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Londres, marzo de 1941

 

Vivien se tropezó con aquel hombre porque no iba mirando por dónde iba. Caminaba, además, muy deprisa: demasiado deprisa, como de costumbre. Y así chocaron, en la esquina de las calles Fulham y Sydney, en un día frío y gris de marzo en Londres.

—Disculpe —dijo, cuando la sorpresa inicial se convirtió en consternación—. No lo he visto. —El hombre tenía una expresión aturdida y Vivien pensó en un principio que había sufrido una conmoción. Dijo, a modo de explicación—: Voy demasiado deprisa. Desde siempre. —«A la velocidad de la luz y tus piernas», solía decir su padre cuando ella era pequeña y se adentraba en la floresta. Vivien postergó el recuerdo.

—Es culpa mía —dijo el hombre con un gesto de la mano—. Es difícil verme..., a veces soy casi invisible. No se imagina lo molesto que resulta.

Su comentario la pilló desprevenida y Vivien sintió el atisbo de una sonrisa. Fue un error, pues el hombre ladeó la cabeza y la observó con atención, entrecerrando levemente los ojos.

—Nos conocemos.

—No. —Vivien borró la sonrisa de inmediato—. No creo.

—Sí, estoy seguro.

—Se equivoca. —Vivien asintió, con la esperanza de poner fin a la conversación, y dijo—: Que tenga buen día. —Entonces prosiguió su camino.

Pasaron unos momentos. Ya estaba casi en Cale Street cuando:

—La cantina del SVM en Kensington —dijo el hombre tras ella—. Vio una fotografía mía y me habló del hospital de su amigo.

Vivien se detuvo.

—El hospital para niños huérfanos, ¿verdad?

Las mejillas de Vivien se ruborizaron, se giró y se acercó deprisa al hombre.

—Basta —siseó, llevándose un dedo a los labios cuando llegó junto a él—. No siga hablando.

El hombre frunció el ceño, confundido, y Vivien miró atrás, por encima del hombro, antes de arrastrarlo al escaparate de una tienda destrozado por una bomba, lejos de miradas indiscretas.

—Estoy segura de haberle pedido bien claro que no repitiese lo que le dije...

—Entonces, lo recuerda.

—Por supuesto que lo recuerdo. ¿Es que parezco estúpida? —Echó un vistazo a la calle y esperó a que pasase una mujer que llevaba una cesta de la compra. Cuando la mujer se alejó, susurró—: Le dije que no mencionara el hospital a nadie.

El hombre la imitó y habló entre susurros:

—No pensé que eso la incluyese a usted.

La siguiente frase de Vivien se desvaneció antes de poder decirla. La expresión del hombre era seria, pero algo en su tono le hizo pensar que bromeaba. No se permitió seguirle la corriente; solo serviría para animarlo y eso era lo último que quería.

—Bueno, pues así era —dijo—. Sí, me incluía a mí.



—Ya veo. Bueno. Ahora ya está claro. Gracias por explicármelo. —Una leve sonrisa jugueteó en sus labios al decir—: Espero no haberlo estropeado todo revelándole su propio secreto.

Vivien se dio cuenta de que lo tenía agarrado por la muñeca y lo soltó como si quemase. Dio un paso atrás entre los escombros y se arregló un mechón de pelo que había caído sobre la frente. El broche de rubí que Henry le había regalado en su aniversario era precioso, pero no era tan fiable como una horquilla.

—Tengo que irme —dijo secamente y, sin más palabras, caminó a zancadas hacia la calle.

Lo había recordado al instante, por supuesto. En cuanto se tropezaron, se apartó y vio su cara, supo quién era, y reconocerlo fue como una descarga de electricidad. Aún no era capaz de explicarlo, ni siquiera a sí misma: el sueño que había tenido tras conocerlo esa noche en la cantina. Dios, aún se ruborizaba al recordarlo al día siguiente. No había sido sexual; había sido más embriagador aún, mucho más peligroso. El sueño la había colmado de una nostalgia, profunda e inexplicable, de un lugar y una época remotos, un deseo que Vivien creía haber dejado atrás hacía tiempo y cuya ausencia le dolió como la pérdida de un ser querido al despertarse a la mañana siguiente y comprender cuánto tiempo había vivido sin recordarlo. Lo intentó todo para sacárselo de la cabeza, ese sueño, esas sombras voraces que se negaban a diluirse; no fue capaz de mirar a los ojos a Henry durante el desayuno sin temer que descubriese lo que ocultaba..., ella, que había aprendido tan bien a ocultarle cosas.

—Espere un momento.

Oh, Dios, era él de nuevo; la perseguía. Vivien siguió caminando, ahora más rápido, el mentón un poco más levantado. No quería que la alcanzase; lo mejor para todos sería que no la alcanzase. Y sin embargo... Una parte de ella (la misma parte irreflexiva y curiosa que dominó su infancia y le generó tantos problemas, la parte que desesperó a la tía Ada y que su padre había cultivado, esa parte pequeña y escondida que se negaba a desaparecer a pesar de todo) deseaba saber qué quería decirle el hombre del sueño.

Vivien maldijo esa parte de sí misma. Cruzó la calle y aceleró el paso en la acera. Sus zapatos repiqueteaban con frialdad. Qué mujer tan insensata. La había visitado esa noche solo porque su cerebro había arrojado la imagen del hombre al barullo inconsciente donde nacen los sueños.

—Espere —dijo el hombre, ya más cerca—. Cielo santo, no bromeaba cuando decía que camina rápido. Debería pensar en los Juegos Olímpicos. Una campeona así subiría la moral del país, ¿no cree?

Vivien sintió que el brío de sus zancadas disminuía, pero no lo miró y se limitó a escuchar cuando el hombre añadió:

—Lamento que hayamos comenzado con mal pie. No pretendía burlarme, pero es que me ha alegrado verla.

Vivien le echó un vistazo.

—Ah, ¿sí? ¿Y por qué?

Él dejó de caminar y la seriedad de su expresión consiguió que ella también se detuviese. Vivien miró a ambos lados de la calle, con el fin de comprobar que nadie más la había seguido, cuando él dijo:

—No se preocupe, es que..., desde que nos conocimos, he pensado mucho en el hospital, en Nella..., la niña de esa foto.

—Ya sé quién es Nella —le interrumpió Vivien—. La he visto esta misma semana.

—Entonces, ¿sigue en el hospital?

—Sí.

Su brevedad, comprobó Vivien, lo crispó (bien), pero enseguida el hombre sonrió, probablemente para despertar su simpatía.

—Mire, me gustaría verla, eso es todo. No pretendo molestarla y prometo que no me interpondré en su camino. Si me lleva ahí un día, le estaré muy agradecido.

Vivien supo que debía negarse. Lo último que necesitaba (o deseaba) era un hombre como él detrás de ella cuando fuese al hospital del doctor Tomalin. Ya era bastante peligroso; Henry comenzaba a albergar sospechas. Pero la miraba con tal entusiasmo y, maldita sea, su rostro estaba tan lleno de luz y bondad, de esperanza, que esa sensación volvió, el reluciente anhelo del sueño.

