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Mount Tamborine (Australia), 1929

 

En realidad, Vivien fue castigada por la gran desgracia de ser sorprendida en la tienda del señor McVeigh en Main Street. Su padre no quería hacerlo, cualquiera lo habría notado. Era un hombre de corazón bondadoso que había perdido el temple durante la Gran Guerra y, a decir verdad, siempre había admirado el asombroso carácter de su hija menor. Pero las reglas eran las reglas, y el señor McVeigh no dejaba de soltar bravatas respecto a lo que haría con una vara y esa niña, y las diferencias entre mimar y dar, y una multitud había comenzado a aglomerarse y, diablos, hacía un calor insufrible... Aun así, era inconcebible que ningún hijo suyo recibiese una tunda, no por su mano, y menos aún por hacer frente a un abusón como ese Jones. De modo que hizo lo único que podía hacer: le prohibió en público ir a la excursión. Escogió ese castigo de forma precipitada y más tarde se convirtió en motivo de profundo pesar y frecuentes discusiones con su esposa, pero ya no había vuelta atrás. Demasiadas personas le habían oído decirlo. En cuanto las palabras salieron de la boca de su padre y llegaron a sus oídos, Vivien supo, a pesar de tener solo ocho años, que no había nada que hacer salvo levantar el mentón y cruzarse de brazos para mostrar a todos que le importaba un rábano, que ni siquiera tenía ganas de ir.

Lo cual explicaba que se encontrase en casa, sola, el día más caluroso del verano de 1929, mientras su familia se dirigía al picnic anual en Southport. Durante el desayuno recibió severas indicaciones de su padre, una lista de cosas que hacer y una lista aún más larga de cosas que no debía hacer, unos apretones de mano un tanto angustiados de la madre cuando pensaba que no la miraban, una dosis preventiva de aceite de ricino para todos los pequeños (ración doble para Vivien, que la necesitaba más), tras lo cual, con el frenesí de los preparativos de última hora, se montaron en un Ford Lizzie y se dirigieron al camino de cabras.

La casa se quedó en silencio sin ellos. Y, por alguna razón, más oscura. Y las motas de polvo pendían inmóviles en el aire sin el habitual movimiento de los cuerpos que las arrastraban a su alrededor. La mesa de la cocina, donde habían reído y discutido minutos antes, estaba limpia, sin platos, y en su lugar había un nutrido surtido de tarros con la mermelada de mamá y el cuaderno que había dejado papá para que Vivien escribiese notas de disculpa al señor McVeigh y Paulie Jones. De momento, había escrito: «Querido señor McVeigh», había tachado el «Querido» y había escrito «Para» encima, y se quedó sentada mirando la página en blanco, preguntándose cuántas palabras necesitaría para llenarla. Les rogó que apareciesen antes de que papá llegase a casa.



Cuando se hizo evidente que la nota no se iba a escribir sola, Vivien dejó la pluma, estiró los brazos por encima de la cabeza, movió los pies descalzos adelante y atrás, y estudió el resto de la cocina: las fotografías enmarcadas de la pared, los muebles de caoba, el diván con su tapete de ganchillo. Este era el Interior, pensó con desagrado, el lugar de los adultos y los deberes, donde se limpiaban dientes y cuerpos, de los «Silencio» y «No corras», de peines y encajes y mamá tomando el té con la tía Ada, y las visitas del reverendo y el médico. Era sepulcral y aburrido y siempre intentaba evitarlo y, sin embargo (Vivien se mordisqueó dentro de la boca, entusiasmada por una idea), hoy el Interior le pertenecía, a ella y solo a ella, y seguramente sería la única vez.

Primero, Vivien leyó el diario de su hermana Ivy, luego repasó los recortes de prensa de Robert y estudió la colección de canicas de Pippin; por último, dirigió su atención al guardarropa de su madre. Introdujo los pies en el fresco interior de unos zapatos que pertenecían a ese tiempo remoto previo a su nacimiento, frotó el suave tejido de la mejor blusa de mamá contra la mejilla, se pasó por el cuello los collares de perlas brillantes de la caja de nogal que había sobre la cómoda. En el cajón revolvió las monedas egipcias que su padre había traído de la guerra, los documentos, cuidadosamente doblados, que lo eximían del servicio, un paquete de cartas atadas con una cinta, y un trozo de papel titulado Certificado de matrimonio, con los nombres reales de mamá y papá, cuando mamá era «Isabel Carlyon» de «Oxford (Inglaterra)» y no una de ellos.

