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Londres, febrero de 1941

 

Jimmy recorría Londres apresurado, con un brío poco habitual en su caminar. Habían pasado semanas desde que supo de Dolly por última vez (se había negado a recibirlo cuando intentó visitarla en Campden Grove y no había respondido a sus cartas), pero ahora, por fin, esto. Podía sentir la carta en el bolsillo, el mismo donde llevaba el anillo esa noche horrible... Deseó que no fuese un mal augurio. La carta llegó a la oficina del periódico a principios de semana: era una sencilla nota que imploraba verlo en el banco de un parque en Kensington Gardens, cerca de la estatua de Peter Pan. Necesitaba hablar con él acerca de un asunto, un asunto que sería de su agrado.

Había cambiado de opinión y quería casarse con él. Tenía que ser eso. Jimmy trató de ser cauteloso, pues odiaba llegar a conclusiones precipitadas, no cuando había sufrido tanto tras su rechazo, pero no lograba refrenar sus pensamientos (ni, admitió, sus esperanzas). ¿Qué otra cosa podía ser? Un asunto que sería de su agrado: solo se le ocurría una posibilidad. Por Dios, a Jimmy le vendría muy bien una buena noticia.

Habían sido bombardeados diez días antes. Fue un acto inesperado. Últimamente había reinado la calma, lo cual resultaba más inquietante que el peor de los bombardeos (toda esa quietud y paz lograban enervar a la gente), pero el 18 de enero una bomba solitaria cayó sobre el apartamento de Jimmy. Volvía a casa tras pasar la noche trabajando y vio los estragos al girar la esquina. Dios, cómo contuvo el aliento al correr hacia el incendio y las ruinas. No percibía nada salvo su propia voz y su cuerpo, que respiraba y bombeaba sangre, mientras se abría paso a través de los escombros, llamando a su padre a gritos, y se maldijo por no haber encontrado un lugar más seguro, por no haber estado ahí cuando el viejo más lo necesitaba. Cuando Jimmy encontró la jaula aplastada de Finchie, prorrumpió en un insólito ruido animal de dolor y tristeza, un grito del que Jimmy no se sabía capaz. Y a continuación vivió la espantosa experiencia de habitar una de sus fotografías, pero esta vez la casa en ruinas era su casa, los bienes destruidos, sus bienes, el ser querido que se había ido para siempre, su padre, y supo entonces, a pesar de los elogios encendidos de sus editores, que había fracasado miserablemente en su intento de capturar la verdad de estos momentos: el miedo, el pánico y la sorprendente realidad de haberlo perdido todo súbitamente.

Se apartó y cayó de rodillas, como un peso muerto, y vio a la señora Hamblin, la vecina de al lado, que lo saludaba aturdida desde el otro lado de la calle. Se acercó a ella, la tomó entre sus brazos y dejó que sollozara en su hombro, y él también lloró, lágrimas ardientes, de impotencia, ira y dolor. Y entonces ella levantó la cabeza y preguntó: «¿Has visto ya a tu padre?», y Jimmy respondió: «No lo he encontrado», y ella señaló calle abajo. «Se fue con la Cruz Roja, creo. Un médico joven y encantador le ofreció una taza de té, ya sabes cuánto le gusta el té, y él...».



Jimmy no se quedó para oír el resto. Comenzó a correr hacia la iglesia, donde sabía que se encontraba la Cruz Roja. Irrumpió por la puerta principal y vio a su padre casi de inmediato. El anciano estaba sentado a la mesa, una taza de té frente a él y Finchie en el antebrazo. La señora Hamblin lo había llevado al refugio a tiempo, y Jimmy creyó que jamás volvería a sentirse tan agradecido. Le habría regalado el mundo si pudiese, así que era una lástima no poseer nada digno de ser regalado. Había perdido todos sus ahorros en la explosión, junto con todo lo demás. Lo único que le quedaba era la ropa que vestía y la cámara que llevaba consigo. Y gracias a Dios... ¿Qué habría hecho sin ella?

Jimmy se apartó el pelo de los ojos al acercarse. Tenía que dejar de pensar en su padre, en ese alojamiento angosto y temporal. El viejo lo volvía vulnerable y hoy no quería ser débil. No podía permitírselo. Hoy debía mantener el control, la dignidad, quizás incluso mostrarse un poco distante. Quizás era un rasgo de orgullo excesivo, pero quería que Dolly lo viese y supiese que había cometido un error. Esta vez no se había engalanado torpemente con el traje de su padre (imposible), pero había hecho un esfuerzo.

Giró en la calle y entró en el parque. Caminó sobre el césped, ahora transformado en huertos para la victoria, junto a los caminos que parecían desnudos sin sus verjas de hierro, y se preparó para verla de nuevo. Ella siempre había tenido un gran poder sobre él: con solo una mirada era capaz de doblegar su voluntad. Esos ojos, desbordantes de alegría, que lo habían observado sobre una taza de té en un café de Coventry; esa forma de los labios al sonreír, un poco burlona a veces, pero, Dios, qué emocionante era verla, tan llena de vida. Se estaba animando solo con pensar en ella y, para contenerse, se concentró en recordar con detalle cuánto le había herido, cómo lo humilló (la expresión de los camareros al ver a Jimmy solo en el restaurante, aún con el anillo en la mano; nunca olvidaría esas miradas, cómo se habrían reído de él cuando se fue). Jimmy se tropezó con el bordillo del camino. Dios. Debía mantener el control, sofocar el optimismo y la nostalgia, protegerse contra la posibilidad de una nueva decepción.

Lo intentó con todas sus fuerzas, pero llevaba demasiado tiempo queriéndola, supuso (más tarde, de vuelta en casa, cuando cavilaba acerca de los acontecimientos del día), y el amor convertía en tontos a los hombres, todo el mundo lo sabía. Un ejemplo perfecto: sin pensar hacerlo, en contra de su voluntad, cuando Jimmy Metcalfe se acercó al lugar del encuentro, comenzó a correr.

 

Dolly estaba sentada en el banco, exactamente donde dijo que estaría. Jimmy la vio primero y se paró en seco, respiró y se alisó el cabello, la camisa, enderezó la espalda, sin quitarle ojo de encima. Su entusiasmo inicial enseguida se convirtió en asombro. Tan solo habían pasado tres semanas (si bien parecían tres años debido a las circunstancias de la separación), pero había cambiado. Era Dolly, era hermosa, pero algo ocurría, lo supo incluso antes de acercarse. De repente, Jimmy se sintió desconcertado; estaba preparado para mostrarse fuerte, petulante incluso, pero al verla ahí sentada, abrazada a sí misma, la mirada gacha, más menuda de lo que recordaba..., eso era lo último que se esperaba y le pilló desprevenido.

