurne, por favor, acercadme de nuevo el candil.

Ella obedeció para que el vizconde apoyara la cara en el suelo mientras lo palpaba casi a ciegas. En uno de sus movimientos, sus dedos se toparon con un papel arrugado. Finalmente, determinó incorporarse.

—¿Ha habido suerte? —se interesó ella.

—Parece que no. Vamos a ver que es esto.

Con cuidado desdobló su hallazgo. Al descubrir su contenido, sonrió.

—Se os ve satisfecho —comentó la mujer.

—Me habéis ayudado mucho.

—Me alegro, señor.

—Tomad unas monedas.

—Gracias, señor. Mas yo no acepto limosnas.

—No es una limosna. Es un pago por vuestros importantes servicios.

—Siendo así...

La aldeana abrió la mano para aceptar el dinero.

—Quedad con Dios, Edurne.

—Id con Él, señor.

—oOo—

 

La niebla extendió su manto sobre las estribaciones del monte Jata. El doctor Zúñiga rumiaba su contrariedad. No contaba con que la luz del día se viese obligada a retirarse antes de tiempo. Y todavía tenían que llegar a Basigo de Baquio.

No obstante, según las indicaciones de unos labriegos, por allí debía estar la vieja ermita de San Miguel[43]. Así que decidió desenganchar las dos yeguas del carruaje y buscar el pequeño templo con Pelayo. Apenas tuvieron que ascender media legua para avistarlo, casi escondido durante quinientos años en medio de un bosque de robles. Un ábside cuadrado, sobrio pero muy hermoso, se adosaba con aire distraído a la nave de planta rectangular como si temiese no pertenecerle. Su belleza tal vez radicara en su singularidad, ya que apenas existían construcciones similares en tierras vizcaínas.

El vizconde del Castañar no las tenía todas consigo. Con el transcurso de los días, las evidencias incriminaban a un supuesto clérigo que, según Antzara, rondaba por esos alrededores. Aquel hombre estuvo en El muslari tuerto la noche en que se jugó la famosa partida de mus, amenazando a los intervinientes. Luego, varios testigos habían visto a una persona vestida de negro tras los dos últimos asesinatos.

Sin embargo, algo se le escapaba. ¿Por qué Uría apareció muerto con una carta en la mano que representaba a un ermitaño? Don Fernando sopesaba dos opciones. La más lógica inducía a creer que, después del golpe, no hubiese muerto inmediatamente. Sin fuerzas para pedir ayuda ni moverse de la habitación, podía haber vivido lo suficiente como para encontrar el naipe preciso con el que acusar a su asesino. No obstante, no detectó manchas de sangre en el resto de la baraja. Así que parecía más posible la segunda alternativa: que el naipe hubiese sido colocado de esa manera a propósito. Aunque no le veía el sentido. El asesino ya escribió INRI en el suelo. ¿Por qué, además, iba a dejar su firma? Sin saber por qué, intuyó que alguien pretendía endiñarle los muertos al tonsurado.

Para más INRI —el doctor Zúñiga sonrió con su propia ocurrencia— estaba lo de las monedas de Antzara, lo del libro de venenos de la prima de Pedro Urtiaga y aquella enigmática visita nocturna. Eso sin contar con que aún ignoraba el significado exacto de la flauta regalada por su amigo. Claro que, tras su salida de la cárcel de Bilbao, creía conocer la procedencia de ese dichoso instrumento.

—¿Pudiste ver el color del ropaje del hombre que entró en la habitación de Gorane? —don Fernando hizo la pregunta en voz baja mientras se apeaba de su yegua.

—De noche todos los gatos son pardos, señor. Mas si tuviera que elegir uno, diría el negro —contestó Pelayo.

—Ya.

—¿En qué pensáis?

—En que es probable que nos estemos obcecando en la búsqueda de un asesino cuando puede haber más de uno.

—¿Qué insinuáis? ¿Que no hay una única mano criminal?

—No lo sé.

—Pero todos los indicios apuntan a un solo asesino.

—No todos. Fallaces sunt rerum species.

—¿Qué significa, señor? —a Pelayo ya no le avergonzaba manifestar su desconocimiento del latín.