Las cortinas de encaje ondearon y el dulce olor de Fuera se coló por la ventana de guillotina abierta: eucaliptos, mirto limón y mangos demasiado maduros que comenzaban a abrasarse en el preciado árbol de su padre. Vivien guardó los papeles en el cajón y se puso en pie de un salto. El cielo estaba despejado, azul como el mar y liso como la piel de un tambor. Las hojas de la parra resplandecían a la brillante luz del sol, las plumerías centelleaban rosas y amarillas, y las aves se llamaban unas a otras en la selva, detrás de la casa. Iba a hacer un calor insoportable, comprendió Vivien con satisfacción, y luego caería una tormenta. Le encantaban las tormentas: las nubes furiosas y las primeras gotas gordas, el olor a sed de la tierra roja y la lluvia torrencial contra las paredes mientras papá caminaba de arriba abajo por la veranda, con la pipa en la boca y un brillo en los ojos, tratando de contener la emoción mientras las palmeras gemían y se doblaban.

Vivien giró sobre los talones. Ya había explorado bastante; era inconcebible desperdiciar otro precioso segundo en el Interior. Se detuvo en la cocina solo el tiempo necesario para empaquetar el almuerzo que mamá le había preparado y encontrar unas galletas Anzac. Una fila de hormigas rodeaba el fregadero y subía por la pared. Ellas también sabían que la lluvia se avecinaba. Sin ni siquiera echar un vistazo a la disculpa no escrita, Vivien salió bailando a la veranda. Nunca caminaba si podía evitarlo.

Hacía calor fuera y, aun así, el aire era húmedo. Sus pies ardieron de inmediato sobre los tablones de madera. Era un día perfecto para ir al mar. Se preguntó dónde estarían los otros ahora, si ya habrían llegado a Southport, si las mamás, los papás y los niños estarían nadando y riendo y preparando las comidas, o si su familia se habría montado en uno de esos barcos de recreo. Había un nuevo embarcadero, según Robert, quien había estado espiando a los antiguos compañeros del ejército de papá, y Vivien se imaginó a sí misma lanzándose al agua y hundiéndose como una nuez de macadamia, tan rápido que su piel hormigueaba y la fría agua del mar le obstruía la nariz.

Podría bajar a la cascada de las Brujas para darse un chapuzón, pero en un día así ese estanque entre rocas no se podía comparar con el océano salado; además, no debía salir de casa, y seguro que algún chismoso del pueblo la delataba. Peor aún, si Paulie Jones estuviese ahí, bronceando esa tripa blancucha y descomunal como la de una ballena vieja, creía que no sería capaz de contenerse. Que se atreviese a insultar a Pippin una vez más, a ver qué sucedía. Que se atreviese, le diría Vivien. Que se atreviese el muy cobarde.

Abriendo los puños, ojeó el cobertizo. El viejo Mac estaba ahí, trabajando en las reparaciones, y por lo general merecía la pena visitarlo, pero su padre le había prohibido molestarlo con sus preguntas. Ya tenía bastante trabajo que hacer, y papá no le pagaba un dinero que no tenía para beber té y cotorrear con una niña que aún no había hecho sus deberes. El viejo Mac sabía que ella se hallaba en casa y estaría atento por si había problemas, pero, a menos que estuviese enferma o sangrando, el cobertizo le estaba vedado.

Lo cual solo le dejaba un lugar al que ir.

Vivien bajó las escaleras correteando, cruzó el jardín, rodeó la huerta, donde mamá intentaba obstinadamente cultivar rosas y papá le recordaba con cariño que no estaban en Inglaterra, y entonces, tras dar tres excelentes volteretas seguidas, se dirigió al arroyo.