Ella lo vio entonces, sonrió y un brillo vacilante le iluminó el rostro. Jimmy le devolvió la sonrisa y se dirigió hacia ella, preguntándose qué diablos habría ocurrido; si alguien le habría hecho daño, tanto como para arrebatarle el temple, y supo al instante que sería capaz de matarlo en ese caso.

Dolly se puso en pie cuando él se acercó, y se abrazaron, los huesos de ella finos como los de un pájaro bajo sus manos. No iba bien abrigada; había estado nevando a ratos, y su abrigo de piel, viejo y ajado, no era suficiente. Dolly tardó en desprenderse de Jimmy (quien se había sentido tan dolido, tan furioso por la manera en que lo había tratado, por su negativa a explicarse, quien se había prometido a sí mismo no dejar de pensar en esa amargura cuando la viese hoy) y él se descubrió a sí mismo acariciándole el pelo igual que a una niña perdida y vulnerable.

—Jimmy —dijo Dolly al fin, el rostro aún contra su camisa—. Oh, Jimmy...

—Chisss —dijo Jimmy—. Vamos, no llores.

Pero siguió llorando, y las lágrimas no parecían tener final, y Dolly se agarró a los costados de Jimmy con ambas manos, de modo que Jimmy se sintió preocupado y excitado al mismo tiempo. Dios, ¿cómo podía ser tan tonto?

—Oh, Jimmy —dijo Dolly de nuevo—. Lo siento mucho. Qué vergüenza.

—¿De qué hablas, Dolly? —La agarró de los hombros y Dolly, reticente, le devolvió la mirada.

—Cometí un error, Jimmy —dijo Dolly—. He cometido muchos. No te debería haber tratado así. Esa noche en el restaurante, lo que hice..., dejarte, irme así. Lo siento muchísimo.

Jimmy no llevaba pañuelo, pero tenía el paño de las gafas, que utilizó para secarle las mejillas.

—No espero que me perdones —dijo—. Y sé que no podemos volver atrás en el tiempo, lo sé muy bien, pero tenía que decirlo. Me he sentido muy culpable y necesitaba pedirte perdón en persona para que vieses que lo decía de verdad. —Parpadeó entre lágrimas y dijo—: Lo digo de verdad, Jimmy. Lo siento muchísimo.

Jimmy asintió. Debía decir algo, pero estaba demasiado sorprendido y conmovido para encontrar las palabras adecuadas. Pareció ser suficiente, pues ella sonrió, más ampliamente ahora, como respuesta. Jimmy vio un destello de su antigua vitalidad en esa sonrisa y deseó preservarla dentro de ese momento para que no desapareciese de nuevo. Necesitaba que la hicieran feliz, comprendió. No era una cuestión de expectativas egoístas, sino un simple rasgo de diseño; al igual que un piano o un arpa, ella funcionaba mejor en cierta sintonía.

—Vaya —dejó escapar un suspiro de alivio—, ya lo he dicho.

—Lo has dicho —aceptó Jimmy, con la voz entrecortada, y no pudo evitar recorrer su labio superior con el dedo.

Ella juntó los labios para besarlo y cerró los ojos. Sus pestañas resaltaban oscuras y húmedas contra sus mejillas.

Se quedó así un rato, como si ella también quisiera detener, de alguna manera, el movimiento del mundo. Cuando al fin se apartó, lo miró con timidez.

—Bueno —dijo.

—Bueno. —Jimmy sacó los cigarrillos y le ofreció uno. Dolly lo aceptó con alegría.

—Me has leído la mente. Se me han acabado.

—Qué raro en ti.

—¿Sí? Bueno, he cambiado, supongo.

Lo dijo como si tal cosa, pero cuadraba tan bien con todo lo que había visto Jimmy al llegar que este frunció el ceño. Encendió dos cigarrillos y señaló con un gesto el camino por el que había venido.

—Deberíamos irnos —dijo—, nos acusarán de espionaje si nos quedamos aquí hablando en susurros.

Caminaron de regreso hacia donde solían estar las puertas, hablando como corteses desconocidos acerca de nada importante. Cuando llegaron a la calle se detuvieron, ambos a la espera de que el otro decidiese qué hacer a continuación. Dolly tomó la iniciativa, volviéndose hacia él para decir:

—Me alegra que hayas venido, Jimmy. No me lo merecía, pero gracias. —En su voz había un tono concluyente, que al principio Jimmy no detectó, pero, cuando ella sonrió con valentía y le dio la mano, comprendió que se iba. Que había pedido disculpas, que lo había hecho para complacerlo, y ahora se iba a ir.

Y en ese instante Jimmy vio la verdad como una luz brillante. Lo único que le complacería sería casarse con ella, llevarla consigo, cuidarla, arreglar las cosas.

—Doll, espera...

Se había pasado el bolso por el hombro y comenzaba a alejarse, pero volvió la vista atrás cuando Jimmy habló.

—Ven conmigo —continuó—, no trabajo hasta más tarde. Vamos a comer algo.

 

Antaño Jimmy habría hecho las cosas de otro modo, lo habría planeado todo para que saliese a la perfección, pero ahora no. Al diablo con el orgullo y la perfección; tenía demasiada prisa. Había visto que nada dura en la vida... Una bomba y todo se había acabado. Esperó solo hasta que hicieron el pedido a la camarera y, tras hacer acopio de valor, dijo:

—Mi oferta, Doll, sigue en pie. Te quiero, siempre te he querido. No quiero nada más que casarme contigo.

Dolly se quedó mirándolo, con los ojos abiertos por la sorpresa. Y quién podría culparla: acababa de ponderar las ventajas de los huevos respecto al conejo, y ahora esto.

—¿De verdad? ¿Incluso después de...?

