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Londres, finales de enero de 1941

 

A Dolly no le cabía duda de que nunca la habían humillado tanto en toda su vida. Aunque llegase a los cien años, sabía que no olvidaría cómo la habían mirado Henry y Vivien Jenkins cuando se fue, esas expresiones burlonas que distorsionaban sus rostros bellos y espantosos. Casi habían logrado convencer a Dolly de que no era más que la criada de la vecina, de visita con un vestido viejo tomado del vestuario de su señora. Casi. Pero Dolly estaba hecha de buena madera. Como el doctor Rufus le decía siempre: «Eres una entre un millón, Dorothy, de verdad que sí».

En su último almuerzo, dos días después de lo sucedido, él se reclinó en su asiento en el Savoy y la observó tras un puro. «Dime, Dorothy —dijo—, ¿por qué crees que esa mujer, esa tal Vivien Jenkins, fue tan desdeñosa contigo?». Dolly negó con la cabeza, reflexiva, antes de decir lo que pensaba: «Creo que cuando nos vio a los dos juntos, al señor Jenkins y a mí, así, en el salón... —Dolly apartó la vista, un poco avergonzada por las miradas de Henry Jenkins—. Bueno, me había vestido con especial esmero ese día, ¿sabes?, y sospecho que Vivien no lo soportó». Él asintió, admirado, y sus ojos se estrecharon mientras se acariciaba el mentón. «Y ¿cómo te sentiste tú, Dorothy, cuando te despreció de ese modo?». Dolly pensó que iba a ponerse a llorar cuando el doctor Rufus formuló esa pregunta. No obstante, se contuvo; sonrió valerosa, clavándose las uñas en las palmas de la mano, orgullosa de su dominio de sí misma, y dijo: «Me sentí muy avergonzada, doctor Rufus, y muy, muy dolida. Creo que nunca me habían tratado tan vilmente, y menos aún alguien a quien solía considerar mi amiga. De verdad, me sentí...».

—¡Para! ¡Para ahora mismo! —En la soleada habitación del número 7 de Campden Grove, Dolly se sobresaltó cuando lady Gwendolyn soltó una pequeña patada y gritó—: Me vas a arrancar el dedo si no tienes cuidado, niña tonta.

Dolly observó con contrición el pequeño triángulo blanco donde tenía que encontrarse la uña del dedo meñique de la anciana. Había sido por estar pensando en Vivien. Dolly había empleado la lima más rápido y más fuerte de lo aconsejable.

—Lo lamento muchísimo, lady Gwendolyn —dijo—. Voy a tener más cuidado...

—Ya he tenido bastante. Tráeme mis golosinas, Dorothy. He pasado una noche nauseabunda. Malditas recetas... ¡Morcillo de ternera con lombarda guisada para cenar! No me extraña que diese vueltas y más vueltas y soñase cosas horrendas.



Dolly obedeció y esperó con paciencia mientras la anciana husmeaba en la bolsa en busca del caramelo de menta más grande.

La vergüenza no tardó en convertirse en humillación y escarnio para dar paso a la ira. Vaya, Vivien y Henry Jenkins casi la llamaron ladrona y mentirosa cuando solo pretendía devolver el precioso collar de Vivien. Era una ironía casi insoportable que Vivien (la que se escabullía a espaldas de su marido y mentía a todos los que se preocupaban por ella, rogando a los demás que no revelasen sus secretos) condenase así a Dolly, que siempre salía en su defensa cuando las otras hablaban mal de ella.

Bueno... (Dolly, el ceño fruncido, decidida, guardó la lima de uñas y limpió el tocador), eso se había acabado. Dolly tenía un plan. No había hablado con lady Gwendolyn, aún no, pero cuando la anciana supiese lo que había sucedido (que su joven amiga había sido traicionada, igual que ella), Dolly estaba segura de que recibiría su bendición. Iban a dar una gran fiesta cuando la guerra terminase, una gran mascarada con trajes, faroles y tragafuegos. Acudirían las personas más fabulosas, publicarían fotografías en The Lady y se hablaría de ello en los años venideros. Dolly podía ver a los invitados que llegaban a Campden Grove, vestidos de punta en blanco, desfilando ante el número 25, donde Vivien Jenkins miraría desde la ventana, excluida.

Mientras tanto, hacía lo posible para rehuirlos. A ciertas personas, sabía ahora Dolly, habría sido mejor no haberlas conocido. Evitar a Henry Jenkins no era difícil (Dolly apenas lo veía en el mejor de los casos) y logró mantenerse alejada de Vivien al retirarse del SVM. En realidad, había supuesto un alivio: de golpe se había librado de la señora Waddingham y podía dedicar más tiempo a mantener feliz a lady Gwendolyn. Menos mal, habida cuenta de los eventos. La otra mañana, a una hora en que normalmente habría estado trabajando en la cantina, Dolly masajeaba las piernas doloridas de lady Gwendolyn cuando sonó el timbre. La anciana giró la muñeca hacia la ventana y dijo a Dolly que echara un vistazo para ver quién había venido a molestarlas esta vez.

Al principio a Dolly le preocupó que se tratase de Jimmy (había venido ya unas cuantas veces, gracias a Dios cuando no había nadie más en casa, por lo que había evitado una escena), pero no era él. Al mirar por la ventana, cuyo cristal cruzaba la cinta contra las explosiones, Dolly vio a Vivien Jenkins, que miraba por encima del hombro, como si fuese indigno de ella llamar al número 7 y la avergonzase incluso encontrarse ante su puerta. La piel de Dolly se acaloró, pues supo al instante por qué había venido Vivien. Era justo el tipo de crueldad mezquina que Dolly esperaba de ella: iba a informar a lady Gwendolyn de los hábitos de ladronzuela de su «criada». Dolly podía imaginarse a Vivien, sentada elegantemente en el polvoriento sillón de cretona, junto a la cabecera de la anciana, las piernas cruzadas, inclinada hacia delante con aire de conspiradora, para lamentar la calidad del servicio. «Qué difícil es encontrar a alguien en quien se pueda confiar, ¿no es así, lady Gwendolyn? Vaya, nosotros también hemos sufrido contratiempos últimamente...».

Mientras Dolly observaba a Vivien, que aún lanzaba miradas a sus espaldas, de pie ante el umbral, la gran dama ladró desde la cama:

—Bueno, Dorothy, no voy a vivir para siempre. ¿Quién es?

Dolly contuvo los nervios y señaló, con un tono tan despreocupado como le fue posible, que era solo una mujer de aspecto antipático que recogía ropa para la caridad. Cuando lady Gwendolyn dio un resoplido y dijo: «¡Que no entre! No va a poner sus dedos mugrientos en mi vestidor», Dolly obedeció con gusto.

 

Pum. Dolly se sobresaltó. Sin darse cuenta, se había acercado a la ventana y contemplaba distraída el número 25. Pum, pum. Se dio la vuelta para ver a lady Gwendolyn con la mirada clavada en ella. Las mejillas de la anciana estaban hinchadas para dar cabida al caramelo enorme y golpeaba el suelo con el bastón para llamar la atención.