—Por favor. —Alzó la mano hacia ella; en el sueño ella la sostuvo.

—Tendrá que mantener el paso —dijo bruscamente—. Y solo será esta vez.

—¿Qué? ¿Quiere decir ahora? ¿Es ahí adonde va?

—Sí. Y llego muy tarde. —No añadió: «Por su culpa», pero confió en que quedase claro—. Tengo... una cita ineludible.

—No voy a importunarla. Lo prometo.

Vivien no había pretendido animarlo, pero su sonrisa le mostró que lo había hecho.

—Lo voy a llevar hoy —dijo—, pero luego va a desaparecer.

—Ya sabe que en realidad no soy invisible, ¿verdad?

Vivien no sonrió.

—Va a volver al sitio de dondequiera que haya venido y va a olvidar todo lo que le dije esa noche en la cantina.

—Tiene mi palabra. —Le tendió la mano—. Me llamo...

—No. —Lo dijo enseguida y notó que se quedaba sorprendido—. Nada de nombres. Los amigos se dicen el nombre, nosotros no somos amigos.

El hombre pestañeó y luego asintió.

Vivien hablaba con frialdad. Eso la alegró; ya había sido bastante insensata.

—Una cosa más —dijo—. Una vez que lo lleve junto a Nella, confío en que no volvamos a vernos más.

 

Jimmy no bromeaba, no del todo: Vivien Jenkins caminaba como si le hubiesen colgado una diana en la espalda. O, más bien, como si tratase de permanecer dos pasos por delante del tipo al que había accedido a guiar, si bien a regañadientes, a la cita con su amante. Tuvo que correr un poco para seguir su ritmo mientras ella se apresuraba entre la maraña de calles, y le resultó imposible sostener una conversación al mismo tiempo. Menos mal: cuanto menos se hablasen, mejor. Como le había dicho, no eran amigos, ni lo iban a ser. Le alegraba que lo hubiese dejado tan claro: fue un recordatorio oportuno para Jimmy, quien tenía la costumbre de llevarse bien con casi todo el mundo, de que él no quería conocer a Vivien Jenkins más de lo que ella quería conocerlo a él.

Al final había accedido al plan de Dolly, en parte porque le había prometido que no haría daño a nadie. «¿Es que no ves lo sencillo que es? —le dijo, apretándole la mano en Lyons Corner House, cerca de Marble Arch—. Te encuentras con ella por casualidad (o eso parece) y, mientras habláis de esto y de lo otro, le dices que te gustaría visitar a la pequeña, la de la explosión, la huérfana».

—Nella —dijo él, que observaba cómo el sol no lograba que el borde de la mesa de metal brillase.

—Estará de acuerdo... ¿Quién no lo estaría? En especial cuando le cuentes cómo te conmovió la situación de la niña, lo cual es cierto, ¿o no, Jimmy? Tú mismo me dijiste que te gustaría ver cómo le iba.

Jimmy asintió, todavía sin mirarla a los ojos.

—Ve con ella, busca un modo de quedar de nuevo, y entonces yo aparezco y os saco una fotografía en la que estéis, ya sabes, muy cerca. Le enviamos una carta (anónima, por supuesto) para que sepa lo que tengo, y luego ella hará encantada todo lo posible para mantenerlo en secreto. —Con unos golpes violentos contra el cenicero, Dolly decapitó su cigarrillo—. ¿Lo ves? Es tan simple que es infalible.

Simple tal vez, infalible probablemente, pero aun así no estaba bien.

—Eso es extorsión, Doll —dijo suavemente y añadió, girando la cabeza para mirarla—: Es robar.

—No —Dolly era inflexible—, es justicia; es lo que se merece por lo que me hizo, a mí, a nosotros, Jimmy..., por no mencionar lo que le hace a su marido. Además, está forrada de dinero... Ni siquiera va a echar de menos la modesta cantidad que pedimos.

—Pero su marido, él...

—... No lo sabrá nunca. Eso es lo mejor, Jimmy: es todo de ella. La casa de Campden Grove, los ingresos... La abuela de Vivien se lo legó todo con la condición de que mantuviese el control incluso después de casarse. Deberías haber oído a lady Gwendolyn hablando de eso... Pensaba que era una payasada enorme.

Jimmy no había contestado y Dolly debió de percibir sus reticencias, pues comenzó a ser presa del pánico. Sus ojos, ya enormes, se abrieron suplicantes y entrelazó los dedos, como si fuese a rezar.

—¿Es que no lo ves? —dijo—. Ella apenas lo va a sentir, pero tú y yo vamos a poder vivir juntos, como marido y mujer. Felices para siempre, Jimmy.

Todavía no sabía qué contestar, así que no dijo nada y se limitó a juguetear con una cerilla mientras la tensión entre ellos seguía aumentando; como ocurría siempre que estaba disgustado, sus pensamientos se habían disipado, al igual que las formas caprichosas del humo, para alejarse del incendio. Se descubrió a sí mismo pensando en su padre. En esa habitación que compartían hasta encontrar algo mejor, y en cómo el anciano se sentaba junto a la ventana mirando la calle, preguntando en voz alta si la madre de Jimmy podría encontrarlos ahora, comentando que tal vez no había venido por eso, y todas las noches le rogaba a Jimmy que volviesen al apartamento de antes, por favor. A veces lloraba, y casi le rompía el corazón a Jimmy verlo sollozar contra la almohada y decir una y otra vez a nadie en concreto que solo deseaba que las cosas volviesen a ser como antes. Cuando tuviese hijos, Jimmy esperaba encontrar las palabras justas para serenarles cuando llorasen como si el mundo estuviese a punto de acabar, pero era más difícil cuando quien lloraba era su padre. ¡Cuánta gente ahogaba el llanto contra las almohadas últimamente...! Jimmy pensó en todas las almas perdidas que había fotografiado desde el comienzo de la guerra, los desposeídos y los desolados, los desesperados y los valientes, y miró a Doll, que encendía otro cigarrillo y fumaba con ansiedad, tan distinta a esa niña de mirada alegre en la costa, y pensó que probablemente mucha gente compartía el deseo de su padre de volver al pasado.

O de ir al futuro. La cerilla se partió entre sus dedos. Era imposible volver, no era más que una vana ilusión, pero había otra forma de escapar del presente: hacia delante. Recordó cómo se había sentido durante las semanas siguientes al rechazo de Dolly, el gran vacío que se extendió lúgubre ante él, la soledad que le impedía dormir por las noches, mientras escuchaba los sollozos de su padre y el desdichado e interminable latir de su propio corazón, y se preguntó al fin si la sugerencia de Doll era tan terrible.

Normalmente, Jimmy habría respondido que sí, que lo era: antaño sus ideas acerca del bien y el mal estaban muy claras; pero ahora, en esta guerra, en medio de un mundo hecho pedazos, bueno... (Jimmy sacudió la cabeza dubitativo), todo era diferente. Había momentos, comprendió, en que aferrarse a las viejas ideas era un riesgo.

Alineó los trozos de la cerilla rota y, al hacerlo, Jimmy oyó suspirar a Doll. La miró: se había derrumbado sobre el asiento de cuero y ocultaba el rostro entre las manos. Notó de nuevo los arañazos en los brazos, lo delgada que estaba.