—Incluso después de eso. —Jimmy extendió la mano sobre la mesa y Dolly puso sus pequeñas manos encima. Sin su abrigo blanco, Jimmy vio que en sus brazos, pálidos y delgados, había arañazos. La miró de nuevo a la cara, más decidido que nunca a cuidar de ella—. No puedo ofrecerte un anillo, Doll —dijo, entrelazando los dedos con los de ella—. Mi apartamento fue bombardeado y lo he perdido todo; por un momento pensé que había perdido a mi padre también. —Dolly asintió levemente, al parecer aturdida todavía, y Jimmy continuó hablando. Tenía la vaga sensación de dispersarse, de hablar demasiado, de no decir las palabras justas, pero no podía detenerse—. No fue así, gracias a Dios. Es un superviviente, mi padre, estaba con la Cruz Roja cuando lo encontré, a sus anchas, con una taza de té. —Jimmy sonrió fugazmente ante el recuerdo y luego negó con la cabeza—. Bueno, lo que quería decir es que he perdido el anillo. Pero te compraré uno nuevo en cuanto pueda.

Dolly tragó saliva y habló con una voz suave y triste.

—Oh, Jimmy —dijo—, ¡en qué poca estima debes de tenerme para creer que eso me importa!

Ahora le tocó a Jimmy sorprenderse.

—¿No te importa?

—Por supuesto que no. No necesito un anillo para estar unida a ti. —Dolly le estrechó las manos y sus ojos resplandecieron entre lágrimas—. Yo también te quiero, Jimmy. Siempre te he querido. ¿Qué puedo hacer para convencerte de ello?

 

Comieron en silencio, turnándose para alzar la vista y sonreírse. Cuando acabaron, Jimmy encendió un cigarrillo y dijo:

—Supongo que tu vieja dama no querrá que te cases en Campden Grove.

El rostro de Dolly se descompuso.

—¿Doll? ¿Qué pasa?

Se lo contó entonces: lady Gwendolyn había muerto y ella, Dolly, ya no vivía en Campden Grove, sino otra vez en esa pequeña habitación de Rillington Place. Le explicó también que no le había dejado nada y que trabajaba turnos muy largos en una fábrica de municiones para pagarse la pensión.

—Pero pensaba que lady Gwendolyn te iba a dejar algo en el testamento —dijo Jimmy—. ¿No era eso lo que me dijiste, Doll?

Doll miró hacia la ventana, con una expresión amarga que borró la felicidad de hacía unos momentos.

—Sí —dijo—. Me lo prometió, pero eso era antes. Antes de que las cosas cambiasen.

Por su gesto demacrado, Jimmy supo que lo ocurrido entre Dolly y su señora era el motivo del desánimo que había percibido antes.

—¿Qué cosas, Doll? ¿Qué cambió?

Dolly no quería contarlo, y era evidente porque se negaba a mirarlo, pero Jimmy necesitaba saberlo. Era egoísta, pero la quería, iba a casarse con ella y se negó a dejar que se saliese con la suya. Se sentó en silencio, dejando claro que esperaría tanto como hiciese falta, y Dolly debió de darse cuenta de que no aceptaría un no por respuesta, pues, al fin, suspiró.

—Una mujer intervino, Jimmy, una mujer poderosa. La tomó contra mí y se empeñó en destrozarme la vida. —Apartó la vista de la ventana y lo miró a él—. Yo estaba sola. No tenía ninguna posibilidad contra Vivien.

—¿Vivien? ¿La de la cantina? Creía que erais amigas.

—Yo también —dijo Dolly, que sonrió con tristeza—. Al principio, según creo, lo éramos.

—¿Qué pasó?

Dolly tembló bajo esa fina blusa blanca y miró la mesa; su gesto era muy comedido, y Jimmy se preguntó si le avergonzaba lo que le iba a contar.

—Fui a devolverle algo, un collar que había perdido, pero cuando llamé a la puerta no estaba en casa. Me recibió su esposo... Te he hablado de él, Jimmy, el escritor. Me pidió que entrara y la esperara, y acepté. —Bajó la cabeza y sus rizos temblaron suavemente—. Quizás no debería haberlo hecho, no sé, porque, cuando Vivien llegó a casa y me vio, se puso furiosa. Lo vi en su expresión, sospechaba que nosotros... Bueno, ya te lo puedes imaginar. Traté de explicarme, estaba segura de que me comprendería, pero entonces... —Volvió a mirar la ventana y un débil rayo de luz le iluminó el pómulo—. Bueno..., digamos que me equivoqué.

El corazón de Jimmy comenzó a latir con fuerza; sentía indignación, pero también miedo.

—¿Qué hizo, Doll?

La garganta de Dolly se movió, un movimiento rápido, ascendente y descendente, y Jimmy pensó que iba a llorar. En vez de llorar, sin embargo, se volvió hacia él, y su expresión (tan triste, tan herida) resquebrajó algo en su interior. Su voz era apenas un susurro:

—Inventó mentiras terribles acerca de mí, Jimmy. Dijo que yo era una falsa delante de su marido, pero luego fue mucho peor: le dijo a lady Gwendolyn que yo era una ladronzuela y no debía confiar en mí.

—Pero eso es, eso es... —Estaba estupefacto, indignado por lo sucedido—. Es despreciable.

—Lo peor de todo, Jimmy, es que es una mentirosa. Tiene una aventura desde hace meses. ¿Recuerdas cuando en la cantina te habló de ese doctor amigo suyo?

—¿Ese tipo que dirige el hospital infantil?

—No es más que una ficción... Quiero decir, el hospital es real, el doctor también, pero es su amante. Lo utiliza para encubrirse, para que a nadie le extrañe que vaya de visita.

Jimmy notó que Dolly estaba temblando y ¿quién podría culparla? ¿A quién no le molestaría descubrir que una amiga la ha traicionado de forma tan cruel?

—Doll, lo siento.

—No hace falta que me compadezcas —dijo, tratando de ser valiente con tal desesperación que Jimmy sintió dolor—. Fue un golpe muy duro, pero me he prometido a mí misma que no me dejaría vencer.

—Esa es mi chica.

—Lo que pasa...

La camarera llegó para llevarse los platos y miró a ambos mientras se hacía un lío con el cuchillo de Jimmy. Pensaba que estaban discutiendo, se percató Jimmy; se habían quedado callados cuando ella se acercó, Doll había girado la cabeza rápidamente mientras Jimmy apenas atinaba a responder a los habituales comentarios de la camarera («El Big Ben no se ha retrasado ni un segundo»; «Mientras San Pablo siga en pie...»). Miró de soslayo a Dolly, quien hizo lo posible por ocultar el rostro. No obstante, Jimmy veía su perfil y notó que su labio inferior había comenzado a temblar.

—Eso es todo —dijo, tratando de deshacerse de la camarera—. Eso es todo, gracias.

