Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






Noche de confidencias

 

El toro bramó una vez más, espoleado por los rejones. Los perros de los cortadores le volvieron a azuzar. No obstante, lejos de venirse abajo, el animal emprendió una feroz embestida contra el caballo que volvía para desafiarle. Este realizó un nuevo quiebro, preciso y elegante, para deleite de la muchedumbre. El asta derecha del morlaco llegó a rozar la cola de su oponente, que salió airoso del lance. Los silencios y los aplausos se alternaban sin tregua en San Antón.

La disposición de la plaza era, cuanto menos, curiosa. Su silueta trapezoidal y el hecho de que dos de sus lados estuviesen formados por la ría le daban un peculiar aspecto, que las casas torre se encargaban de magnificar. El gentío se amontonaba en las ventanas, en las gradas y tras las talanqueras, colocadas para la ocasión delante de la casa consistorial, de la iglesia y de los soportales. Tampoco cabía un alma en las cuatro filas de asientos del Tendido Mayor, levantado entre la ría y Belosticalle. Los más jóvenes seguían el espectáculo desde los mástiles de las embarcaciones atracadas en los muelles vecinos. Incluso desde la otra orilla, abarrotada de público, se trataba de vislumbrar la corrida.

Desde su balcón, don Fernando y Pelayo seguían las evoluciones del decimocuarto toro, un bello ejemplar que hasta hacía bien poco se encontraba pastando en las riberas del Tormes. Era el último de una tarde cálida y apacible. El sol brillaba discretamente, como si no quisiera restarle protagonismo a los festejos. Sus rayos incidían sobre la fachada este, en la que se encontraba el edificio que compartían ayuntamiento y consulado. El vizconde miraba de vez en cuando hacia el primer piso, intentando sin éxito discernir la figura del alcalde de entre el resto de autoridades municipales.

La mirada del doctor Zúñiga estaba puesta en el coso, pero sus pensamientos lo alejaban de él de vez en cuando. La mañana no resultó ser provechosa. Mozos, cortadores y tablajeros habían corrido bueyes ensogados por las calles de Bilbao, entorpeciendo los movimientos de los viandantes entre ellas. Apenas pudo realizar unas cuantas pesquisas, todas infructuosas, acerca del paradero de los contrincantes de Urtiaga y Jauregi en aquella famosa partida de mus. Parecía que la tierra se los hubiese tragado.

El último rejón, acompañado de los vítores del público, le sacó de su ensimismamiento. Lo cierto es que estaba disfrutando de la corrida. No todos los días se tenía la oportunidad de presenciar un espectáculo similar. Por un instante se dejó dominar por su afición taurina, la misma que le llevó a protagonizar algún que otro festejo en San Martín del Castañar cuando era más joven.



Desde que el pregonero despejara la plaza, prohibiendo su permanencia so pena de quince días de cárcel, no faltó un solo detalle. Los tamborileros precedieron al cuerpo municipal, tocando la marcha concejil. Tras las cuadrillas, un elegante volante ataviado con un jubón, una chupa, un ceñidor, unos calzones y un sombrero verde de pluma blanca se encargó de recoger la llave del toril dando volatines. Los alguaciles permanecían atentos para hacer cumplir la normativa. Unos cuantos ventureros clavaron vistosas banderillas, entre títeres y piruetas, a cambio de unos reales. Aunque lo que más llamó la atención de don Fernando fueron los toreadores. Nunca antes había tenido la ocasión de verlos.

Hasta entonces, las corridas las lidiaban los caballeros a caballo por puro placer. Sin embargo, en los últimos tiempos esta tradición se venía perdiendo ante la aparición de toreadores profesionales a pie, cuyos emolumentos crecían conforme al arte y la fama que les precedían. Utilizaban sus vistosas capas de percal amarillo, azul o rosa como engaño y defensa ante el astado, y las de tafetán colorado, más pesadas, en el momento de desjarretarlo. Eso en las corridas de muerte. A veces se celebraban novilladas en las que intervenían animales de similares características. Sólo se diferenciaban de aquellas en que las reses no morían en la plaza.

Pero lo cierto era que aquel festejo vespertino, en honor a Santiago, lo cerraba la faena de un caballero a la antigua usanza. El hombre, de unos treinta y tantos años, descabalgó de su montura y desenvainó su arma. Con paso firme y cauteloso se dirigió hacia su oponente. La bestia le miró fijamente. Apenas les separaban cinco pasos. Sus respiraciones llegaron a confundirse y casi podían oírse en cada confín del recinto. Se hizo el silencio más absoluto. Los enemigos se estudiaron durante unos interminables segundos. Sus músculos inmóviles y tensos. Una gaviota graznó. El caballero levantó la espada con suavidad, acariciando el aire. Un relumbro fugaz provocó el parpadeo del astado. El desenlace no se hizo esperar. El hombre realizó una brusca inclinación del cuerpo hacia su derecha sin levantar los pies del suelo, incitando la arrancada del animal. Cuando lo tuvo a un paso, se movió hacia su izquierda mientras clavaba el acero en la fiera, confundida por el quiebro. El público rugió al unísono transmitiendo su entusiasmo. El toro, con los ojos vidriosos, se tambaleaba agarrándose a la vida con la misma bravura con la que embestía. Por fin dobló las patas, mas no el orgullo. El caballero saludó quitándose el chambergo de la cabeza, en busca de la merecida ovación.

Aún resonaban los ecos de los aplausos, cuando alguien llamó a la puerta de la habitación.

—¿Quién va? —preguntó el vizconde.

—¡Jacinto Pazuengos! Para servir a Dios y a vos —respondió una voz alegre.

Pelayo giró la llave de la cerradura para permitir la entrada del invitado.

—¡Menuda corrida, amigo Jacinto! —comentó don Fernando.

—¡Y que lo digas! Y eso que a ratos me la he perdido.

—No te quejarás. Apenas ha habido lesionados.

—Es cierto. Ni un solo puntazo.

—Pero muchas magulladuras y solastrones[24] —apuntó Pelayo.

—No tantos. Eso sí, los suficientes para perderme parte del espectáculo.

—¡Y qué espectáculo! ¡Nada menos que catorce toros y a cada cuál más bravo! —exclamó el doctor Zúñiga.

—Ya sabes que aquí en Bilbao se hace todo a lo grande —respondió, entre risas, don Jacinto—. De todos modos, en las corridas ordinarias que se celebran en el Corpus sólo se lidian ocho toros.

—Han debido de costar un riñón.

—Tengo entendido que quinientos reales cada bicho.

