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Cuatro jugadores, cuatro palos 1 page

 

Aún conservaba en su retina la mirada extraviada de Gorane Otamendi. Fría y distante. Aquella mañana su comportamiento le resultó más misterioso de lo habitual. Pelayo estaba seguro de que escondía algún importante secreto. Quién sabe si compartido con el hombre que le había visitado por la noche. Quizás su amante... o su cómplice.

El joven tiró de las riendas de su yegua para detenerse ante el desvencijado edificio de la prisión, decidido a cumplir la misión encomendada a cualquier precio.

Le animaba el recuerdo de Leonor. Ella le acababa de despedir con lágrimas en los ojos. Con lágrimas y una sonrisa. Ya no eran lágrimas de desconsuelo, sino de esperanza. Por eso, antes de defraudarla, moriría... o mataría.

Tan ensimismado andaba en sus pensamientos que no vio al doctor Pazuengos hasta que este le abordó.

—Hola, muchacho. ¿De visita?

—¡Ah! Hola. Sí, señor.

—Yo también vengo de verle.

—¿Está bien?

—Todo lo bien que se puede estar encarcelado. Está más enfadado que otra cosa, pero su salud es buena.

—¡Menudo atropello!

—Pues sí. ¡Qué mala suerte! —don Jacinto dio la sensación de no querer implicarse demasiado con sus comentarios. Al fin y al cabo, las arcas municipales le pagaban trescientos ducados al año.

—¿Mala suerte? ¡Una injusticia, señor!

—Ya. Bueno... he de irme. Tengo mucho trabajo. Le prometí al vizconde que haría cuanto estuviese en mi mano por él. Ve con Dios.

—Y vuesa merced con Él.

Un carcelero guio a Pelayo, con una tea encendida, por el corredor que conducía a la puerta de la torre. Después de ascender por una estrecha escalera de caracol llegaron a la segunda planta.

—Es la última de la derecha —indicó el guardián, dándose la vuelta con aire cansino.

El muchacho caminó despacio, casi a tientas, hasta el final del pasillo.

La tenue luz que se colaba por una pequeña ventana libraba su batalla personal con la penumbra. A medida que sus ojos se amoldaban a la situación, iban distinguiendo los detalles de la celda. Tenía aspecto de limpia. La amueblaban una estufa apagada, un escritorio, dos sillas, una especie de tocador para aseo y una cama. Sobre esta, alguien dormitaba de cara a la pared.

—¿Don Fernando? —Pelayo no podía identificarle con claridad.

Tras una noche en la que apenas había conciliado el sueño, el vizconde del Castañar cogió con ganas la cama de su nueva celda. Sin embargo, no dormía profundamente. Abrió un ojo y sonrió. Se alegraba de la visita del muchacho, aunque hubiese descuidado su encargo de cuidar de las mujeres. Por eso, quiso hacerse de rogar y no se volvió de inmediato al oírle, lo que hizo dudar a Pelayo. Este esperó unos instantes e insistió sin elevar el tono, como si pretendiese llamar su atención sin despertarle.



—Don Fernando, ¿dormís?

El doctor Zúñiga se giró sobre sí mismo.

—¿Pelayo?

—Soy yo, señor.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó al tiempo que se incorporaba.

—Vuestra hija me rogó que viniera a veros. Decidí obedecerle para que estuviese tranquila.

—¿Ah, sí? Ya veo. Le has obedecido a ella, pero me has desobedecido a mí —el vizconde aprovechó para martirizarle un poco.

—No, señor. Ella está bien. Es vuesa merced quien nos preocupaba —se disculpó.

—Pues ya ves la celda tan confortable que tengo —no quiso decirle nada del cochambroso cuartucho de la primera noche.

—No está mal.

—Cuando vuelvas a Balmaseda, dile a mi hija que estoy bien atendido y que volveré pronto.

—¿Eso es verdad?

—¿Que estoy bien?

—No. Que volveréis pronto.

—Eso espero. Esto es un sinsentido. Mas no podemos quedarnos de brazos cruzados. Es preciso que encuentres a Uría. Es el único que puede aportarnos algo de luz.

—¿Creéis que querrá hablar conmigo?

—Has de intentarlo. Confío en ti.

—¿Por dónde empiezo a buscarle?

—Habla con Antzara. Seguro que sabe dónde vive. Pero ten cuidado con el viejo. Aunque tengo motivos para creer que él no mató a Legizamon, a estas alturas no me fío de nadie.