—¿No quieren pudin? Les aconsejo que...

—No, no, eso es todo.

—Como quieran. —La camarera resopló y giró sobre sus talones.

—¿Doll? —dijo Jimmy, una vez que se quedaron a solas—. ¿Ibas a decir algo?

Tenía los dedos sobre la boca para contener el llanto.

—Lo que pasa es que quería a lady Gwendolyn, Jimmy, la quería como a una madre. Y pensar que se fue a la tumba pensando que yo era una mentirosa y una ladrona... —Se vino abajo y las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.

—Chisss. Vamos, no llores, por favor. —Se sentó junto a ella, besando las lágrimas a medida que caían—. Lady Gwendolyn sabía lo que sentías por ella. Se lo demostrabas todos los días. ¿Y sabes qué?

—¿Qué?

—Estabas en lo cierto. No vas a consentir que Vivien te derrote. Yo lo voy a impedir.

—Oh, Jimmy. —Jugueteó con el botón suelto de la blusa, girándolo alrededor del hilo—. Eres muy amable, pero ¿cómo? ¿Cómo voy a salir ganando contra alguien como ella?

—Viviendo una vida larga y feliz.

Dolly parpadeó.

—Conmigo. —Jimmy sonrió, pasándose un mechón por detrás de la oreja—. Vamos a vencerla juntos al casarnos, ahorrar y mudarnos a la costa o al campo, lo que prefieras, como siempre hemos soñado; vamos a vencerla siendo felices para siempre. —La besó en la punta de la nariz—. ¿Verdad?

Pasó un momento y Doll asintió despacio, un poco vacilante, pensó Jimmy.

—¿Verdad, Doll?

Esta vez ella sonrió. Si bien de forma sutil y la sonrisa desapareció con la misma celeridad con que había aparecido. Suspiró y posó la mejilla en la mano.

—No quiero ser desagradecida, Jimmy. Ojalá pudiésemos hacerlo antes, desaparecer ya mismo y comenzar de nuevo. A veces pienso que es la única manera para que me ponga mejor.

—No tardará mucho, Doll. Trabajo todo el tiempo, tomo fotografías cada día y mi editor es optimista acerca de mi futuro. Creo que si...

Dolly dio un grito ahogado y lo agarró de la muñeca. Jimmy se detuvo en seco.

—Fotografías —dijo Doll, con la respiración entrecortada—. Oh, Jimmy, me has dado una idea, un modo de tenerlo todo y ahora mismo (la costa y todo lo demás), y podemos dar una lección a Vivien al mismo tiempo. —Tenía los ojos resplandecientes—. Eso es lo que quieres, ¿no? Irnos juntos, iniciar una nueva vida.

—Ya sabes que sí, pero el dinero, Doll, yo no tengo...

—No me estás escuchando. ¿Es que no ves que eso es exactamente lo que digo, que sé cómo conseguir el dinero?

Tenía los ojos clavados en él, resplandecientes, casi ardientes, y aunque no le había contado el resto de la idea, algo dentro de él comenzó a hundirse. Jimmy se negó a permitirlo. No iba a consentir que nada echase a perder este día feliz.

—¿Recuerdas —preguntó, sacando uno de los cigarrillos de Jimmy del paquete— que una vez me dijiste que harías cualquier cosa por mí?

Jimmy observó cómo encendía la cerilla. Recordaba haberlo dicho; recordaba haberlo dicho muy en serio. Pero ese brillo en los ojos de Doll, mientras los dedos no atinaban con la caja de cerillas, lo llenó de aprensión. No sabía qué iba a decir a continuación, pero sospechaba que no quería oírlo.

Dolly dio una calada al cigarrillo y dejó escapar una densa columna de humo.

—Vivien Jenkins es una mujer muy rica, Jimmy. También es una mentirosa y una adúltera que se empeñó en hacerme daño, en volver a mis seres queridos en mi contra y robarme la herencia que me prometió lady Gwendolyn. Pero la conozco, y sé que tiene una debilidad.

—¿Sí?

—Un marido apasionado a quien destrozaría el corazón descubrir que ella le es infiel.

Jimmy asintió como si fuese una máquina programada para responder.

—Sé —prosiguió Dolly— que suena extraño, Jimmy, pero escúchame. ¿Y si alguien se hiciese con una fotografía que mostrase a Vivien y a ese hombre juntos?

—¿Qué pasaría? —Su voz era inexpresiva, no parecía suya.

Dolly lo miró y una sonrisa nerviosa se dibujó en sus labios.

—Sospecho que pagaría un montón de dinero para quedarse la foto. Lo bastante para que dos jóvenes enamorados que merecen un poco de suerte se puedan escapar juntos.

Se le ocurrió a Jimmy entonces, mientras se esforzaba por comprender lo que le estaba diciendo, que todo esto formaba parte de uno de los juegos de Dolly. Que en cualquier momento iba a abandonar el personaje, se moriría de la risa y diría: «¡Jimmy, es una broma, por supuesto! Pero ¿qué piensas que soy?».

Pero no lo hizo. En vez de eso, cogió su mano y la besó con ternura.

—Dinero, Jimmy —susurró, llevando la mano de él a su mejilla caliente—. Es lo que solías decir. Bastante dinero para casarnos y comenzar de nuevo, y vivir felices para siempre... ¿Acaso no es eso lo que siempre has deseado?

Lo era, por supuesto, Dolly lo sabía bien.

—Se lo merece, Jimmy. Tú mismo lo has dicho: se merece pagar por lo que ha hecho. —Dolly dio una calada al cigarrillo y habló rodeada de humo con un ritmo febril—: Ella fue quien me convenció para que rompiese contigo, ¿lo sabías? Me indispuso en tu contra, Jimmy. Me hizo pensar que no deberíamos estar juntos. ¿Es que no lo ves, todo el daño que nos ha hecho?

Jimmy no sabía qué sentir. Despreciaba lo que estaba proponiendo. Se despreció a sí mismo por no decírselo. Se oyó decir:

—Supongo que quieres que sea yo el que tome la fotografía, ¿verdad?

Dolly le sonrió.

—Oh, no, Jimmy, qué va. Eso conlleva demasiados riesgos, y habría que esperar a sorprenderlos en el acto. Mi idea es mucho más sencilla, es un juego de niños en comparación.

—Bueno —dijo Jimmy, mirando fijamente la banda de metal que cruzaba la mesa—. ¿De qué se trata, Doll? Dime.