—¿Sí, lady Gwendolyn?

La anciana se pasó los brazos alrededor del cuerpo y fingió tiritar, helada.

—¿Tiene un poco de frío?

Asintió una vez, dos veces.

Dolly disimuló un suspiro con una sonrisa condescendiente (acababa de retirar las mantas porque se quejaba del calor) y se dirigió a la cabecera.

—Vamos a ver si podemos ponernos cómodas, ¿vale?

Lady Gwendolyn cerró los ojos y Dolly comenzó a extender las mantas, pero era más fácil decirlo que hacerlo. La vieja mujer se retorcía con el bastón, de modo que la cama era una maraña, y la manta estaba atrapada bajo su otra pierna. Dolly fue a toda prisa al otro lado de la cama y tiró con todas sus fuerzas para soltarla.

Más tarde, al recordar la escena, culparía al polvo de lo que sucedería a continuación. En ese momento, sin embargo, estaba demasiado ocupada empujando y dando tirones para notarlo. Por fin, la manta quedó libre y Dolly la sacudió, tras lo cual la subió hasta arriba para cubrir la barbilla de la mujer. Mientras recogía el dobladillo, Dolly estornudó con un ímpetu inusualmente llamativo. ¡Aaa-chúúúús!

La sacudida estremeció a lady Gwendolyn, que abrió los ojos de par en par.

Dolly pidió disculpas, frotándose la nariz, cosquilleante. Parpadeó para aclararse la vista y, entre brumas, vio que la gran dama agitaba los brazos; sus manos aleteaban como un par de pajarillos atemorizados.

—¿Lady Gwendolyn? —dijo, acercándose. La cara de la anciana estaba roja como una remolacha—. Lady Gwendolyn, querida, ¿qué ocurre?

De la garganta de lady Gwendolyn surgió un ruido áspero y la piel se oscureció como una berenjena. Se señalaba la garganta con aspavientos desmedidos. Algo le impedía hablar...

El caramelo de menta, comprendió Dolly con angustia; se había atravesado en la garganta de la anciana como un tapón. Dolly no supo qué hacer. Estaba desesperada. Sin pensar, metió los dedos en la boca de lady Gwendolyn, en un intento de extraer el dulce.

No lo consiguió.

Dolly sufrió un ataque de pánico. Tal vez si le diese unas palmaditas en la espalda o le apretase la tripa...

Intentó ambas cosas, el corazón desbocado, los latidos retumbando en los oídos. Trató de levantar a lady Gwendolyn, pero era tan pesada, el camisón de seda tan resbaladizo...

—Todo va bien —se oyó decir Dolly a sí misma mientras forcejeaba para no soltarla—. Todo va a salir bien.

Lo dijo una y otra vez, apretando con todas sus fuerzas, mientras lady Gwendolyn bregaba y se retorcía en sus brazos.

—Todo va bien, todo va a salir bien, todo va bien.

Hasta que al fin Dolly se quedó sin aliento y dejó de hablar, momento en el que reparó en que la anciana se había vuelto más pesada, que ya no agonizaba ni boqueaba en busca de aire, que reinaba una calma muy poco natural.

Todo quedó en silencio en el majestuoso dormitorio, salvo por la respiración de Dolly y el inquietante chirrido de la cama que salió de debajo de su señora muerta, y dejó que el cuerpo aún cálido se sumiese en su postura habitual.

 

Cuando llegó el médico, se situó al borde de la cama y decretó que se trataba de «un caso claro de extinción natural». Miró a Dolly, quien sostenía la fría mano de lady Gwendolyn y se limpiaba los ojos con un pañuelo, y añadió:

—Siempre había padecido de una debilidad del corazón. Tuvo escarlatina de niña.

Dolly contempló la cara de lady Gwendolyn, más severa aún tras la muerte, y asintió. No había mencionado ni el caramelo ni el estornudo; no le pareció necesario. Las cosas no cambiarían, ya no, y habría parecido una necia balbuceando sobre caramelos y polvo. De todos modos, el dulce ya se había disuelto antes de que el médico se abriese camino entre los escombros de los últimos bombardeos.

—Vamos, vamos, chiquilla —dijo el doctor, que dio unas palmaditas en la mano de Dolly—. Sé que le tenía cariño. Y ella a usted, debo decir. —Y se caló el sombrero, cogió el maletín y dijo que dejaría el nombre de la funeraria preferida de la familia Caldicott en la mesa de abajo.

 

La lectura del testamento de lady Gwendolyn tuvo lugar en la biblioteca del número 7 de Campden Grove el 29 de enero de 1941. En sentido estricto, no había necesidad alguna de una lectura pública; el señor Pemberly habría preferido una discreta carta a los herederos (el abogado sufría de un terrible miedo escénico), pero lady Gwendolyn, con su instinto para el drama, había insistido. No sorprendió a Dolly, quien, como una de los beneficiarios, recibió la invitación de asistir a la lectura. El odio de la anciana contra su único sobrino no era ningún secreto, y qué mejor manera de castigarlo desde la tumba que despojarlo de la herencia y obligarlo a asistir a la humillación pública de ver el legado en manos de otra persona.

Dolly se vistió con esmero, tal como habría querido lady Gwendolyn, deseosa de interpretar el papel de digna heredera, pero sin aparente esfuerzo.

Estaba nerviosa mientras esperaba a que el señor Pemberly comenzase. El pobre hombre tartamudeaba y balbuceaba durante los artículos preliminares, la marca de nacimiento más roja que nunca al recordar a los presentes (Dolly y lord Wolsey) que los deseos de su cliente, ratificados por él mismo, abogado titulado e imparcial, eran definitivos e inapelables. El sobrino de lady Gwendolyn era un bulldog enorme y Dolly deseó que estuviese escuchando con atención esas pomposas advertencias. Por lo que se imaginaba, no iba a estar demasiado feliz cuando cayese en la cuenta de lo que había hecho su tía.

Dolly tenía razón. Lord Peregrine Wolsey estaba a punto de sufrir una apoplejía cuando se terminó de leer el testamento. En el mejor de los casos, era un caballero impaciente y, mucho antes de que el señor Pemberly acabase el preámbulo, ya le salía humo de las orejas. Dolly lo oía rezongar y resoplar ante cada frase que no empezaba: «A mi sobrino, Peregrine Wolsey, lego...». Al final, sin embargo, el abogado respiró hondo, sacó un pañuelo para secarse la frente y pasó a administrar la generosidad de su cliente.

—«Yo, Gwendolyn Caldicott, que por el presente revoco todos los testamentos previos por mí realizados, lego a la esposa de mi sobrino, Peregrine Wolsey, la mayor parte de mi vestuario, y a mi sobrino, el contenido del vestidor de mi difunto padre».

—¿Qué? —rugió tan de repente que escupió el puro—. ¿Qué diablos significa esto?

—Por favor, señor Wolsey —se trastabilló el señor Pemberly, cuya marca se oscureció hasta un púrpura furioso—, le ruego, po-po-por favor, que guarde silencio un mo-mo-momento más mientras a-a-acabo.