—No me choca, señor. Anoche un hombre entró en la alcoba de Gorane.

—¿Un hombre? —la pregunta llevaba más extrañeza que sorpresa.

—Sí, señor. Lo que lamento es que no pude verle la cara. ¿Por qué todo el mundo oculta algo?

—Es inherente a la condición humana. En fin, me alegra sinceramente que estés aquí. Anda, ve en busca de Antzara. De paso, pregúntale si sabe algo de la muerte de Legizamon y de mi espada. Si el alcalde dice la verdad, le mataron cerca de su casa. Y también debe de saber lo de la apuesta. Sin embargo, el otro día no nos contó nada al respecto.

—¿Una apuesta?

—En aquella partida se puso en juego algo más que el honor. Se apostaron el cargamento de un barco francés que apresaron como corsarios.

—¿Cómo lo sabéis?

—Me lo ha contado el alcaide. Anda, ve en su busca —insistió.

—Sí, señor. Me voy. Os tendré informado.

El doctor Zúñiga le entregó un puñado de monedas.

—Úsalas como creas debido. Ve con cuidado, hijo.

—Lo tendré.

—oOo—

 

La tarde se despidió sin más. A Pelayo le pilló el anochecer haciendo guardia frente a la puerta de Eugenio Gorostiza. Acababa de pasar el día buscando al viejo jugador, recorriendo sin éxito todas las tabernas. Así que determinó esperarle sentado. No quiso pensar que se hubiera ausentado de Bilbao, pero a medida que transcurrían las horas su impaciencia iba en aumento. Lo que tenía claro es que pasaría allí la noche apostado.

La brisa de la ría venía cargada de humedad. Afortunadamente había tenido la precaución de traerse la capa. Aun así, tenía que frotarse los brazos para desentumecerlos. Por un momento estuvo tentado de refugiarse en El muslari tuerto.

Una campanada, procedente de la iglesia de Santiago, voló solitaria sobre el cielo bilbaíno. La silueta de Antzara emergió de entre las sombras como un espectro. Se tambaleaba de lado a lado del cantón. La casualidad le ayudó a localizar la llave. Sin embargo, tras varios intentos, se veía incapaz de atinar con la cerradura.

—¡Malditos cacharros! ¿Por qué demonios los hacen tan pequeños?

Pelayo, que permanecía a la expectativa, decidió intervenir.

—¿Os ayudo, señor? —se ofreció, incorporándose.

El viejo giró la cabeza. A pesar de la borrachera, le reconoció enseguida.

—Muchacho, te voy a dar un consejo: no abordes nunca a nadie por sorpresa en un callejón oscuro si no quieres encontrarte con un acero en las tripas.

Chocando pedernal se hubiera podido prender su aliento.

—Lamento haberos asustado.

—¿Quién diantres te ha dicho que me has asustado? Eugenio Gorostiza no se asusta de nada ni de nadie. Ni siquiera de morir solo. Si me hubieras asustado, estarías muerto. Pero ya que estás aquí, abre esta maldita puerta —dijo con la voz tomada por el alcohol.

Pelayo palpó con una mano hasta hallar el orificio por el que introdujo la llave que le acababa de entregar el viejo. La madera estaba dilatada, por lo que tuvo que empujar con fuerza para desencajarla del marco. El jugador entró derecho hacia su cuarto.

—¿Puedo pasar?

Ante la falta de respuesta, decidió hacerlo. Antzara ya se encontraba sentado junto a la ventana, barajando unos naipes.

—Supongo que no habrás venido a aprender a jugar al mus.

—Suponéis bien. ¿Pasáis ahí toda la noche?

—Siéntate, enciende una vela... y vete al grano —el muchacho siguió las instrucciones en silencio—. El doctor Zúñiga está en prisión y, si quieres sacarle pronto, has de demostrar que él no mató a Legizamon —interrumpió su disertación para beber directamente de su jarra de aguardiente—. Y puesto que el asesinato aconteció a las puertas de mi casa, crees que este viejo pudo ser testigo del mismo. Con lo que no cuentas es que ya les dije al alcalde y sus alguaciles que en aquel momento dormía.

Pelayo depositó unas monedas sobre la mesa, temiendo no conseguir el resultado esperado.

—¡Vaya! El doctor te ha instruido sobre cómo hacer bien las cosas —ante el silencio del muchacho, Gorostiza prosiguió—. No mentí a la autoridad. Repito, hasta aquel momento dormía. Aquí mismo. Sin embargo, un ruido me despertó. Y por lo que vi y oí, deduzco que Legizamon conocía a su agresor.