—La apariencia de las cosas es engañosa —le tradujo—. Hasta ayer, nuestro principal sospechoso era Uría. Las apariencias le apuntaban como el asesino. Y ya ves cómo ha acabado. Te conté hace un rato lo del naipe del ermitaño. Ahora las apariencias le incriminan. Pero mira dónde estamos. Sin terminar de verlo claro del todo. Antes no te dije nada de una nota que encontré arrugada en el suelo del caserío.

—¿Una nota?

—Sí. Una amenaza de muerte. Aunque quizás Uría ni siquiera se percató de que lo fuera. Ponía: Se acabó la partida. Y encima de la frasecita, el dibujo de cuatro naipes: tres treses y un as.

—Treinta y una para el mus.

—Eso es. Le mataron pasada la medianoche. Así que el asesinato se cometió el día treinta y uno. La nota con la jugada era una aviso... o una sentencia de muerte.

—Está claro que el asesino sabe jugar al mus.

—Eso parece.

—Menuda paradoja, señor.

—¿Paradoja? ¿A qué te refieres?

—A las cartas del anónimo. Tres treses y un as. Son las mismas que tenía en la última mano de aquella partida... y la última jugada que ha visto en su vida.

—¿Eran las mismas cartas?

—Las mismas. Os recuerdo que Antzara me las puso delante al relatarnos la partida.

El doctor Zúñiga frunció el ceño, contrariado por no haber caído en ese detalle. Reconocía que los años empezaban a pesarle en sus huesos, pero de ninguna manera debían hacerlo en su memoria.

—Ya. Anda, vamos a acercarnos despacio.

El vizconde desenvainó su flamante espada. Sin embargo, ahora que le había vuelto a la cabeza la anotación en la cruz de Cristo, estaba más pendiente de sus elucubraciones que de la posible presencia del misterioso ermitaño. ¿Qué pintaba INRI en toda aquella trama? Además de su significado cristiano, era la palabra perdida en una de las ceremonias de los rosacruces y también se empleaba en algunos rituales satánicos. Desde luego, aquel clérigo podía haberla usado en cualquiera de sus acepciones. Al fin y al cabo, quizás no fuese tan descabellado considerarle el asesino. A esas alturas de la vida, ya sabía que los peores jeroglíficos se encerraban en la mente humana, y más si esta no conservaba su cordura.

Unos cuantos pasos cautelosos les llevaron hasta el pórtico de piedra. Tras la indicación de don Fernando, Pelayo empujó la puerta. El recinto se hallaba en penumbra. La escasa claridad del exterior apenas traspasaba el único vano del edificio. Reinaba el silencio. Aun así, aguardaron un par de minutos antes de entrar. Enseguida comprobaron que allí no había nadie. Fernando de Zúñiga suspiró entre contrariado y aliviado. Seguirían buscando al día siguiente, pero ahora lo que debían encontrar era un lugar donde pernoctar.

—oOo—

 

Las nubes quisieron prolongar su romance con la tierra y se resistían a abrirle el paso a las primeras luces del alba. Un extraño rumor procedente del norte arrullaba un puñado de sueños. Pelayo se incorporó de la cama para asomarse al diminuto ojo de buey. Al este, un ligero matiz en el cielo apenas discernía el día de la noche. Se mostró impaciente. Impaciente y fastidiado. Imposible distinguir nada unas varas más allá. Y sin embargo, estaba ahí mismo. Su melodía le delataba. Notas que brotaban apacibles para componer una canción eterna. La canción del mar.

No pudo esperar. Se terminó de vestir y salió fuera.

No sin cierta dosis de fortuna, habían dado con la Arrantzalearen Ostatu[44] antes de que anocheciera del todo. La posada se ubicaba en medio de una hilera de casas de pescadores junto a la playa de Basigo de Baquio. Esta se extendía durante mil varas erigiéndose en la más luenga de la costa vizcaína.

De repente, el muchacho se quedó petrificado. Sintió cómo los pies se le hundían en el suelo y temió ser engullido. Tras unos instantes en los que apenas respiró, intuyó que no existía peligro. Aun así, caminó despacio. Asentando cada pisada antes de atreverse a dar la siguiente. Poco a poco se fue acostumbrando a aquella tierra fina. Se agachó para tocarla. Estaba fría. Cogió un puñado, y una rara sensación le recorrió la mano. La arena se deslizaba entre sus dedos, empeñada en regresar al lugar al que pertenecía.