 

Vivien había ido ahí desde que aprendió a caminar, serpenteando entre los árboles plateados, recogiendo las flores de las acacias, con cuidado de no pisar las hormigas saltadoras o las arañas, mientras se alejaba cada vez más de las personas y los edificios, los maestros y las reglas. Era su lugar favorito en todo el mundo; le pertenecía; era parte de ella y ella era parte de él.

Hoy tenía más ganas de lo habitual de llegar al fondo. Más allá del primer escarpado, donde comenzaba la pendiente y se alzaban los montículos de las hormigas, agarró el paquete del almuerzo y se lanzó a la carrera, gozando de los latidos del corazón contra el tórax, la terrorífica velocidad de sus piernas, que avanzaban, avanzaban bajo ella hasta casi tropezar, y se agachaba para esquivar las ramas, saltaba de roca en roca, resbalaba entre montones de hojas secas.

Los pájaros látigo clamaban en lo alto, los insectos zumbaban, la cascada del barranco del Muerto borbotaba. A medida que corría, la luz y los colores se deshacían en fragmentos, como en un caleidoscopio. El monte estaba vivo: los árboles se hablaban con voces resecas y viejas, miles de ojos invisibles se abrían en las ramas y los troncos caídos, y Vivien sabía que, si se detuviese y apretase la oreja contra el suelo, oiría a la tierra llamándola, cantando melodías de tiempos remotos. Sin embargo, no se detuvo; se moría de ganas de llegar al arroyo que serpenteaba por el desfiladero.

Nadie más lo sabía, pero el arroyo era mágico. Había un recodo en concreto, donde la ribera formaba un círculo escarpado; el cauce se había formado hacía millones de años, cuando la tierra suspiró y se desplazó y las grandes rocas afiladas se juntaron, de modo que lo que era plano en los márgenes de pronto se había vuelto profundo y oscuro en el centro. Y ahí fue donde Vivien hizo el descubrimiento.

Estaba pescando con los tarros de vidrio que había robado de la cocina de mamá y guardaba en un leño carcomido, detrás de los helechos. Vivien almacenaba todos sus tesoros dentro de ese leño. Siempre había algo que descubrir entre las aguas del arroyo: anguilas y renacuajos, cubos viejos y oxidados de los días de la fiebre del oro. Una vez, llegó a encontrar una dentadura postiza.

El día que descubrió las luces, Vivien estaba tumbada bocabajo sobre una roca, con los brazos estirados dentro del agua, tratando de atrapar el renacuajo más grande que había visto jamás. Lanzó la mano y falló, lanzó la mano y falló, tras lo cual se estiró aún más, de modo que su rostro casi tocaba el agua. Y fue entonces cuando las notó, varias, todas naranjas y titilantes, observándola desde el fondo del estanque. Al principio pensó que se trataba del sol, y miró hacia arriba, a los lejanos trozos de cielo, para comprobarlo. No lo era. El cielo se reflejaba sin duda en la superficie del agua, pero esto era diferente. Estas luces eran profundas, más allá de los juncos y el musgo que cubría la ensenada. Eran otra cosa. Eran otro lugar.

Vivien pensó mucho en esas luces. No era dada a aprender en los libros (eso era cosa de Robert, y de mamá), pero se le daba bien hacer preguntas. Tanteó al viejo Mac y luego a papá, hasta que al fin se encontró con el negro Jackie, el rastreador de papá, que sabía más que nadie acerca del monte. Dejó de hacer lo que estaba haciendo y se plantó una mano en la parte baja de la espalda, arqueando su cuerpo nervudo.

—¿Viste las luces al fondo del estanque?, ¿a que las viste?

Vivien asintió y él la miró fijamente, sin parpadear. Al cabo, una leve sonrisa se esbozó en sus labios.

—¿Alguna vez has tocado el fondo de ese estanque?

—Qué va. —Espantó a una mosca que tenía en la nariz—. Demasiado profundo.

—Yo tampoco. —Se rascó bajo el ala del sombrero y, a continuación, hizo ademán de retomar su trabajo. Antes de hundir la pala en la tierra, giró la cabeza—. ¿Por qué estás tan segura de que tiene fondo, si no lo has visto con tus propios ojos?