—¿Cómo lo sabéis?

—Las espadas apenas se cruzaron. Legizamon estaba demasiado borracho y encajó una estocada en el vientre antes de que le diera tiempo a reaccionar. Arrodillado en el suelo, miró hacia arriba y vio la cara de quien tan gravemente le acababa de herir. Con los ojos desencajados, propios de quien está contemplando la muerte, le preguntó: ¿Vos? Y antes de que pudiera proseguir, el atacante le clavó el acero en la garganta. Ni siquiera se molestó en retirarlo. Se alejó a toda prisa por el callejón.

—¿Visteis al agresor?

—Sólo su espalda. Aunque no había más luz que los centelleos del farol de la taberna, distinguí su negra vestimenta.

—¿No acudisteis en ayuda de Legizamon?

—¿Para qué? A mí no me gustan los líos. Lo mismo me ve alguien desclavándole el acero y me endiñan el muerto, que estaba bien muerto. Le atendieron dos jugadores que salían a la calle —una tos áspera y seca acompañaba todas sus frases—. También verían huir al atacante. Fueron ellos los que le sacaron la espada de la garganta y dieron parte a la justicia.

—¿No sospecháis de nadie?

—Mira, chico. Las sospechas ni me van ni me vienen. Lo que está claro es que tu doctor está metido en un buen lío.

—¿Sabríais decirme dónde vive Jon Uría?

—¿Crees que lo hizo Jon Uría? —Antzara rio.

—¿Por qué os reís?

—Eran amigos. Como sea esa la única pista que sigues...

—Cuando hay mucho dinero por medio, no hay amigos que valgan.

—Te equivocas, muchacho. Aquí se respeta la amistad. Y veo que te has enterado de lo del botín del barco francés.

—El otro día nos lo ocultasteis —le reprochó.

Gorostiza emitió un sonido gutural.

—Uno no puede contarlo todo. Además, ¿qué importancia puede tener?

—Más de lo que vuesa merced cree. Han muerto tres jugadores de aquella partida.

En medio del mareo, el viejo aprovechó un resquicio de lucidez para reflexionar durante un instante.

—Lo que es cierto es que nadie sabe nada sobre el destino de ese dinero —su tos ganaba en frecuencia.

—Por eso, sólo me resta preguntarle a Uría. ¿Sabéis dónde podría encontrarle? —insistió.

—Tiene una casa aquí en Bilbao, aunque ahora no para en ella. Es posible que esté en su caserío.

Pelayo aguardó expectante a que Antzara le revelase la ubicación de la residencia de Uría. Sin embargo, el jugador enmudeció mientras miraba descaradamente la faltriquera del joven. Este se percató, por lo que decidió arrojar un par de monedas más sobre la mesa. Una de ellas aterrizó de canto. El torpe manotazo de Antzara no consiguió evitar que rodara hasta llegar al suelo. El muchacho, al agacharse para recogerla, se llevó una sorpresa mayúscula. Trató de mantener el ademán para no delatarse. Junto a la moneda caída, había otra de oro. Estaba bajo la silla de Gorostiza, justo al lado de un pequeño cofre entreabierto que no tenía cerradura. El vaivén de la vela a duras penas arrancaba destellos de su interior.

—¿Mala memoria? —Pelayo depositó su moneda sobre los naipes, sin realizar ningún otro comentario.

—¡Qué va! La memoria no me falla. Es que, a veces, tengo que callarme para calmar esta maldita tos que amenaza con llevarme al otro barrio.

—¿Y Uría?

—La impaciencia es la enfermedad de la juventud.

—¿Se cura con dinero?

—Claro que no. Se cura con el tiempo. Pero no te haré sufrir más. Podrás contarle al doctor que Uría vive en un caserío en Munguia.

El muchacho no disimuló una sonrisa de satisfacción.

—Gracias. Aquí decís eskerrik asko, ¿no? —dijo al tiempo que se incorporaba.

—Así es. De nada... o ez horregatik —le tradujo.

Las últimas palabras de Antzara sonaron muy cansadas. Pelayo aún no había alcanzado la puerta cuando el viejo ya estaba apoyando la cabeza sobre sus brazos entrelazados sobre la mesa.

—Que paséis buena noche —el joven se despidió desde el zaguán.

—¡Hijo! —el olor de los naipes pareció desperezar momentáneamente al veterano jugador.

Su repentina llamada provocó la vuelta de Pelayo.

—Decidme, señor.