—Yo voy a sacar la fotografía. —Tiró de un botón de Jimmy, juguetona, y el botón se quedó entre sus dedos—. Y tú vas a salir en ella.

 


Capítulo 21

 

 

Londres, 2011

 

No había tráfico en la autopista y, antes de las once, Laurel conducía por Euston Road en busca de un lugar donde aparcar. Lo encontró junto a la estación, donde dejó el Mini verde. Perfecto: la Biblioteca Británica estaba a un paso, y había vislumbrado la marquesina azul y negra de un Caffè Nero a la vuelta de la esquina. Toda la mañana sin cafeína y su cerebro amenazaba con derretirse.

Veinte minutos más tarde, una Laurel mucho más concentrada avanzaba por el vestíbulo gris y blanco de la biblioteca hacia la Oficina de Registro del Lector. Una joven, con una tarjeta de identificación que decía «Bonny», no pareció reconocerla y, viendo su reflejo al entrar por la puerta de cristal, Laurel lo interpretó como un cumplido. Tras haber pasado la mayor parte de la noche dando vueltas, entre una maraña de conjeturas acerca de lo que su madre habría tomado de Vivien Jenkins, se despertó tarde y apenas dispuso de diez minutos para ir de la cama al coche. Su velocidad fue encomiable, pero era consciente de que no salía en su mejor estado. Intentó arreglarse un poco el pelo y cuando Bonny dijo: «¿Puedo ayudarla en algo?», Laurel respondió: «Querida, eso espero». Sacó el trozo de papel en el que Gerry había escrito su número de lectora.

—Creo que me espera un libro en la sala de lectura de Humanidades.

—Vamos a comprobarlo, ¿vale? —dijo Bonny, que escribió algo en el teclado—. Voy a necesitar un carné de identidad con su dirección actual para completar el registro.

Laurel se lo entregó y Bonny sonrió.

—Laurel Nicolson. Como la actriz.

—Sí —concedió Laurel—. Ni más ni menos.

Bonny le entregó un pase y señaló hacia una escalera de caracol.

—Tiene que ir a la segunda planta. Vaya al escritorio, el libro debería estar ahí.

Así lo hizo. Aunque lo que encontró fue un caballero de lo más solícito, ataviado con un chaleco de punto rojo y una poblada barba blanca. Laurel explicó lo que estaba buscando, le mostró la hoja que le habían dado en la recepción y enseguida el hombre se dirigió a los estantes detrás de él y dejó sobre el mostrador un fino tomo encuadernado en cuero negro. Laurel leyó el título entre dientes y experimentó un escalofrío expectante: Henry Jenkins: La vida, el amor y la pérdida de un escritor.

Encontró un asiento en un rincón y se sentó, abrió el libro e inhaló el glorioso aroma polvoriento del papel, lleno de posibilidades. No era un libro demasiado largo. Lo había publicado una editorial que Laurel no conocía y el diseño era muy poco profesional: la tipografía y su tamaño, los márgenes inexistentes y las fotografías escasas y de mala calidad; en gran medida, también parecía que los extractos de las novelas de Henry Jenkins servían de relleno. Pero era un punto de partida, y Laurel estaba impaciente por comenzar. Echó un vistazo al índice y su corazón latió con fuerza cuando vio un capítulo titulado «Vida de casado», que había despertado su interés en el listado de internet.

Pero Laurel no se dirigió directamente a la página noventa y siete. Últimamente, cada vez que cerraba los ojos, aparecía la oscura silueta del hombre de sombrero negro, grabada en su retina, recorriendo el camino iluminado por el sol. Tamborileó con los dedos en la página del índice. Aquí estaba su oportunidad de conocerlo mejor, de añadir color y detalles a esa silueta que le ponía los pelos de punta, tal vez incluso descubrir el motivo de lo que hizo su madre ese día. Laurel había tenido miedo antes, cuando buscó a Henry Jenkins en la red, pero esto, este librito más bien insignificante, no le imponía el mismo respeto. La información que contenía se había publicado hacía mucho tiempo (en 1963, según vio en la página de créditos), lo cual significaba, debido a un desgaste natural, que probablemente quedaban muy pocos ejemplares, la mayoría perdidos en rincones oscuros y poco frecuentados. Este ejemplar en concreto había permanecido oculto durante décadas entre miles y miles de libros olvidados; si Laurel encontraba algo en su interior que no le gustase, simplemente lo cerraría y lo devolvería a su lugar. Y nunca más hablaría de él. Vaciló, pero solo un instante, antes de hacer acopio de valor. Con un hormigueo en los dedos, se dirigió rápidamente al prólogo. Tras respirar hondo, para contener una emoción súbita y extraña, comenzó a leer acerca de ese desconocido del camino.

 

Cuando Henry Ronald Jenkins tenía seis años de edad, vio a un hombre recibir una paliza a manos de policías que casi le costó la vida, en una calle de Yorkshire, su aldea. El hombre, según se cuchicheaba entre los aldeanos, vivía cerca, en Denaby, un «infierno en la tierra» ubicado en el valle de los Riscos, la que muchos consideraban «la peor aldea de Inglaterra». Fue un incidente que el joven Jenkins no olvidaría jamás, y en su primera novela

, A merced de los diamantes negros,

publicada en 1928, dio vida a uno de los personajes más memorables de la literatura británica de entreguerras: un hombre de sinceridad y dignidad inquietantes, cuyo sufrimiento generó una enorme empatía tanto entre el público como en la crítica.

En el capítulo inicial de

Diamantes negros,

la policía, equipada con botas con punteras de acero, se lanza contra el desafortunado protagonista, Walter Harrison, un hombre analfabeto pero trabajador cuyas frustraciones personales le han llevado a promover el cambio social, lo cual, en última instancia, es la causa de su muerte prematura. Jenkins habló del evento real y la profunda influencia en su obra —«y en mi alma»— durante una entrevista radiofónica con la BBC en 1935: «Ese día comprendí, al ver a un hombre reducido a la nada por agentes uniformados, que en nuestra sociedad existen los débiles y los poderosos, y que la bondad no interviene al decidir a qué grupo pertenecemos». Era un tema que apareció en muchas obras posteriores de Henry Jenkins

. Diamantes negros

fue declarada una obra maestra y, debido a las entusiastas críticas iniciales, se convirtió en un éxito editorial. Sus primeras obras, en particular, recibieron elogios por su verosimilitud y por los retratos inquebrantables de la vida de la clase obrera, que incluía descripciones implacables de la pobreza y la violencia física.