—¡Vaya bichos! Bien lo valían, sobre todo el último —dijo el vizconde—. También es cierto que ese caballero lo lidió de maravilla.

—¿Sabes quién era el susodicho caballero?

—No. No me sonaba de nada.

—Adivina —le retó Pazuengos.

—No sé. Alguien principal.

—Juega al mus.

—¡No me digas que...!

—¡Íñigo Legizamon! —le interrumpió don Jacinto, que estaba deseoso de soltarlo.

—¡Por la Virgen de la Encina! ¡Vamos a hablar con él antes de que se vaya! —ordenó el vizconde mientras se colocaba el tahalí.

—No te apures —intentó tranquilizarle su colega—. Estará departiendo con las autoridades.

Sin embargo, don Fernando no andaba para demoras y descendió por las escaleras a toda prisa.

El público iba abandonando la plaza con aire remolón, al mismo tiempo que el sol. Algunas campesinas, humildes y pulcras, charlaban con los toreadores de a pie. El grupo fue sorteando los corrillos en los que se comentaban los festejos. No tardaron en llegar al edificio consistorial. A sus puertas, cinco hombres lujosamente ataviados mantenían una animada conversación. Don Fernando suspiró al comprobar que Legizamon se encontraba entre ellos, pero se detuvo a unos pasos como si fuera a meditar sus próximas palabras.

—El del ferreruelo encarnado es el alcalde. Nos conocemos bien. Yo os introduciré —le susurró don Jacinto.

El vizconde asintió aliviado con la cabeza y ordenó a Pelayo que se mantuviera a distancia. Los dos médicos se acercaron.

—¡Hombre! ¡Don Jacinto Pazuengos! —saludó el alcalde.

—La paz sea con todos —respondió este—. Me permito presentar a vuestras mercedes a mi amigo don Fernando de Zúñiga, doctor en Salamanca.

El forastero se descubrió para realizar una leve reverencia general que fue inmediatamente correspondida.

—¡Bienvenido, doctor Zúñiga! Soy Pedro de Ibaizabal, Alcalde y Juez Ordinario de Bilbao. Mis acompañantes son: el Corregidor del Muy Noble y Muy Leal Señorío de Vizcaya, don Gutierre Laso de la Vega; el capitán don Manuel de Sobiñas, síndico procurador de la villa; el Teniente General, don Pedro del Ano y de la Piedra y don Íñigo Legizamon, el ilustre caballero que ha cerrado la corrida de manera tan magistral.

—Encantado, señores.

—Creo que he oído hablar de vuestra merced —comentó el corregidor.

—Espero que haya sido mal —respondió don Fernando con sorna en la voz y adustez en el rostro.

—¿No sois el vizconde del Castañar, el médico que con frecuencia atiende a Su Majestad Nuestro Rey y... a su madre?

El tono empleado por don Gutierre desasosegó al doctor Zúñiga quien venía confiando en que su amistad con la reina doña Mariana de Austria no traspasase los aposentos privados del viejo Alcázar.

—Así es —contestó escuetamente.

—El mismo que colaboró durante años para el Santo Oficio —insistió el corregidor.

—Veo que estáis bien informado —respondió don Fernando casi de mala gana.

—Hasta el año pasado, don Gutierre era Alcalde del Crimen en la Chancillería de Valladolid. Estoy convencido que no ocurre nada en Castilla sin que él se entere —apuntó jocoso don Pedro de Ibaizabal.

—Yo también he oído hablar del señor Laso de la Vega —dijo el vizconde.

—Espero que haya sido bien —bromeó el corregidor.

—Por supuesto —manifestó don Fernando sin abandonar el gesto serio.

—¿Os gustó el festejo? —intercedió el capitán Sobiñas.

—Extraordinario. Mi enhorabuena a todos los que lo han hecho posible. Empezando por el ayuntamiento...

—Se agradece el cumplido —declaró el alcalde con solemnidad, como si fuera a iniciar un discurso.

—... y terminando por don Íñigo. Una faena magnífica.

Eskerrik asko, vizconde.

—Veo que se os dan mejor los toros que el mus.

Aquel comentario borró de un plumazo el tono distendido de todos los presentes.

—No creo ser mal jugador de mus —se defendió Legizamon disimulando a medias la crispación—. ¿Noticias tan banales llegan a la Corte?

—Las malas noticias viajan a los más recónditos confines. Tengo entendido que hace dos meses perdisteis una partida casi ganada.

—¿Quién os ha contado eso? —preguntó rozando la increpación.

—Desde luego, ninguno de los vencedores —don Fernando sonrió para atenuar la consciente provocación de sus palabras.

La tez de don Íñigo fue cambiando de color, primero del blanco al rosa y luego del rosa al rojo, mientras los ojos buscaban sitio fuera de sus órbitas y sus labios se apretaban para no contestar.

—¿A qué vienen esas afirmaciones, doctor Zúñiga? —el teniente general formuló la pregunta con agresividad.

—Creo que se nos hace tarde —don Jacinto, ante el cariz que tomaba la conversación, quiso terminar con ella.

Pero el vizconde hizo caso omiso de las indicaciones de su colega y no se amilanó.

—Vaya, don Pedro. Tenéis un nombre muy común. En este pequeño grupo hay dos. Posiblemente en Bilbao haya decenas de ellos. Y fijaos: yo echo en falta a otro Pedro, a Pedro Urtiaga de la Puente.

—Deberíais explicaros —conminó el teniente, en tanto los componentes del grupo se miraban con disimulo y atribulación los unos a los otros.

—Es posible que vuestra merced no conociese a Urtiaga, ni sepa que está muerto. Eso sí, estoy seguro de que algunos de sus compañeros de charla sí lo saben.

—Alguien lo ha dicho hace un momento: las malas noticias viajan a los más recónditos confines.

El doctor Zúñiga percibió cierto aire desafiante en la frase de Legizamon. A pesar de la calidez de la tarde, la humedad de la ría parecía estar congelándose.

—Lamentamos la muerte de Urtiaga —don Pedro de Ibaizabal medió para romper el hielo—. No sabía que fuese amigo vuestro.

—Lo era. ¿Nadie sabe quién pudo asesinarle?

—Su fallecimiento no ocurrió en Bilbao. No es mi jurisdicción —dijo el alcalde.

—No. Sucedió en Balmaseda —corroboró don Fernando.

—Y tampoco es misión del Corregidor del Señorío perseguir asesinos —trató de justificarse don Gutierre.