—Si con Uría no sacases nada en claro, a lo mejor debes buscar por otro lado.

—¿Qué queréis decir?

—Al relataros la partida os hablé de un clérigo, ¿lo recuerdas?

—Sí, señor. Aquel loco al que vuestro amigo Juan echó de la taberna por amenazar a los jugadores con mandarles al infierno.

—No olvides que los locos cometen locuras.

—¿Creéis que...?

—Yo no creo nada —le interrumpió—. Sólo te aconsejo que no descartes ninguna posibilidad. Las combinaciones en los naipes son infinitas. Y la vida no es más que una partida.

—¿Sabéis quién es?

Bai[35]. He sabido de él. Se trata de un clérigo que ronda por las antiguas ermitas de la costa, cerca de Basigo de Baquio. Se llama Isaías Irastorza.

—Vuestras recomendaciones no caerán en saco roto.

—Una última cosa.

—Decidme.

—Serías un buen jugador de mus.

—A lo mejor algún día vuelvo para que me enseñéis —sonrió.

—Anda, ve con Dios.

—Quedad con Él.

Lo que Pelayo lamentó al salir a la calle no fue carecer de un sitio donde dormir, sino que era demasiado tarde para visitar al doctor Zúñiga. Todavía debería esperar hasta la madrugada, donde pudiera, para relatarle sus averiguaciones.

—oOo—

 

Le angustiaba aquella sensación de desamparo. Y aún llevaba adherido en los huesos todo el frío suministrado por la intemperie de la noche anterior. La brisa húmeda del Ibaizabal no tuvo dificultades para adueñarse de los soportales de la plaza de San Antón, donde Pelayo había pernoctado hasta el amanecer.

Introdujo la cabeza bajo las mantas. Poco a poco, el ropaje de la cama se fue contagiando de la tibieza de su hálito. Por momentos, incluso se asfixiaba. Sin embargo, se trataba de una asfixia agradable que le obligaba a permanecer acurrucado e inmóvil. Sabía que su postura constituía un cobijo efímero, por eso quiso aferrarse a ella con fuerza. Durante unas horas huiría de la responsabilidad que le atenazaba.

Tenía sueño, pero no encontraba el modo de conciliarlo. Las imágenes acumuladas durante el día se sucedían una y otra vez. Al principio, cronológicamente. Más tarde, sin orden ni concierto: las últimas instrucciones del vizconde indicándole que, antes de ir en busca de Uría, pasara por Balmaseda para tranquilizar a su hija y para que Germán le acompañara a Munguia; el comportamiento ausente de Gorane Otamendi; la tristeza de Leonor; las preocupaciones de Isabel por la salud de la pequeña...

Eso le inquietaba sobremanera. Antes de acostarse, el ama de llaves se desahogó con él. La niña llevaba sin probar bocado desde que detuvieron a su padre. Temía por ella. Le contó que, de pequeña, sus enfermedades la colocaron en ocasiones al borde de la muerte. Pelayo sentía que las vidas de las personas que más amaba dependían de él. No quería ni pensar que le ocurriera nada grave a Leonor. No se lo perdonaría nunca.

A medida que avanzaba el tiempo, una idea iba hinchándose dentro de su cerebro. La muerte de Jon Uría sacaría de la cárcel al padre de su amada. Si Uría aparecía asesinado, nadie podría acusar a don Fernando, y el móvil de la venganza se diluiría como agua de borrajas. Estaba decidido. En esta ocasión desoiría los consejos del doctor Zúñiga y viajaría solo a Munguia.

Pero los aciagos pensamientos acarrean las peores pesadillas.

Un difuso rumor, inapropiado para la madrugada, le arrancó de los brazos de Morfeo. Pelayo agudizó el oído. Apresurados pasos, maderas crujidas, escaleras pisoteadas, palabras ininteligibles pronunciadas al vuelo...

De un brinco saltó de la cama para vestirse y calzarse con rapidez. El poderoso cacareo de un gallo rasgaba el alba. Se ordenó con los dedos su revuelta cabellera y salió al pasillo justo en el instante en que Isabel llamaba a su puerta. Su tez pálida le encogió el ánimo.

—¡La niña, Pelayo! ¡La niña! —no cabía más angustia en sus palabras.

—¿Qué le pasa?

—Arde en fiebre. ¡Corre en busca del doctor Matellanes!

Como alma que lleva el diablo, salió disparado hacia el amanecer. En un santiamén, corrió calles y plazas hasta plantarse ante la destartalada fachada del galeno. Sin dudarlo, golpeó con saña la castigada aldaba.