—Lo siento, Jimmy —dijo entre los dedos—. Lo siento mucho. No debería habértelo pedido. Era solo una idea. Yo solo... Yo solo quería... —Su voz se iba apagando, como si no soportase oírse decir la horrible, la simple verdad—. Hizo que me sintiera como si yo no fuese nada, Jimmy.

A Dolly le encantaba fantasear, y nadie como ella desaparecía bajo la piel de un personaje imaginario, pero Jimmy la conocía bien y su sinceridad desgarrada lo hirió en lo más hondo. Vivien Jenkins había logrado que su hermosa Doll (tan inteligente y alegre, cuya risa le hacía sentirse más vivo, que tenía tanto que ofrecer al mundo) sintiese que no era nada. Jimmy no necesitó oír más.

 

—Deprisa. —Vivien Jenkins se había detenido y lo esperaba ante el umbral de un edificio de ladrillo que no se diferenciaba en nada de los colindantes salvo por una placa de bronce en la puerta: «Dr. M. Tomalin». Vivien miró el reloj de oro rosa que llevaba como un brazalete y su cabello oscuro reflejó la luz del sol cuando echó un vistazo a la calle, detrás de él—. Oiga, señor..., bueno, usted, no puedo entretenerme. —Respiró hondo al recordar su acuerdo—. Ya llego muy tarde.

Jimmy la siguió al interior y llegó a lo que en otro tiempo fue el vestíbulo de una casa grandiosa, pero que ahora servía de recepción. Una mujer cuyo pelo gris lucía el peinado decididamente patriótico de la victoria alzó la vista detrás del mostrador.

—Este señor desea ver a Nella Brown —dijo Vivien.

La mujer centró su atención en Jimmy y lo observó sin pestañar por encima de las gafas de media montura. Jimmy sonrió; la mujer no. Jimmy comprendió que necesitaba explicarse. Se acercó al mostrador. De repente, se sintió como un personaje de Dickens, el chico de la fragua que se encuentra ante su gran oportunidad.

—Conozco a Nella —dijo—, más o menos. Es decir, la conocí la noche en que murió su familia. Soy fotógrafo. Para los periódicos. He venido a saludarla..., a ver qué tal le va. —Se obligó a dejar de hablar. Miró a Vivien, con la esperanza de que interviniera en su favor, pero no lo hizo.

Un reloj marcó la hora en algún lugar, un avión pasó volando y al fin la recepcionista lanzó un suspiro reflexivo.

—Ya veo —dijo, como si le pareciese una temeridad admitirlo—. Un fotógrafo. Para los periódicos. ¿Y cómo dijo que se llamaba?

—Jimmy —dijo, mirando una vez más a Vivien. Ella apartó la vista—. Jimmy Metcalfe. —Podría haber mentido (tal vez debería haber mentido), pero no se le ocurrió a tiempo. No tenía mucha práctica con semejantes ardides—. Solo quería ver qué tal le va a Nella.

La mujer lo contempló, los labios perfectamente sellados, y a continuación asintió brevemente.

—Muy bien, señor Metcalfe, sígame. Pero se lo advierto, no le permito que perturbe el hospital ni a mis pacientes. En cuanto atisbe un problema, le echo.

Jimmy sonrió agradecido. Y un poco asustado también.

La mujer metió la silla con esmero bajo el escritorio, enderezó el crucifijo de oro que pendía de un fino collar y entonces, sin mirar atrás, subió las escaleras con tal decisión que Jimmy se sintió obligado a seguirla. Y lo hizo. A mitad de camino notó que Vivien no los había acompañado. Se volvió y la vio junto a una puerta en la pared de enfrente, arreglándose el cabello ante un espejo ovalado.

—¿No viene? —preguntó. Pretendía ser un susurro, pero, debido a la forma de la sala y a su cúpula, retumbó de forma aterradora.

Ella negó con la cabeza.

—Tengo algo que hacer... Alguien me espera. —Se ruborizó—. ¡Váyase! No puedo seguir hablando, ya llego tarde.

 

Jimmy se quedó en el dormitorio cerca de una hora, viendo a la niña bailar claqué, y entonces sonó una campana y Nella dijo: «La hora de comer», y él pensó que había llegado el momento de despedirse. La niña caminó de su mano por el pasillo y, cuando llegaron a las escaleras, alzó la vista.

—¿Cuándo me vas a visitar otra vez? —preguntó.

Jimmy dudó (no lo había pensado), pero, al ver esa expresión sincera y confiada, lo asaltó un recuerdo súbito de la marcha de su madre, seguido de un fugaz destello de comprensión, demasiado breve para aprehenderlo, pero relacionado con la inocencia de los niños, la facilidad con que se entregaban y la sencillez con que ponían su pequeña manita en la de un adulto sin imaginar que podrían ser defraudados.

—¿Qué te parece dentro de un par de días? —dijo, y ella sonrió, se despidió con la mano y volvió bailando feliz por el pasillo hacia el comedor.

 

—Perfecto —dijo Doll esa misma noche, cuando Jimmy le contó lo sucedido. Había escuchado con avidez cada palabra, los ojos abiertos de par en par cuando mencionó el espejo junto a la consulta del doctor y cómo se sonrojó Vivien (remordimientos, estaban de acuerdo) cuando notó que Jimmy la había visto acicalarse («Te lo dije, Jimmy, ¿a que sí? Está viendo a ese doctor a escondidas de su marido»). Doll sonrió—. Oh, Jimmy, qué cerca estamos.

—No lo sé, Doll. —Jimmy no se sentía tan seguro. Encendió un cigarrillo—. Es complicado: le prometí a Vivien que no volvería al hospital...

—Sí, y le prometiste a Nella que volverías.

—Entonces, ya ves mi problema.

—¿Qué problema? No vas a incumplir la promesa dada a una niña, ¿verdad? Y encima huérfana.

No, por supuesto que no iba a hacerlo, pero era evidente que Doll no había comprendido lo mordaz que había sido Vivien.

—¿Jimmy? —insistió—. No irás a decepcionar a Nella, ¿verdad?

—No, no —agitó la mano que sostenía el cigarrillo—, voy a volver. Pero Vivien no se pondrá muy contenta. Me lo dejó muy claro.

—Ya le harás cambiar de idea. —Con ternura, Dolly tomó su cara entre las manos—. Creo que no te das cuenta, Jimmy, de cómo se encariña la gente contigo. —Acercó la cara a la de él, de modo que los labios rozaban su oído. Dijo en tono juguetón—: Mira qué cariñosa estoy yo ahora.

Jimmy sonrió, pero distraído, cuando ella lo besó. Estaba viendo la cara de reproche de Vivien Jenkins cuando lo viese de nuevo en el hospital, desobedeciendo su orden. Aún trataba de encontrar el modo de explicar su reaparición (¿bastaría con decir que Nella se lo había pedido?) cuando Dolly se sentó y dijo:

—De verdad, es lo mejor.

Jimmy asintió. Tenía razón; él lo sabía.

