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Universidad de Cambridge, 2011

 

Había dejado de llover y la luna asomaba entre jirones de nubes. Tras haber visitado la biblioteca de la Universidad de Cambridge, Laurel estaba sentada frente a la capilla de Clare College, a la espera de ser atropellada por un ciclista. No un ciclista cualquiera; tenía en mente a uno en concreto. El oficio de vísperas estaba a punto de terminar; había escuchado en un banco situado bajo un cerezo durante media hora, embelesada por el órgano y las voces. En cualquier momento, sin embargo, todo se detendría y por las puertas saldría la gente, en busca de sus bicicletas apiladas en las rejillas de metal al lado de la entrada, y partiría en todas direcciones. Uno de ellos, esperaba Laurel, sería Gerry; era algo que siempre habían compartido, su amor por la música (ese tipo de música que les permitía vislumbrar respuestas a preguntas que desconocían hasta ese momento) y, en cuanto llegó a Cambridge y vio los carteles que anunciaban el oficio de vísperas, supo que esa era la mejor oportunidad de encontrar a su hermano.

En efecto, pocos minutos después de la asombrosa conclusión de Regocijo en el cordero, de Britten, mientras el público comenzaba a salir en parejas y grupos por las puertas de la capilla, un hombre caminaba solo. Una figura alta y desgarbada, cuya aparición en lo alto de las escaleras dibujó una sonrisa en los labios de Laurel, pues una de las bendiciones más sencillas de la vida era, sin duda, conocer a alguien tan bien que bastaba una mirada fugaz para identificarlo incluso al otro lado de un patio a oscuras. La figura subió a la bicicleta y se impulsó con un pie, tambaleándose un poco hasta adquirir ritmo.

Laurel salió a la calle cuando se acercó, saludando y llamándolo por su nombre. Casi la derribó antes de pararse y mirarla perplejo a la luz de la luna. La sonrisa más encantadora iluminó su rostro y Laurel se preguntó por qué no venía de visita más a menudo.

—Lol —dijo—. ¿Qué haces aquí?

—Quería verte. He intentado llamarte; te he dejado mensajes.

—El contestador —Gerry negaba con la cabeza— no dejaba de pitar y esa maldita lucecita roja no paraba de encenderse y apagarse. No funcionaba, creo... Lo tuve que desenchufar.

Era una explicación tan propia de Gerry que, a pesar de lo exasperante que había sido no poder hablar con él, de lo mucho que le había preocupado que estuviese molesto con ella, Laurel no pudo más que sonreír.

—Bueno —dijo—, así tengo una excusa para visitarte. ¿Ya has ido a cenar?

—¿Cenar?

—Ingerir alimentos. Una engorrosa costumbre, lo sé, pero intento hacerlo todos los días.

Gerry se mesó esa maraña de pelo oscuro, como si tratase de recordar.



—Vamos —dijo Laurel—. Yo invito.

Gerry caminó con la bicicleta al lado y hablaron de música mientras se dirigían a una pequeña pizzería construida en un boquete del muro con vistas al Arts Theatre. El mismo lugar, recordó Laurel, donde vio, siendo adolescente, La fiesta de cumpleaños, de Pinter.

Estaba tenuemente iluminado, a la luz de unas candelas que parpadeaban en unas ampollas de cristal sobre los manteles a cuadros rojos y blancos. El lugar se encontraba lleno de comensales, pero Gerry y Laurel se sentaron a una mesa libre al fondo, justo al lado del horno de la pizzería. Laurel se quitó el abrigo y un joven de larga cabellera rubia, que formaba tirabuzones en las sienes, les tomó el pedido: pizzas y vino. Volvió en cuestión de minutos con una botella de Chianti y dos vasos.

—Bueno —dijo Laurel, que sirvió el vino—, no sé si atreverme a preguntarte en qué has estado trabajando.

—Hoy mismo he terminado un artículo sobre los hábitos alimentarios de las galaxias adolescentes.

—Hambrientas, ¿no?

—Muchísimo, parece.

—Y mayores de trece años, supongo.

—Un poco. Entre tres y cinco mil millones de años después del Big Bang.