—Por supuesto que no. Aunque habéis de mantener el orden público. ¿Tan lejos han quedado vuestros tiempos como Alcalde del Crimen que ya no los añoráis?

—Doctor Zúñiga, no creo que estéis siendo muy justo en vuestras apreciaciones —le recriminó el capitán Sobiñas—. Comprendemos vuestro dolor, pero vuestras palabras se convierten en saetas inquisidoras.

—Parece que vuestra merced sí añora sus tiempos de inquisidor —Laso de la Vega aprovechó para devolverle el puyazo.

Lejos de amedrentarse, el vizconde insistió.

—Quizás las autoridades desconozcan quién asesinó a Urtiaga y a su compañero de partida, Mikel Jauregi. Sin embargo, don Íñigo... vuestra merced, que está más en la calle, ¿no sospecha quién pudo hacerlo?

—En absoluto.

—Según tengo entendido, en aquella partida se mancilló vuestro honor —el vizconde lanzó el último ataque contra Legizamon, que demostró más destreza con los toros que con las embestidas verbales de don Fernando.

—¡Y vuestra merced lo está mancillando ahora! ¿Queréis decirme que yo tuve algo que ver con esas muertes? ¿Venís a Bilbao a acusarme de asesinato?

—Jamás emití tamañas insinuaciones —mintió.

—Pues escuchadme bien, doctor Zúñiga. Juro por Dios y por Santiago que nada tuve que ver con el asesinato de Urtiaga. Y aunque no tengo ni la más remota idea de quién lo hizo, me alegro sinceramente de que ese estúpido fanfarrón esté enterrado. Cada uno tiene lo que se merece. Ni más ni menos. Y podéis tener la seguridad de que no soy el único al que satisfizo su muerte.

—Estáis faltando al respeto de un difunto... de un difunto amigo mío. ¿Quién mancilla ahora el honor, don Íñigo? —el doctor Zúñiga le desafiaba con la mirada.

—No estaréis buscando un duelo —a Legizamon le temblaba la voz.

—¿Me creéis un suicida? Estoy demasiado achacoso para enfrentarme a quien acaba de demostrar su pericia con la espada ante tanto público. Mas sepa vuestra merced que ganas no me faltan.

—Señores, creo que estamos cubriendo un malentendido con otro. Opino que debemos poner fin a esta absurdidad —el doctor Pazuengos terció para que la sangre no llegara al río.

—Es cierto. Quizás los ánimos se hayan encendido más de la cuenta —dijo el capitán Sobiñas.

—Deberíais disculparos mutuamente y estrecharos las manos —propuso don Pedro del Ano con ingenuidad.

Los aludidos se estudiaron durante unos instantes mirándose a los ojos. Por un momento parecía que podría darse el gesto, pero el orgullo de ambos terminó venciendo.

—No nos batiremos en duelo. Tampoco seremos amigos —resolvió el vizconde.

—En algo estamos de acuerdo —corroboró Legizamon.

—Bueno, por algo se empieza —comentó el alcalde, tratando de quitar yerro al asunto.

—¿Nos vamos, doctor? —inquirió don Jacinto.

—Será lo mejor —decidió al fin este—. Señores, a pesar de todo, les ruego me informen si saben algo sobre lo que pasó.

—Tened la certeza de que encargaré algunas averiguaciones —prometió don Gutierre sin excesivo convencimiento.

—Os los agradezco. Quedad con Dios.

—Id con Él —se despidieron todos salvo Íñigo Legizamon.

Cuando los médicos se giraron, Pelayo pudo observar el rostro congestionado de Pazuengos.

—Fernando, perdona que te diga que te has pasado de la raya —le cuchicheó don Jacinto.

—No tenía más salida —se disculpó.

—Alguna otra habría, digo yo. Supongo que te habrás guardado tus famosas dotes diplomáticas para mejor ocasión.

La sincera respuesta de su colega le hizo sonreír. Al llegar a la altura del muchacho, el vizconde le interpeló:

—¿Oíste algo?

—Lo suficiente para saber que vuesa merced no acaba de hacer muchos amigos.

—oOo—

 

Los gritos de angustia despertaron a la propia noche. Por suerte, los jóvenes pulmones de Pelayo aguantaron lo suficiente para romper a toser justo en el momento en que el sueño iba a rendirse ante la inconsciencia. El humo invadía la habitación, como si se hubiera apoderado de ella la niebla del Duero en pleno invierno. Sin embargo, hacía calor, mucho calor. Unos amenazantes destellos pugnaban por abrirse paso al otro lado de la espesura. Sus ojos irritados no atisbaban a ver nada. Durante unos instantes, el miedo le atenazó. Su vista nublada colapsaba cualquier viso de nitidez en su cerebro. Ahora sí, sus oídos distinguían lo que decían aquellas voces que parecían actuar impulsadas por su ángel de la guarda.

—¡Fuego! ¡Fuego!

Por fin reaccionó. ¡El edificio ardía! Se incorporó y casi a tientas se calzó las botas tan rápido como pudo. Tanto él como el vizconde se habían acostado con la ropa puesta. ¡Dios mío! ¡El vizconde! Apenas discernía su figura inerte sobre el colchón.

—¡Don Fernando! ¡Señor! ¡Don Fernando!

No obtuvo respuesta alguna.

Se acercó medio trastabillado y le zarandeó. El doctor Zúñiga no se inmutó. Un escalofrío le recorrió la espalda. El profesor tenía el sueño muy ligero y no era normal que no reaccionara. A pesar de ello, insistió:

—¡Fuego! ¡Hay que salir de aquí!

Pero don Fernando seguía sin moverse. Pelayo le asió por las axilas y le arrastró hasta la ventana que abrió de un codazo. La brisa de la ría y las bofetadas del muchacho se aliaron para que el vizconde comenzara a recuperar el conocimiento. Apoyado en el alféizar, su tos se asemejaba al llanto del niño recién nacido cuando se incorporaba a la vida.

—Gracias a Dios, señor. Creí que...

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó aturdido.

—¡Fuego! ¡Hay fuego por todas partes!

—¡Busca mis botas!

Mientras el fámulo cumplía sus órdenes, el doctor Zúñiga echó mano de su instinto de supervivencia para evaluar la situación a toda prisa. Se sujetó la cabeza con las manos para tratar de que dejara de darle vueltas. Tenía que despabilarse como fuera. Se hallaban en un segundo piso y las llamas acababan de destrozar la puerta de la habitación. Miró a la calle. Demasiada altura. Entre resplandores anaranjados, vislumbró el rostro desencajado de un pequeño grupo de gente que le contemplaba. Los cubos de agua iban y venían desde la ría, arrojándose sobre la casa sin excesivo éxito. La primera planta también ardía. Alguien desde abajo le incitó a que se lanzara al vacío. Se trataba del posadero.