Y fue entonces cuando Vivien comprendió: había un agujero en el arroyo que llegaba al otro lado del mundo. Era la única explicación posible. Había oído hablar a papá de cavar un agujero hasta China, y lo había encontrado. Un túnel secreto, un camino al centro de la tierra (el lugar de donde habían surgido la magia, la vida y el tiempo) y más allá, hasta las estrellas de un cielo distante. La pregunta era: ¿qué iba a hacer con él?

Explorarlo, ni más ni menos.

Vivien se detuvo de golpe sobre la gran roca plana que hacía de puente entre el monte y el arroyo. Hoy el agua estaba inmóvil, espesa y turbia en los bajíos de la ribera. Una capa de lodo arrastrada por la corriente se había asentado en la superficie como una piel grasienta. El sol brillaba justo encima y la tierra se cocía. Las ramas de los imponentes árboles del caucho crujían con el calor.

Vivien escondió el almuerzo bajo los helechos que cubrían la roca; en la maleza fría, algo se arrastró, invisible.

Al principio, el agua estaba fría en torno a sus tobillos desnudos. Vadeó el bajío, con los pies tanteando las rocas viscosas, que de repente se volvían afiladas. Su plan consistía en vislumbrar las luces y comprobar que aún estaban donde debían, tras lo cual iba a bucear tan hondo como pudiese para verlas mejor. Durante semanas había practicado cómo contener la respiración, y había traído una pinza de madera de mamá para taponarse la nariz, pues Robert pensaba que, si el aire no se escapaba por las fosas nasales, aguantaría más tiempo.

Cuando llegó a la cresta, donde el peñón formaba una pendiente, Vivien se asomó al agua oscura. Tardó unos segundos, con los ojos entrecerrados y muy agachada, pero al fin... ¡ahí estaban!

Sonrió y casi perdió el equilibrio. Sobre la cresta un par de cucaburras se reían.

Vivien se apresuró de vuelta a la orilla del estanque, escurriéndose a veces por las prisas. Corrió por la roca plana, chapoteando, y hurgó entre sus cosas en busca de la pinza.

Mientras decidía cómo ponérsela, notó algo negro en el pie. Una sanguijuela: una cosa rechoncha y enorme. Vivien se agachó, la agarró con el pulgar y el índice y tiró con todas sus fuerzas. El bicho, resbaladizo, no se desprendió.

Se sentó y lo intentó de nuevo, pero, por mucho que apretase o tirase, no se movía. Entre sus dedos, el cuerpecillo era viscoso, húmedo y blando. Hizo acopio de valor, cerró los ojos y dio un último empellón.

Vivien maldijo con todas las palabras prohibidas («¡Mierda! ¡Puñetero! ¡Capullo! ¡Guarro!») que había acumulado tras ocho años de escuchar a hurtadillas en el cobertizo de papá. La sanguijuela se despegó, pero la sangre manó en abundancia.

La cabeza le dio vueltas y se alegró de estar sentada. Podía ver al viejo Mac decapitando gallinas sin problemas; llevó el dedo cercenado de su hermano Pippin a la casa del doctor Farrell cuando se lo rebanó un hacha; destripaba el pescado mejor y más rápido que Robert cuando acampaban en el río Nerang. Al ver su propia sangre, sin embargo, quedó desvalida.

Con pasos vacilantes, se acercó al agua y metió el pie, que movió de un lado a otro. Cada vez que lo retiraba, la sangre seguía manando. No le quedaba más remedio que esperar.

Se sentó en la roca y abrió el almuerzo. Ternera en rodajas del asado de anoche, cuya salsa, fría, brillaba en la superficie; patata y ñame, que comió con los dedos; una porción de pudin con la mermelada fresca de mamá untada en lo alto; tres galletas Anzac y una sanguina, recién cogida del árbol.

Una caterva de cuervos se materializó en las sombras mientras comía. Los cuervos la observaban con ojos distantes, sin pestañear. Cuando terminó, Vivien les arrojó las últimas migajas y oyó un aletear pesado en su busca. Se limpió el vestido y bostezó.