El propio Jenkins creció en una familia de clase obrera. Su padre era un supervisor de bajo nivel en las minas Fitzwilliams; era un hombre severo que bebía en exceso («pero solo los sábados») y que trataba a su familia «como a los subordinados en las minas». Jenkins fue el único de los seis hermanos que salió de la aldea y rebasó las expectativas sociales. Acerca de sus padres, Jenkins dijo: «Mi madre fue una mujer bella, pero vanidosa también, y decepcionada por su suerte; carecía de una idea realista respecto a cómo mejorar su situación, y su frustración la convirtió en una persona amargada. Acosaba a mi padre, a quien importunaba sin cesar por lo primero que se le ocurría; él era un hombre de gran fuerza física, pero demasiado débil en otros sentidos para estar casado con una mujer como ella. La nuestra no era una familia feliz». Cuando el entrevistador de la BBC le preguntó si la vida de sus padres le había proporcionado material para sus novelas, Jenkins se rio y dijo: «Más que eso: me dieron un ejemplo perfecto de un mundo del cual quería huir fuese como fuese».

Y logró huir. A pesar de esos orígenes humildes, Jenkins, gracias a su precoz inteligencia y tenacidad, consiguió salir de las minas y conquistar el mundo literario. Cuando

The Times

le preguntó acerca de ese ascenso meteórico, Jenkins reconoció el mérito de un maestro de escuela, Herbert Taylor, por alentar su capacidad intelectual y animarle a presentarse a los exámenes para lograr becas en las mejores escuelas privadas. A los diez años de edad, Jenkins obtuvo una plaza en el pequeño pero prestigioso colegio Nordstrom, en Oxfordshire. Dejó la casa familiar en 1911, para subir solo a bordo de un tren hacia el sur desconocido. Henry Jenkins jamás volvería a Yorkshire.

Si bien ciertos antiguos alumnos de colegios privados, en especial aquellos cuyo origen social era distinto del resto, hablan de una horrible experiencia escolar, Jenkins nunca se explayó sobre el tema y se limitó a decir: «Ser admitido en un colegio como Nordstrom cambió mi vida en el mejor de los sentidos». Su maestro, Jonathan Carlyon, dijo de Jenkins: «Era increíblemente trabajador. Aprobó los exámenes finales con notas brillantes y fue a la Universidad de Oxford al año siguiente, la primera universidad que había escogido». Aun reconociendo la inteligencia de Jenkins, Allen Hennessy, compañero en Oxford y también escritor, habló en tono jocoso de otros talentos a los que recurría: «Nunca he conocido a un hombre con tanto carisma como Jenkins —afirmó—. Si te gustaba una chica, enseguida aprendías que lo mejor era no presentársela a Harry Jenkins. Solo tenía que clavar en ella una de sus famosas miradas y tus posibilidades se desvanecían». Lo cual no quiere decir que Jenkins abusase de sus «poderes»: «Era guapo y encantador, disfrutaba de la atención de las mujeres, pero nunca fue un rompecorazones», declaró Roy Edwards, editor de Jenkins en Macmillan.

Fuese cual fuese el efecto de Jenkins sobre el sexo débil, su vida personal no gozó de la misma trayectoria que su carrera editorial. En 1930, su compromiso con la señorita Eliza Holdstock se rompió, sobre lo cual se negó a hablar en público, antes de casarse finalmente, en 1938, con Vivien Longmeyer, la sobrina de su maestro en el colegio Nordstrom. A pesar de una diferencia de edad de veinte años, Jenkins consideró que ese matrimonio fue «el momento más sublime de mi vida», y la pareja se instaló en Londres, donde disfrutaron de una feliz vida doméstica antes de la Segunda Guerra Mundial. Durante los sucesos previos a la declaración de la guerra, Jenkins comenzó a trabajar para el Ministerio de Información; cumplió con su función de forma sobresaliente, hecho que no sorprendió a quienes lo conocían bien. Como dijo Allen Hennessy: «Todo lo que hacía [Jenkins], lo hacía a la perfección. Era deportista, inteligente, encantador... El mundo está hecho para hombres como él».

En cualquier caso, el mundo no siempre es amable con hombres como Jenkins. Tras la muerte de su joven esposa en un ataque aéreo durante las últimas semanas del bombardeo de Londres, Jenkins sufrió un dolor tan profundo que su vida comenzó a desmoronarse. No volvió a publicar más libros; de hecho, junto a otros muchos detalles de la última década de su vida, sigue siendo un misterio si volvió a escribir. Cuando murió en 1961, la fama de Henry Ronald Jenkins había caído tan bajo que el suceso apenas se mencionó en esos periódicos que antaño lo describieron como «un genio». A principios de la década de 1960 se rumoreó que Jenkins era responsable de los actos de ultraje contra la moral pública cuyo autor era conocido como «el acosador del picnic»; sin embargo, las acusaciones nunca han sido probadas. Independientemente de si Jenkins era culpable o no de semejante obscenidad, que este hombre antes célebre fuese objeto de esas conjeturas ilustra la profundidad de su caída. El muchacho de quien su maestro dijo ser «capaz de lograr todo lo que se propusiese» murió sin nada ni nadie. La pregunta eterna para los admiradores de Henry Jenkins es cómo pudo acabar así un hombre que lo tuvo todo; un final con trágicas semejanzas al de su personaje Walter Harrison, cuyo destino fue también una muerte solitaria y silenciosa tras una vida en la cual el amor y la pérdida llegaron a entrelazarse

.

 

Laurel se recostó en la silla de la biblioteca y soltó la respiración que había contenido. No había nada ahí que no hubiese visto en Google, y el alivio fue extraordinario. Se le había quitado un gran peso de encima. Mejor aún, a pesar de la referencia al indigno final de Jenkins, no se mencionaba en absoluto a Dorothy Nicolson ni Greenacres. Gracias a Dios. Laurel no se había dado cuenta de lo nerviosa que estaba por lo que pudiese encontrar. Lo más desconcertante en el prólogo fue ese retrato de un hombre cuyo éxito no se debía más que a su arduo trabajo y su gran talento. Laurel esperaba descubrir algo que justificase el odio enconado que sentía contra el hombre del camino.

Se preguntó si existía la posibilidad de que el biógrafo se hubiese equivocado por completo. Quién sabe; todo era posible. Sin embargo, a pesar de ese breve consuelo, Laurel puso los ojos en blanco. Su arrogancia no conocía límites: tener una corazonada era una cosa, suponer que sabía más sobre Henry Jenkins que la persona que había investigado y escrito su vida, algo muy distinto.