—Visita a Nella, crúzate con Vivien, di dónde y cuándo y yo me encargo del resto. —Inclinó la cabeza y le sonrió; parecía más joven cuando sonreía—. ¿Fácil?

Jimmy atinó a sonreír sin ganas.

—Fácil.

 

Y lo parecía, sin embargo Jimmy no se encontró con Vivien. Durante dos semanas, fue al hospital a la menor oportunidad que se le presentaba, haciendo hueco para las visitas a Nella entre sus responsabilidades laborales, su padre y Doll. Si bien vio a Vivien dos veces desde lejos, no se le presentó la ocasión de corregir la mala opinión que tendría de él y convencerla para quedar algún día. La primera vez ella salía del hospital al mismo tiempo que Jimmy doblaba la esquina en Highbury Street. Vivien se había detenido en la puerta y miraba en ambas direcciones mientras se ponía una bufanda que le ocultaba la cara para que nadie la reconociese. Jimmy aceleró el paso, pero llegó demasiado tarde y ella ya se había alejado en sentido contrario, con la cabeza gacha para evitar las miradas indiscretas.

La segunda vez Vivien no fue tan cuidadosa. Jimmy acababa de llegar a la recepción del hospital y se detuvo para decirle a Myra (la recepcionista de pelo cano: se habían hecho bastante amigos) que iba a subir a ver a Nella, cuando notó que la puerta situada detrás del mostrador estaba entreabierta. Al echar un vistazo al despacho del doctor Tomalin vislumbró a Vivien, que se reía sin hacer ruido con alguien oculto tras la puerta. Mientras observaba, la mano de un hombre se posó en el antebrazo desnudo de ella, y a Jimmy se le hizo un nudo en el estómago.

Deseó haber traído la cámara. Apenas veía al médico, pero a Vivien la veía con claridad: la mano del hombre en su brazo, la expresión de felicidad...

Y no tener la cámara precisamente ese día... No habrían necesitado más que eso. Jimmy aún se estaba fustigando cuando Myra apareció de la nada, cerró la puerta y le preguntó cómo le iba el día.

Por fin, a comienzos de la tercera semana, mientras Jimmy subía el tramo final de las escaleras y se dirigía por el pasillo al dormitorio de Nella, vio una figura familiar caminando delante de él. Jimmy se quedó donde estaba, prestando una atención desmedida al cartel de la pared, en el que salía un niño de pies torcidos con su azada y su pala, y escuchó esos pasos que se alejaban. Cuando Vivien dobló la esquina, salió corriendo tras ella, con el corazón en un puño, mientras observaba su avance desde la distancia. Vivien llegó a una puerta, una puerta diminuta en la cual Jimmy no había reparado antes, y la abrió. La siguió y se sorprendió al encontrarse ante una escalera estrecha que ascendía. Con premura, pero en silencio, subió hasta que un resquicio de luz reveló la puerta por la que había salido. Él hizo lo mismo y se encontró en una planta de la vieja casa con techos más bajos y menos aspecto de hospital. Oía sus pasos distantes pero no estaba seguro de por dónde había ido, hasta que miró a la izquierda y vio una sombra deslizarse por el papel de la pared, de un azul y dorado descoloridos. Se sonrió (el niño que llevaba dentro estaba disfrutando de la persecución) y fue tras ella.

Jimmy sospechaba que sabía adónde iba: se había escabullido para ver a escondidas al doctor Tomalin, en la buhardilla, íntima y tranquila, de la vieja casa, oculta donde nadie los buscaría. Nadie salvo Jimmy. Asomó la cabeza por la esquina y vio que Vivien se detenía. Esta vez sí llevaba la cámara. Era mucho mejor tomar una fotografía que la implicase de verdad que el enredo de crear una escena falsa que resultase comprometedora. De este modo, Vivien sería culpable de una indiscreción real, con lo cual todo sería mucho más sencillo para Jimmy. Aún quedaría el asunto espinoso de enviarle la carta (¿acaso no era chantaje?; las cosas, por su nombre); para Jimmy aún era una idea desagradable, pero se había vuelto más despiadado.

Vio cómo abría la puerta y, cuando entró, se deslizó tras ella, quitando la tapa de la cámara. Puso el pie en el umbral justo a tiempo para impedir que la cerrase. Y en ese momento Jimmy alzó la cámara.

Cuando miró por el visor, sin embargo, la bajó de inmediato.

 


Capítulo 24

 

 

Greenacres, 2011

 

Las hermanas Nicolson (menos Daphne, que se encontraba en Los Ángeles para grabar un nuevo anuncio, si bien había prometido volver a Londres «en cuanto puedan prescindir de mí») llevaron a Dorothy a casa, a Greenacres, el sábado por la mañana. Rose estaba preocupada porque no había sido capaz de ponerse en contacto con Gerry, pero Iris (quien se las daba de experta) declaró que había telefoneado a la universidad y le habían dicho que estaba de viaje por «asuntos muy importantes»; le habían prometido hacerle llegar su mensaje. Inconscientemente, Laurel buscó el teléfono mientras Iris soltaba su revelación y lo giró en la mano, preguntándose por qué aún no había oído ni una palabra acerca del doctor Rufus, pero contuvo sus ganas de llamar. Gerry trabajaba a su manera, a su ritmo, y sabía por experiencia que telefonear a su despacho no depararía nada bueno.

A la hora del almuerzo, Dorothy ya estaba en su dormitorio profundamente dormida, con su pelo blanco como un halo sobre la almohada burdeos. Las hermanas se miraron entre sí y llegaron a un acuerdo tácito para dejarla tranquila. El cielo se había despejado y hacía un calor poco habitual para la época, y salieron a sentarse en el columpio de jardín, bajo el árbol, a comer el pan que Iris insistió en hornear ella misma, mientras espantaban las moscas y disfrutaban de lo que seguramente sería el último sol del año.

El fin de semana pasó sin contratiempos. Se acomodaron alrededor de la cama de Dorothy, leyendo en silencio o charlando en voz baja, e incluso intentaron jugar al Scrabble (aunque no por mucho tiempo: Iris era incapaz de completar una ronda sin desesperarse debido a las muchísimas y extrañas palabras de dos letras que sabía Rose), pero la mayor parte del tiempo se limitaron a establecer turnos para sentarse en la silenciosa compañía de su madre dormida. Habían acertado, pensó Laurel, al traerla de vuelta a casa. Greenacres era el verdadero hogar de Dorothy, esta casa extraña y de enorme corazón que descubrió por casualidad y de la cual se quedó prendada de inmediato. «Siempre había soñado con una casa como esta —solía decirles, con una amplia sonrisa que se extendía por toda la cara, al entrar por el jardín—. Llegué a pensar que había perdido mi oportunidad, pero al final todo salió bien. En cuanto la vi, supe que iba a ser mía...».

Laurel se preguntó si su madre pensó en ese lejano día cuando la trajeron en coche; si se acordó del viejo granjero que les preparó té a ella y a papá cuando llamaron a su puerta en 1947, de esas aves que los observaron detrás de la chimenea, y de lo joven que era por aquel entonces, aferrada con ambas manos a su segunda oportunidad, con la mirada puesta en el futuro, decidida a escapar de lo que había hecho en el pasado. ¿O quizás Dorothy había pensado, al recorrer el camino, en los eventos de ese día de verano de 1961 y en la imposibilidad de escapar de verdad del pasado? ¿O Laurel estaba siendo demasiado sentimental, y esas lágrimas que derramó su madre en el asiento trasero del coche de Rose, esas lágrimas dulces y silenciosas, se debían solo a los efectos de la vejez?

