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El portal de Zamudio

 

El dios del sueño se demoró aquella noche en la casa de Gorane Otamendi. Por sus crujías viajaban inseguridades, conjeturas o sentimientos, que alteraban su forma a medida que se introducían en cada alcoba. Por mucho que sus habitantes se empeñasen en mantener los ojos cerrados, sus mentes atiborradas de cavilaciones les impedían dormir.

Una mujer se debatía entre su fe y el anhelo carnal; sentía la llamada de Dios a la vez que se imaginaba abrazándose al torso desnudo de aquel joven barbilampiño. Otra usaba la almohada para llorar en silencio por un querer inalcanzable. Una tercera añoraba terriblemente la sonrisa de su primo, una sonrisa heredada por su hijo pero a la que le faltaba la prestancia que sólo los años otorgan.

Tortura, desdicha y vacío. Aflicciones que las mantenían atrapadas. Amores imposibles de los que no podían, ni querían huir.

Mientras, el joven barbilampiño daba vueltas y más vueltas en su cama. Su angustia no la provocaba la inquietud por descubrir al asesino de su padre. Ni siquiera el miedo por haber sentido tan cerca el hálito de la muerte. Su desvelo se llamaba Leonor. Evocó cada gesto, cada movimiento de ella durante la cena. Sin embargo, en medio de estas visiones se colaban unos destellos rubios con nombre de otra mujer. Una hembra de pronunciadas curvas, escote generoso y mirada misteriosa.

Bien entrada la madrugada, Pelayo creyó dormitar. Si despierto le asaltaban tentaciones, ¿qué pasaría si le vencía el sueño? Decidió levantarse para que no se repitiera la pesadilla que le tenía martirizado. Aquella en la que una representación femenina del diablo prendía su deseo. Porque, según transcurrían los días, se persuadía a sí mismo de que se había tratado de una pesadilla. Pero no cabían excusas. ¡Ni en sueños debía serle infiel a Leonor! Entonces... ¿por qué le tentaba buscar el manuscrito en el escritorio de Gorane cuando ella durmiese? Se imaginó la situación y todos los poros de su cuerpo se erizaron. Esa fragancia de azahar dominándolo todo, envenenando su voluntad hasta sucumbir... Un leve crujido en la madera sería suficiente para que ella percibiese su presencia. Quizás destapara suavemente las sábanas, sin musitar palabra, incitándole a entrar en su lecho. Y quizás... ¡Oh, Dios!

El muchacho abrió la ventana para que el aire enfriara sus ideas. Sonrió al ver al jilguero acurrucado en una esquina del alféizar. Un sinfín de constelaciones se distinguían en el cielo. Sí, allí se ubicaba el infinito, al alcance de su vista. Y hasta allí debía enviar sus oscuros pensamientos. El brillo de la cinosura le llevó a fijarse en la estrella polar y clavó su mirada en ella. Durante unos instantes se mantuvo hipnotizado por su fulgor. Un fulgor cálido que fue capaz de limpiar su mente. Suspiró reconfortado, satisfecho por haberse cerciorado de que el norte seguía existiendo. Se volvió a la cama con la imagen de aquella estrella grabada en su retina. La estrella del norte. Unas lágrimas, labradas por la felicidad y la incertidumbre, empañaron sus ojos. Sin duda, Leonor debía ser la estrella que le marcara el norte el resto de su vida.



El amanecer sorprendió a Fernando de Zúñiga hilvanando elucubraciones con los descubrimientos acumulados durante los últimos días. Los datos del doctor Matellanes, la flauta, el epitafio en la ermita, las revelaciones de Antzara, el libro de venenos de Gorane, la caja con los naipes, el juramento de Legizamon, los restos de la casa de Mikel Jauregi... objetos, lugares y conversaciones que se mezclaban sin sentido alguno. Demasiadas sospechas y demasiados caminos abiertos. ¿Pero cuál elegir? Sabía que una vez elegido uno, le costaba regresar al principio. Al menos, en esta ocasión contaba con una ventaja: no tenía razones para precipitarse.

Tras retorcerse en la cama hasta casi hacerse un nudo, su espalda dolorida le requirió un cambio de postura, así que determinó incorporarse. Comenzaba a clarear. Poco a poco los montes iban abandonando su aspecto fantasmal para matizar las siluetas y los colores de los árboles que los poblaban.

—A ver si es verdad que la aurora es la amiga de las musas —se dijo a sí mismo.

Se acercó al escritorio para calarse los anteojos. Encendió con parsimonia una vela y releyó la carta de Urtiaga. Parecía evidente que Pedro desconocía la identidad de su asesino. Volvió a recordar a los clásicos: Cui prodest scelus, is fecit[30]. Aparentemente, había varias personas con motivos. Si no hubiese sido por su juramento, se hubiera apostado algo más que la perilla por la culpabilidad de Legizamon. También cabía la posibilidad de que hubiese sido Jon Uría, su compañero en aquella partida.

Mas, ¿y si fuese cierto que Gorane estaba enamorada de su primo y este llegó a despreciarla? De sobra sabía la sorna que Pedro se gastaba, capaz de humillar a cualquiera con un solo gesto. Y una mujer humillada y despechada, máxime si poseía el temperamento de Gorane Otamendi, tenía más peligro que un gladio toledano.

A propósito de aceros, detuvo su pensamiento en su espada perdida en el incendio. La echaría de menos. Lo primero que haría después de desayunar sería comprar armas nuevas para Pelayo y para él. Aunque, a lo mejor, debía esperar a volver a Bilbao y comprobar si sus espaderos merecían la fama de la que gozaban.

De nuevo volvió a repasar su lista de sospechosos. ¿Y Antzara? Vivía inmerso en su mundo de naipes. Se enorgullecía al hablar de su juego. ¿Y si temiera que alguien jugase al mus mejor de lo que él podía hacerlo? Sus conocimientos teóricos quizás se viesen amenazados por el estilo de los jugadores que lo practicaban. Sin embargo... ¿no era eso lo que buscaba?

La maraña de conjeturas fue nublando su destreza mental y su vista, hasta el punto de que se acostó boca arriba para quedarse dormido con una única conclusión: cualquiera de ellos parecía capaz de matar.

—oOo—

 

Tras la tormenta llega la calma y tras el desvelo el sueño. Por eso, un apacible silencio consintió que la casa de Gorane Otamendi no se despertara hasta bien entrada la mañana. El aroma de la canela en el chocolate, preparado por Isabel, fue invadiendo cada estancia. Uno a uno se dejaron guiar por su rastro hasta la cocina.