Laurel observó a su hermano, que habló con entusiasmo acerca del telescopio de la ESO en Chile («Es para nosotros lo que un microscopio para los biólogos») y explicó que esas vagas manchas en el cielo eran en realidad galaxias distantes, y había algunas («Es increíble, Lol») cuyo gas parecía no rotar («Ninguna teoría actual lo predice»), y Laurel asintió, si bien se sintió un poco culpable porque en realidad no estaba escuchando en absoluto. Pensaba en cómo, cuando Gerry se entusiasmaba, sus palabras se atropellaban, como si su boca fuese incapaz de seguir el ritmo de esa mente prodigiosa; cómo se detenía para respirar solo cuando no le quedaba más remedio; cómo abría las manos de forma expresiva y estiraba los dedos, pero con precisión, como si sostuviese estrellas en las yemas. Eran las manos de papá, pensó Laurel al mirarlo; los pómulos de papá y la misma mirada amable detrás de las gafas. De hecho, había mucho de Stephen Nicolson en su único hijo. No obstante, Gerry había heredado la risa de su madre.

Dejó de hablar y se bebió el vaso de vino de un trago. A pesar del nerviosismo que atenazaba a Laurel debido a esta búsqueda, en especial por la conversación que se avecinaba, era tan sencillo estar con Gerry que le hacía anhelar algo que no sabía explicar. Recordó cómo solían ser las cosas entre ellos, y deseó saborear ese eco lejano antes de echarlo a perder con su confesión.

—Y ¿qué viene a continuación? —dijo—. ¿Qué puede competir con los hábitos alimentarios de las galaxias adolescentes?

—Voy a crear el mapa más reciente de todo.

—Veo que sigues contentándote con objetivos pequeñitos.

Gerry sonrió.

—Va a ser pan comido... No voy a incluir todo el espacio, solo el cielo. Solo unos quinientos sesenta millones de estrellas, galaxias y otros objetos, y ya.

Laurel sopesaba ese número cuando llegaron las pizzas y el aroma del ajo y la albahaca le recordó que no había comido desde el desayuno. Almorzó con la voracidad de una galaxia adolescente, convencida de que jamás un alimento había sido tan sabroso. Gerry le preguntó acerca de su trabajo y, entre bocado y bocado, Laurel le habló del documental y la nueva versión de Macbeth que estaba filmando.

—O, al menos, dentro de poco. Me he tomado un tiempo libre.

Gerry alzó una mano enorme.

—Espera... ¿Tiempo libre?

—Sí.

—¿Qué pasa? —Gerry inclinó la cabeza.

—¿Por qué todo el mundo me pregunta lo mismo?

—Porque nunca te tomas tiempo libre.

—Qué tontería.

—¿Es una broma? —Gerry arqueó las cejas—. Me han dicho que a veces no las pillo.

—No, no es una broma.

—Entonces, tengo que informarte de que toda la evidencia empírica contradice tu afirmación.

—¿Evidencia empírica? —se burló Laurel—. Por favor. No sabes ni hablar. ¿Cuándo fue la última vez que tú te tomaste unas vacaciones?

—Junio de 1985, boda de Max Seerjay en Bath.

—¿Entonces?

—No he dicho que yo sea diferente. Tú y yo somos iguales, los dos casados con nuestro trabajo: por eso sé que algo va mal. —Se pasó la servilleta de papel por los labios y se reclinó contra la pared de ladrillo color carbón—. Tiempo libre anómalo, visita anómala... Deduzco que hay una relación entre ambas cosas.

Laurel suspiró.

—Suspiro ahogado. La prueba que necesitaba. ¿Me quieres decir qué ocurre, Lol?

Dobló la servilleta por la mitad un par de veces. Era ahora o nunca; todo este tiempo había deseado la compañía de Gerry en este viaje; era hora de invitarlo a bordo.

—¿Te acuerdas de esa vez que te quedaste conmigo en Londres? —dijo—. ¿Justo antes de venir aquí?

Gerry respondió con una cita de Los caballeros de la mesa cuadrada:

—«Por favor. Esta es una ocasión feliz».