En cualquier caso, el viaje desde el hospital la había agotado y durmió la mayor parte del fin de semana, durante el cual comió poco y habló aún menos. Laurel, cuando le llegó el turno de sentarse junto a la cabecera de la cama, deseó que su madre se moviese, que abriese los ojos cansados y reconociese a su hija mayor, que reanudaran la conversación del otro día. Necesitaba saber qué había tomado su madre de Vivien Jenkins... Era la clave del misterio. Henry tenía razón al insistir en que la muerte de su esposa no era lo que parecía, que fue víctima de unos estafadores siniestros. (Estafadores, en plural, observó Laurel: ¿se trataba de una mera expresión o su madre había actuado junto a otra persona? ¿Podría haber sido Jimmy, el hombre a quien amó y perdió? ¿Quizás ese fue el motivo del fin de su romance?). Tendría que esperar hasta el lunes, pues Dorothy no había abierto la boca. De hecho, a Laurel le pareció, al ver a la anciana dormir tan plácidamente, mientras las cortinas ondeaban por una brisa ligera, que su madre había atravesado un umbral invisible hacia un lugar donde los fantasmas del pasado ya no podían tocarla.

Solo una vez, a altas horas de la madrugada del lunes, la visitaron los terrores que la habían acechado durante las últimas semanas. Rose e Iris habían vuelto a sus casas a pasar la noche, así que fue Laurel quien se despertó en la oscuridad con un sobresalto y caminó a trompicones por el pasillo, tanteando la pared en busca del interruptor de la luz. Acudió a su mente el recuerdo de las muchas noches que su madre había hecho lo mismo por ella: despertarse por un grito en la oscuridad y apresurarse por el pasillo para espantar los monstruos de su hija, acariciarle el pelo y susurrarle al oído: «Tranquila, angelito... Ya pasó, tranquila». A pesar de los sentimientos encontrados de Laurel respecto a su madre, era un privilegio poder hacer lo mismo por ella, más aún en el caso de Laurel, que había salido de la casa de un modo tan tenso, que no había estado ahí cuando murió su padre, que durante toda la vida no se había entregado a nadie salvo a sí misma y su arte.

Laurel se metió en la cama junto a su madre y abrazó a la anciana con fuerza, pero con cuidado. El algodón del largo camisón blanco de Dorothy estaba húmedo por los sinsabores de la pesadilla y su delgado cuerpo tembló.

—Fue culpa mía, Laurel —decía—. Fue culpa mía.

—Tranquila, tranquila —la consoló Laurel—. Ya pasó, todo está bien.

—Fue culpa mía que ella muriese.

—Lo sé, lo sé. —De nuevo el nombre de Henry Jenkins acudió a la mente de Laurel, su insistencia en que Vivien había muerto por encontrarse en un lugar donde nunca habría ido por sí misma, embaucada por alguien en quien confiaba—. Vamos, vamos, mamá. Ya pasó.

La respiración de Dorothy se calmó, adquirió un ritmo estable y Laurel pensó en la naturaleza del amor. Que lo sintiese con semejante intensidad, a pesar de lo que estaba descubriendo acerca de su madre, era digno de mención. Al parecer, los actos innobles no bastaban para extinguir el amor; pero, oh, si Laurel lo permitiese, la decepción podría haberla aplastado. Era una palabra anodina, «decepción», pero la vergüenza y la impotencia que conllevaba eran abrumadoras. No se trataba de que Laurel esperase que su madre fuese perfecta. Ya no era una niña. Y no compartía la fe ciega de Gerry en que, solo porque Dorothy Nicolson era su madre, se demostraría su inocencia milagrosamente. No, de ningún modo. Laurel era una persona realista, comprendía que su madre era un ser humano y era natural que no se hubiese comportado siempre como una santa; había odiado y amado y cometido errores que nunca olvidaría, igual que la propia Laurel. Pero la imagen que Laurel comenzaba a componer de lo sucedido en el pasado de Dorothy, lo que había visto hacer a su madre...

—Él vino a buscarme.

Laurel estaba ensimismada en sus pensamientos y la voz de su madre la sobresaltó.

—¿Qué has dicho, mamá?

—Yo intenté ocultarme, pero me encontró.

Hablaba de Henry Jenkins, comprendió Laurel. Parecía que se acercaban cada vez más a lo sucedido ese día de 1961.

—Ya se ha ido, mamá, no va a regresar.

Un susurro:

—Yo lo maté, Laurel.

A Laurel se le cortó la respiración. Respondió con otro susurro:

—Lo sé.

—¿Podrás perdonarme, Laurel?

Era una pregunta que Laurel no se había formulado; no sabía qué contestar. Al planteársela en ese momento, en la silenciosa oscuridad de la habitación de su madre, solo pudo decir:

—Calla. Todo va a salir bien, mamá. Te quiero.

 

Unas horas más tarde, cuando el sol comenzaba a elevarse por encima de los árboles, Laurel entregó el relevo a Rose y se dirigió al Mini verde.

—¿Otra vez Londres? —preguntó Rose, que la acompañó hasta el jardín.

—Hoy, Oxford.

—Ah, Oxford. —Rose retorció las cuentas del collar—. ¿Otra investigación?

—Sí.

—¿Te acercas a lo que buscas?

—¿Sabes, Rosie? —dijo Laurel, al sentarse en el asiento del conductor, con la mano extendida para cerrar la puerta—, creo que sí. —Sonrió, se despidió y dio marcha atrás, alegre de escapar antes de que Rose pudiese preguntar algo que exigiese una farsa más elaborada.

El tipo que la atendió en el mostrador de la sala de lectura de la Biblioteca Británica pareció complacido por la solicitud de buscar «unas memorias desconocidas», más aún cuando Laurel caviló acerca de cómo descubrir el paradero de la correspondencia de Katy Ellis después de su muerte. Frunció el ceño con determinación ante la pantalla de su ordenador, con pausas frecuentes para apuntar cosas en su cuaderno, y las esperanzas de Laurel crecían y menguaban según el movimiento de sus cejas, hasta que al fin la atención absorta con que lo miraba incomodó al hombre, quien sugirió que tal vez tardase y que ella podría dedicarse a otra cosa mientras tanto. Laurel captó la indirecta y salió para fumar un pitillo rápido (bueno, tres) y caminar en círculos un tanto neuróticos, antes de volver a toda prisa a la sala de lectura para comprobar cómo le había ido.

Nada mal, resultó. Deslizó un pedazo de papel sobre el escritorio con la sonrisa de exhausta satisfacción de un corredor de maratón, y dijo:

—La he encontrado. O al menos sus documentos privados. —Se hallaban en los archivos de la biblioteca de New College, en Oxford; Katy Ellis estudió ahí durante su doctorado y sus trabajos fueron donados después de su muerte, en septiembre de 1983. También disponían de una copia de sus memorias, pero Laurel pensó que sería más probable encontrar lo que buscaba en los documentos privados.