Fueron las dos últimas personas en acostarse las primeras que se encontraron. El ama de llaves se disponía a calentar agua con jabón y laurel para realizar una colada en una gran tina de madera. Las confidencias compartidas a media noche ruborizaron el rostro de ambas.

—Buenos días —musitó Pelayo.

—¡Ni una palabra a nadie! —fue su única respuesta.

—Buenos días, Isabel —insistió él.

—Buenos días —refunfuñó, arrebolada—. ¿Me has oído?

—Tranquila. Ni una letra a nadie. No parece que hayáis dormido bien.

—No me acostumbro a la lechiga ni al almadraque[31].

—No creo que sea culpa de la cama. Yo también he pasado una mala noche... excesivas vueltas a la cabeza.

—¿No vas a desayunar? —inquirió ella, no queriendo entrar en esa conversación.

—Por supuesto. A ver dónde está ese chocolate que tanto agrada a don Fernando.

La mujer creyó adivinar un punto de mofa en la contestación del muchacho.

—¿Quieres probar uno de mis pasagonzalos?

La presencia de Gorane Otamendi terminó con la pequeña disputa.

Egunon[32] —pronunció con voz melosa.

Egunon —respondieron al saludo en vascuence.

—Veo que aún no habéis desayunado —comentó la dueña de la casa, dirigiéndose a Pelayo.

—Me disponía a hacerlo.

—Bien, en ese caso Isabel nos lo servirá en el estrado. ¿Lo harás?

—Claro —con ganas se quedó de continuar: qué remedio.

La cocina se hallaba anexa al salón comedor, una amplia pieza decorada de forma elegante pero sin excesivos lujos. En uno de los laterales se ubicaba una tarima elevada de madera al uso de la época, protegida por una barandilla. Estaba amueblada con una mesa baja, asentada sobre una alfombra oriental y rodeada de esponjosos cojines de distintos colores. Pelayo y Gorane se acomodaron en ellos mientras Isabel traía en una bandeja una chocolatera de cobre y unas jícaras de porcelana, acompañadas gentilmente por unos bizcochos y unos bollos de mantequilla.

—Adoro los dulces de estos parajes —confesó el muchacho.

—El desayuno es lo que más me gusta del día —corroboró su interlocutora.

Ella llevaba el pelo recogido en un moño, sujeto con un cabo de toca a juego con las agujetas de las mangas de su vestido, unas mangas que arrancaban por debajo de los hombros y que preferían morir antes de cubrir unas manos tan delicadas. Sin collares ni perendengues, su cuello parecía no tener fin. Una rosa de azabache, colocada de manera estratégica con una escarapela de gasa, cubría a duras penas el canal de su pecho. Pelayo intentó concentrarse en su taza para que la mirada no le traicionara. Sin embargo, de soslayo se atrevía a dirigirse a cualquiera de los lunares que se repartían por la piel de la joven. Ni siquiera el albarino con el que se había blanqueado la tez se mostraba capaz de ocultarlos del todo.

—¿Os agrada vuestra habitación? —se interesó ella, al tiempo que acercaba su jícara a los labios.

El muchacho palideció sin necesidad de afeites. En apariencia, el tono de la pregunta no resultaba capcioso. A pesar de ello, le costó responder.

—Muy acogedora —balbuceó.

—Sí que lo es.

—Habéis sido muy amable al instalarme en la alcoba de mi padre —la frase no pudo sonar más timorata.

—¿Cómo? ¿En la alcoba de Pedro? ¿Quién os ha dicho eso?

La saliva se le atragantó en la garganta y una extraña sensación de desconcierto le dominó por completo. Nunca antes deseó con tanta vehemencia ser engullido por la tierra.

—Yo creí que... —no fue Gorane quien le interrumpió, sino su mente bloqueada.

—¿De dónde habéis sacado esa conclusión?

Se encontró en un callejón sin salida. ¿Qué podía contestar? ¿Que soñó que ella misma se lo había contado una noche en que se introdujo en su cuarto? ¿Cómo confesarle semejante sueño? Ella aparentaba estar sorprendida. ¿Fingiría? Quizás le estuviese poniendo a prueba. Y a lo mejor, hasta disfrutaba con la situación. La observó con la cabeza gacha. La chica le miraba de forma condescendiente, sin atisbo de malicia. Su asombro parecía sincero. Poco a poco, Pelayo se fue recomponiendo hasta el punto de que tuvo que reprimir su euforia. Acababa de meter la pata, pero ahora estaba seguro que lo de aquella madrugada no pasó de ser una bonita pesadilla.

—No sé. Lo habré entendido mal —dijo al fin, más resuelto.

—Esa no era la habitación de vuestro padre, sino la mía.

—¿Cómo? —no disimuló el estupor.

—Yo me trasladé a la alcoba de Pedro después de su funeral. Y cuando llegasteis, pensé que nadie mejor que alguien de la familia para ocupar la mía.

Se cruzaron sonrisas silenciosas. Pelayo comprendió por qué percibía esos ramalazos esporádicos de azahar. Permanecían impregnados en su cuarto, como si este quisiera conservar la esencia de su antigua inquilina. Gorane posó su mano sobre la muñeca de su primo y sintió cómo a este se le erizaba su vello incipiente.

En ese instante, la hija de don Fernando entró en el salón. Su corazón se le desbocó al presenciar la escena. Lejos de mover un músculo, la balmasedana la retó con la mirada. Fue Pelayo quien, con lentitud e inútil disimulo, retiró el brazo de la mesa. Leonor creyó oír la llamada de la desdicha golpeando contra su puerta. Sin embargo, ¿de qué se extrañaba? Pensó que ella misma incitó esa situación. Si entre Gorane y su primo existía una chispa, asumía su propia responsabilidad en el avivamiento de la llama. Ahora le tocaba el turno a la angustia, a la desazón... a la incertidumbre. Su cobardía le había llevado a cometer una felonía de la que no terminaba de arrepentirse del todo. ¿Cómo elegir entre Dios y un muchacho cuya sola presencia le animaba el espíritu? Imposible tomar partido aún en tan desigual batalla.

—Querida, acompañadnos a desayunar —le invitó la anfitriona.

Pero a Leonor apenas le dio tiempo a evidenciar su indecisión porque, tras ella, surgió inmediatamente la figura de su padre. Sin abrir la boca, la joven se refugió a su amparo, cobijándose entre sus brazos.

—¡Bueno! ¿A qué viene este recibimiento?

—Os echaba de menos —murmuró ella sin apartarse, acurrucándose como si pensara instalarse allí para siempre.

—Buenos días a todos —dijo el vizconde. Las muestras de cariño de su hija le reconfortaban el alma.