—«No peleemos sobre quién mató a quién». —Laurel sonrió—. Me encanta esa película. —Movió un pedazo de aceituna de un lado a otro del plato, evasiva, tratando de encontrar las palabras adecuadas. Imposible, pues no existían, no en realidad, solo cabía lanzarse al vacío—. Me preguntaste algo, esa noche en la azotea; me preguntaste si ocurrió algo cuando éramos niños. Algo violento.

—Lo recuerdo.

—¿De verdad?

Gerry asintió con un solo movimiento, enérgico.

—¿Recuerdas lo que dije?

—Me dijiste que no se te ocurría nada.

—Sí. Eso. Eso dije —concedió, en voz baja—. Pero te mentí, Gerry. —No añadió que lo hizo por su propio bien ni que pensaba que era lo correcto. Ambas aclaraciones eran ciertas, pero ¿qué importaba ahora? No quería excusarse, de ningún modo; había mentido y se merecía todos los reproches que le hiciese... Y no solo por ocultar la verdad a Gerry, sino por lo que dijo a esos policías—. Mentí.

—Ya sé que mentiste —dijo Gerry, que se acabó la corteza.

Laurel parpadeó.

—¿Lo sabías? ¿Cómo?

—No me miraste al decirlo y me llamaste Ge. Dos cosas que nunca haces a menos que estés confusa. —Se encogió de hombros para quitarle importancia—. La mejor actriz del país, quizás; pero presa fácil para mis poderes de deducción.

—Y la gente dice que eres despistado.

—¿Eso dicen? No tenía ni idea. Qué decepción. —Se sonrieron, pero con cautela, y Gerry dijo—: ¿Quieres contármelo ahora, Lol?

—Sí. Muchísimo. ¿Aún quieres saberlo?

—Sí. Muchísimo.

Laurel asintió.

—Vale, muy bien. Muy bien. —Y comenzó desde el principio: una niña en la casa del árbol un día del verano de 1961, un desconocido en el camino, un pequeño en brazos de su madre. Describió con especial detalle cómo la madre adoraba a esa criatura, la pausa en la puerta solo para sonreírle, respirar ese aroma lácteo y hacerle cosquillas en los pies regordetes; pero en ese momento el hombre del sombrero entró en escena y el foco lo iluminó a él. El caminar furtivo al pasar junto a la puerta lateral, el perro que supo antes que nadie que se acercaba algo lúgubre, los ladridos con que avisó a la madre, quien se giró y vio al hombre y, mientras la niña en la casa del árbol miraba, se asustó en el acto.

Al llegar a esa parte de la historia con cuchillos, sangre y un niño pequeño llorando en la grava, Laurel pensó, mientras escuchaba su voz como si no procediera de su boca y observaba el rostro de su hermano ya adulto, qué extraño era mantener una conversación tan íntima en un lugar público y, sin embargo, qué necesarios eran el ruido y las voces de este lugar para poder contarla. Aquí, en una pizzería de Cambridge, entre estudiantes que reían y bromeaban en torno a ellos, jóvenes estudiosos con toda la vida por delante, Laurel se sintió segura y protegida, más cómoda, capaz de pronunciar palabras que se le habrían atragantado en el silencio de su habitación universitaria, palabras como:

—Lo mató, Gerry. El hombre, se llamaba Henry Jenkins, murió ahí, frente a nuestra casa.

Gerry había escuchado con suma atención, con la vista clavada en el mantel y un gesto que no revelaba nada. Un músculo se estremeció en su mandíbula en sombra y asintió, más para admitir el fin de la historia que para responder a la narración. Laurel esperó, se terminó el vaso de vino y sirvió un poco más para ambos.

—Bueno —dijo—. Eso es todo. Eso es lo que vi.

Al cabo de un momento, Gerry la miró.

—Supongo que eso lo explica —dijo.

—¿Explica qué?

A Gerry le temblaron los dedos, llenos de energía nerviosa, mientras hablaba.

—De niño solía ver algo, por el rabillo del ojo, una sombra oscura que me asustaba sin razón aparente. Es difícil de describir. Me daba la vuelta y no había nada ahí, solo esta terrible sensación de haber mirado demasiado tarde. Mi corazón latía a toda prisa y yo no tenía ni idea de por qué. Una vez se lo conté a mamá; me llevó a un oculista.