Laurel aparcó el Mini verde en el aparcamiento disuasorio de Thornhill y fue en autobús hasta Oxford. El conductor le indicó que bajase en High Street, cosa que hizo, justo enfrente de Queen’s College; pasó ante la biblioteca Bodleiana y por Holywell Street para llegar a la entrada principal de New College. Nunca se cansaba de la extraordinaria belleza de la universidad (las piedras y esas torrecillas que apuntaban al cielo, desgarradas por el peso del tiempo), pero hoy Laurel no tenía tiempo para admirarla; se metió las manos en los bolsillos del pantalón, se protegió del frío agachando la cabeza y se apresuró sobre la hierba de camino a la biblioteca.

Dentro la recibió un hombre joven de cabello negro enmarañado. Laurel explicó quién era, por qué había ido y mencionó que el bibliotecario de la Biblioteca Británica había llamado el viernes para concertar una cita.

—Sí, sí —dijo el joven (cuyo nombre, según supo más tarde, era Ben, y cumplía, con gran entusiasmo, había que decirlo, un año de prácticas en la biblioteca)—, yo mismo hablé con él. Ha venido a consultar una de nuestras colecciones de antiguos alumnos.

—Los documentos pertenecientes a Katy Ellis.

—Eso es. Le he traído el archivo de la torre de documentos.

—Genial. Muchas gracias.

—No es nada... Me subo a la torre a la menor excusa. —Sonrió y se acercó un poco, con aire de conspirador—. Es una escalera de caracol, ¿sabe?, a la que se accede mediante una puerta escondida en los paneles de la pared. Como en Hogwarts.

Laurel había leído Harry Potter, cómo no, y no era inmune a los encantos de los viejos edificios, pero las horas de apertura eran limitadas, las cartas de Katy Ellis estaban al alcance de la mano y, dada la combinación de ambos hechos, sintió pánico ante la idea de dedicar un minuto más a hablar de arquitectura o literatura con Ben. Ella sonrió fingiendo que no comprendía (¿Hogwarts?), él reaccionó con un gesto compasivo (Muggle), y ambos prosiguieron con su conversación.

—La colección se encuentra en la sala de lectura del archivo —dijo—. ¿La acompaño? Es como un laberinto si no ha estado antes.

Laurel lo siguió a lo largo de un pasillo de piedra. Ben no paró de hablar alegremente sobre la historia de New College, hasta que al fin llegaron, muchas vueltas más tarde, a una sala con mesas y ventanas con vistas a una magnífica muralla medieval cubierta de hiedra.

—Aquí lo tiene —dijo tras pararse ante una mesa con unas veinte cajas apiladas encima—. ¿Está cómoda aquí?

—Seguro que sí.

—Excelente. Hay guantes cerca de las cajas. Por favor, póngaselos al tocar el material. Yo estoy ahí si me necesita —indicó un montón de papeles sobre un escritorio en la esquina más alejada—, transcribiendo —añadió, a modo de explicación. Laurel no preguntó qué por temor a la respuesta, y así, tras despedirse con la cabeza, Ben se fue.

Laurel esperó un momento y, al cabo de un rato, silbó bajito sumida en el pedregoso silencio de la biblioteca. Al fin estaba a solas con las cartas de Katy Ellis. Se situó frente al escritorio e hizo que crujieran sus nudillos (no metafórica, sino literalmente; le pareció lo adecuado), se puso las gafas de lectura y los guantes blancos y comenzó a buscar respuestas.

Las cajas eran idénticas: de cartón marrón libre de ácido, del tamaño de una enciclopedia. Estaban numeradas con un código que Laurel no comprendía del todo, pero que parecía indicar un completo catálogo de numerosos artículos. Pensó en pedir una explicación a Ben, pero temió recibir una exaltada conferencia acerca de la historia de la gestión de los expedientes. Por lo que parecía, las cajas estaban ordenadas cronológicamente... Laurel decidió confiar en que todo tendría sentido a medida que avanzase.

Abrió la tapa de la caja número uno y se encontró con varios sobres. El primero contenía unas veinte cartas atadas con cinta blanca y sostenidas por un rígido trozo de cartón. Laurel contempló el enorme montón de cajas. Al parecer Katy Ellis fue una corresponsal prolífica, pero ¿a quién había escrito? Por lo visto, las cartas estaban organizadas por la fecha de entrega, pero debía existir un método más eficaz de encontrar lo que necesitaba que el simple ensayo y error.

Laurel tamborileó con los dedos, pensativa, y entonces miró por encima de las gafas a la mesa. Sonrió al ver lo que había echado en falta: el índice. Lo cogió enseguida y echó un vistazo para comprobar si contenía una lista de remitentes y destinatarios. Ahí estaba. Conteniendo el aliento, Laurel recorrió con el dedo la columna de los remitentes, dubitativa al principio, la J de Jenkins, la L de Longmeyer y, al fin, la V de Vivien.

Ninguna de las opciones aparecía.

Laurel miró una vez más, ahora con suma atención. Aun así, no encontró nada. En el índice no se hacía referencia alguna a las cartas de Vivien Longmeyer ni de Vivien Jenkins. Y, sin embargo, Katy Ellis mencionaba esas cartas en el fragmento de Nacida para enseñar citado en la biografía de Henry Jenkins. Laurel sacó la fotocopia que había tomado en la Biblioteca Británica. Ahí estaba, escrito con claridad meridiana: «En el transcurso de nuestro largo viaje por mar, fui capaz de ganarme la confianza de Vivien y entablamos una relación que persistió durante muchos años. Mantuvimos una correspondencia con afectuosa frecuencia hasta su trágica y prematura muerte en la Segunda Guerra Mundial...». Laurel apretó los dientes y comprobó la lista por última vez.

Nada.

No tenía sentido. Katy Ellis decía que esas cartas existían: toda una vida de cartas, «con afectuosa frecuencia». ¿Dónde estaban? Laurel miró la espalda encorvada de Ben y decidió que no quedaba otro remedio.

—Esas son todas las cartas que hemos recibido —dijo tras oír su explicación. Laurel señaló las líneas de la autobiografía y Ben arrugó la nariz y admitió que era extraño, pero entonces se le iluminó el gesto—. ¿Tal vez destruyó las cartas antes de morir? —No podía saber que estaba aplastando los sueños de Laurel como una hoja seca entre los dedos—. A veces ocurre —continuó—, en especial en el caso de las personas que tienen intención de donar su correspondencia. Se aseguran de que cualquier cosa que no desean que salga a la luz no forme parte de la colección. ¿Sabe si hay alguna razón para que hiciese algo así?

Laurel pensó en ello. Era posible, supuso. Las cartas de Vivien podrían haber contenido algo que Katy Ellis considerara íntimo o incriminatorio... Dios, todo era posible a estas alturas. El cerebro de Laurel ardía. Dijo:

—¿Cabe la posibilidad de que se encuentren en otro lugar?

Ben negó con la cabeza.