Su pie por fin había dejado de sangrar. Deseaba explorar el agujero al fondo del estanque, pero de repente se sintió cansada; cansada en exceso, como la niña de ese cuento que mamá les leía a veces con una voz remota que se volvía más extraña con cada palabra. Vivien se sentía rara al oír esa voz: era elegante y, si bien Vivien admiraba a mamá por ello, al mismo tiempo se ponía celosa de esa parte de su madre que no le pertenecía.

Vivien bostezó una vez más, tanto que le dolieron los ojos.

¿Y si se acostase, solo un ratito?

Gateó hasta el borde de la roca y se deslizó bajo las hojas de los helechos, de modo que, cuando se dio la vuelta para tumbarse de espaldas, el último fragmento del cielo había desaparecido. Bajo ella había hojas suaves y frescas, los grillos chirriaban en la maleza y una rana, en algún lugar, pasaba la tarde entre resuellos.

Era un día cálido y Vivien era pequeña, así que no fue sorprendente que se quedase dormida. Soñó con las luces del estanque, con el tiempo que tardaría en llegar a China a nado y con un largo muelle de madera, desde el cual sus hermanos se arrojaban al agua. Soñó con la tormenta que se avecinaba y papá en la veranda, y el cutis inglés de su madre, pecoso tras un día a orillas del mar, y la mesa a la hora de cenar esa noche, con todos ellos a su alrededor.

El sol ardiente se arqueaba sobre la superficie de la tierra, la luz variaba a lo largo del monte, la humedad volvía tirante la piel del tambor y unas pequeñas gotas de sudor aparecieron en la frente de la niña. Los insectos chasqueaban y chirriaban, la niña dormida se movió cuando una hoja de helecho le hizo cosquillas en la mejilla, y entonces...

—¡Vivien!

... Su nombre sonó de repente, bajando por la ladera, atravesando la maleza para llegar a ella.

Se despertó con un sobresalto.

—¿Vi-vien?

Era la tía Ada, la hermana mayor de papá.

Vivien se sentó y se apartó los mechones de pelo húmedo de la frente con el dorso de la mano. Las abejas zumbaban cerca. Vivien bostezó.

—Señorita, si está aquí, por el amor de Dios, muéstrese.

A Vivien no le importaba demasiado ser obediente, pero la voz de su tía, por lo común imperturbable, estaba tan perturbada que sucumbió a la curiosidad y salió de debajo de los helechos, con las cosas del almuerzo. El día ya no era tan luminoso; las nubes cubrían el cielo azul y el desfiladero se encontraba ahora en sombras.

Con una mirada triste al arroyo y la promesa de volver tan pronto como pudiese, se dirigió a casa.

 

La tía Ada estaba sentada en la escalera de atrás, con la cabeza entre las manos, cuando Vivien surgió de la floresta. Un sexto sentido le diría que tenía compañía, pues miró a un lado, parpadeando, con la misma expresión de perplejidad que si un duende del bosque se hubiese plantado ante ella.

—Ven aquí, criatura —dijo al fin, haciendo señas con una mano mientras se levantaba.

Vivien caminó lentamente. En su estómago había una sensación extraña y pesada para la cual no tenía nombre, pero que algún día reconocería como pavor. Las mejillas de la tía Ada estaban teñidas de un rojo brillante y parecía a punto de perder el control: daba la impresión de que iba a comenzar a gritar o a tirar a Vivien de las orejas, pero no hizo nada de eso y en su lugar rompió a llorar diciendo:

—Por Dios, entra y lávate toda esa mugre de la cara. ¿Qué pensaría tu pobre madre?

 

Vivien volvió al Interior. Desde entonces, su vida estaría llena de Interiores. La primera semana negra, cuando las cajas de madera, o ataúdes, como las llamaba la tía Ada, fueron colocadas en la sala de estar; esas largas noches en las cuales las paredes de su dormitorio se hundían en las tinieblas; los días sofocantes, con adultos que susurraban y chasqueaban la lengua ante lo repentino de todo, y mojaban de sudor la ropa ya húmeda por la lluvia que caía tras las ventanas empañadas.