Había una fotografía de Jenkins en el frontispicio del libro y volvió a mirarla, decidida a ver más allá del carácter amenazante otorgado por sus prejuicios y descubrir al escritor encantador y carismático descrito en el prólogo. Era más joven en esta fotografía que en la que había visto en internet y Laurel tuvo que admitir que era guapo. De hecho (pensó al observar esos rasgos bien definidos), le recordaba a un actor de quien estuvo enamorada. Habían interpretado una obra de Chéjov en los años sesenta y vivieron un romance apasionado. No acabó bien (rara vez acababan bien los amoríos del teatro), pero, oh, fue deslumbrante e intenso mientras duró.

Laurel cerró el libro. Tenía las mejillas acaloradas y experimentó una hermosa sensación de nostalgia. Vaya. Eso sí que no se lo esperaba. Y era un tanto incómodo, dadas las circunstancias. Tras acallar una ligera inquietud, Laurel se recordó a sí misma su objetivo y abrió el libro por la página noventa y siete. Respiró hondo para concentrarse y comenzó el capítulo titulado «Vida de casado».

 

Si Henry Jenkins había tenido mala suerte hasta ahora en sus relaciones personales, todo estaba a punto de cambiar para mejor. En la primavera de 1938, el director de su colegio, el señor Jonathan Carlyon, invitó a Jenkins a que volviese a Nordstrom para hablar a los estudiantes acerca de los sinsabores de la vida literaria. Fue allí, al pasear por la finca de noche, donde Jenkins conoció a la sobrina del director, Vivien Longmeyer, una belleza de diecisiete años de edad. Jenkins describió el encuentro en

La musa rebelde,

una de sus novelas más exitosas, que marcó una clara ruptura con los descarnados temas de su obra anterior

.

Qué opinaba Vivien Jenkins acerca de que los detalles de su noviazgo y los inicios de su matrimonio fuesen expuestos al público sigue siendo un misterio, como lo es ella misma. La joven señora Jenkins apenas comenzaba a dejar su huella en el mundo cuando su vida terminó trágicamente durante el bombardeo de Londres. Lo que se sabe, gracias a su marido, que adoraba sin duda a esta «musa rebelde», es que fue una mujer de belleza y encanto extraordinarios, por quien los sentimientos de Jenkins quedaron claros desde el principio.

 

A continuación se reproducía un largo fragmento de La musa rebelde en el cual Henry Jenkins narraba de modo apasionado el cortejo a su joven esposa. Como había sufrido recientemente el libro entero, Laurel pasó las páginas para retomar el hilo de la biografía, que se centró en la vida de Vivien:

 

Vivien Longmeyer era hija de la única hermana de Jonathan Carlyon, Isabel, quien se fugó de Inglaterra con un soldado australiano tras la Primera Guerra Mundial. Neil e Isabel Longmeyer se establecieron en una pequeña comunidad de leñadores de Mount Tamborine, al sureste de Queensland, y Vivien fue la tercera de sus cuatro hijos. Durante los primeros ocho años de su vida, Vivien Longmeyer vivió una modesta existencia colonial, hasta que la enviaron a Inglaterra para que la criase su tío materno en el colegio que había construido en la finca de la familia.

Las primeras menciones de Vivien Longmeyer se deben a la señorita Katy Ellis, una prestigiosa educadora, a quien se le encargó acompañar a la niña durante el viaje a Inglaterra en 1929. Katy Ellis la mencionó en sus memorias

, Nacida para enseñar,

lo cual sugiere que fue este encuentro lo que despertó su interés por educar a los jóvenes que habían sobrevivido a un trauma

.

«

La tía australiana de la niña me advirtió, al explicarme mi cometido, que era retrasada y que no me sorprendiese si no se comunicaba conmigo durante el viaje. Yo era joven, y por tanto todavía no estaba preparada para censurarla por esa falta de compasión que rayaba en la crueldad, pero ya confiaba lo suficiente en mis impresiones para no aceptar esa valoración. Vivien Longmeyer no sufría retraso alguno, lo supe en cuanto la vi; sin embargo, también comprendí por qué su tía la había descrito de ese modo. Vivien era capaz, lo cual podía ser inquietante, de quedarse muchísimo tiempo inmóvil, con el rostro (que nunca era inexpresivo, sin duda) encendido por pensamientos eléctricos, pero de tal forma que cualquier observador se sentía excluido.

»Yo misma había sido una niña imaginativa, a menudo reprendida por mi padre, un estricto pastor protestante, por fantasear y escribir en mi diario (un hábito que no he abandonado) y vi con claridad que Vivien tenía una intensa vida interior, dentro de la cual se escabullía. Además, parecía lógico y comprensible que una niña que sufría la pérdida simultánea de su familia, su casa y su país natal buscara necesariamente preservar las pequeñas certezas de su identidad interiorizándolas.

»En el transcurso de nuestro largo viaje por mar, fui capaz de ganarme la confianza de Vivien y entablamos una relación que persistió durante muchos años. Mantuvimos correspondencia con afectuosa frecuencia hasta su trágica y prematura muerte en la Segunda Guerra Mundial y, si bien nunca fui su maestra o consejera de forma oficial, me alegra decir que nos hicimos amigas. No tuvo muchos amigos: aunque despertaba en otras personas el deseo de ser amados por ella, Vivien nunca estableció relaciones con facilidad ni a la ligera. Al mirar atrás, considero que uno de los grandes logros de mi carrera fue que me confiase con tanto detalle el mundo privado que se había construido para sí misma. Era un lugar “seguro” al cual se retiraba si se sentía asustada o sola, y tuve el honor de poder mirar detrás de ese velo».

La descripción de Katy Ellis del «mundo privado» de Vivien coincide con las descripciones de la Vivien adulta: «Era atractiva, y mirarla era un placer, pero en realidad era muy difícil decir que la conocías»; «Te hacía sentir que había más bajo la superficie de lo que saltaba a la vista»; «En cierto modo, su carácter independiente la convertía en un imán: no parecía necesitar a nadie». Tal vez fue «ese aspecto extraño, casi místico», lo que llamó la atención de Henry Jenkins esa noche en Nordstrom. O tal vez fuese el hecho de que ella, al igual que él, había sobrevivido a una infancia marcada por una violencia trágica y pronto se encontrase en un mundo poblado por personas de procedencia muy distinta a la suya. «A nuestra manera, los dos éramos seres marginales —declaró Henry Jenkins a la BBC—. Nuestro destino era estar juntos. Lo supe en cuanto le puse los ojos encima. Verla caminar hacia mí por el pasillo, sublime con su vestido blanco, fue la conclusión, en cierto sentido, de un viaje que comenzó cuando llegué al colegio Nordstrom».