Egunon —contestó Pelayo ante el gesto complaciente de Gorane quien saludó con un distinguido movimiento de cabeza.

—¡Vaya! Si nos quedamos un poco más por aquí, terminarás hablando en vascuence —comentó divertido el doctor Zúñiga.

—No lo creo, señor. Aunque hermoso, es un lenguaje muy raro y bastante tengo con defenderme en castellano.

La humilde franqueza del muchacho provocó la hilaridad de don Fernando. Sin embargo, esta se vio truncada por el sonido de los cascos de unos caballos que estaban cruzando ante la ventana para detenerse en el portón principal del edificio. Entre los jinetes, a pesar de que no llevaba las lentes, creyó distinguir una figura conocida.

Le fastidió tener que ser él quien iniciara el desasimiento de su hija.

—Voy a ver qué desean esos caballeros —se disculpó.

Pelayo se levantó raudo para acompañarle. Las mujeres les siguieron a corta distancia hasta el zaguán. Una criada, a instancias de la dueña de la casa, corría nerviosa los pestillos para abrir la puerta y conseguir que cesaran los insistentes aldabonazos.

—Buscamos a don Fernando de Zúñiga —afirmó uno de los hombres, que acababa de descabalgar de su montura, con voz hosca.

—¿Y quién me busca? —interpeló el aludido, adelantándose al resto del grupo.

—El Alcalde y Juez Ordinario de la Muy Noble y Muy Leal Villa de Bilbao —respondió el portavoz, pronunciando pomposo el lema otorgado a la ciudad por los Reyes Católicos y completado por Felipe III como agradecimiento a su fidelidad a la Corona de Castilla.

El vizconde no se había equivocado cuando le pareció ver a don Pedro de Ibaizabal a través de la ventana, así que salió a la calle para saludarle. Este se hallaba flanqueado por tres alguaciles. Ninguno de ellos hizo ademán de desmontar. La actitud seria de los visitantes no invitaba a la cordialidad.

Egunon, don Pedro —a la vista de la adustez de sus rostros, el vizconde evitó emitir comentario alguno.

Egunon, don Fernando. No os mostráis muy sorprendido de verme —respondió el alcalde, sin ningún atisbo de simpatía en su gesto—. A lo mejor es que me esperabais.

—¿Qué se os ofrece? —el doctor Zúñiga decidió ser prudente y no entrar en ningún tipo de recreo dialéctico, por lo que se limitó a emplear las palabras necesarias.

—¿No lo adivináis?

—No.

—Pensad.

La perseverancia de Ibaizabal le incomodó. Cruzó los brazos para mantener la distancia impuesta por el alcalde.

—Ignoraba que os gustase tanto jugar a las adivinanzas.

—¿No vais a probar?

—Habéis averiguado algo sobre el asesinato de Urtiaga —contestó sin convencimiento.

El vizconde sabía de sobra que cinco caballeros no viajaban de Bilbao a Balmaseda para informarle de una noticia que les traía sin cuidado. Sin embargo, la carcajada de don Pedro le irritó sobremanera.

—Veo que no os falta sentido del humor. Claro que, bien pensado, tampoco andáis muy desencaminado. Tiene que ver con esa muerte que tanto os importa.

—¿Podéis explicaros? —preguntó, ignorando si ya se manifestaba su enojo.

—Todo apunta a que os habéis tomado la justicia por vuestra mano.

—No os entiendo —balbuceó, ahora desorientado.

—Adelante —el alcalde instó a uno de los alguaciles.

Este se apeó del caballo y depositó un lienzo en el suelo que desenrolló con cuidado. Ante los ojos de todos se descubrió el contenido del envoltorio.

—¡Mi espada! —esta vez el doctor Zúñiga se sorprendió realmente.

—Me alegra de que la reconozcáis.

El arma estaba chamuscada y aparecía manchada una cuarta por encima de su punta.

—¿Es sangre?

—Muy sagaz.

—¿Dónde la habéis hallado?

—Supuse que vuestra merced lo sabría.

—Pues lamento comunicaros que no. La perdí en el incendio de la posada.

—Estaba en un cantón, cerca de El muslari tuerto, junto al cuerpo desangrado de un hombre.

—¿Cómo? No entiendo nada. ¿De qué hombre? —el vizconde se sentía atribulado.

—Bueno, don Fernando, ya me he cansado de rodeos. Debéis acompañarme a la cárcel de Bilbao. Se os acusa de la muerte de Íñigo Legizamon.

—oOo—

 

La última claridad de la tarde apenas podía atravesar ya el diminuto ventano. Ni una sola luz en el interior. Al menos, así no veía el deplorable estado en que se encontraba aquella celda pestilente. Unas paredes lóbregas y telarañosas, un colchón repleto de piojos y una palangana oxidada constituían ahora toda la compañía del doctor Zúñiga.

La vieja cárcel se ubicaba junto al Portal de Zamudio. Desde que fuese edificada a finales del siglo XV le perseguía cierta sensación de precariedad. En tiempos, el Concejo de la Villa determinó instalar su propia prisión en uno de los torreones defensivos que flanqueaban una de las puertas de la muralla. Y aunque posteriormente se reformó y amplió, distaba mucho de ser un lugar medio decente. Oratorio, alcobas, cocina, despensa y cubos se hallaban en mal estado... cuanto más los calabozos.

Al vizconde del Castañar le corroía la impotencia. Pedro de Ibaizabal se estaba cobrando una cumplida venganza por la conversación mantenida tras la corrida de toros. Durante el trayecto desde Balmaseda, el alcalde rehusó facilitar cualquier tipo de explicación e incluso creyó verle sonreír cuando el carcelero giraba la llave.

—Ya hablaremos mañana —fue lo más que le dijo.

Tampoco le habían dado oportunidad de entrevistarse con el guarda de presos, aduciendo su ausencia en Bilbao. Sin embargo, estaba seguro de que se trataba de una excusa para hacerle pasar la noche en aquella celda, a modo de castigo.

A duras penas consiguió asomarse por la ventana poniéndose de cuclillas. Ya no vagaba ni un alma fuera. Se encontraba en uno de los extremos de la calle Somera. Y por esos caprichos del destino, en la punta contraria, cerca de la ría, se levantaba la torre de los Legizamon. Desde luego, si Íñigo no hubiese estado emparentado con aquel linaje, al alcalde le hubiera importado un comino ese crimen. Pero así estaban las cosas y allí estaba él, como chivo expiatorio.