—Le voy a demandar, gusano mugriento. Sé que era usted, cuchicheando al oído de mi tía...

—Señor Wolsey, po-po-por favor, se lo ruego.

El señor Pemberly continuó con la lectura, alentado por un gesto amable de Dolly:

—«Lego el resto de mis bienes y patrimonio, incluyendo la casa del número 7 de Campden Grove, en Londres, con la excepción de los pocos artículos mencionados en lo sucesivo, al albergue de animales Kensington». —El hombre alzó la vista—. Le ha sido imposible al representante de dicho albergue asistir hoy... —Más o menos en ese momento, Dolly dejó de oír nada salvo el ruido ensordecedor de las campanas de la traición.

 

Lady Gwendolyn, por supuesto, había dejado una disposición para «mi joven acompañante, Dorothy Smitham», pero Dolly estaba demasiado conmocionada para escuchar. Solo más tarde, en la intimidad de su propio dormitorio, al estudiar la carta que el señor Pemberly había dejado en sus manos temblorosas mientras sorteaba las amenazas de lord Wolsey, comprendió que su herencia constaba de una pequeña selección de abrigos del vestidor. Dolly reconoció los artículos mencionados al instante. Con la excepción de un abrigo de piel blanco más bien ajado, los había donado todos en las sombrereras que regalaba con alegría al dispositivo del SVM organizado por Vivien Jenkins.

Dolly estaba lívida de rabia. Le hervía la sangre. Después de todo lo que había hecho por esa anciana, las numerosas indignidades que hubo de soportar (esas uñas de los pies, esas orejas que debía limpiar), las raciones diarias de veneno que había aguantado. No lo había sufrido con gusto (ni Dolly trataría de negarlo), pero lo había sufrido de todos modos, y al final para nada. Lo había dado todo por lady Gwendolyn; creyó que era como de la familia; le habían hecho creer que una gran herencia le aguardaba, el señor Pemberly más recientemente, pero también lady Gwendolyn en persona. Dolly no lograba entender qué habría motivado ese cambio de opinión.

A menos que... La respuesta cayó como un hacha, rápida y fatídica. Las manos de Dolly comenzaron a temblar y la carta del abogado rodó por el suelo. Por supuesto, todo encajaba a la perfección. Vivien Jenkins, esa mujer rencorosa, había visitado a lady Gwendolyn después de todo; era la única explicación posible. Debió de sentarse junto a la ventana, a la espera de una ocasión propicia, una de esas raras ocasiones de las últimas semanas en que a Dolly no le quedó más remedio que salir de la casa para hacer un recado. Vivien había esperado y luego se lanzó sobre su presa; se sentó junto a lady Gwendolyn, llenando la cabeza de la anciana de mentiras sórdidas acerca de Dolly, quien no había hecho nada salvo velar por los intereses de la gran dama.

 

El primer acto del albergue de animales Kensington como propietario del número 7 de Campden Grove fue ponerse en contacto con el Ministerio de Guerra y solicitar que se buscase otro alojamiento para las oficinistas. La vivienda se iba a convertir de inmediato en una clínica veterinaria y centro de rescate. La medida no preocupó a Kitty y Louisa, las cuales se casaron con sendos pilotos a principios de febrero, con escasos días de diferencia; las otras dos chicas pasaron tan desapercibidas en la muerte como en la vida, pues el 30 de enero las alcanzó una bomba mientras iban juntas del brazo a un baile en Lambeth.

De modo que solo quedaba Dolly. No era fácil encontrar alojamiento en Londres, no para alguien acostumbrado a lo mejor de la vida, y Dolly miró tres miserables tugurios antes de regresar a la pensión de Notting Hill en la que había vivido dos años atrás, en sus días de tendera, cuando Campden Grove era apenas un nombre en un plano y no el origen de los mayores sueños y decepciones de su vida. La señora White, la viuda propietaria del 24 de Rillington Place, estaba encantada de ver a Dolly de nuevo (aunque «ver» era una descripción demasiado optimista: sin sus gafas, la viejecita estaba ciega como un murciélago), más encantada aún de informarla de que su antigua habitación estaba disponible..., en cuanto pagara la señal y le entregara su libreta de racionamiento, por supuesto.

No era de extrañar que la habitación aún estuviese libre. Ni siquiera en el Londres de los tiempos de la guerra, pensó Dolly, habría personas tan desesperadas como para pagar un buen dinero por dormir entre estas paredes. Era más una improvisación, en realidad, que un cuarto: lo que quedaba cuando la habitación de una casa era dividida en dos mitades desiguales. La ventana correspondió a la otra parte, lo cual dejó un área diminuta y lúgubre, muy similar a un armario, del lado de la pared de Dolly. Había espacio para una cama estrecha, una mesilla, un pequeño lavabo y poco más. No obstante, sin apenas luz ni ventilación, el precio era bajo y Dolly no necesitaba mucho espacio: todo lo que poseía cabía en la maleta con la que salió de la casa de sus padres tres años antes.

Una de las primeras cosas que hizo al llegar fue colocar sus dos libros, La musa rebelde y el Libro de Ideas de Dorothy Smitham, en el único estante, encima del lavabo. Una parte de ella no quería ni volver a ver el libro de Jenkins, pero tenía tan pocos bienes y a Dolly le gustaban tanto los objetos especiales que no logró prescindir de él. Al menos, no todavía. En cambio, dio la vuelta al libro, de modo que el lomo quedase contra la pared. Aun así, el estante ofrecía un aspecto tristón, de modo que Dolly añadió la cámara Leica que Jimmy le había regalado en un cumpleaños. La fotografía no llegó a despertar su interés (exigía demasiada inmovilidad y paciencia), pero la habitación era tan inhóspita y desolada que habría alardeado con orgullo del inodoro, de haberlo tenido. Al fin, tomó el abrigo de piel que había heredado y lo colgó de una percha que dejó en el gancho de la puerta: así lo veía bien desde cualquier lado del exiguo cuarto. Ese viejo abrigo blanco se había convertido en un emblema de todos los sueños de Dolly que habían acabado hechos jirones. Lo contemplaba, se soliviantaba y descargaba toda la furia que sentía contra Vivien Jenkins en esas pieles ajadas.

Dolly encontró trabajo en una fábrica de municiones cercana, pues la señora White no habría dudado en echarla a la calle en caso de no pagar el importe semanal, y porque era ese el tipo de trabajo que se podía hacer sin prestarle la menor atención. Con lo cual, la mente de Dolly podía regodearse en las afrentas sufridas. Llegaba a casa por la noche, se forzaba a engullir el estofado de ternera de la señora White, tras lo cual dejaba al resto de las jóvenes, que se reían juntas de sus novios y gritaban a lord Haw-Haw cuando aparecía en la radio, y se dirigía a su angosto lecho, donde fumaba el último paquete de cigarrillos y pensaba en todo lo que había perdido: la familia, lady Gwendolyn, Jimmy... Evocaba, también, cómo Vivien había dicho: «No conozco a esta mujer» (sus recuerdos siempre volvían a esas palabras) y veía a Henry Jenkins señalando la puerta, y sentía de nuevo olas de calor y frío a lo largo del cuerpo.