La niebla seguía instalada en la orilla. Con paso timorato se dirigió hacia ella. Súbitamente, su corazón se desbocó. Se restregó los ojos para cerciorarse de que no se trataba de un espejismo. Poco más allá, la mirada de una mujer intentaba abrirse camino entre la septentrional espesura. Él se acercó.

—Buenos días, Leonor.

Ella giró la cabeza y le sonrió. Su gesto no manifestaba sorpresa, como si le estuviera esperando.

—Demasiado tentador como para quedarse en la cama —comentó la muchacha, a modo de saludo, apuntando con la barbilla al horizonte.

Una brisa húmeda acariciaba su corta melena.

—¿No tenéis frío?

—Un poco, pero no me importa.

A Pelayo le hubiese gustado transmitirle el ardor que sentía, estrechándola entre sus brazos. Sin embargo, se limitó a prestarle su capa.

—Tomad —dijo, acomodándosela en los hombros.

—Gracias —respondió ella, mientras la asía cruzando las manos sobre el pecho.

Entonces, como por arte de magia, el sol no quiso perderse la estampa de dos jóvenes a punto de descubrir el mar en todo su esplendor. Con aire solemne, el astro rey emergió majestuoso por el oriente. La niebla optó por inclinar la cabeza ante su presencia, disipándose paulatinamente.

Nunca antes un paisaje había alcanzado tanta belleza. Ambos enmudecieron. Turbados por la admiración, contemplaban cuanto les rodeaba sin atreverse a hablar. Como si cualquier palabra fuese capaz de romper el hechizo.

Ante ellos, una gran masa de agua se perdía en el infinito. Las mismas olas cadenciosas que coqueteaban con la playa, regalándole sus crespones de plata, chocaban furiosas contra los acantilados más lejanos. Poco a poco, la arena se iba dorando y el mar dudaba si vestirse esa mañana de azul o de verde.

A la derecha, muy cerca de la orilla, se alzaba la silueta de una pequeña isla coronada con una ermita. El contraluz se esforzó en mostrar la magnificencia de su hermosura. Sin emitir comentario alguno, decidieron caminar hacia allá. A medida que avanzaban, tras el montículo iba apareciendo una porción de tierra que resultó ser otra ínsula. Aves salvajes campaban sobre ella a sus anchas.

No se detuvieron hasta que la arena dio paso a las rocas. Ahora la claridad ya permitía distinguir detalles del islote. Una vegetación adaptada a la sal marina, a base de árgomas y brezos, trepaba hacia la cumbre por encima de arcos, cuevas y túneles horadados por la paciencia milenaria de las aguas sobre las vertiginosas paredes de piedra. Un sinuoso camino conducía desde la base a lo más alto, donde reposaba la vieja ermita.

Antes de regresar, los muchachos observaron de nuevo cuanto les rodeaba. Estaban solos. Algunas embarcaciones faenaban a lo lejos. Pelayo miró los ojos ausentes de Leonor y luego miró al mar. Jamás dos colores fueron tan iguales.

—Mi madre nunca lo conoció —suspiró él.

—¿El mar? Creo que la mía tampoco.

—Nadie debería morir sin conocerlo.

—Nadie. ¿Sabéis que don Carlos II, nuestro Rey, aún no ha visto el mar? Me lo ha contado mi padre[45].

—Vuestro padre sabe muchas cosas.

—Sí. A veces pienso que tanta sabiduría no es buena para él y que son más felices los ignorantes que los sabios.

—Vuestro padre no es infeliz por su sabiduría. Vos sabéis perfectamente por qué lo es.

Ella calló durante unos instantes.

—Lo sé.

—Nada hace más infeliz a un hombre que un amor arrebatado. Y más si quien se lo lleva es la muerte.

—El amor duele.

Pelayo se sintió aludido por la frase.

—No siempre. Sólo si se pierde.

—¿Y merece la pena amar a sabiendas de que se puede sufrir tanto?

—Eso no importa. A veces resulta imposible elegir. ¿Qué me decís de este paisaje?


Date: 2016-03-03; view: 375


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