 

A continuación, se reproducía una fotografía de ambos, de mala calidad, tomada el día de su boda, al salir de la capilla del colegio. Vivien miraba a Henry, con su velo de encaje ondeando en la brisa, mientras él la llevaba del brazo y sonreía mirando a la cámara. Las personas, aglomeradas a su alrededor para arrojarles arroz en la escalera de la capilla, eran felices, pero la fotografía entristeció a Laurel. Las fotografías viejas a menudo tenían ese efecto en ella; al fin y al cabo, era hija de su madre, y resultaba muy aleccionador ver las caras sonrientes de personas que no sabían todavía qué les depararía el destino. Más aún en un caso como este, donde Laurel conocía muy bien los horrores que acechaban a la vuelta de la esquina. Había sido testigo de la violenta muerte de Henry Jenkins y sabía, además, que la joven Vivien Jenkins, tan esperanzada en la fotografía de su boda, estaría muerta apenas tres años después.

 

No cabe duda alguna de que Henry Jenkins adoraba a su esposa hasta el punto de adularla. No era ningún secreto lo que ella significaba para él: la llamaba su «gracia» o su «salvación» y, en más de una ocasión, expresó que no merecería la pena vivir sin ella. Esa afirmación sería tristemente premonitoria, pues, tras la muerte de Vivien el 23 de mayo de 1941, el mundo de Henry Jenkins comenzó a desmoronarse. A pesar de trabajar en el Ministerio de Información y de poseer un conocimiento detallado de las numerosas víctimas civiles de los bombardeos, Jenkins nunca aceptó que la muerte de su mujer se debiese a una causa tan común. Ahora bien, las extravagantes afirmaciones de Jenkins —que la muerte de Vivien fue provocada, que fue víctima de siniestros estafadores, que de lo contrario nunca se habría encontrado en el edificio bombardeado— fueron el primer indicio de una locura que acabaría consumiéndolo. Se negó a aceptar la muerte de su mujer como un simple accidente de guerra y juró «atrapar a los responsables y llevarlos ante la Justicia». Jenkins fue hospitalizado tras una crisis nerviosa a mediados de los cuarenta, pero, por desgracia, no se curó nunca de su obsesión, vivió al margen de la sociedad y, a la sazón, murió solo en 1961, convertido en un indigente y un hombre destrozado

.

 

Laurel cerró el libro de golpe, como si quisiese impedir que el contenido se escapase de entre las cubiertas. No quería leer más sobre las sospechas de Henry Jenkins respecto a la muerte de su mujer, ni sobre su promesa de encontrar a los responsables. Tenía la sensación apremiante y desagradable de que Jenkins había cumplido con su palabra, y que ella, Laurel, había presenciado el resultado. Pues su madre, con su «plan perfecto», era la persona a la que Henry Jenkins culpaba de la muerte de su mujer, ¿o no? La «siniestra estafadora» que pretendía «tomar» algo de Vivien, que fue responsable de atraer a Vivien al lugar de su muerte, donde de lo contrario nunca habría estado.

Con un estremecimiento involuntario, Laurel miró detrás de ella. De repente sintió que llamaba la atención, como si la espiaran unos ojos invisibles. Su estómago pareció haberse convertido en líquido. Era la culpa, comprendió, culpa por asociación. Pensó en su madre en el hospital, en las palabras con que había expresado el remordimiento, el deseo de «tomar» algo, el agradecimiento por su «segunda oportunidad»: eran estrellas, todas ellas, en la oscuridad del cielo nocturno; a Laurel tal vez no le gustaban las formas que comenzaba a distinguir, pero no podía negar su existencia.

Miró la portada negra, aparentemente inofensiva, de la biografía. Su madre conocía todas las respuestas, pero no fue la única; Vivien también las supo. Hasta este momento, Vivien había sido un susurro: una cara sonriente en una fotografía, un nombre en la dedicatoria de un libro viejo, una quimera hundida entre las grietas de la historia ya olvidada.

Pero era importante.

Laurel tuvo la súbita convicción de que el plan de Dorothy fracasó por Vivien. Que algo intrínseco en el carácter de esa mujer la convertía en la peor persona con quien involucrarse.

La descripción de Katy Ellis de la niña que fue Vivien era afectuosa, pero Kitty Barker había descrito a una mujer «bien presumida», una «pésima influencia», superior y fría. ¿Habían desgarrado a Vivien los traumas de su infancia, la habían endurecido y convertido en esa clase de mujer, hermosa y rica, cuyo poder residía en su frialdad, su reserva, su inaccesibilidad? La información en la biografía de Henry Jenkins (cómo fue incapaz de sobreponerse a su muerte y cómo había buscado durante décadas a los responsables) ciertamente sugería una mujer de carácter sumamente cautivador.

Con una leve sonrisa de suficiencia, Laurel abrió la biografía una vez más y pasó las páginas hasta encontrar lo que buscaba. Ahí estaba. Con mano un poco temblorosa por la emoción, anotó el nombre de Katy Ellis y el título de su autobiografía, Nacida para enseñar. Tal vez Vivien no necesitase (o no tuviese) muchos amigos, pero había escrito cartas a Katy Ellis, cartas en las cuales (¿o era demasiado esperar?) habría confesado sus secretos más oscuros. Existía la posibilidad de que aquellas cartas aún existiesen en algún lugar: muchas personas no guardaban su correspondencia, pero Laurel estaba dispuesta a apostar a que la señorita Katy Ellis, prestigiosa educadora y autora de su autobiografía, no era así.

Porque, cuantas más vueltas le daba, más evidente se volvía: Vivien era la clave. Encontrar información sobre esta figura esquiva era la única manera de aclarar el plan de Dorothy y, más importante, qué salió mal. Y ahora (Laurel sonrió) la tenía agarrada por el borde de su sombra.

 

PARTE 3

VIVIEN

 

 

 

Capítulo 22

 

 


Date: 2016-03-03; view: 545


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Londres, finales de enero de 1941 | Mount Tamborine (Australia), 1929
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