—La biblioteca de New College fue la única beneficiaria de los expedientes de Katy Ellis. Todo lo que legó está aquí.

Laurel sintió la tentación de arrojar las ordenadas cajas de archivos por la sala, de montar un buen espectáculo para Ben. Haber llegado tan cerca solo para perder el rastro... Era desmoralizador. Ben sonrió compasivo y Laurel estaba a punto de desmoronarse ante el escritorio cuando se le ocurrió algo.

—Diarios —dijo rápidamente.

—¿Qué ha dicho?

—Diarios. Katy Ellis escribía un diario: lo menciona en sus memorias. ¿Sabe si forman parte de la colección?

—Sí lo sé, y sí, forman parte —dijo—. Los bajé para usted.

Señaló una pila de libros que había en el suelo, junto al escritorio, y Laurel tuvo ganas de besarlo. Se contuvo y se limitó a sentarse y coger el primer volumen, encuadernado en cuero. Databa de 1929, el año, según recordó Laurel, en que Katy Ellis acompañó a Vivien Longmeyer en el largo viaje por mar desde Australia a Inglaterra. La primera página contenía una fotografía en blanco y negro, insertada perfectamente con unos triángulos dorados, moteados ahora por el tiempo. Era el retrato de una joven ataviada con falda larga y blusa, su cabello (era difícil decirlo con certeza, pero Laurel sospechó que era rojizo) con raya a un lado y pulcros rizos. En su vestimenta todo era modesto, recatado e intelectual, pero en sus ojos relucía la determinación. Había alzado el mentón ante la cámara y, más que sonreír, parecía satisfecha consigo misma. Laurel decidió que le caía bien la señorita Katy Ellis, más aún cuando leyó la pequeña anotación a pie de página: «Un acto de vanidad pequeño e impúdico, pero la autora adjunta aquí esta fotografía, tomada en Hunter & Gould Studios, en Brisbane, como recuerdo de una joven a punto de lanzarse a su gran aventura en el año de nuestro Señor de mil novecientos veintinueve».

Laurel pasó a la primera página, de cuidada caligrafía, una entrada que databa del 18 de mayo de 1929, titulada «Primera semana: nuevos comienzos». Sonrió ante el estilo un tanto pomposo de Katy Ellis y respiró hondo al ver el nombre de Vivien. En medio de una somera descripción de la embarcación —los alojamientos, los otros pasajeros y (en lo que más se explayaba) las comidas—, Laurel leyó lo siguiente:

 

Mi compañera de viaje es una niña de ocho años de edad, llamada Vivien Longmeyer. Es una niña de lo más inusual, muy desconcertante. Muy agradable a la vista: pelo oscuro con raya en medio, recogido (por mí) en trenzas, enormes ojos castaños y labios carnosos de un rojo cereza que aprieta con una firmeza que da la impresión de petulancia o fuerza de voluntad; todavía no he averiguado cuál de las dos. Es orgullosa y tenaz, lo cual percibo por el modo en que esos ojos oscuros indagan en los míos, y, ciertamente, la tía me ha proporcionado toda clase de informes en cuanto a la mordacidad de la niña y su presteza en emplear los puños; sin embargo, hasta el momento no he visto evidencia alguna de sus rumoreados arrebatos, ni ha pronunciado más de cinco palabras, mordaces o no, en mi presencia. Desobediente es, ciertamente; maleducada, no cabe duda; y sin embargo, por uno de esos inexplicables rasgos de la personalidad humana, la niña resulta, por extraño que parezca, entrañable. Me embelesa, incluso cuando no hace más que sentarse en la cubierta a mirar el mar; no es la mera belleza física, aunque sus rasgos morenos son con certeza encantadores; es un aspecto de sí misma que surge de lo más profundo y se expresa aun sin proponérselo, de modo que uno no puede sino observar.

Debo añadir que posee un extraño sosiego. Cuando otros niños estarían correteando y husmeando por la cubierta, ella se decanta por esconderse y sentarse en una inmovilidad casi completa. Es una quietud poco natural, para la cual nada me había preparado

.

 

Al parecer Vivien Longmeyer continuó fascinando a Katy Ellis, pues, junto con otros comentarios respecto al viaje y notas sobre materiales didácticos que tenía intención de emplear en Inglaterra, durante las siguientes semanas ofrecía descripciones similares. Katy Ellis observaba a Vivien desde la distancia, relacionándose con ella solo en la medida en que era necesario en ese viaje compartido, hasta que, finalmente, en una entrada fechada el 5 de julio de 1929 y titulada «Séptima semana», pareció producirse un avance.

 

Hacía calor esta mañana, y una leve brisa soplaba del norte. Estábamos sentadas juntas en la cubierta después de desayunar, cuando sucedió algo imprevisto. Le dije a Vivien que volviese al camarote en busca de su libro de ejercicios para practicar unas lecciones; había prometido a su tía que no descuidaría las lecciones de Vivien mientras estábamos en el mar (la mujer teme, creo, que si el intelecto de la niña es insatisfactorio para el tío inglés, la envíe de vuelta a Australia). Nuestras clases son una interesante farsa, siempre igual: yo sostengo y señalo el libro, explicando los distintos principios hasta que mi cerebro se queja por la eterna búsqueda de la explicación clara; y Vivien observa con aburrimiento inexpresivo los frutos de mi trabajo.

Aun así, hice una promesa, y por tanto persisto. Esta mañana, no por primera vez, Vivien no hizo lo que le pedí. Ni siquiera se dignó a mirarme a los ojos, y me vi en la obligación de repetirme, no dos sino tres veces, y cada vez en un tono más severo. La niña siguió sin hacerme caso, hasta que al fin (casi con ganas de llorar) le rogué que me explicase por qué tan a menudo se comportaba como si no me oyese.

Tal vez mi pérdida de compostura conmovió a la niña, pues suspiró y me dijo el motivo. Me miró a los ojos y me explicó que, puesto que yo era simplemente una parte del sueño, una quimera de su imaginación, no veía la necesidad de escuchar, a menos que el tema de mi «parloteo» (palabra de ella) fuera de su interés.

De otro niño podría haber sospechado una broma y le habría tirado de las orejas por responder así, pero Vivien no es como los otros niños. Para empezar, nunca miente —su tía, a pesar del entusiasmo de sus críticas, admitió que nunca escucharía una falsedad de boca de la niña («Es franca hasta la grosería, esta niña»)—, de modo que me sentí intrigada. Intenté mantener un tono de voz sereno al inquirir con desenfado, como si le preguntase la hora, qué quería decir con que yo era parte de un sueño. Parpadeó con esos ojos enormes y dijo: «Me quedé dormida junto al arroyo, cerca de casa, y no me he despertado todavía». Todo lo que había sucedido desde entonces, me dijo (la noticia del accidente automovilístico de su familia, su traslado a Inglaterra como un objeto desechado, este largo viaje por mar con una maestra por toda compañía), no era más que una larga pesadilla.