Le dolían las rodillas de permanecer de pie. Tras orinar en una de las esquinas, muy a su pesar, sucumbió y se sentó en el jergón, apoyándose en la pared. Sintió alivio al doblar las piernas. Ahora empezaba a molestarle el cuello, así que se masajeó bajo la nuca. Si el asunto ya andaba revuelto, esta última muerte terminaba de rematarlo. Sonrió para sí por el juego de palabras.

Demasiadas cavilaciones. No obstante, no era su situación lo que más le inquietaba. Por eso había preferido que Pelayo se quedara en Balmaseda, cuidando de las mujeres. Tenía la certeza de que saldría de la prisión por sus propios medios. Con dinero y sus contactos le resultaría fácil. Parecía una mera cuestión de tiempo. Mientras tanto, en cuanto viese al alcaide, se ocuparía de que le albergaran en un lugar confortable.

Más le preocupaba dar con el asesino de su amigo Pedro. Claro que, bien visto, su lista de sospechosos se acababa de reducir sensiblemente. De los cuatro jugadores de aquella partida de mus, sólo Jon Uría quedaba con vida. Y una de dos: o se incorporaba pronto a la lista de asesinados o era el culpable del resto de las muertes. Se le antojó necesario encontrarle cuanto antes, aunque para ello debía salir de allí o recabar ayuda. ¿En quién confiar? Contrarió el gesto. Quizás Pelayo debía haberle acompañado a Bilbao.

—oOo—

 

A la muchacha le invadía el desconsuelo. Nada ni nadie se mostraba capaz de enjugarle las lágrimas. En su fuero interno sentía que Dios le castigaba por sus pensamientos... y no sólo por sus pensamientos. ¿En qué cabeza cabía que su padre hubiese matado a nadie?

Llevaba encerrada toda la tarde en su alcoba. Intentaba aferrarse a las caricias de su ama de llaves y a sus palabras de aliento, mas la congoja le nublaba la razón. Además, percibía que Isabel lloraba en silencio. De vez en cuando, a ella también se le quebraba la voz y debía callarse durante unos instantes hasta recobrarla.

—Tranquila, pequeña. En breve, se aclarará todo.

—Pero... ¿cómo? La prueba es evidente y el finado era persona principal —repetía una y otra vez.

—Ya verás cómo tu padre volverá pronto.

—Dios te oiga.

Al final, el cansancio hizo mella en Leonor, que cayó rendida bien avanzada la noche. Isabel aún permaneció a su lado, sentada junto a ella, comprobando la profundidad de su sueño. Atusó el pelo de la joven. Con la mirada perdida en sus cabellos, echó la vista atrás para evocar la niñez de su pequeña. ¡Cuántas madrugadas tuvo que velarla! Cada vez que enfermaba leía el miedo en los ojos de su padre. Un miedo cargado de recuerdos. Un miedo forjado por el dolor. Ella sabía que detrás de cada brote febril de su hija se escondía el aciago recuerdo del fallecimiento de su esposa. Isabel tenía el convencimiento de que si algo le ocurriera a la pequeña, don Fernando no permanecería por más tiempo en este mundo.

Rememoró aquel verano traicionero, repleto de bruscos cambios de temperatura. La niña acababa de cumplir cinco años. La fiebre le duró varios días. El vizconde luchó contra ella denodadamente, como si le fuera la vida en el empeño, y es verdad que le iba. Cuando Leonor se recuperó, el doctor Zúñiga se sentó exhausto en la silla de su despacho. Fue una de las pocas veces en que se mostró con la guardia baja ante ella. Si le hubiese abierto el alma más a menudo... El ama de llaves sonrió a medio camino entre el amor y el anhelo, recordando el momento.

—Sólo hay una cosa a la que temo. ¿Sabes cuál es?

—Lo puedo imaginar, señor.

—Sí. Lo sabes... a la muerte... mas no a la mía, que me trae sin cuidado... a la de ellas —dijo, refiriéndose a sus dos hijas.

—No les pasará nada.

—Más vale que no. Sin embargo, Leonor es tan enfermiza... Ahora voy a descansar. Gracias por tus cuidados. Esta casa te necesita.

Esta casa te necesita... y él, ¿a quién necesitaba él? ¡Cuánto hubiera dado ella por recibir un ápice de cariño de ese viudo melancólico!

Sintió que los párpados se le caían y suspiró resignada. La joven dormía, así que decidió bajar a su cuarto para acostarse. Mañana sería otro día.

Pelayo notó cómo el crujido de la escalera disminuía su intensidad a medida que unas pisadas se alejaban. Imposible conciliar el sueño. Había oído, a través del tabique, los llantos de Leonor y los susurros de Isabel en su afán de consolarla. Y mientras tanto él, lo único que consiguió fue apretar cada vez más fuerte las mandíbulas. Minuto tras minuto iba acumulando tristeza... y rabia.

Al menos ahora imperaba la calma, pero era una calma falsa. Una calma cincelada por el agotamiento. El muchacho volvió a acercarse a la pared. Percibió la presencia cercana de su amada. Si se concentraba, incluso creía escuchar su respiración. El tiempo caminaba despacio, sin prisa por llegar a la madrugada.

De pronto, el silencio se rompió. Desde la habitación contigua volvieron los gemidos. Pelayo esperó con el alma encogida a que cesaran. Sin embargo, una barrera infranqueable impedía el paso de los segundos. Cada instante se convertía en una eternidad. Ella seguía llorando sin que nadie acudiera para consolarla. ¿Quién iba a hacerlo? Su padre no estaba e Isabel no la oía. Pensó en bajar para despertarla. Pero el ama de llaves debía descansar. También necesitaba dormir para olvidarse de su propia tristeza. El muchacho se engañaba a sí mismo. En verdad, buscaba una justificación para acudir al auxilio de Leonor.

La mera idea de ese encuentro le amedrentó. Hasta aquel momento, salvo en su imaginación, jamás permaneció con ella a solas. Cien veces salió al pasillo para llamar a su puerta y cien veces regresó tras realizar el amago. ¿Qué se lo impedía? No podía aprovecharse de la ausencia de don Fernando para entrar en la alcoba de su hija. Aunque... él le había pedido que cuidara de las mujeres. Si tan convencido estaba de la nobleza de sus intenciones, suponía que no faltaría a su deber de lealtad con aquella visita anhelada. Lo único que pretendía era apaciguar el desconsuelo de la muchacha.