Se había hecho un nido junto a una pared, resguardada entre el aparador y el sillón de papá, y ahí se quedó. Las palabras y las frases zumbaban como mosquitos en el aire viciado... («Un Ford Lizzie... Justo por el precipicio... quemados... apenas se les reconocía»), pero Vivien se tapó las orejas y pensó en el túnel del estanque y en la gran sala de máquinas que había en el centro, donde se hacía girar el mundo.

Durante cinco días se negó a abandonar ese lugar, y los adultos lo consintieron y le trajeron platos con comida y movían la cabeza con una tristeza amable, hasta que al fin, sin aviso previo, sin advertencia alguna, la línea invisible de la clemencia se tambaleó y la llevaron a rastras de vuelta al mundo.

Ya había llegado la estación de lluvias por entonces, pero un día el sol brilló y percibió los tenues indicios de su antiguo yo, que salía a hurtadillas al patio soleado para encontrar al viejo Mac en el cobertizo. Este dijo muy poco; posó una mano huesuda y enorme en su hombro y apretó con fuerza, y entonces le dio un martillo para que le ayudase con la valla. A medida que avanzaba el día, pensó en visitar el arroyo, pero no lo hizo, y luego volvieron las lluvias y la tía Ada llegó con unas cajas, donde metió lo que había en casa. Los zapatos favoritos de su hermana, los de satén, que se habían pasado toda la semana en la alfombra, en el mismo lugar donde los había lanzado de una patada cuando mamá dijo que eran demasiado elegantes para el picnic, acabaron en una caja con los pañuelos de papá y su cinturón viejo. Poco después Vivien vio un letrero en el patio que decía «Se vende» y se encontró durmiendo en un suelo extraño, mientras sus primos la miraban con curiosidad desde sus camas.

 

La casa de la tía Ada era diferente a la suya. La pintura de la pared no estaba descascarillada, no había hormigas deambulando por los asientos, las flores del jardín no desbordaban los floreros. Era una casa donde estaba prohibido terminantemente cualquier tipo de mancha. «Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar», solía decir la tía Ada, con una voz estridente como una cuerda de violín demasiado tensa.

Mientras la lluvia continuaba fuera, Vivien se acostumbró a tumbarse bajo el sofá de la habitación buena, apoyada en el rodapié. Había un rasguño en el forro de arpillera, que no se veía desde la puerta, y acurrucarse ahí era como volverse invisible. Era reconfortante la base desgarrada de ese sofá, le recordaba a su casa, su familia, su dichoso desorden. Ahí es donde estuvo más cerca de llorar. La mayoría de las veces, sin embargo, se concentraba solo en la respiración, en inhalar la menor cantidad de aire posible y expulsarlo sin mover apenas el pecho. Horas (días enteros) pasaban así, la lluvia gorgoteando por el desagüe, los ojos de Vivien cerrados y el tórax inmóvil; a veces, casi podía convencerse a sí misma de haber detenido el tiempo.

La mayor virtud de esa habitación, sin embargo, era que estaba vedada. Vivien fue informada de esta regla en su primera noche en la casa: la habitación buena era solo para las visitas que recibía la tía en persona, solo cuando el estatus del invitado lo exigiese, y Vivien asintió solemne cuando se lo dijeron, para mostrar que sí, que había comprendido. Y lo había comprendido, a la perfección. Nadie usaba la habitación, lo que significaba que, una vez terminadas las tareas de limpieza, podía confiar en que estaría a solas entre esas paredes.

Y así había sido, hasta hoy.

El reverendo Fawley había estado sentado en el sillón junto a la ventana durante los últimos quince minutos mientras la tía Ada se afanaba con el té y los pasteles. Vivien estaba atrapada bajo el sofá, más concretamente, inmovilizada por la depresión formada por el trasero de su tía.

—Señora Frost, no es necesario recordarle qué recomendaría el Señor —dijo el reverendo en ese tono empalagoso que solía reservar para el Niño Jesús—. «No os olvidéis de mostrar hospitalidad, pues por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles».

—Si esa niña es un ángel, entonces yo soy la reina de Inglaterra.

—Sí, bueno —el piadoso tintineo de una cuchara de porcelana—, la niña ha sufrido una gran pérdida.

—¿Más azúcar, reverendo?

—No..., gracias, señora Frost.