—¡Saltad! ¡Saltad! ¡Trataremos de recogeros!

Unos cuantos hombres habían desplegado una manta que sujetaban con fuerza por encima de sus cabezas. El posadero volvió a gritar:

—¡Por Dios! ¡Saltad! ¡Vais a abrasaros!

Pelayo se asomó mientras el vizconde trataba de calzarse.

—¡Señor, dicen que saltemos!

—Está demasiado alto.

—¡No hay otra escapatoria!

—No creo que atináramos con la manta ni que puedan parar del todo nuestra caída desde aquí.

El fuego acababa de prender la paja del jergón de Pelayo y avanzaba inexorablemente hacia ellos.

—¡Señor, saltemos!

—¡Ayúdame a liar dos sábanas! No llegarán hasta abajo pero al menos será más fácil que nos recojan.

Mientras el uno ataba las telas, el otro las unía con los barrotes de hierro de la cama que acababan de empujar contra la ventana.

—¡Primero vuesa merced! Esto no aguantaría el peso de los dos.

El vizconde no se lo pensó dos veces y se deslizó hasta donde terminó la improvisada cuerda. Una bocanada de calor, que parecía salir de las mismas puertas del infierno, le azotó el cuerpo. Sin embargo, no era más que la primera planta sucumbiendo ante unas llamas que amenazaban con salir al exterior. Cerró los ojos y se dejó caer, acertando de lleno con la manta. El clamor de unos aplausos confirmó su llegada a tierra firme sano y salvo. Miró hacia arriba. Casi no podía ver a Pelayo, que acababa de iniciar el descenso. El fuego ya se asomaba a la calle en el primer piso. Imposible bajar despacio. El muchacho dudó entre cruzar a ciegas a través de la hoguera o volverse trepando. Dirigió la vista arriba y contempló horrorizado que no cabía camino de retorno. Se le vino a la cabeza una de esas frases en latín que el vizconde emitía para expresar su filosofía ante la vida: de duobus malis, minus est semper eligendum[25]. Se disponía a saltar, cuando se quebró la liana. A los hombres de abajo, a los que se acababa de unir don Fernando, apenas les dio tiempo a rectificar la posición. Uno de ellos tropezó y dejó desguarnecido su flanco. El muchacho cayó en mala postura y, a pesar de que la manta amortiguó el golpe, fue a parar al suelo. En la caída, se le había chamuscado la parte trasera de las calzas. Rápidamente le envolvieron con un cobertor mientras una mujer le arrojó agua. El profesor le ayudó a incorporarse.

—¿Estás bien?

—Creo que sí. Aunque tengo las nalgas embrasinadas[26] y me he mancado la muñeca —respondió, frotándose el antebrazo izquierdo.

El médico sonrió para sus adentros mientras le palpaba la mano bajo la palma. El muchacho reprimió el quejido de dolor.

—No parece que haya nada roto. De todos modos, la inmovilizaremos con una tablilla. En cuanto al pandero...

—Ya le echaréis un vistazo cuando haya menos público —concluyó el chico.

—Me alegra que estéis bien, señores —dijo el posadero.

—Muchas gracias. Nos han salvado la vida —agradeció el vizconde.

—No es para tanto.

—¿Hay heridos?

—No. A todos nos dio tiempo a salir.

—¿Y nuestras yeguas?

—Tranquilo, están bien. Sólo algo asustadas. El fuego no alcanzó el establo.

—Siento que vuestra casa haya ardido.

—Ya. Parece que ha sido intencionado.

—¿Cómo decís?

—Alguien ha comentado que tres hombres, con los sombreros calados y las capas embozadas, arrojaron aceite sobre las escaleras de madera para luego prenderlo. ¡Menuda luminaria han preparado esos mal nacidos!

—¿Tenéis enemigos?

—No... hasta donde yo sé. Y vuestra merced, ¿los tiene?

El doctor Zúñiga se quedó pensativo durante unos instantes, los precisos para darse cuenta de que acababan de intentar asesinarle del mismo modo que a Mikel Jauregi.

—Supongo que aquel que busca averiguar la verdad acerca de un crimen, se encuentra con enemigos. Lamento que, involuntariamente, hayamos tenido algo que ver en la destrucción de vuestra casa.

—No es culpa vuestra que haya gentuza.

—¡Malditos avechuchos! —exclamó ofendido Pelayo.

—De algún modo os compensaré —aseguró el vizconde.

—No es necesario, señor —respondió el posadero.

—De todos modos, lo haré. Toda ayuda será poca para volver a poner en pie vuestro negocio. Os lo debo.

Escondido entre el gentío, el portador de la sombra que les había acechado la noche anterior esbozaba una enigmática sonrisa.

—oOo—

 

Aún no era mediodía cuando dos viajeros fatigados hacían su entrada en Balmaseda. Después de varios meses de sequía, un sirimiri mañanero quiso aparecer en el peor momento para acompañarlos desde Bilbao. Parecían más mendigos que caballeros. Llevaban el humo impregnado en la piel, los ropajes andrajosos y el cuerpo empapado por la lluvia. Habían pasado la noche a la intemperie esperando a que amaneciera. Sentados bajo los soportales de la plaza permanecieron absortos durante horas, con la mente en blanco, asimilando en silencio cómo acababan de esquivar la guadaña de la muerte. Mientras, las primeras luces del alba apagaban los últimos rescoldos del incendio.

El vizconde del Castañar necesitaba aclarar sus ideas. Por ello, determinó regresar con Pelayo a la residencia de Gorane Otamendi. Isabel, que estaba en la puerta, se alarmó al comprobar el estado en que se encontraban.

—¡Por el amor de Dios! ¿Qué te ha ocurrido? —le preguntó al muchacho fijándose en su brazo en cabestrillo.

—No es nada —Pelayo le restó importancia.

—Es largo de explicar —respondió don Fernando, que no andaba para charlas, al tiempo que desmontaba.

—¿Y vuestras armas? —insistió ella.

—Las perdimos.

—Voy a llamar a Leonor —propuso el ama de llaves.

—¡De ninguna manera! —prohibió el doctor Zúñiga con la misma firmeza que se frotaba sus doloridas lumbares—. Es preciso que descansemos. Es más, procura que nuestra siesta no sea interrumpida. No veremos a nadie hasta que nos hayamos repuesto.