Y así era un día tras otro, hasta que una noche, a mediados de febrero, ocurrió algo diferente. La mayor parte del día fue como los otros: Dolly trabajó dos turnos en la fábrica y se detuvo a comprar la cena en un restaurante cercano, por la sencilla razón de que no aguantaba los estofados infames de la señora White. Se quedó ahí sentada, en un rincón, hasta la hora del cierre, observando a los otros comensales tras el humo del cigarrillo, en especial a las parejas y sus besos robados sobre los manteles, que reían como si el mundo fuera un buen lugar. Dolly apenas recordaba sentirse así, rebosante de alegría, felicidad y esperanza.

De regreso a la pensión, atajando por un estrecho callejón mientras los bombarderos sonaban en la distancia, Dolly se tropezó en pleno apagón (se había dejado la linterna en Campden Grove cuando hubo de marcharse, por culpa de Vivien) y cayó en el boquete de una explosión. Dolly se torció el tobillo y la rodilla manchó de sangre la nueva carrera de sus mejores medias, pero fue su orgullo lo que se llevó el peor golpe. Tuvo que recorrer el camino de regreso a la pensión de la señora White (Dolly se negaba a llamarlo hogar: no era su casa, pues su casa le había sido arrebatada... por culpa de Vivien) cojeando, sumida en el frío y la oscuridad, y, cuando al fin llegó a la puerta, ya estaba cerrada a cal y canto. El toque de queda era algo que la señora White se tomaba a rajatabla; no por Hitler (si bien albergaba el temor de que el 24 de Rillington Place figurase entre sus principales objetivos), sino para dar ejemplo a los inquilinos más bohemios. Dolly apretó los puños y cojeó hacia el callejón lateral. Sentía un dolor punzante en la rodilla e hizo una mueca de dolor al trepar por la pared, sirviéndose del viejo cerrojo de hierro para apoyarse. Durante el apagón la oscuridad era más intensa de lo habitual y aquella noche no había luna, pero, de alguna manera, consiguió encaramarse en lo alto de la montaña de escombros del jardín de atrás para llegar a la ventana del pestillo roto. Tan silenciosamente como le fue posible, Dolly presionó con el hombro hasta que el cerrojo cedió y pudo entrar.

El vestíbulo apestaba a aceite rancio y frituras de carne barata, y Dolly contuvo el aliento al subir las escaleras mugrientas. Cuando llegó a la primera planta, notó una fina franja de luz bajo la puerta de la señora White. Nadie sabía con certeza qué ocurría detrás de esa puerta, salvo que era rara la noche que la luz de la señora White se apagaba antes de que entrara la última chica. Por lo que Dolly imaginaba, quizás se comunicara con los muertos o enviara mensajes cifrados por radio a los alemanes, y francamente no le importaba. Mientras la mantuviese ocupada en tanto que los inquilinos más tunantes volvían a hurtadillas, todo el mundo estaba contento. Dolly continuó a lo largo del pasillo, con especial cuidado de evitar los tablones más ruidosos, abrió la puerta de la habitación y se encerró en el interior, a salvo.

Solo entonces, con la espalda apoyada contra la puerta, Dolly se entregó al fin al dolor punzante que se había acumulado dentro del pecho durante toda la noche. Sin ni siquiera soltar el bolso en el suelo, comenzó a llorar como una niña, lágrimas ardientes de vergüenza, dolor e ira. Se miró la ropa andrajosa, la rodilla herida, la sangre mezclada con arena por todas partes; intentó contener las lágrimas para observar la habitación espantosa, diminuta y parca, la colcha con agujeros, el lavabo con manchas marrones alrededor del desagüe; y comprendió, con una certeza aplastante, que no había nada en su vida que fuese bueno, bello o verdadero. Sabía, además, que todo era culpa de Vivien Jenkins..., todo: la pérdida de Jimmy, la indigencia de Dolly, el trabajo tedioso en la fábrica. Incluso el percance de esta noche (la rodilla desgarrada y las medias rotas, llegar a la pensión cuando ya estaba cerrada, sufrir la humillación de entrar a hurtadillas en un lugar donde pagaba un dineral) no habría sucedido si Dolly no se hubiese fijado en Vivien, si no se hubiese ofrecido a devolver ese collar, si no hubiese tratado de ser una buena amiga de esa mujer indigna.

La mirada llorosa de Dolly se posó en el estante que contenía su Libro de Ideas. Vio el lomo del libro doblado hacia dentro y en su interior el dolor aumentó hasta estallar. Dolly se abalanzó sobre el libro. Se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, y los dedos pasaron frenéticos las páginas hasta llegar a la parte donde había recogido y pegado, con tanto cariño, las fotografías de sociedad de Vivien Jenkins. Eran fotografías que miraba absorta antaño, que memorizó y le sirvieron de modelo en cada detalle. No podía creer lo estúpida que había sido, cómo se había engañado.

Con todas sus fuerzas, Dolly arrancó esas páginas del libro. Las rasgó como una gata salvaje, redujo la imagen de esa mujer a los jirones más diminutos; canalizó toda su rabia en esa tarea. Esa Vivien Jenkins que miraba a la cámara con discreción (ras), sin ofrecer nunca una sonrisa plena (ras), a ver cómo se sentía cuando la trataban como a un trozo de basura (ras).

Dolly estaba lista para continuar con el destrozo (con mucho gusto lo habría hecho toda la noche) cuando algo le llamó la atención. Se quedó de piedra y miró más de cerca el trozo que tenía entre manos, con la respiración entrecortada... Sí, ahí estaba.

En una de las fotografías, el medallón se había salido del interior de la blusa de Vivien y era claramente visible, sobre el volante de seda. Dolly tocó ese lugar con un dedo y dio un grito helado al experimentar el dolor del día que devolvió el medallón.

Tras dejar ese fragmento en el suelo, junto a ella, Dolly apoyó la cabeza contra el colchón y cerró los ojos.

La cabeza le daba vueltas. La rodilla le dolía. Estaba exhausta.

Sin abrir los ojos, sacó el paquete de cigarrillos y encendió uno, que fumó abatida.

La herida aún estaba fresca. Dolly recreó de nuevo la escena entera: Henry Jenkins, que abre la puerta de modo imprevisto, las preguntas que le hizo, su sospecha evidente acerca del paradero de su esposa.

¿Qué habría ocurrido, se preguntó, si hubiesen dispuesto de un poco más de tiempo juntos? Ese día tuvo en la punta de la lengua corregirlo, explicarle cómo eran los turnos en la cantina. ¿Y si lo hubiese hecho? Podría haber dicho: «No, señor Jenkins, me temo que eso no es posible. No sé qué le dirá, pero Vivien no aparece por la cantina más de, eh..., una vez por semana».