Lejos de aplacarse, el llanto iba ganando en amargura. No pudo soportarlo más y Pelayo volvió a salir al corredor, decidido a secar las lágrimas de Leonor. De repente, oyó un crujido de escaleras procedente de la planta baja. Alguien subía. ¿Sería el ama de llaves? Sintió una rara sensación de alivio y frustración. Con paso cauteloso, retrocedió el escaso camino recorrido para entornar la puerta de su cuarto. Un bulto oscuro alcanzó el último peldaño. ¡No se trataba de Isabel! Una rendija y una penumbra casi absoluta no constituían la mejor ayuda para distinguir a nadie pero, desde luego, aquella era la figura de un hombre. Pelayo vigiló expectante sin saber muy bien qué hacer. El extraño se deslizó con sigilo hasta que desapareció tras la puerta de la alcoba de la dueña de la casa. ¿Gorane Otamendi tendría un amante?

Su obsesión no le permitió analizar la situación con minuciosidad. Al fin y al cabo, lo que hiciese Gorane no le importaba. Simplemente quería terminar con la aflicción de Leonor. Tomó aire, hasta que se le hinchó el pecho, antes de que sus nudillos coquetearan con la madera. Al otro lado sonó una voz dulce y desolada:

—¿Isabel?

El muchacho se apretó el corazón para acallarlo, convencido de que sus latidos retumbaban en todo el edificio.

—Soy Pelayo —logró contestar, tras unos instantes de duda.

El llanto cesó como por arte de magia. El silencio se adueñó de la habitación de Leonor, ahora presa de la turbación. El muchacho permaneció de pie martirizado por la indecisión, sin atreverse a decir nada más. Se disponía a emprender el regreso, cuando volvió a sonar la voz dulce que ya parecía menos desolada.

—¿Qué hacéis ahí?

—Vuestro plañir me desveló —murmuró, desde fuera.

—Lo lamento de veras.

—No os preocupéis.

—¿Qué deseáis pues?

Consolaros, besaros, amaros... Pelayo quiso pensar que no había manifestado en voz alta aquellas palabras, mas ¡cuánto hubiese deseado pronunciarlas!

—Quería saber si puedo hacer algo por vos —suspiró aliviado al oírse.

Por un momento retornó el mutismo.

—¿Queréis pasar? Supongo que la llave no está echada —por más que Leonor se obligó a arrepentirse de la frase que acababa de emitir, no lo consiguió.

Las piernas del muchacho flaqueaban a medida que empujaba la puerta y la cerraba tras de sí. No se veía nada, así que apretó los párpados para concentrarse y permitir que el aroma de agua de rosas, que invadía la estancia, le subyugara también a él.

Un chasquido de pedernal le despertó del trance, forzándole a abrir los ojos. Pelayo sintió celos de la luz cálida de la vela. Esta acariciaba el rostro de Leonor, que le observaba desde la cama. ¡Qué criatura tan hermosa! Ni siquiera las horas de llanto habían conseguido minimizar un ápice de su belleza. El pelo le caía sobre los hombros cubiertos con un camisón de lino blanco anudado por debajo del cuello. Pelayo permaneció absorto, hechizado por aquella mirada, hasta que ella habló.

—Sí que hay algo que podéis hacer por mí.

—Lo que me pidáis.

—Quiero que os vayáis de esta casa.

—¿Cómo?

Ella disimuló una sonrisa al comprobar el estupor que acababa de provocar.

—Quiero que vayáis a Bilbao y ayudéis a mi padre a salir de la cárcel cuanto antes —aclaró.

—¡Vaya! Por un momento creí... —el muchacho se detuvo sin completar la frase.

—¿Qué creísteis?

—Que no queríais verme más —exhaló la respuesta guardada en un susurro, quebrándosele la voz justo al final.

—¿Y por qué no habría de querer veros más?

A Pelayo le pareció que la chispa de aquellos ojos verdes se avivaba.

—No sé. A veces tengo la impresión de que os incomoda mi presencia.

—No es cierto... mas lo comprendo.

—¿Lo comprendéis?

—A mí me ocurre algo similar. Pero... todavía no me habéis contestado —la joven quiso retomar el rumbo de la conversación.

—¿A qué?

—A lo de ir a Bilbao.

—¡Ah, claro! Sin embargo, vuestro padre me pidió que permaneciera a vuestro cuidado.

—Nosotras no necesitamos cuidado. Además, aún se queda Germán.

—Entendedlo. No puedo faltar a mi promesa.

—¿Os negáis ante lo primero que os pido?

—No es eso —la lengua de Pelayo se trastabillaba.

—Seguro que si os lo hubiera rogado ella, no estaríais poniendo tantas trabas.

—¿Ella? ¿Quién es ella? —el muchacho sintió cómo el desconcierto terminaba por derribar sus escasas defensas.

—Gorane. ¿Quién si no?

—¿Gorane? —dijo, perplejo.

—Vamos. No me diréis que no la amáis.

Leonor estaba descubriendo que poseía un lado taimado, consciente de que con sus palabras buscaba la reacción de aquel joven. Quizás le estuviese empujando a manifestar sus sentimientos a la vez que le forzaba a ir en auxilio de su padre.

—¿De dónde habéis sacado tamaña suposición? Por cierto, absolutamente errada —a Pelayo le atemorizaba que su afirmación no resultara convincente.

—La otra noche vi cómo ella entraba en vuestra alcoba.

La flota capitaneada por Pelayo quedó desarbolada por completo. Ni siquiera era capaz de tartamudear una excusa, una respuesta, una justificación... Se sintió morir.

—Eso no es cierto. Fue un...

Pero, ¿qué iba a responder? No podía decir que creía que se trataba de un sueño. Le tomaría por tonto o por mentiroso.

—¿Que fue un qué?

—Es posible que ella entrara, mas no significa que yo la ame. Yo también acabo de entrar en vuestra alcoba y no por ello me amáis —al joven le satisfizo su propia reacción.

—¿Cómo sabéis que no os amo?

Cada pregunta de ella le producía desazón.

—Lo sé. Una mujer como vos no puede amar a alguien como yo —manifestó titubeante, deseando que ella le negara.

—Venid. Acercaos y sentaos.

Pelayo obedeció y con un movimiento timorato se acomodó en el borde de la cama, apoyándose en ella. Su mano se hallaba a escasas pulgadas de la de su amada. Sus ojos se buscaban a la misma velocidad que se rehuían. El cirio fue el único testigo de uno de esos momentos en los que no les hubiera importado que se acabara el mundo.

—Haré cuanto me pidáis, Leonor.

—Id a Bilbao mañana mismo, por favor. Liberad a mi padre y no viviré lo suficiente para agradecéroslo.

Su voz ahora sonaba cautivadora. Por un momento, la memoria del muchacho le traicionó regresando a la noche del sueño. En ese tono tan quedo le resultaba imposible distinguirla de la de Gorane.