La base del sofá se hundió más con el suspiro de su tía.

—Todos hemos sufrido una gran pérdida, reverendo. Cuando pienso en mi querido hermano, pereciendo así..., esa enorme caída, todos ellos, el Ford que se salió por el borde del precipicio... Harvey Watkins, que los encontró, dijo que estaban tan quemados que no sabía lo que estaba mirando. Fue una tragedia...

—Una terrible tragedia.

—Aun así. —Los zapatos de la tía Ada se movieron por la alfombra y Vivien vio la punta de uno rascando el juanete atrapado en el otro—. No puede quedarse aquí. Tengo seis míos, y ahora mi madre va a vivir con nosotros. Ya sabe cómo está desde que el doctor tuvo que amputarle una pierna. Soy una buena cristiana, reverendo, voy a la iglesia todos los domingos, pongo mi granito de arena para recaudar fondos para la Pascua, pero no puedo con esto.

—Ya veo.

—Ya lo sabe usted, no es una niña fácil.

Hubo una pausa en la conversación mientras sorbían el té y sopesaban las asperezas propias del carácter de Vivien.

—Si hubiese sido cualquier otro —la tía Ada dejó la taza en el platillo—, incluso el pobre y simple Pippin..., pero no puedo con esto. Perdóneme, reverendo, sé que es pecado decirlo, pero no puedo mirar a la niña sin culparla de todo lo que ha ocurrido. Debería haber ido con ellos. Si no se hubiese metido en líos y no la hubiesen castigado... Salieron temprano, ¿sabe?, porque mi hermano no quería dejarla sola tanto tiempo, siempre fue un bonachón... —Se deshizo en un llanto lastimoso y Vivien pensó qué feos podían ser los adultos, qué débiles. Tan acostumbrados a conseguir lo que querían que no sabían nada acerca de ser valientes.

—Vamos, vamos, señora Frost. Vamos, vamos.

Era un llanto turbio y trabado, como el de Pippin cuando quería llamar la atención de mamá. El asiento del reverendo crujió y sus pies se aproximaron. Entregó algo a la tía Ada, pues ella dijo «Gracias» en medio de las lágrimas y se sonó la nariz.

—No, quédeselo —dijo el reverendo, que volvió a su lugar. Se sentó con un suspiro—. Me pregunto, no obstante, qué será de la niña.

La tía Ada se sorbió la nariz con unos ruiditos que señalaban su recuperación y osó sugerir:

—He pensado que tal vez la escuela de la iglesia de Toowoomba...

El reverendo cruzó los tobillos.

—Creo que la monjas cuidan bien a las niñas —prosiguió la tía Ada—. Con firmeza pero con justicia, y la disciplina no le vendría nada mal... David e Isabel siempre fueron demasiado blandengues.

—Isabel —dijo el reverendo de repente, inclinándose hacia delante—. ¿Qué hay de la familia de Isabel? ¿No hay nadie a quien escribir?

—Me temo que nunca habló mucho acerca de ellos... Aunque, ahora que lo dice, tenía un hermano, creo.

—¿Un hermano?

—Un maestro de escuela, en Inglaterra. Cerca de Oxford, creo.

—Entonces...

—¿Entonces?

—Sugiero que comencemos por ahí.

—¿Quiere decir... por establecer contacto con él? —La voz de la tía Ada parecía aliviada.

—Hay que intentarlo, señora Frost.

—¿Le envío una carta?

—Yo mismo le escribo.

—Oh, reverendo...

—A ver si convenzo a ese hombre de actuar con compasión cristiana.

—Para hacer lo correcto.

—Cumplir con su deber familiar.

—Cumplir con su deber familiar. —Había un nuevo azoramiento en la voz de la tía Ada—. ¿Y qué hombre se resistiría a sus argumentos? Yo misma me la quedaría si pudiese, de no ser por mi madre, los seis hijos y la falta de aposento. —Se levantó y la base del sofá suspiró aliviada—. ¿Otro trocito de tarta, reverendo?