Pero Dolly no dijo ni una palabra al respecto. Había desaprovechado su única oportunidad de decir a Henry Jenkins que no eran imaginaciones suyas, que su esposa se dedicaba a otros asuntos más de lo que le habría gustado. Había desaprovechado su única oportunidad de sumir a Vivien Jenkins en medio de un estupendo embrollo. Ya no era posible decírselo ahora. Henry Jenkins ni se dignaría a mirar a Dolly dos veces, no ahora que, gracias a Vivien, la consideraba una criada ladronzuela, no ahora que vivía en semejante precariedad y, ciertamente, no sin prueba alguna.

Era una situación desesperada... Dolly expulsó una larga y triste columna de humo. A menos que viese a Vivien abrazada a un hombre, a menos que lograse una fotografía de la pareja, una imagen que confirmase los miedos de Henry, era inútil. Y Dolly no tenía tiempo para esconderse en callejones oscuros, explorar hospitales desconocidos y encontrarse, casi de milagro, en el sitio justo, en el momento adecuado. Quizá, si supiese dónde y cuándo Vivien se vería con su doctor..., pero ¿qué posibilidades tenía?

Dolly dio un grito ahogado y se incorporó como un resorte. Era tan simple que podría haberse reído. Y se rio. Todo este tiempo mortificada por la injusticia, deseando poder arreglarlo todo, y siempre había tenido la oportunidad perfecta justo delante de las narices.

 


Capítulo 19

 

 

Greenacres, 2011

 

Dice que quiere volver a casa.

Laurel se frotó los ojos con una mano y tanteó la mesilla con la otra. Por fin encontró las gafas.

—¿Quiere qué?

La voz de Rose recorrió la línea de nuevo, más despacio esta vez y con una paciencia excesiva, como si hablase con alguien que aún estuviese aprendiendo a hablar inglés.

—Me lo dijo esta mañana. Quiere volver a casa. A Greenacres. —Otra pausa—. En vez de seguir en el hospital.

—Ah. —Laurel pasó las gafas por debajo del teléfono y echó un vistazo por la ventana. Dios, cuánta luz—. Quiere volver a casa. ¿Y el médico? ¿Qué dice?

—Voy a hablar con él cuando acabe las visitas, pero... Oh, Lol —bajó la voz—, la enfermera me ha dicho que cree que ya le ha llegado la hora.

Sola en la habitación de su niñez, observando cómo la luz de la mañana se extendía por el papel descolorido de las paredes, Laurel suspiró. La hora. No era necesario preguntar a qué se refería la enfermera.

—Entonces...

—Sí.

—Tiene que volver a casa.

—Sí.

—Y la cuidamos aquí. —No hubo respuesta y Laurel dijo—: ¿Rose?

—Estoy aquí. ¿Lo dices de verdad, Lol? ¿Te vas a quedar?, ¿tú también vas a estar ahí?

Laurel habló mientras intentaba encenderse un cigarrillo:

—Claro que lo digo de verdad.

—Estás rara. ¿Estás... llorando, Lol?

Sacudió la cerilla y se quitó el cigarrillo de los labios.

—No, no estoy llorando. —Otra pausa y Laurel casi oyó a su hermana retorcer, preocupada, las cuentas del collar. Dijo, más amable esta vez—: Rose, estoy bien. Va a salir bien. Lo vamos a hacer juntas, ya verás.

Rose emitió un pequeño ruido apagado, quizás para asentir, quizás para mostrar sus dudas, y cambió de tema:

—¿Volviste bien anoche?

—Sí. Un poco más tarde de lo que esperaba. —De hecho, eran ya las tres de la madrugada cuando volvió a casa. Había ido con Gerry a su habitación después de la cena y pasó gran parte de la noche formulando conjeturas acerca de su madre y Henry Jenkins. Decidieron que, mientras Gerry buscaba al doctor Rufus, Laurel investigaría a la evasiva Vivien. Al fin y al cabo, era la piedra angular entre su madre y Henry Jenkins, y quizás la razón por la cual él emprendió la búsqueda de Dorothy Nicolson en 1961.

Entonces, tuvo la impresión de que era una misión factible; ahora, sin embargo, a la luz del día, Laurel no estaba tan segura. El plan poseía la endeble consistencia de un sueño. Se miró la muñeca y se preguntó vagamente dónde habría dejado el reloj.

—¿Qué hora es, Rosie? Qué luz tan indiscreta.

—Son las diez pasadas.

¿Las diez? Oh, Dios. Se había quedado dormida.

—Rosie, voy a colgar, pero voy directa al hospital. ¿Vas a estar ahí?

—Hasta el mediodía, que voy a la guardería a recoger a la pequeña de Sadie.

—Vale. Te veo ahora... Vamos juntas a hablar con el médico.

 

Rose estaba con el médico cuando Laurel llegó. En la recepción una enfermera dijo a Laurel que la esperaban y le indicó la dirección de la cafetería. Rose habría estado buscándola con la mirada, pues la saludó con la mano incluso antes de que Laurel entrase. Laurel se abrió paso entre las mesas y, al acercarse, vio que Rose había estado llorando, y no poco. Había pañuelos de papel arrugados por toda la mesa y tenía manchas negras bajo los ojos húmedos. Laurel se sentó junto a ella y saludó al doctor.

—Le decía a su hermana —afirmó, precisamente en el tono profesional y atento que Laurel habría utilizado para interpretar a una doctora que debía dar noticias malas e inevitables— que, en mi opinión, hemos agotado todos los posibles tratamientos. No les sorprenderá, creo, si les digo que ahora lo importante es controlar el dolor y mantenerla tan cómoda como sea posible.

Laurel asintió.

—Mi hermana me ha dicho que nuestra madre quiere volver a casa, doctor Cotter. ¿Es eso posible?

—No nos parece un problema. —Sonrió—. Naturalmente, si desease quedarse en el hospital, nos gustaría complacer ese deseo... De hecho, la mayoría de nuestros pacientes permanecen con nosotros hasta el final...

El final. La mano de Rose buscó la de Laurel bajo la mesa.

—Pero si están dispuestas a cuidar de ella en casa...

—Lo estamos —dijo Rose en el acto—. Claro que sí.

—... En ese caso, creo que ahora es probablemente el mejor momento para hablar de la vuelta a casa.

Los dedos de Laurel le cosquillearon por la falta de un cigarrillo. Dijo:

—A nuestra madre no le queda mucho. —Más que una pregunta, era una afirmación, parte del proceso de asimilación de Laurel, pero el médico respondió de todos modos.

—Me he llevado sorpresas antes —dijo—, pero, para responder a su pregunta, no, no le queda mucho tiempo.

 

—Londres —dijo Rose, mientras caminaban juntas por el pasillo del hospital hacia la habitación de su madre. Habían pasado quince minutos desde que se despidieron del doctor, pero Rose aún empuñaba un pañuelo húmedo—. Una reunión de trabajo, ¿es eso?

—¿Trabajo? ¿Qué trabajo? Ya te lo he dicho, Rose, estoy de vacaciones.

—Ojalá no hablaras así, Lol. Me pones nerviosa cuando dices esas cosas. —Rose levantó una mano para saludar a una enfermera que pasaba.

—¿Qué cosas?