—Tenéis razón. No pienso quedarme de pinote, sin hacer nada. Juro por Dios que, en esta misma semana, don Fernando quedará en libertad.

Los dedos de ella se deslizaron sobre el cobertor, como sin querer, hasta rozar las yemas de Pelayo quien sintió cómo la pasión atenazaba sus músculos y su cordura.

—Gracias. Ahora, regresad a descansar. Os espera una dura tarea.

Antes de incorporarse, el muchacho deseó besarle la frente, pero no se atrevió. Al tiempo que abandonaba la estancia, con paso remolón, ella le contemplaba repleta de contradicciones y de remordimientos. ¿Sería capaz de confesarle alguna vez su secreto? ¿Cómo decirle que le había utilizado una noche impulsada por la cobardía y la necesidad de explorar sus sentimientos? ¿Iba a entender que hubiese usurpado la personalidad de otra mujer usando su nombre, su acento y hasta su perfume? ¡Cómo revelarle que, aquella madrugada en que Pelayo creyó soñar, quien realmente estuvo en su habitación fue Leonor de Zúñiga!

La lucidez de la muchacha se iba apagando al ritmo de la vela. Le apesadumbraba no sentir arrepentimiento... y sabía por qué. Por fin, se quedó dormida con el recuerdo de aquel beso correspondido entre tinieblas que jamás podría olvidar.

—oOo—

 

La niebla tiznó de gris el paisaje bilbaíno. El vizconde del Castañar paseaba impaciente entre las rejas. De vez en cuando le asaltaban ganas de gritar; sin embargo, trató de mantener la compostura. Más que recluido, se sentía indignado. Llevaba encerrado casi veinticuatro horas y todavía no había podido entrevistarse con ninguna autoridad.

Al cabo de un rato escuchó el sonido de unas pisadas. Venían varios hombres. Decidió mirar por la ventana para darles la espalda en cuanto llegaran. Con aire distraído, levantó la cabeza como si le interesara la tonalidad monocolor del cielo. Una voz conocida sonó tras él.

—Buenos días, don Fernando. ¿Habéis descansado bien? —a pesar del contenido de la pregunta de don Pedro de Ibaizabal, su tono no pareció jocoso.

—He dormido en sitios mejores y, aunque resulte difícil de creer, también peores —dijo, sin moverse de su posición.

—Vengo acompañado del alcaide de la prisión, don Ventura de Elorriaga, y del escribano don Matías de Goicoechea.

El doctor Zúñiga se giró lentamente. Aun con la suciedad en su indumentaria y su barba sin afeitar, conservaba el aire distinguido.

—Que la paz de Dios sea con vuestras mercedes —saludó, cortés.

Los aludidos respondieron con una sutil reverencia.

—Don Matías anotará el relato de los hechos —explicó el alcalde.

Unos carceleros colocaron en el corredor una silla en la que se acomodó el escribano, junto a una mesa en la que este depositó con parsimonia unas hojas, una pluma y un tintero.

—¿Y qué hechos son esos, si se puede saber? —el vizconde no ocultó su sorna.

—Sería más fácil que confesarais vuestro crimen —comentó don Pedro.

—¡Esto es una infamia! En primer lugar, se me está tratando como a un plebeyo. ¿Desde cuándo se encierra en prisión a los hidalgos? ¿Acaso no se les recluye en su propia casa a la espera de ser juzgados?

—Al menos, no os hemos colocado los grilletes.

El alcaide permanecía atento por detrás del alcalde sin musitar palabra, y el escribano tomaba nota de cuanto se decía.

—Supongo que os lo he de agradecer.

—Como vuestra merced desee. No es necesario. ¿Vais a decirme qué es lo que ocurrió la noche después de la corrida de toros?

—Que alguien intentó asesinarme, quemando la posada en la que me alojaba.

—Ya. Y en el incendio perdisteis vuestra espada.

—Así es.

—¿Y qué hicisteis después?

—Esperar a que amaneciera, bajo los soportales, para volver a Balmaseda.

—No hemos encontrado a nadie que os viera allí. Y, sinceramente, de poco me valdría la ratificación de vuestro criado.

—No es fácil ver un gato pardo en la oscuridad —el vizconde no perdía su tono irónico.

—¿No os parece mucha casualidad?

—¿A qué os referís?

—Que tras la conversación mantenida por vuestra merced y Legizamon delante de testigos, entre los que me incluyo, el susodicho aparezca muerto.

—¿Y no os parece muy tonto que yo le matara después de habernos cruzado palabras desafiantes delante de testigos, entre los cuáles se encuentran las principales autoridades?

—Los ojos de la venganza son ciegos.

—Y a veces, los de la justicia también.

—¿Estáis menospreciando a la justicia?

—Por supuesto que no. Don Matías, por favor, apuntad esto bien: el vizconde del Castañar jamás ha despreciado a la justicia y, desde luego, no es un asesino.

—Sin embargo, vuestra espada se hallaba junto al cadáver.

—La dejé allí a propósito, para que os resultara más fácil acusarme.

—Vamos, don Fernando. ¿Qué explicación le dais a todo esto?

—Es bien sencilla: alguien quiere encasquetarme ese muerto.

—Pues se tomó muchas molestias.

—En eso tenéis razón.

—Las personas que encontraron a Legizamon atestiguan que vieron correr a un hombre vestido de negro.

—¡Vaya! Esa sí que es una prueba irrefutable. ¡Por Dios, don Pedro! ¿Soy el único que viste de negro en Bilbao?

—¿Sabéis manejar la espada? —el alcalde mantenía su obstinación en el interrogatorio.

—Lo justo para defenderme. Eso sí, no tan bien como don Íñigo. Jamás hubiera podido vencerle.

—A no ser que os aprovecharais de su embriaguez.

—Vamos a dejarnos de historias, don Pedro —el doctor Zúñiga ahora empleaba un tono más condescendiente—. Os propongo algo. Os pido que os imaginéis por un momento que yo no le maté. Ahora os ruego que me contéis lo que sabéis realmente de esa muerte.

Resultaba evidente que don Pedro de Ibaizabal no las tenía todas consigo acerca de la culpabilidad del vizconde. Sin embargo, alguien debía pagar por ese crimen. Y un forastero, con motivos personales, constituía el mejor sospechoso. El alcalde reflexionó unos instantes. Tampoco estaba dispuesto a cometer una injusticia, y menos con uno de los favoritos de la Reina Madre. Si la fama que precedía a don Fernando era merecida, incluso podía ayudarle a resolver el asesinato.

—Está bien. ¿Qué queréis saber?

—Decidme algo de la herida.

—Tenía dos. Una en el costado y otra en el cuello.