—¿No vais a comer algo antes?

—Tenemos más sueño que hambre, ¿verdad Pelayo?

El joven asintió no muy convencido, apretándose el estómago con disimulo para que el sonido de sus tripas vacías no le contradijesen.

—Señor, tengo algo que deciros —Isabel moduló su timbre, adecuándolo al tono en que se emiten las confidencias.

—¿Es importante?

—Es sobre la muerte de vuestro amigo —su voz resultó casi imperceptible.

—¿Has averiguado algo?

—Sí, aunque creo que también es largo de explicar.

—Bien. Entonces nos retiramos a nuestros cuartos. Tengo la mente abotargada. Luego me lo cuentas. Por favor, insisto: que nadie nos moleste. Eso sí, encárgate de que tu padre venga a recoger las yeguas y de que nos aguarde una opípara cena a eso de las siete y media.

—Dejadlo de mi mano, don Fernando —dijo, solícita.

Por fortuna, los dos hombres pudieron alcanzar sus aposentos sin que nadie más que Isabel fuese testigo del aspecto lamentable que presentaban. El fámulo, a pesar de la limitada movilidad de su extremidad, ayudó a desvestirse a don Fernando antes de acostarse. Sin fuerzas para asearse previamente, un profundo sopor les dominó durante toda la tarde.

Horas después, unos delicados haces conseguían abrirse paso con timidez entre las nubes para pintar de tonos cálidos el paisaje balmasedano. El jilguero volvía a mostrar su felicidad gorgoriteando en el ajimez de Pelayo. El ave interrumpió su canto cuando comprobó que el chico abría los ojos. Tras tantos viajes, este se encontró desorientado. Por un momento no supo dónde se encontraba. Tuvo que mirar a ambos lados de la columna de la ventana para comprobar el verdor de los montes y ubicarse de nuevo. Mientras, el jilguero inclinó la cabeza esperando un gesto. Al no obtenerlo, pio durante unos segundos y volvió a callarse. Pelayo se hizo de rogar pero sonrió al fin. El pájaro le devolvió el ademán entonando satisfecho una larga melodía que sirvió para desperezar al muchacho.

El sueño reparador le hizo levantarse muy ufano. Incluso casi no le dolía el brazo, así que se desenredó la venda. Echó agua en una jofaina y se acicaló lo mejor que pudo antes de ponerse ropas limpias. En un rato vería a Leonor... y también a Gorane. Este pensamiento provocó la sudoración de sus manos. Trató de secárselas con un lienzo, aunque resultó inútil. No quedaría más remedio que restregárselas en las calzas a escondidas de vez en cuando. Respiró hondamente y se dirigió hacia la puerta de la habitación del doctor Zúñiga para golpearla con suavidad. La respuesta no se hizo esperar.

—¿Quién es?

—Soy yo.

—Adelante, hijo.

—¿Cómo os encontráis?

—Casi recuperado. Me estaba adecentando un poco. Tú también pareces de mejor familia.

—Gracias, señor.

—¿Te has quitado el vendaje?

—Ya no me duele.

—Déjame ver.

El joven se acercó para dejarse palpar. El médico apretó su pulgar con suavidad a lo largo del antebrazo entre los dos huesos. Al llegar a la altura de la muñeca, un acto reflejo se la contrajo.

—Casi no me duele.

—¡Ah! Ahora es casi.

—Creo que está curada.

—Hombre, no soy un mal algebrista, pero yo diría que está casi curada —manifestó incidiendo en la penúltima palabra—. Por si acaso, procura evitar movimientos y no coger peso con ella. Sería conveniente que la sujetases con un pañuelo.

—No, señor. No es necesario.

—¿Qué ocurre? ¿No quieres parecer un lisiado a los ojos de las damas que nos esperan abajo? —bromeó.

—No, señor. Digo... quiero decir que no se trata de eso —su azoramiento suavizó la fuerza de su negación.

El vizconde esbozó una sonrisa. También a él le había sentado bien la siesta y se hallaba de buen humor.

Las mujeres aguardaban impacientes en el comedor. El doctor Zúñiga y Pelayo hicieron su entrada cual soldados regresando de una batalla. Leonor se abrazó a don Fernando. Aprovechó la postura para dirigir una mirada furtiva al muchacho por encima del hombro de su padre. Mientras, Isabel se mostraba risueña y Gorane fruncía el ceño.

—¡Padre! ¿Estáis bien? —se preocupó Leonor.

—Claro, hija. ¿Tengo mal aspecto?

—Sois el hombre más apuesto del mundo.

—Lisonjera...

—¿Acaso miento? —inquirió sonriente buscando la aquiescencia de sus compañeras.

Isabel bajó la cabeza para ocultar sus ojos, en donde podían leerse las páginas de sus sentimientos como un libro abierto, lleno de capítulos de amor. Fue la dueña de la casa quien ratificó la afirmación de su invitada.

—No creo que nadie pueda dudar de vuestra gallardía, don Fernando.

Sabedora de algunos de los secretos que ocultaba Gorane Otamendi, sus palabras abrieron la caja de los celos del ama de llaves.

—¿Lo veis? —resolvió satisfecha Leonor—. ¿Y vos, Pelayo, cómo os encontráis? Isabel me comentó que os habíais lesionado.

—No es nada —contestó, perturbado ya por el perfume de agua de rosas.

—Me salvó la vida —aseveró el vizconde.

—Más bien nos la salvamos mutuamente —respondió, con una humildad sincera.

—Veo que tenéis muchas cosas que contar —dijo Gorane.

—Algunas hay, pero va siendo hora de que comamos algo. Yo estoy hambriento, así que Pelayo debe estar desfallecido.

Los cuatro comensales se acomodaron alrededor de una larga mesa de nogal, arropada con un mantel blanco de hilo y adornada con una vajilla de porcelana china y cubiertos de plata al estilo de la corte de Luis XIV. En los extremos se sentaron la anfitriona y el vizconde; y en los laterales Pelayo y Leonor, frente a frente. Ya estaban dispuestos algunos platos con pernil curado de cerdo, queso, aceitunas y ensaladas.

—¿Está a vuestro gusto, doctor? —Gorane buscó el halago con descaro.

—¡Por supuesto! Parece que vayamos a comer a la borgoñona[27].

—¡Qué exagerado! Aquí sólo hay comida fría. La caliente, que viene ahora, no queremos que se convierta en fiambre.