—Tú, de vacaciones. —Rose se detuvo y se estremeció; su pelo, lanoso y encrespado, tembló con ella. Llevaba una túnica vaquera con un broche en forma de huevo frito—. No es natural, no es normal. Ya sabes que no me gustan los cambios... Me preocupan.

Laurel no pudo contener la risa.

—No hay nada de qué preocuparse, Rosie. Solo voy a Euston a mirar un libro.

—¿Un libro?

—Para una investigación que estoy haciendo.

—¡Ja! —Rose comenzó a caminar de nuevo—. ¡Una investigación! Sabía que no habías dejado de trabajar del todo. Oh, Lol, qué alivio —dijo, pasándose la mano por la cara manchada de lágrimas—. Tengo que decirlo, me siento mucho mejor.

—Muy bien —dijo Laurel, sonriendo—, me alegra haber servido de ayuda.

Fue idea de Gerry iniciar las pesquisas en la Biblioteca Británica. Sus indagaciones nocturnas en Google solo habían proporcionado páginas del rugby galés y otros callejones sin salida en remotos y curiosos rincones de la red, pero la biblioteca, insistió Gerry, no les defraudaría. «Tres millones de artículos nuevos al año, Lol —dijo mientras rellenaba el formulario—. Eso son nueve kilómetros de estanterías; seguro que tienen algo». Se entusiasmó al describir el servicio en línea —«Te envían por correo copias de lo que encuentres»—, pero Laurel pensó (perversamente, aseguró Gerry con una sonrisa) que era más fácil ir en persona. La perversidad no tenía nada que ver: Laurel había actuado en series policiacas y sabía que a veces no quedaba más remedio que patear la ciudad para buscar pistas. ¿Y si la información que hallaba conducía a otras pistas? Mucho mejor encontrarse in situ que tener que hacer otro pedido electrónico y esperar; mucho mejor hacer que esperar.

Llegaron a la puerta de Dorothy y Rose la abrió. Su madre estaba dormida en la cama, aparentemente más delgada y débil que la mañana anterior, y a Laurel le impresionó que su deterioro fuera cada vez más rápido. Las hermanas se sentaron juntas un rato, observando el dulce movimiento del pecho de Dorothy, y Rose sacó un paño del bolso y comenzó a limpiar las fotografías enmarcadas.

—Supongo que deberíamos meterlas en una caja —dijo en voz baja—. Para llevarlas a casa.

Laurel asintió.

—Son muy importantes para ella estas fotos. Siempre lo han sido, ¿a que sí?

Laurel asintió de nuevo, pero no dijo nada. Al mencionar las fotografías sus pensamientos volvieron al retrato de Dorothy y Vivien en Londres durante la guerra. Databa de mayo de 1941, el mismo mes en que su madre empezó a trabajar en la pensión de la abuela Nicolson y Vivien Jenkins murió en un ataque aéreo. ¿Dónde se hicieron la fotografía?, se preguntó. ¿Y quién la hizo? ¿Era el fotógrafo alguien a quien las dos conocían? ¿Henry Jenkins, quizás? ¿O el novio de mamá, Jimmy? Laurel frunció el ceño. La mayor parte del enigma aún estaba fuera de su alcance.

La puerta se abrió en ese momento y los sonidos del mundo exterior irrumpieron tras la enfermera de su madre: gente que reía, timbres estridentes, llamadas de teléfono. Laurel miró a la enfermera, que se movía eficazmente por la habitación, comprobando el pulso de Dorothy, la temperatura, anotando cosas en el historial que colgaba de la cama. Sonrió amablemente a Laurel y a Rose cuando terminó y les dijo que iba a guardar el almuerzo de su madre por si acaso se despertaba con hambre. Laurel le dio las gracias y la enfermera se marchó, cerrando la puerta detrás de sí. La habitación se sumió de nuevo en la quietud y el silencio de una sala de espera. Pero ¿a qué esperaban? No era de extrañar que Dorothy quisiese volver a casa.

—¿Rose? —dijo Laurel de repente, observando cómo su hermana limpiaba los marcos de las fotografías.

—¿Hum?

—Cuando te pidió que le buscases ese libro, el de la fotografía, ¿se te hizo raro mirar dentro de su baúl? —O, para ser más precisos, ¿había algo ahí dentro que pudiese ayudar a Laurel a resolver el misterio? Se preguntó si habría alguna manera de indagar sin poner a Rose sobre aviso.

—En realidad, no. No lo pensé mucho, para serte sincera. Fui tan rápido como pude, por miedo a que subiera detrás de mí las escaleras si tardaba demasiado. Por fortuna, fue razonable y permaneció en la cama. —Rose se quedó sin aliento.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

Rose suspiró aliviada, apartándose el pelo de la frente.

—No, nada —dijo, con un gesto de la mano—. Es que no podía recordar qué había hecho con la llave. Ella estaba un poco insufrible; se alteró mucho cuando vio que había encontrado el libro. Estaba contenta, creo (eso supongo, al menos fue ella quien pidió el libro), pero también estaba insolente, bastante irascible; ya sabes cómo se pone.

—Pero ¿al final lo recordaste?

—Ah, sí, claro... La volví a dejar en la mesilla. —Movió la cabeza y sonrió sin malicia—. De verdad, a veces me pregunto dónde tengo la cabeza.

Laurel le devolvió la sonrisa. Su querida e inocente Rose.

—Lo siento, Lol... ¿Me ibas a preguntar algo... sobre el baúl?

—Oh, no, no era nada. Era hablar por hablar.

Rose miró al reloj y anunció que tendría que irse a buscar a su nieta a la guardería.

—Vuelvo esta noche y creo que Iris viene mañana por la mañana. Entre las tres deberíamos tener todo preparado para llevárnosla el sábado... ¿Sabes? Casi me hace ilusión. —Pero en ese momento su gesto se ensombreció—. Imagino que es terrible sentir eso, dadas las circunstancias.

—No creo que haya reglas al respecto, Rosie.

—No, supongo que tienes razón. —Rose se agachó para besar a Laurel en la mejilla y se fue, dejando tras ella el rastro de su aroma de lavanda.

 

Con Rose en la habitación, otro cuerpo en movimiento, era distinto. Sin ella, Laurel fue incluso más consciente de lo apagada e inmóvil que se había quedado su madre. Su teléfono señaló la llegada de un mensaje y lo miró de inmediato, agradecida por estar en contacto con el mundo exterior de nuevo. Se trataba de un correo electrónico de la Biblioteca Británica, que confirmaba que el libro que había solicitado estaría disponible a la mañana siguiente y le recordaba que llevase su identificación para obtener un pase de lectora. Laurel lo leyó dos veces y guardó el teléfono a regañadientes en el bolso. El mensaje le había ofrecido un bienvenido momento de distracción; ahora estaba de vuelta al principio, en la quietud aletargada de una habitación de hospital.