—¡Menudas horas! —desde dentro emergió la voz ronca del doctor.

La puerta se entreabrió con un leve crujido, dando paso a un rostro enrojecido y somnoliento. Apareció descalzo, con el camisón de dormir y su escaso pelo desgreñado.

—¡Por favor! ¡Es urgente! Necesito que vuesa merced me acompañe a la casa de Gorane Otamendi. La hija del doctor Zúñiga se encuentra muy enferma.

El desesperado llamamiento del muchacho consiguió que la oronda figura del doctor Matellanes se vistiese con una celeridad pasmosa. Enseguida se pusieron en camino. Isabel, envuelta en sollozos, les aguardaba para franquearles la entrada.

Al llegar a la alcoba de Leonor dejaron fuera las prisas. Pelayo aguardó en el pasillo. El ama de llaves se apostó en la puerta mientras el doctor se aproximaba lentamente al lecho, casi con respeto. Ante sus escrutadores ojos, un cuerpo joven se debatía en discontinuos estremecimientos. La muchacha desprendía temor por todos los poros de su rostro, perlado por el sudor. El médico, con sumo mimo, le tomó el pulso y le tocó la frente.

—Os curaréis —le dijo.

Sin embargo, su voz tranquilizadora parecía no tener destino. La chica se hallaba ausente, al borde de la inconsciencia.

El doctor Matellanes se giró con gesto circunspecto y salió de la habitación negando con la cabeza.

—Sólo queda rezar —sentenció, enarcando las cejas.

Apenas les dio tiempo. Antes de finalizar el primer rosario, Leonor expiró.

Las exequias se oficiaron en la iglesia de San Severino en Balmaseda. Dolor y llanto. El vizconde del Castañar había obtenido permiso de las autoridades carcelarias para guiar al cortejo fúnebre hasta el santuario de la Virgen de la Encina. La muchacha fue inhumada bajo un viejo roble de un pequeño jardín, muy cerca de la tumba de su abuela.

Tras dos días de luto, enajenado por el sufrimiento y la pérdida de su amada, Pelayo volvió al camposanto. Amparado por la noche, trepó el muro. El canto de un búho le dio la bienvenida. Los rayos de una incipiente luna llena le guiaron hasta la tumba de Leonor. La tierra, recién arrojada, aún estaba sin asentar. Necesitaba verla a solas por última vez. Casi sin pensar, comenzó a escarbar con desesperación. Por fin, sus manos tocaron la madera fría del ataúd. Fría y negra. Negra como la muerte.

Usó su espada para forzar la tapa. Un extraño olor, mezcla de putrefacción y agua de rosas, le abofeteó en la cara y en las entrañas. Sin embargo, no le repugnó.

Encendió una vela y la acercó. A la débil luz de la llama, el rostro violáceo de Leonor fue emergiendo de la oscuridad, como si volviera del más allá. Su piel ya no era tersa ni cálida. Se agachó para acariciar sus labios. Los rozó con los dedos. Estaban helados y húmedos. De repente, Pelayo se estremeció. ¿Qué andaba haciendo? ¡Iba a besar un cadáver! Lo peor es que deseaba hacerlo. ¿Qué tipo de emoción, rayana a la locura, le invadía?

No hubo tiempo para más. Unos vigorosos brazos le atenazaron por detrás. Su horrenda profanación acababa de ser descubierta por el sacristán.

Sin saber cómo, se vio encerrado en un calabozo infestado de roedores. Poco después comparecía ante el Tribunal de la Inquisición. Sería juzgado por cometer tan grave delito en tierra sagrada. La sala se encontraba atestada de un público exaltado, ávido de espectáculo y de venganza por tan execrable crimen. Algunos gritaban:

—¡A la horca con él!

Pero, a estas alturas, ya no temía a la muerte. Sólo la presencia de la última persona que se sentó provocó que le temblaran las piernas. Se trataba de don Fernando de Zúñiga. Pelayo únicamente pudo inclinar la mirada al suelo.

Un inquisidor, con hábitos de dominico, expuso los hechos. Acto seguido, le espetó en voz alta y pausada:

—Acusado, poneos en pie si tenéis algo que decir en vuestra defensa acerca de tan terrible acto de profanación.

Pelayo se levantó. Se sentía insólitamente calmado. Aun así, le costó cargarse de aplomo.

—Yo la adoraba. La quería —confesó, con voz trémula.