Isabel, consciente del papel que la señora de la casa le otorgaba, comenzó a dar instrucciones al servicio para que se fuesen sirviendo los platos. Primero, el manjar blanco en el que una cocinera balmasedana había sustituido la pechuga de pollo por el cecial de merluza. Lo deshizo a fuego lento con azúcar y harina de arroz al tiempo que añadía leche y almendras trituradas, para después aderezarlo con agua de azahar.

El aroma que emanaba del guiso devolvió a Pelayo los recuerdos de la noche en que creyó soñar que Gorane se colaba en su alcoba. La miró de reojo mientras se introducía otra cucharada en la boca. La joven se percató y le sonrió. ¡Demonios! ¡Qué bella era! Y olía de la misma manera. Aquellos pensamientos le desasosegaban y le excitaban por igual. Se atrevió a levantar la cabeza para dirigir una mirada a Leonor lo más disimuladamente que supo. Enseguida volvió a agacharla. ¡Dios mío! Su hermosura no parecía ser de este mundo, sino celestial. La belleza de Gorane tampoco resultaba mundana, más bien una diabólica tentación. Se dio cuenta de las expresiones con que su subconsciente acababa de evocar a ambas: ¡Demonios! para la una y ¡Dios mío! para la otra. Su corazón se desbocaba por Leonor... entonces, ¿por qué sentía a veces esa sensación de arder en el infierno?

El segundo plato llevaba la mano inconfundible de Isabel. Preparaba el gigote como nadie. En una cazuela untada con manteca había colocado las lonchas de gallina cebada con leche de cabra. Por encima, una capa de tomate, cebollas rebanadas, clavo, pimienta, canela, cominos, cilantro, ajos despedazados, perejil en lonjitas y azafrán. Por último, unas lonchas de jamón y vinagre para guisarlo entre dos fuegos. Después de cocido, adornó el caldo con pasas, almendras, aceitunas y alcaparrones.

Para cuando llegó el hojaldre de solomillo con manzanas y ciruelas, los estómagos se encontraban más que satisfechos. Aún tuvieron que realizar un esfuerzo postrero para dar cabida al arroz con leche.

La cena transcurrió plácidamente entre preguntas de las mujeres y respuestas de los hombres, detallando los acontecimientos acaecidos en Bilbao. El orujo servido como digestivo, unido al txakolin ya consumido, contribuyó a distender el ambiente y a que Pelayo se olvidara de rehuir las miradas cruzadas con Leonor. Se sintió embriagado por los efectos del alcohol, agraviados por los efluvios de los perfumes de las dos muchachas. La saliva se le fue espesando con agua de rosas y de azahar hasta el punto de que casi la podía masticar. Por un momento, permitió que su mente viajara sin dirección. Cuando pudo reconducir sus sentidos alterados, la conversación en la mesa continuaba por los mismos derroteros.

—Por lo que decís, es posible que Íñigo Legizamon fuese el autor de las muertes de Pedro y de Jauregi —conjeturaba Gorane.

—No estoy seguro. Hay cosas que no me encajan —respondió don Fernando.

—¿No creéis que fuera él? —preguntó Leonor.

—Yo diría que no del todo.

—Os referís a que Jon Uría le ayudase, al ser también humillado en aquella partida de mus —quiso aclarar la dueña de la casa.

—No es sólo eso. Tengo la sensación de que Legizamon no mató a Pedro.

—¿Intuición, don Fernando? —Pelayo quiso intervenir.

—Aderezada con sentido común. O viceversa.

—Explicaros, padre.

—Trato de recordar las frases que pronunció. Afirmó: Juro por Dios y por Santiago que nada tuve que ver con el asesinato de Urtiaga. Luego sostuvo que no sabía quién lo hizo; sin embargo, esto último no lo juró. Un caballero jamás jura en vano, y menos un caballero vizcaíno. Creo que midió muy bien sus palabras.

—Si no fue él, ¿quién fue? Parece excesiva casualidad que, después de vuestro encuentro, ardiera la posada. ¿Quién si no alguien molesto por vuestras averiguaciones trataría de asesinaros? —Gorane emitió sus interrogantes con objetividad.

—Es cierto que eso me ha desconcertado un poco. Yo diría que es verdad que él no mató a Pedro, pero mintió cuando declaró que no conocía al asesino. Es posible que, tras la partida, él y Uría se repartieran el trabajo. Él se encargaría de Jauregi y Uría de Urtiaga.

—Y parece que a Legizamon le gusta prender hogueras —dijo Pelayo, con una seriedad que rayó en lo cómico.

—Lo que ya resulta evidente es que el mus es una pieza importante en toda esta historia. Pedro no le regaló a mi primo esa caja por casualidad.

Ahora sí que el aludido ya no pudo tragar la saliva acumulada en la garganta. Hasta ese momento, no tenía conciencia de que Gorane le viese como un familiar.

—Así es. No olvidemos que los naipes iban acompañados de esas piedrecitas de plata, que presumo Pelayo habrá contado —aseveró el vizconde.

—Veinte —confirmó el joven.

—Que es el número exacto de piedras que se necesita para jugar al mus —concluyó don Fernando.

—Padre, no acabo de entender por qué si Urtiaga conocía la identidad de su asesino no la desveló directamente, sin tanto rodeo.

—Porque a lo mejor no estaba seguro y no quiso acusar a ningún inocente justo antes de vérselas con Dios —elucubró la dueña de la casa.

—Es probable. Y de paso dejó una pista que sabía que descubriríamos. Me estoy imaginando la cara de ese sinvergüenza, jugando y disfrutando hasta el final —el doctor Zúñiga esbozó una sonrisa nostálgica.

—Mas si eso es así, don Fernando, ¿qué me decís del contenido de la otra caja? —preguntó Gorane.

—No creáis que no me quita el sueño.

—No parece que una flauta sea el mejor regalo que un moribundo quiera hacerle a un amigo antes de irse —continuó ella.

—Es una flauta muy bonita —el vizconde respondió con aire circunspecto.

—¡Por el amor de Dios, don Fernando! ¿Me estáis hablando en serio?

—No. Por supuesto que no. Pero por más vueltas que le doy no le encuentro explicación. Desde luego, desconocía cualquier afición de Pedro por la música, arte para el que puedo asegurar que no estaba dotado. Y por más que lo intento, no recuerdo que nunca me hablase de ningún instrumento. También es verdad que me voy haciendo mayor y quizás deba tomar anacardina para mejorar mi memoria —esta vez, el doctor Zúñiga no disimuló su sorna.

—Entonces, ¿cuál será nuestro siguiente paso? —quiso saber Pelayo.