 

Al final resultó que sí tenía un hermano, y el reverendo lo indujo a obrar de forma recta y así, sin mayores preámbulos, la vida de Vivien volvió a cambiar. Todo sucedió con una celeridad digna de mención. La tía Ada conocía a una mujer que conocía a un hombre cuya hermana se disponía a cruzar el océano para viajar a un lugar llamado Londres en busca de un empleo de institutriz, y esta mujer se llevaría a Vivien consigo. Se tomaron las decisiones oportunas y se perfilaron los detalles pertinentes en una sucesión de conversaciones entre adultos que parecían flotar siempre por encima de la cabeza de Vivien.

Se encontraron un par de zapatos casi nuevos, le recogieron pulcramente el pelo en trenzas y la ataviaron con un vestido de almidón con un lazo en la cintura. Su tío las llevó por la montaña a la estación de ferrocarril para tomar el tren de Brisbane. Aún llovía y hacía calor, y Vivien dibujó con el dedo en la ventana empañada.

La plaza frente al hotel Railway estaba abarrotada cuando llegaron, pero encontraron a la señorita Katy Ellis precisamente donde habían acordado, bajo el reloj del mostrador.

Ni por un segundo Vivien se había imaginado que había tanta gente en el mundo. Pululaban por todas partes, diferentes unos de otros, correteando como hormigas en la arena húmeda donde antes yacía un tronco podrido. Paraguas negros, grandes contenedores de madera, caballos de enormes ojos castaños que resoplaban.

La mujer se aclaró la garganta y Vivien comprendió que le habían dirigido la palabra. Hurgó en sus recuerdos para evocar qué le habían dicho. Caballos y paraguas, hormigas en la arena, gente que correteaba... Su nombre. La mujer le había preguntado si se llamaba Vivien.

Asintió con la cabeza.

—Ojo con tus modales —gruñó la tía Ada, que enderezó el cuello del vestido de Vivien—. Es lo que habrían deseado tu padre y tu madre. Di «Sí, señorita» cuando te hagan una pregunta.

—A menos que no estés de acuerdo, claro, en cuyo caso un «No, señorita» es perfectamente aceptable. —La mujer le ofreció una sonrisa impecable para mostrar que se trataba de una broma. Vivien observó ese par de rostros expectantes que la miraban. Las cejas de la tía Ada se iban acercando durante la espera.

—Sí, señorita —dijo Vivien.

—¿Y cómo te sientes esta mañana?

Mostrarse sumisa nunca se le había dado bien; antes, Vivien habría dicho lo que pensaba, habría gritado que se sentía muy mal, que no quería irse, que no era justo y que no podían obligarla... Pero no ahora. Había comprendido que era más sencillo limitarse a decir lo que la gente quería oír. Y, de todos modos, ¿qué diferencia había? Las palabras eran cosas torpes; no podía pensar en ninguna para describir el agujero negro sin fondo que se había abierto dentro de ella, el dolor que devoraba sus entrañas cada vez que creía oír los pasos de su padre por el pasillo, que olía la colonia de su madre o, peor aún, cuando veía algo que deseaba compartir con Pippin...

—Sí, señorita —dijo a esa mujer cordial y pelirroja, que llevaba una falda larga y recatada.

La tía Ada entregó la maleta de Vivien a un mozo, dio unas palmaditas en la cabeza de su sobrina y le dijo que se portase bien. Katy Ellis comprobó los billetes con atención y se preguntó si el vestido que había escogido para la entrevista de trabajo en Londres sería el indicado. Y, cuando el tren anunció su inminente partida, una niña pequeña con trenzas que calzaba los zapatos de otra persona subió por las escaleras de hierro. El humo se extendió por el andén, la gente se despedía y gritaba, un perro callejero corría ladrando entre la multitud. Nadie prestó atención cuando la niña cruzó ese umbral en penumbra; ni siquiera la tía Ada, aunque era de esperar que guiase a esa sobrina huérfana con ambas manos hacia su futuro incierto. Y así, cuando la esencia de luz y vida que había sido Vivien Longmeyer se contrajo y desapareció dentro de sí misma en busca de un refugio, el mundo siguió girando y nadie vio lo que había ocurrido.

 


Capítulo 23

 

 


Date: 2016-03-03; view: 519


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Londres, febrero de 1941 | Londres, marzo de 1941
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