—¿Por eso te pusieron gafas?

—No, resulta que yo era miope. Las gafas no me ayudaron con la sombra, pero al menos las caras de la gente dejaron de ser borrosas.

Laurel sonrió. Gerry no. El científico estaba aliviado, Laurel lo sabía, por disponer de la aclaración de un suceso antes inexplicable, pero el hijo de una madre querida no se iba a calmar tan fácilmente.

—Las buenas personas hacen cosas malas —dijo, y se mesó un mechón de pelo—. Dios. Qué horrible cliché.

—Pero es cierto —dijo Laurel, que quería consolarlo—. Lo hacen. Y a veces con buenos motivos.

—¿Qué motivos? —La miró y fue un niño de nuevo, con unas ganas desesperadas de que Laurel lo explicase todo. Lo sintió por él... Un minuto antes era feliz contemplando las maravillas del universo, al siguiente su hermana le decía que su madre había matado a un hombre—. ¿Quién era ese tipo, Lol? ¿Por qué lo hizo?

De la manera más directa posible (con Gerry era mejor recurrir a su sentido de la lógica), Laurel le explicó lo que sabía acerca de Henry Jenkins: que era escritor, casado con una amiga de su madre, Vivien, durante la guerra. También le contó lo que le había dicho Kitty Barker, que hubo un terrible desencuentro entre Dorothy y Vivien a principios de 1941.

—Y piensas que esa discusión está relacionada con lo que sucedió en Greenacres en 1961 —dijo—. De lo contrario, no lo mencionarías.

—Sí. —Laurel recordó el relato de Kitty sobre la noche que salió con su madre, el modo en que se comportaba, las cosas que decía—. Creo que mamá estaba molesta por lo que sucedió entre ellas e hizo algo para castigar a su amiga. Creo que su plan (fuese el que fuese) salió mal, mucho peor de lo que esperaba, pero ya era demasiado tarde para arreglar las cosas. Mamá huyó de Londres, y Henry Jenkins estaba tan furioso por lo ocurrido que vino a buscarla veinte años más tarde. —Laurel se preguntó cómo una persona podía describir esas espeluznantes teorías con tal franqueza y sentido común. A ojos de un observador, Laurel parecería tranquila y dispuesta a llegar hasta el fondo del asunto; no reveló ni rastro de la profunda angustia que la carcomía por dentro. Sin embargo, bajó la voz para añadir—: Me pregunto si mamá sería responsable de la muerte de Vivien.

—Santo Dios, Lol.

—Si tuvo que convivir con los remordimientos todo este tiempo y la mujer que conocemos es el resultado de ello; si el resto de su vida fue su expiación.

—¿Convirtiéndose en la madre perfecta de sus hijos?

—Sí.

—Lo cual dio resultado hasta que Henry Jenkins vino a ajustar cuentas.

—Sí.

Gerry se quedó callado, el ceño ligeramente fruncido, pensativo.

—¿Y bien? —insistió Laurel, que se inclinó hacia él—. Tú eres el científico... ¿Tiene sentido esa teoría?

—Es verosímil —dijo Gerry, que asintió, despacio—. No es difícil de creer que los remordimientos motiven un cambio. Ni que un marido trate de vengar una afrenta contra su esposa. Y si lo que hizo a Vivien fue bastante grave, entiendo que pensase que su única opción era silenciar a Henry Jenkins de una vez y para siempre.

A Laurel se le encogió el corazón. En el fondo, comprendió, se había aferrado a la remota esperanza de que Gerry se riese, agujerease su teoría con el temible filo de su poderoso cerebro y le dijese que necesitaba un buen descanso y dejar de leer a Shakespeare durante un tiempo.

No lo hizo. Su lado racional había tomado las riendas, y dijo:

—Me pregunto qué pudo haber hecho a Vivien para lamentarlo tanto.

—No lo sé.

—Fuese lo que fuese, creo que estás en lo cierto —prosiguió—. Salió peor de lo que ella esperaba. Mamá nunca habría hecho daño a una amiga a propósito.