—Supongo que debemos ir en busca de Jon Uría. A ver qué es capaz de decirnos... si lo encontramos. Mas creo que mañana nos lo tomaremos de asueto.

—Quien se va a descansar soy yo —dijo la anfitriona, al tiempo que se levantaba—. Espero que sigáis disfrutando de la velada.

Tras cruzarse las correspondientes despedidas, Gorane Otamendi abandonaba el salón seguida de las miradas de los presentes cuyos ojos la contemplaban de distinta manera. Los de Leonor veían una rival. Los de don Fernando, una joven elegante. Los de Pelayo, una mujer seductora. Los de Isabel, que volvía de la cocina, una bruja.

—oOo—

 

Un flamante reloj de péndulo marcó las diez. Sin embargo, ninguno de los dos tenía prisa por irse a la cama. La siesta y la ulterior cena constituyeron las mejores aliadas de un insomnio que trataban de combatir con una charla marcada por las elucubraciones. Isabel volvió después de haber acompañado a Leonor a su alcoba.

—La niña ya se ha dormido —informó ella.

—¿Tú no te acuestas? —le preguntó el vizconde.

—Es que...

—¡Ah, ya! Venga, mujer. Dinos qué es eso que llevas en la lengua.

—Es sobre la muerte de vuestro amigo.

—Eso ya lo dijiste esta mañana.

—No sé si debo... —la mujer se mostró sinceramente titubeante.

—¿Ahora nos vas a venir con esas?

—Es que no quiero que os burléis de mí. De sobra conozco vuestra opinión acerca de las supersticiones y las cosas raras, señor.

—¿Cosas raras?

—Que conste que no hago más que poner en mis buces las biervas[28] de Begoña, la cocinera que ha intimado conmigo —la mujer bajaba cada vez más la voz.

—Anda, siéntate y suéltalo.

—Pues se rumorea entre el servicio que la señora es una encarnación de la Mari —Isabel apenas susurraba, mientras se acomodaba en la silla que acababa de ocupar Leonor.

La risotada del doctor Zúñiga debió traspasar las paredes de la casa.

—¿La Mari? —Pelayo no entendía nada.

—¿Lo veis? Sabía que os lo tomarías a chacota.

—¿Pero quién es la Mari? —insistió el muchacho.

—Una diosa que entre otros muchos poderes tiene el de seducir a los hombres —aclaró el vizconde.

La pose reflexiva de Pelayo, que tampoco terminaba de ver la gracia del asunto, provocó una nueva carcajada de don Fernando. Al fin y al cabo, la versión de Isabel sobre la identidad de Gorane explicaría muchas cosas.

—Nunca os había visto tan risueño, señor —comentó él.

—Sí, es cierto. Hacía años que no me reía con tantas ganas.

—¡Vaya! Me alegra haberos provocado tanta diversión —Isabel hablaba con el semblante enfurruñado.

—¿Y en qué te basas? O mejor dicho, ¿en que se basa el servicio para realizar tamaña afirmación? —el vizconde trató de reconducir su compostura.

—Es muy distinguida. Y se peina sus rubios cabellos con un peine de oro. Yo misma he visto el peine. Además, suele ir vestida elegantemente de verde. ¿De qué color era su vestido hoy?

—Verde. Era verde —Pelayo contestó convencido por la rotundidad de la mujer.

—Muchacho, creo que el orujo se te ha subido a la cabeza —el vizconde estaba disfrutando.

—Hasta ahora, Isabel no ha dicho nada que no sea verdad —intentó justificarse.

—¿Pero sabes quién es la Mari?

—No, señor.

—No es más que una leyenda. Un ser con cuerpo de mujer y pies de rapaz.

—Nadie en la casa asegura haberle visto los pies —el ama de llaves volvió a mediar.

—Ya. A lo mejor son los de un halcón. ¿Y el carro de fuego con el que viaja entre los montes por las noches? Seguro que tampoco nadie lo ha visto. Aunque no me he fijado bien si estaba guardado en los establos —al doctor Zúñiga comenzaba a hastiarle la conversación.

—Ya os comenté que eran rumores de los criados —Isabel consideró que había llegado el momento de recular y se estaba arrepintiendo de haberse echo eco de aquellas habladurías.

—Seguro que les sirve de diversión. ¿Y estas son tus averiguaciones con respecto a la muerte de Pedro?

—No, don Fernando. Hay algo más. Ayer, aprovechando que la señora no estaba en casa, entré en su alcoba. Sé que no está bien, mas me pudo la curiosidad. Que Dios me perdone.

—Fue cuando viste el peine de oro.

—Así es; sin embargo, os juro que no volveré a hablar de eso. En la gaveta de su escritorio, envueltas en un paño, encontré unas cuantas hojas escritas a mano y cosidas.

—¿Encontraste un manuscrito? —ahora sí que el vizconde mostró interés. Alguna razón debía de existir para que aquellas páginas se hallaran ocultas en la habitación de la joven—. ¿Sobre qué versaba?

—Venenos —dijo ella escuetamente, muy satisfecha por la expectación que acababa de crear.

—¿Cómo que venenos? ¿Qué clase de manuscrito es ese?

—No lo sé. Ya sabe vuestra merced que apenas conozco las cuatro letras que me enseñó Leonor, empero me parece que está escrito en una lengua que no es la nuestra —reconoció Isabel.

—Vamos a ver. ¿Quieres decir que no está escrito en castellano?

—No, señor.

—¿Entonces por qué sabes que trata de venenos?

—Porque debajo de la palabreja grande de la primera página está escrito: Venenos.

—Ya. Muy sagaz. ¿Y recuerdas esa palabreja?

Poisors, o algo así.

¡Poisons! ¡Venenos, en francés! ¿Por qué habría de tener Gorane un manuscrito sobre venenos escondido?

—Quizás haya algo que no nos ha contado —conjeturó Pelayo.

—¡Eso seguro! Empezando por la existencia del manuscrito.

Se hizo un silencio sepulcral entre los tres.

—No será que... —fue Isabel quien se aventuró a romperlo.

—... que sepa más de lo que cuenta acerca de la muerte de mi pad..., de Urtiaga —el joven se atrevió a expresar el pensamiento general.

—Desde luego, el método del veneno es más propio de mujer —el vizconde se estaba dejando llevar por la evidencia—. Pero esto es absurdo. No tenía motivos.

—Ella se ha quedado con la casa familiar, ¿no? Era la única heredera —Pelayo emitió su presunción sin excesiva convicción.