Tras el murmullo general, prosiguió:

—Mi amor no era banal. Yo la amaba con toda mi alma. Cuando la vi por primera vez, sentí que cambiaba todo dentro de mí. Su belleza no me causaba asombro ni admiración, sino paz... como si me sumergiera en una bañera colmada de agua tibia. Sus ademanes me seducían, el timbre de su voz me hechizaba, me placía contemplarla. Con sólo pensar que la vería de nuevo, me agitaba una profunda turbación. Cada vez que me sonreía, me daban ganas de correr y de saltar. Ella era especial. Era mi vida misma. Yo no esperaba nada más en este mundo. No deseaba nada, no envidiaba nada. Sólo anhelaba estar a su lado. Cuando murió, una brutal desesperación me apabulló hasta atrofiarme el cerebro. Después de su muerte, el dolor me enajenó. No podía soportar el pensamiento de no volver a verla. ¡Dense cuenta vuesas mercedes! Un ser único e irrepetible perdido para siempre. Jamás nacerá alguien igual. Y yo jamás volveré a amar. Únicamente quería verla por última vez.

El dominico tomó la palabra en medio del silencio sepulcral de la sala.

—Vuestro corazón ha hablado. No obstante, nada justifica la profanación de lo sagrado ni la perturbación del descanso de nuestros difuntos. Así pues, seréis condenado a muerte.

El muchacho cayó al suelo desmayado. Al poco tiempo, creyó ir recobrando el conocimiento con el nombre de su amada en los labios.

—Leonor, Leonor...

—Estoy aquí —le susurró una voz melosa.

—oOo—

 

Tras la más horrible de las pesadillas llegó la más hermosa de las realidades. El corazón de Pelayo latía desacompasado con una fuerza inusitada. Un sudor frío le resbalaba por la frente. Apenas le quedaba saliva que tragar en la boca.

Por un instante dudó si se habría ejecutado la sentencia. Quizás estuviese contemplando un ángel. Ella le sonreía. Poco a poco, el muchacho se fue calmando. Se pellizcó el brazo con disimulo para comprobar que estaba despierto.

—Estoy aquí —volvió a decirle.

—Leonor —más que su boca, fueron sus lágrimas inundadas de felicidad las que hablaron.

—Hola, Pelayo.

—¿Qué hacéis aquí?

—Me llamabais.

—¿Cómo?

—Oí vuestra desesperación desde mi habitación. Soñabais en voz alta.

—¿Oísteis lo que decía?

—Apenas sólo mi nombre.

—He sufrido una tremenda pesadilla.

—¿Formo parte de vuestras pesadillas? —le preguntó con voz suave.

—Soñé que os pasaba algo.

—Pues muy grave habría de ser para que sufrierais de esa manera.

—Gracias por venir —él quiso desviar la conversación y, de paso, huir del mal sueño.

—Os lo debía. La otra noche vinisteis a consolarme y hoy me toca a mí.

Pelayo la miraba absorto. Un silencio traicionero recorrió la habitación, mientras unos tenues rayos de luna se colaban por la ventana. No podía dominar las ganas de besarla.

—Leonor...

—¿Sí?

—Adoro vuestro nombre y os adoro a vos.

Ella, sentada en la cama a su lado, dudó.

—Debo irme.

—Os lo suplico. No os vayáis.

—Debo irme —insistió.

—Os amo...

—Por favor, no sigáis. Todavía no sé si volveré al convento.

—No puedo callarlo por más tiempo. Os amo con locura. Os amo, Leonor.

La cabeza de Leonor fue inclinándose, embaucada por la sinceridad que desprendían las manifestaciones del muchacho. Sus ojos se fueron cerrando al mismo tiempo, como si no quisieran ver lo inevitable. Y lo inevitable sucedió. Sus labios se reblandecieron para unirse en un beso cálido, un beso tierno, un beso suave... un beso de amor.

Fue ella la que, sin saber por qué, retiró su boca.

—Debo deciros algo.

Pelayo tocaba el cielo con las manos.

—Os amo, Leonor.

—¿Me oís? Debo realizaros una revelación. Me remuerde la conciencia.

Al fin, el muchacho se dio cuenta de su preocupación.

—Contadme.

—¿Qué me decís del beso?

—Que nunca creí que un beso pudiera hacerme tan dichoso.

—¿No os recuerda a otro?

—¿Cómo? ¿A otro? Es mi primer beso.

—¿Ni siquiera besasteis en sueños?


Date: 2016-03-03; view: 434


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