No lo aguantaba más. El doctor había dicho que su madre probablemente dormiría toda la tarde debido a los sedantes, pero Laurel sacó el álbum de fotos de todos modos. Se sentó cerca de la cabecera y comenzó por el principio, por esa fotografía tomada cuando Dorothy era una mujer joven que trabajaba para la abuela Nicolson en una pensión junto al mar. Hizo un recorrido a lo largo de los años narrando la historia de la familia, escuchando el reconfortante sonido de su propia voz, con la vaga idea de que hablar así, en un tono normal, de alguna forma preservaría la vida dentro de la habitación.

Al fin, llegó a una fotografía de Gerry durante su segundo cumpleaños. Era temprano, mientras preparaban el picnic juntos en la cocina, antes de salir al arroyo. La adolescente Laurel (qué flequillo) tenía a Gerry apoyado en la cadera y Rose le hacía cosquillas en la barriguita, para hacerle reír y gorjear; el dedo de Iris aparecía en la fotografía señalando algo (enfadada, sin duda), y mamá estaba al fondo, con la mano en la cabeza contemplando el contenido de la cesta. En la mesa (el corazón de Laurel casi se detuvo, no lo había notado antes) se encontraba el cuchillo. Junto al jarrón de dalias. «No lo olvides, mamá —pensó Laurel—. Lleva el cuchillo y no tendrás que volver a casa. No ocurrirá nada. Yo bajaré de la casa del árbol antes de que el hombre recorra el camino y nadie sabrá que vino ese día».

Pero era una lógica infantil. ¿Quién podría asegurar que Henry Jenkins no habría vuelto si la casa se hubiese encontrado vacía? Y quizás su siguiente visita habría sido peor. Quizás hubiese muerto la persona equivocada.

Laurel cerró el álbum. Había perdido las ganas de narrar el pasado. Entonces alisó la sábana y dijo:

—Anoche fui a ver a Gerry, mamá.

De la nada, como si fuese un sonido traído por el viento:

—Gerry...

Laurel miró los labios de su madre. Aún estaban entreabiertos. Los ojos, cerrados.

—Eso es —dijo, ansiosamente—, Gerry. Fui a verlo a Cambridge. Está muy bien, siempre tan inteligente. Está haciendo un mapa del cielo, ¿lo sabías? ¿Alguna vez pensaste que ese pequeño nuestro haría cosas tan increíbles? Dice que están pensando en enviarlo a investigar durante algún tiempo a Estados Unidos, lo que sería una oportunidad magnífica.

—Oportunidad... —Mamá exhaló la palabra. Tenía los labios secos. Laurel buscó la taza de agua y llevó con delicadeza la pajita a su boca.

Su madre bebió trabajosamente, solo un poco. Abrió los ojos levemente.

—Laurel —dijo en voz baja.

—Estoy aquí, no te preocupes.

Los delicados párpados de Dorothy se estremecieron por el esfuerzo de permanecer abiertos.

—Parecía... —Su respiración era poco profunda—. Parecía inofensivo.

—¿El qué?

Más que caer, las lágrimas habían comenzado a filtrarse por sus ojos. Las profundas arrugas de su rostro se llenaron de luz. Laurel sacó un pañuelo de la caja y lo pasó por las mejillas de su madre, con la ternura con que limpiaría a una niña pequeña atemorizada.

—¿Qué parecía inofensivo, mamá? Dímelo.

—Era una oportunidad, Laurel. Yo tomé... Yo tomé...

—¿Qué tomaste? —¿Una joya, una fotografía, la vida de Henry Jenkins?

Dorothy apretó la mano de Laurel con más fuerza y abrió los ojos llorosos tanto como pudo. Había una nueva nota de desesperación en su voz cuando continuó, y decisión, como si hubiera estado esperando mucho tiempo para decir estas cosas y, a pesar del esfuerzo sobrecogedor, iba a decirlas.

—Era una oportunidad, Laurel. No pensé que fuese a hacer daño a nadie, la verdad es que no. Solo quería..., pensé que merecía... lo que era justo. —Al oír la respiración ronca de Dorothy, un escalofrío recorrió la espalda de Laurel. Sus siguientes palabras se extendieron como una tela de araña—: ¿Crees en la justicia, en que si nos roban deberíamos poder tomar algo para nosotros mismos?

—No lo sé, mamá. —A Laurel le dolía ver a su madre, esa mujer anciana y enferma que había expulsado monstruos y disipado lágrimas, consumida por la culpa y el arrepentimiento. Quería desesperadamente reconfortarla; con la misma intensidad, deseaba saber qué había hecho. Dijo con ternura—: Supongo que depende de lo que nos hayan robado y de lo que nos proponemos tomar.

La intensidad de la expresión de su madre se disolvió y sus ojos bañados en lágrimas se dirigieron a la luz de la ventana.

—Todo —dijo—. Sentí que lo había perdido todo.

 

Esa misma tarde, Laurel se sentó a fumar en medio de la buhardilla de Greenacres. El suelo de madera era suave bajo ella, sólido, y el último sol de la tarde caía por la diminuta ventana de cuatro cristales iluminando como un foco el baúl cerrado de su madre. Laurel dio una lenta calada al cigarrillo. Llevaba sentada allí media hora, a solas con el cenicero, la llave del baúl y su conciencia. Fue muy sencillo encontrarla, guardada donde dijo Rose, al fondo del cajón de la mesilla de su madre. Laurel no tenía más que introducirla en el candado, girar, y lo sabría.

Pero ¿qué es lo que sabría? ¿Más acerca de esa oportunidad que Dorothy había vislumbrado? ¿Qué era lo que había tomado o había hecho?

No era que esperase encontrar una confesión por escrito; nada de eso. Solo que era un lugar importante, casi obvio, donde buscar pistas respecto al misterio de su madre. Sin duda, si ella y Gerry estaban dispuestos a recorrer el país molestando a la gente en busca de información que les ayudase a rellenar los espacios en blanco, sería un descuido evidente no empezar por casa. Y, en realidad, no suponía una mayor invasión de la intimidad de su madre que las indagaciones que ya habían hecho en otros lugares. Abrir el baúl no era peor que hablar con Kitty Barker o perseguir las notas del doctor Rufus o ir a la biblioteca mañana en busca de Vivien Jenkins. Aun así, sentía que era peor.

Laurel observó el candado. Con su madre fuera de casa, Laurel casi logró convencerse de que no era tan importante: al fin y al cabo, mamá había dejado a Rose que le buscase el libro, y ella no tenía favoritos (excepto en lo que se refería a Gerry, pero era una debilidad que todas ellas compartían); por tanto, a mamá no le importaría que Laurel echase un vistazo. Un razonamiento endeble, tal vez, pero era todo lo que tenía. Y una vez que Dorothy volviese a Greenacres todo se echaría a perder. Era del todo imposible, Laurel lo sabía, proseguir la búsqueda mientras su madre estuviera abajo. Era ahora o nunca.

—Lo siento, mamá —dijo Laurel, que apagó el cigarrillo con un gesto decidido—, pero tengo que saberlo.

Se levantó despacio y, al acercarse al borde inclinado de la buhardilla, se sintió gigantesca. Se arrodilló para meter la llave y abrir el candado. Había llegado el momento, lo sintió en lo más hondo; aunque no abriera la tapa, ya había cometido el crimen.