Le pregunté por qué no despertaba, cómo era posible que alguien durmiese durante tantísimo tiempo, y ella respondió que era la magia de la floresta. Que se había dormido bajo unos helechos a orillas del arroyo encantado (el de las luces, dijo, y el túnel que lleva a una gran sala de máquinas, justo al otro lado del mundo)... Por eso no se despertaba como cabría esperar. Le pregunté, entonces, cómo sabría cuándo se había despertado, y ella inclinó la cabeza como si yo fuese un poco boba: «Cuando abra los ojos y vea que estoy de nuevo en casa». Por supuesto, añadió con su carita seria

.

 

Laurel hojeó el diario hasta que, dos semanas más tarde, Katy Ellis retomó el tema:

 

He estado indagando (delicadamente) acerca de este mundo de ensueño de Vivien, pues me interesa sobremanera que una niña elija interpretar un acontecimiento traumático de esta manera. Por los detalles que me proporciona, deduzco que ha invocado un mundo fantasma a su alrededor, un lugar lúgubre en el cual ella debe aventurarse con el fin de volver a la Vivien dormida del «mundo real», a orillas de ese riachuelo en Australia. Me dijo que cree que a veces está a punto de despertar; si se sienta muy, muy quieta, dice, puede ver a través del velo; puede ver y oír a sus familiares, dedicados a sus quehaceres cotidianos, sin saber que ella se encuentra al otro lado, observándolos. Al menos ahora comprendo por qué la niña muestra esa profunda quietud.

La teoría de la niña de dormir despierta es una cosa. Puedo entender muy bien el instinto de retirarse a un mundo seguro e imaginario. Lo que me inquieta más es la aparente alegría de Vivien ante el castigo. O, si no alegría, pues no se trata de eso exactamente, su resignación, casi alivio, cuando se enfrenta a una reprimenda. Fui testigo de un pequeño incidente el otro día en el cual fue injustamente acusada de llevarse el sombrero de una anciana de la cubierta. Era inocente del delito, hecho del que no me cabía duda, pues había visto esa espantosa prenda caer por la borda, arrastrada por la brisa. Mientras yo miraba, sin embargo (tan aturdida por un momento que perdí el habla), Vivien se presentó para recibir el castigo, una feroz reprimenda verbal; cuando la amenazaron con el cinturón, parecía dispuesta a aceptarlo. La expresión de sus ojos al recibir la regañina era casi de alivio. Recuperé mi brío entonces, e intervine para detener la injusticia, al informarles, en un tono gélido, del destino del sombrero, antes de poner a Vivien a salvo. Pero la mirada que había visto en los ojos de la niña me inquietó mucho tiempo. ¿Por qué, me preguntaba, aceptaría una niña de buena gana un castigo por una falta que no había cometido?

 

Unas páginas más adelante, Laurel encontró lo siguiente:

 

Creo que he respondido a una de mis preguntas más apremiantes. A veces he oído a Vivien gritar en sueños; estos sucesos suelen ser de corta duración, pues terminan en cuanto la niña se da la vuelta, pero la otra noche la situación se agravó y salí corriendo de mi cama para tranquilizarla. Hablaba muy rápido al aferrarse a mis brazos (nunca la había visto tan efusiva) y pude deducir por lo que me dijo que estaba convencida de que la muerte de su familia era culpa de ella por algún motivo. Una idea ridícula, cuando recibe el escrutinio de la lógica adulta, pues, según tengo entendido, murieron en un accidente automovilístico mientras ella estaba a muchos kilómetros de distancia, pero la infancia no se rige por la lógica ni las unidades de medir y la idea (no puedo dejar de pensar que con la ayuda de la tía) ha echado raíces.

 

Laurel alzó la vista del diario de Katy Ellis. Ben hacía ruido recogiendo las cosas y ella miró, desconsolada, el reloj. Era la una menos diez... Maldita sea: le habían advertido de que la biblioteca cerraba una hora durante el almuerzo. Laurel se centraba en las referencias a Vivien, con la sensación de estar llegando a alguna parte, pero no tenía tiempo para leerlo todo. Hojeó el resto del viaje, hasta que al fin llegó a una entrada con caligrafía más vacilante que las anteriores, escrita, dedujo Laurel, cuando Katy Ellis tomó el tren a York, donde trabajaría como institutriz.

 

Se acerca el revisor, de modo que voy a anotar de forma breve, antes de que se me olvide, el extraño comportamiento de la niña al desembarcar ayer en Londres. En cuanto nos bajamos, mientras yo miraba a un lado y otro en mi intento de discernir adónde dirigirnos a continuación, la niña se puso a gatas (lástima de vestido, que yo misma había lavado a mano para que lo llevase al conocer a su tío) y posó la oreja en el suelo. No me avergüenzo con facilidad, así que no fue esa insignificante emoción lo que me hizo chillar al verla, más bien la preocupación por que la niña fuese pisoteada por las multitudes de transeúntes o los cascos de los caballos.

No pude evitarlo, grité alarmada: «¿Qué haces? ¡Levántate!».

A lo cual (no debería sorprenderme) no hubo respuesta alguna.

«

¿Qué haces, niña?», pregunté.

Ella negó con la cabeza y dijo atropelladamente: «No puedo oírlo».

«

¿Oír qué?», respondí.

«

El sonido de las ruedas al girar».

Recordé entonces que me había hablado de una sala de máquinas en el centro de la tierra, el túnel que la llevaría a casa.

«

Ya no puedo oírlas».

Comenzaba a percibir, por supuesto, la irrevocabilidad de su situación, pues, al igual que yo, no volverá a ver su patria durante muchos años, como mínimo, y ciertamente no esa versión a la cual sueña regresar. Si bien mi corazón se rompió por esa obstinada pequeñaja, no le ofrecí vanas palabras de aliento, pues es mejor, sin duda, que ella misma se escape a la sazón de sus fantasías. De hecho, parecía que yo no tenía nada que decir o hacer salvo tomar su mano amablemente y llevarla al lugar de encuentro que su tía había acordado con el tío inglés. La declaración de Vivien me atribulaba, sin embargo, ya que era consciente de la confusión que desgarraba a la niña por dentro, y sabía además que se acercaba el momento en que tendría que despedirme y dejarla sola.

Tal vez me sentiría menos inquieta si hubiese percibido más afecto por parte del tío. Por desgracia, no fue así. Su nuevo tutor es el director del colegio Nordstrom en Oxfordshire, y posiblemente fuese algún aspecto de orgullo profesional (¿masculino?) lo que alzase una barrera entre nosotros, pues parecía decidido a no reparar en mi presencia, y solo se detuvo para inspeccionar a la niña, antes de decirle que se acercara, que no tenían un segundo que perder.

No, no me dio la impresión de ser el tipo que abre su casa con el cariño y la comprensión que necesitaría una delicada niña cuya historia reciente está llena de tanta angustia.

He escrito a la tía australiana para expresar mis dudas, pero no tengo muchas esperanzas puestas en que acuda a socorrer a la niña y exija su inmediato regreso. Mientras tanto, he prometido escribir a menudo a Vivien a Oxfordshire, y tengo la intención de cumplirlo. Ojalá mis nuevas responsabilidades no me llevasen al otro lado del país... Con alegría resg


Date: 2016-03-03; view: 569


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Mount Tamborine (Australia), 1929 | Londres, abril de 1941
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