—No es suficiente. Pedro entraba y salía cuando le venía en gana. Y Gorane ya ejercía de dueña. Además, más pronto que tarde, sería suya.

—La señora estaba amorada de su primo. Todo el mundo en la casa lo sabía. Y, al parecer, no era correspondida. Me han contado que Urtiaga la tenía por una chiquilla y eso a ella la enojaba hasta el punto que le daban ataques de colora.

—¿Y eso te lo han contado los mismos que dicen que ella es la Mari?

La mujer enmudeció ante la pregunta envenenada de don Fernando. Este se percató de que acababa de herirla y rectificó:

—Me has ayudado mucho, Isabel. Ha sido muy interesante tu revelación sobre los venenos. Trataremos de averiguar algo más al respecto. Por hoy he tenido bastante. Y, aunque parezca raro, me está entrando sueño.

—Os acompaño, señor —se ofreció el joven, incorporándose.

—No es necesario, hijo. Sé el camino. Bueno, voy a ver si la almohada me ayuda a poner un poco de orden en este galimatías en que nos encontramos. Buenas noches.

—Buenas noches, don Fernando —le despidió el ama de llaves.

—Que descanséis, señor.

Después de que el doctor Zúñiga saliera de la habitación, Pelayo e Isabel quedaron sentados frente a frente. Ella se mantuvo cabizbaja, con el gesto contrariado, hasta que el chico trató de animarla.

—¿Qué os pasa?

—Habrá pensado que soy una tonta. Y que no sirvo más que para cocinar.

—No creo que don Fernando piense eso de vos, ni mucho menos.

—La culpa la tengo yo... por meterme donde no me llaman.

—Mujer, no digáis eso.

—Yo sólo conté lo que oí.

—¿Os referís a lo de la Mari?

—Si sé de sobra lo que él piensa sobre seres raros, no sé por qué tuve que contarlo.

—Que lo contarais, no quiere decir que vos lo creyerais.

—No sé si ella será la Mari o no pero, desde luego, es una mujer muy extraña.

—Eso es verdad.

—Y le gusta embaucar a los hombres.

—¿En serio? —el chico se hizo el despistado, buscando que Isabel se extendiera en el comentario.

—Vamos, Pelayo. O eres muy tonto o muy inocente... o muy mentiroso. Es igual de melosa y seductora con los hombres, incluido tú, como fría y distante con las mujeres. ¿No lo has visto?

—Si vos lo decís... lo que sí parece es que esconde algo.

—De momento, esconde unas hojas con anotaciones sobre venenos. Y dado que tu padre... ¿puedo decir tu padre?

—Supongo que sí.

—Pues decía, que dado que tu padre fue embellinado[29], no hubiera estado de más que ella revelara que guardaba esas hojas.

—En eso tenéis razón. Sin embargo, a lo mejor es una casualidad y no significa nada.

—¿No? No me digas que a ti también te tiene hechizado.

—¡De ninguna manera!

—Ya —dijo escéptica—. No sé por qué la belleza de esa mujer embelesa así a los hombres.

—Os equivocáis. No es ella el objeto de mi embeleso.

No hizo falta que Pelayo pronunciase ningún nombre. Isabel cambió repentinamente el semblante ante la bajada de la guardia del muchacho.

—Bebes los vientos por la pequeña Leonor —dijo, condescendiente.

—¿Tanto se me nota? —el joven no parecía arrepentido de su confesión.

—Cualquier mujer lo notaría.

—¿Ella lo sabe? —su pregunta llevaba una combinación de estupor y esperanza.

—Puede que sí. De todos modos, nunca hemos hablado de eso. Ella acaba de salir de la monjía y necesitará un tiempo para ordenar sus ideas, así que ni se te ocurra decirle una sola palabra de tus sentimientos. No compliques más su conciencia.

—¿Creéis que volverá al convento?

—Sólo Dios lo sabe. No creo que ni ella lo sepa todavía. Por eso es preciso que no te inmiscuyas en sus pensamientos.

—Muero por ella.

Isabel sonrió al contemplar la desolación de su rostro.

—Te dije una vez que no te enamoraras de la pequeña o sufrirías.

El joven le devolvió la sonrisa.

—¿Y yo qué os contesté?

—Que era imposible conocerla y no hacerlo.

—Pues soy un hombre de palabra y lo que dije lo mantengo, mas juradme que no le dirás nada a ella.

—Ya te he dicho que necesita reflexionar sobre Dios, y para ello, es preciso que no conozca las saetas del amor.

—Jurádmelo.

—Lo juro. Pero júrame tú que te olvidarás de ella.

—Sabéis que no puedo jurar eso.

—Vas a sufrir. Es por tu bien. Huye de un amor imposible.

—¿Que huya de un amor imposible? ¿Y qué me decís de vos?

—¿Qué quieres decir?

—¿Desde cuándo estáis enamorada del doctor?

—Mas... ¿tú qué sabes? —ahora fue ella la que mostró el estupor.

—No hay más que fijarse en el brillo de las miradas que le dirigís cuando él no se da cuenta.

Los preciosos ojos grises de Isabel se fueron empañando, aunque fue capaz de aguantar el llanto. Ladeó el cuerpo elegantemente para observar el infinito; sin embargo, las paredes de la casa se lo impidieron. Tras unos instantes ausente, regresó sonriente.

—Yo soy feliz así —no parecía apesadumbrada por haberse desvelado su más íntimo secreto—. Juramento por juramento. Jura tú también que no se lo dirás a nadie.

—Lo juro. ¿Qué me decís ahora de los amores imposibles? Son imposibles porque imposible es huir de ellos.

—Soy dichosa sólo con verle.

—¿Vos no sufrís?

—Supongo que también —el suspiro le salió del alma—. Por eso sé de lo que hablo.

—Es extraño esto del amor. Se es feliz y se sufre a la vez.

—Hazme caso, huye mientras puedas.

—Ya es tarde. Estoy atrapado, y lo mejor es que no me importa.

—Eres joven. Se te pasará. El tiempo todo lo borra.

—¿Ah, sí? Aún no me habéis contado desde cuándo estáis enamorada de él.

Isabel bajó la cabeza. Mordiéndose el labio inferior, sus recuerdos realizaron un rápido viaje al pasado. Ahora sí que una lágrima pagó su traición muriendo en su boca. Por fin, con aire errante y meditabundo, confesó:

—Desde siempre

 

Capítulo V

 


Date: 2016-03-03; view: 337


<== previous page | next page ==>
Una partida de cartas | El portal de Zamudio
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.067 sec.)