Ya puestos, ¿no sería mejor hacerlo del todo? Laurel se levantó y comenzó a levantar la tapa del viejo baúl; aun así, no miró. Las bisagras de cuero chirriaban por el poco uso y Laurel contuvo el aliento. Era de nuevo una niña que quebrantaba una regla escrita a fuego. Se mareó un poco. Y la tapa se abrió, tanto como era posible. Laurel apartó la mano y las bisagras se tensaron por el peso. Tras respirar hondo para hacer acopio de valor, cruzó el Rubicón y miró.

Había algo encima, un sobre, viejo y un poco amarillento, dirigido a Dorothy Nicolson, en Greenacres. El sello era de color verde oliva y mostraba a una joven Isabel durante su coronación; Laurel sintió un temblor repentino al ver esa imagen de la reina, como si fuera importante aunque no supiese el motivo. No figuraba la dirección del remitente y se mordió el labio cuando abrió el sobre y una tarjeta color crema cayó del interior. Había una palabra escrita en tinta negra: «Gracias». Laurel le dio la vuelta y no vio nada más. Sacudió la tarjeta a un lado y otro, pensativa.

A lo largo de los años muchas personas habrían tenido motivos para dar las gracias a su madre, pero hacerlo así, de forma tan anónima (sin dirección, sin nombre alguno), era, sin duda, extraño; que Dorothy la guardase bajo llave, más extraño todavía. Y eso probaba, pensó Laurel, que su madre sabía muy bien quién la había enviado; más aún, que el motivo por el cual esa persona estaba agradecida era un secreto.

Todo ello era sumamente misterioso (tanto que el corazón de Laurel se aceleró), pero no necesariamente significativo en su búsqueda. (Por otra parte, existía la posibilidad de que fuese la pista crucial, pero Laurel no tenía manera alguna de saberlo, no por ahora; no a menos que le preguntase a su madre directamente, y no tenía intención de hacerlo. De momento). Devolvió la tarjeta al sobre, que deslizó por un lado del baúl, donde cayó junto a una pequeña figurilla de madera; Laurel comprendió con una sonrisa que se trataba del títere Mr. Punch, lo que le recordó las vacaciones en la pensión de la abuela.

Había otro objeto en el baúl tan grande que casi ocupaba todo el espacio. Parecía una manta, pero cuando Laurel lo sacó y lo extendió, vio que era un abrigo de piel ajado que antaño sería blanco. Laurel lo sostuvo por los hombros, al igual que habría mirado una chaqueta en una tienda.

Al otro lado de la buhardilla había un armario con espejo. Solían jugar dentro de ese armario cuando eran niños, al menos Laurel; a los otros les daba miedo, con lo cual era el lugar ideal para esconderse cuando necesitaba la libertad de desaparecer dentro de sus historias inventadas.

Laurel llevó el abrigo hacia el armario y deslizó los brazos dentro de las mangas. Se contempló a sí misma, girando lentamente de un lado a otro. El abrigo caía por debajo de las rodillas, con botones al frente y un cinturón en medio. Por la atención a los detalles, por la línea, era de un corte bello, a pesar de lo que pensaba de los abrigos de pieles. Laurel estaba dispuesta a apostar que alguien había pagado mucho dinero por este abrigo, cuando era nuevo. Se preguntó si fue su madre y, en ese caso, cómo se lo habría podido permitir una joven que trabajaba como doncella.

Al observar su reflejo, la asaltó un recuerdo lejano. No era la primera vez que Laurel se ponía el abrigo. Fue un día de lluvia, cuando era niña. Habían vuelto loca a su madre toda la mañana, subiendo y bajando las escaleras, y Dorothy las desterró a la buhardilla para que jugaran a disfrazarse. Las niñas Nicolson disponían de un enorme vestidor que su madre reponía con viejos sombreros, camisetas y bufandas, cosas curiosas que encontraba por ahí y que la magia infantil podía convertir en algo fascinante.

Mientras sus hermanas se vestían con los favoritos de siempre, Laurel vio una bolsa en un rincón de la buhardilla, de la que salía algo blanco y peludo. Sacó el abrigo y se lo puso al instante. Se situó ante este mismo espejo, a admirarse, sorprendida de lo majestuosa que se veía: como una pérfida pero maravillosa Reina de las Nieves.

Laurel era una niña y, por tanto, no se fijó en los claros de la piel, ni en las manchas oscuras en torno al dobladillo; pero sí reconoció el suntuoso poder inherente a semejante prenda. Pasó unas horas maravillosas ordenando a sus hermanas que entrasen en las jaulas, bajo la amenaza de soltar los lobos contra ellas si no obedecían, a lo que seguía una carcajada maléfica. Cuando su madre las llamó para que bajasen a comer, Laurel estaba tan encariñada con el abrigo y su curioso poder que ni pensó en quitárselo.

La expresión de Dorothy cuando vio a su hija mayor llegar a la cocina fue difícil de interpretar. No se mostró satisfecha, pero tampoco gritó. Fue peor que eso. Su rostro perdió el color y habló con voz temblorosa. «Quítatelo —dijo—. Quítatelo ahora mismo». Como Laurel no reaccionó, su madre se acercó enseguida y comenzó a quitarle el abrigo por los hombros, murmurando acerca del calor que hacía, del abrigo tan largo, de la escalera a la buhardilla, demasiado inclinada para llevar tal cosa. Vaya, tenía suerte de no haber tropezado y haberse matado. Se quedó mirando a Laurel entonces, el abrigo de piel entre los brazos, y su mirada fue casi una acusación, mezcla de angustia y de traición, casi miedo. Durante un momento único y terrible, Laurel pensó que su madre iba a llorar. No lo hizo; mandó a Laurel que se sentase a la mesa y desapareció, llevándose el abrigo consigo.

Laurel no volvió a verlo. Una vez preguntó por él, unos meses más tarde, cuando necesitaba un disfraz para la escuela, pero Dorothy se limitó a decir, sin mirarla a los ojos: «¿Esa cosa vieja? La tiré. No era más que comida para las ratas de la buhardilla».

Pero ahí estaba, oculto en el baúl de su madre, bajo llave durante décadas. Laurel suspiró pensativa y metió las manos en los bolsillos del abrigo. Uno de ellos tenía un agujero y sus dedos se colaron en la parte de dentro. Tocó algo; parecía la esquina de un trozo de cartón. Laurel lo agarró y lo sacó a través del orificio.

Era un trozo de cartulina blanca, limpio, rectangular, con algo impreso. La tinta estaba descolorida y Laurel tuvo que acercarse al último rayo de sol para descifrar las palabras. Era un billete de tren, comprendió, con un trayecto solo de ida desde Londres hasta la estación más cercana al pueblo de la abuela Nicolson. La fecha que figuraba en el billete era el 23 de mayo de 1941.

 


Capítulo 20

 

 


Date: 2016-03-03; view: 537


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Universidad de Cambridge, 2011 | Londres, febrero de 1941
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