—¿Frontales?

—¿Qué queréis decir?

—Que si entraron rectas en el cuerpo.

—No. La de la garganta lo hizo de arriba abajo. La otra le atravesó en diagonal.

—¿Por qué lado entró?

—Por su costado izquierdo.

—Ya. Está claro que con esa le hirió gravemente y con la otra le apuntilló. ¿Qué hacía por la calle don Íñigo a tan altas horas?

—Salía de la taberna de El muslari tuerto. No volvía desde aquella célebre partida de mus.

—Supongo que tras la corrida quiso volver para darse un baño de multitudes y recuperar su honra perdida en la partida.

—Es muy posible. No es de extrañar que se propasara con el aguardiente.

—Ya. ¿Algún detalle más?

—Unas letras pintadas con su sangre en una fachada.

—¿Cómo podéis asegurar que era su sangre?

—El reguero no deja lugar a duda.

—Ya. Por casualidad, no pondría INRI, ¿verdad? —afirmo el vizconde con aplomo.

Aquello desconcertó al alcalde. El doctor Zúñiga o era ingenuo o mucho más listo de lo que él pensaba. ¿Por qué conocía la inscripción sin que nadie se lo contara? Y si la había hecho él, ¿por qué decirlo si estaba acusado del asesinato? Tras unos instantes de reflexión, quiso resolver sus dudas sin implicarse.

—¿Cómo lo sabéis?

—Intuición aderezada de sentido común. Otros lo llaman suerte.

—¿No vais a explicaros?

—En las ruinas de la casa de Mikel Jauregi también se encontraron esas letras. Podéis preguntar a don Francisco de Casares, alguacil de Portugalete. Parece evidente que ambas muertes fueron provocadas por la misma persona. Y, hasta donde yo sé, el asesinato de Jauregi se produjo mucho antes de mi llegada a tierras vascas. Así que ya estáis tardando en liberarme. Aceptaré vuestras disculpas —sentenció muy seguro de sí mismo.

—Siento no poder hacerlo, don Fernando. Vuestras palabras no prueban nada. ¿Quién me dice que no pintasteis las letras en busca de una coartada?

—¡Por Dios, don Pedro!

—Y si vuestra merced no le mató, ¿quién lo hizo, pues?

—Lo ignoro. Y es evidente que no lo podré averiguar si me mantenéis preso. Dejadme en libertad y descubriré la verdad.

—Lo lamento sinceramente, doctor Zúñiga. Pero por el momento, no va a poder ser.

El vizconde del Castañar sintió cómo el enojo le iba hirviendo la sangre. Tomó aire para oxigenarse y exhalarlo despacio a través de una pequeña abertura de su boca. Desde luego, no pensaba perder la compostura a pesar de que aquel alcalde hubiese exprimido hasta la última gota de su paciencia.

—Me atrevería a calificar esta situación de ultrajante —manifestó con calma—. Exijo ver al corregidor.

—Lo lamento. Don Gutierre se encuentra fuera de Bilbao, atendiendo los asuntos del señorío. Mas, tened por seguro, que vendrá a visitaros en cuanto le sea posible.

Por un momento don Fernando pensó en solicitar utensilios de escritura para enviarle una carta a doña Mariana de Austria. Sin embargo, estimó no requerir su ayuda todavía. Demasiados quebraderos de cabeza tenía ya la Reina como para importunarla. Trataría de salir de aquella cárcel pestilente por sus propios medios.

—Muy bien. Ya veo que os preocupa el qué dirán y que no estáis dispuesto a soltar a un preso sin contar con otro. Mas vuestra conciencia sabe que el asesino anda suelto, así que os ruego que no abandonéis vuestras pesquisas.

—Haré cuanto esté en mi mano. Os lo prometo.

—Más me vale. Porque, por ahora, no ha sido mucho.

El alcalde fingió desoír las últimas palabras del doctor Zúñiga.

—Quedad con Dios, don Fernando.

—¡Qué remedio! Aunque creo que ni Él quiera quedarse conmigo en esta maldita celda.

Al gesto de don Pedro de Ibaizabal, el escribano recogió sus bártulos y le acompañó hacia la salida.

—¡El Señor está en todas partes! —exclamó a cierta distancia mientras abandonaba el pasillo.

—¡Qué sabrá vuestra merced sobre la presencia de Dios! —le respondió el vizconde sin estar ya seguro de ser escuchado por su interlocutor.

El alcaide había observado la conversación como si se hubiera tratado de una partida de naipes, sin poder intervenir pero analizando cada detalle. Sus ojos pequeños escrutaron incisivos a don Fernando esperando su reacción.

—Os llamáis don Ventura, ¿no? ¿Qué opináis?

—No soy yo quien debe opinar —contestó, al tiempo que daba un paso hacia adelante y apoyaba sus enormes manos en los barrotes.

Su calvicie avejentaba su aspecto. Sin embargo, la tersura de su piel no sólo era producto del exceso de peso sino de que aún no contaba con la edad de Cristo. Él y su mujer llevaban tres años al frente de la prisión, adjudicada por el ayuntamiento a cambio de doscientos reales anuales de renta.

—Vuestra merced habrá visto pasar numerosos criminales por aquí —el vizconde decidió entablar una charla amistosa.

—No creáis que tantos.

—¡Vamos, don Ventura! Estoy convencido de que sabríais identificar a un asesino sólo con mirarle —adoptó un tono deliberadamente adulador.

—No sé. A lo mejor, tenéis razón...

El vizconde intuyó que tras la apariencia ruda de aquel cuerpo descomunal, se escondía un corazón simple.

—¿Y tengo yo aspecto de asesino?

—No. Pero, a veces, las apariencias engañan.

—Volvéis a tener razón. Veo que la inteligencia es otra de vuestras cualidades.

—Gracias —dijo, esbozando una sonrisa aniñada.

—Y decidme, ¿cuál es el precio que los reos debemos pagaros por permanecer en prisión?

—Ocho reales a la entrada y otros tantos a la salida. Además, son tres reales diarios por la comida y la leña. Si el preso es judío o sirviente debe pagar el doble —soltó la retahíla con la desgana de quien la ha emitido con frecuencia.

—Por lo que veo, a vuestras arcas les interesa que haya trasiego en las celdas.

—Así es.

—Pues yo podría contribuir a llenarlas un poco más. Supongo que no os importaría.

—Supongo que no. Pero, desde luego, no pienso soltaros por las buenas.

—¡No, hombre, no! ¿Cómo iba yo a pediros semejante disparate? Es más fácil que todo eso.

—Hablad.

—En primer lugar, os triplicaré el dinero que os he de pagar a cambio de que me trasladéis a una celda decente, con ropas limpias y útiles de aseo, así como de escritura.

—Esto no es una posada —no pronunciaba aquella frase por primera vez.

—Tampoco es una pocilga —manifestó el vizconde, condescendiente, provocando la risa del alcaide.

—No os preocupéis. La tendréis.

—Bien, don Ventura... gracias. Vamos bien, ¿no?

—Vamos bien —ratificó.

—Además, me gustaría poder recompensaros la información que me transmitierais.

—¿A qué clase de información os referís?

—A cualquiera que tenga que ver con mi situación. ¿Alguien os ordenó que me encerrarais en esta celda la primera noche?

—No puedo contestar a eso —su disculpa evidenció la respuesta.

—Ya, entiendo. ¿Y podríais hacer llamar al corregidor? Me gustaría hablar con él.

—Supongo que sí... —don Ventura caviló durante unos instantes, tras los cuáles rectificó su aseveración inicial—. Sin embargo, don Pedro de Ibaizabal os comentó que no se encontraba en Bilbao.

—Tenéis razón. ¡Qué cabeza la mía! De todos modos, os ruego que estéis pendiente de su regreso.

—Lo estaré.

—Gracias de nuevo. Una cosa más, don Ventura. ¿Qué sabéis de aquella famosa partida de naipes celebrada la noche de San Fernando en El muslari tuerto?

—Que todavía se sigue hablando de ella.

—Ya me lo puedo figurar. Y encima con tres muertos tras de sí. Me refiero a que una simple partida de cartas no parece suficiente motivo para que se esté derramando tanta sangre.

—Yo no me atrevería a afirmarlo. Vuestro amigo Urtiaga demostró su destreza en el juego; pero además se rio de Legizamon y de Uría, humillándoles públicamente. Por otra parte, está lo de la apuesta.

—¿Una apuesta? ¡Ah, claro! ¡Una apuesta! ¿Qué clase de apuesta?

Los ojos diminutos de don Ventura le observaron silenciosos sin que su boca se atreviera a contrariarles. El doctor Zúñiga reaccionó abriendo su faltriquera.

—No será fácil llenar vuestra mano —prosiguió mientras depositaba en ella un puñado de monedas. El alcaide sonrió satisfecho.

—El cargamento de un barco. Telas holandesas y aceite.

—¿Qué?

—Uría y Legizamon eran corsistas...

—Querréis decir corsarios —le corrigió el vizconde.

—Corsarios son los extranjeros. Los españoles que practican el corso son corsistas[33].

—Bueno, es lo mismo, proseguid.

—Pagaron una expedición que, al parecer, apresó un barco francés.

—¿No está prohibido ejercer la patente de corso en tiempos de paz?

El alcaide se encogió de hombros.

—¿Cuándo hemos estado en paz con los franceses? María Teresa, la hija de nuestro rey Felipe el cuarto, a quien Dios tenga en su gloria, padece una grave enfermedad[34]. En cuanto muera, vamos a ver lo que tarda su esposo, el rey Luis XIV, en empezar a reclamarnos territorios, si no la Corona de España para el Delfín o para alguno de sus hijos. Os recuerdo que al día de hoy, ningún otro vástago de Felipe ha tenido descendencia.

—Y yo os recuerdo que María Teresa renunció a sus derechos a la Corona de España cuando se casó con su primo, el Rey de Francia.

—¡Pues sí que eso le va a importar a ese Borbón!

—Bueno, no es momento de charlar de política —zanjó don Fernando, consciente de que las palabras de su interlocutor no se encontraban exentas de razón—. ¿Qué pasó con el barco?

—El corregidor intercedió para devolver el barco a los franceses. Eso sí, después de que unos comerciantes ingleses compraran el cargamento. Y parece ser que a muy buen precio. Según se rumorea, Urtiaga y Jauregi contribuyeron económicamente al apresamiento. Por tanto, las ganancias se debían repartir entre los cuatro. Sin embargo, a todos les gustaba apostar.

—Y bien que apostaron.

—Son de Bilbao —les disculpó el alcaide.

—¡Vaya! Así que al orgullo herido se le unió un grave quebranto en sus arcas. ¿Y aún creéis que Legizamon y Uría no tuvieron nada que ver con las muertes de sus contrincantes?

—No han aparecido pruebas que les hayan inculpado. En cambio, existen pruebas evidentes contra vuestra merced en el asesinato de Legizamon.

—Ya. ¿Qué se sabe del dinero obtenido de la venta de las telas y el aceite?

—En teoría debieron quedárselo Jauregi y Urtiaga, pero lo ignoro. En fin, don Fernando, debo irme. Ordenaré que os cambien de celda.

—Os lo agradezco. Vuestra información me ha resultado de gran valía. Por último...

—Decidme.

—Os rogaría que franquearais el paso a cualquier persona que quisiera visitarme.

—No os preocupéis. Así se hará.

Le dolían los huesos. El vizconde del Castañar miró el camastro con desdén y decidió apoyarse en la pared. Demasiadas incógnitas. Daba la sensación de que toda aquella historia se reducía a un simple asunto económico. Se resistía a creerlo. ¿Habría ido Uría deshaciéndose de todos, uno por uno, para quedarse con el botín? Esa posibilidad existía, máxime cuando parecía que nadie conocía su paradero.

A pesar de las evidencias, el doctor Zúñiga no soslayó algunos interrogantes de vital relevancia: ¿dónde estaba el dinero?; y principalmente: ¿por qué Urtiaga no había contado nada al respecto, ni de la partida ni de la apuesta? Comprendió que no era cuestión de mencionarlo en el testamento. Aunque eso debería darle igual después de muerto, su amigo era muy suyo. Sin embargo, no obvió que tampoco se lo notificó en la carta que le escribió. Quizás Pedro temiera que el correo fuese interceptado y cayese en malas manos.

A lo mejor, ese canalla no sólo pretendía que se esclarecieran las causas de su muerte, sino también salvaguardar su fortuna para sus herederos. Mas, en su legado, constituía a Gorane como única beneficiaria de sus bienes. ¿Habría manipulado ella la última voluntad de su primo? O peor todavía: ¿estaría ocultándola de alguna manera? Se negaba a creer que Pedro reconociera a su hijo a título póstumo y lo hubiese despachado con una baraja de naipes.

Desde luego, algo no encajaba. Imposible que la balmasedana se mantuviese al margen. Tenía que saber más de lo que decía... o tal vez no. A estas alturas, don Fernando dudaba ya hasta de lo indudable.

 

Capítulo VI

 


Date: 2016-03-03; view: 377


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