Laurel ofreció una respuesta evasiva, recordando cómo su madre había hundido el cuchillo en el pecho de Henry Jenkins sin titubear.

—No lo habría hecho, Lol.

—No, yo tampoco lo habría creído... al principio. Pero ¿has pensado que tal vez solo estamos poniendo excusas porque es nuestra madre y la conocemos y la queremos?

—Es probable —concedió Gerry—, pero no pasa nada. La conocemos bien.

—O eso creemos. —Kitty Barker había dicho algo que Laurel era incapaz de olvidar, sobre la guerra y la exaltación de las pasiones; la amenaza de la invasión, el miedo y la oscuridad, noches y noches de escasas horas de sueño—. ¿Y si fuese una persona diferente por aquel entonces? ¿Y si la presión de los bombardeos la hubiese trastornado? ¿Y si cambió después de casarse con papá y tenernos a nosotros? Después de tener una segunda oportunidad.

—Nadie cambia tanto.

Sin previo aviso, el cuento del cocodrilo se abrió paso en la mente de Laurel. «¿Por eso te convertiste en una dama, mamá?», preguntó, y Dorothy respondió que había abandonado sus costumbres de cocodrilo cuando se convirtió en madre. ¿Era demasiado rebuscado pensar que ese cuento era una metáfora, que su madre estaba confesando que había cambiado de algún modo? ¿O le estaba dando demasiada importancia a un relato que solo pretendía entretener a una niña? Evocó a Dorothy aquella tarde, de espaldas al espejo, enderezando los tirantes de ese precioso vestido, mientras una Laurel de ocho años se preguntaba, con los ojos abiertos de par en par, cómo habría ocurrido esa maravillosa transformación. «Vaya —le dijo su madre—, no puedo contarte todos mis secretos, ¿a que no? No todos a la vez. Vuelve a preguntármelo algún día. Cuando seas mayor».

Y eso era lo que pretendía hacer Laurel. De repente tuvo calor, los otros comensales se reían y se hacinaban en el salón, y el horno de la pizzería emitía oleadas de aire caliente. Laurel abrió la cartera y sacó dos billetes de veinte y uno de cinco, que dejó bajo la cuenta, y acalló las protestas de Gerry con un gesto.

—Ya te lo dije, invito yo —aclaró. No añadió que era lo menos que podía hacer, tras haber esparcido su oscura obsesión en ese mundo estrellado en el que él vivía—. Venga —dijo, poniéndose el abrigo—. Vamos a dar un paseo.

 

La charla de los restaurantes se desvaneció tras ellos cuando cruzaron el patio del King’s College de camino al Cam. Todo estaba tranquilo junto al río y Laurel oyó las barcas, que se mecían suavemente sobre la superficie plateada por la luna. Una campana sonó a lo lejos, severa y estoica, y en una habitación alguien practicaba con el violín. La música, hermosa y triste, atenazó el corazón de Laurel y supo, de repente, que había cometido un error al venir.

Gerry no había dicho gran cosa desde que salieron del restaurante. Caminaba en silencio junto a ella, llevando la bicicleta con una mano. La cabeza gacha, tenía la mirada clavada en el suelo. Laurel creyó que la carga del pasado se volvería más ligera al compartirla, convencida de que Gerry debía saberlo, que él también estaba unido a esa monstruosidad que había presenciado. Pero por aquel entonces era poco más que un bebé, una persona diminuta, y ahora era un hombre dulce, el favorito de su madre, incapaz de aceptar que ella hubiese hecho algo terrible. Laurel estaba a punto de reconocerlo, de pedir disculpas y restar importancia a ese interés obsesivo, cuando Gerry dijo:

—¿Y ahora qué hacemos? ¿Tenemos alguna pista?

Laurel le miró de reojo.

Se había parado bajo la luz amarillenta de una farola y se subió las gafas por el puente de la nariz.

—¿Qué? No ibas a dejar las cosas así, ¿verdad? Evidentemente, tenemos que averiguar qué ocurrió. Es parte de nuestra historia, Lol.

Laurel no podía recordar otro momento en que lo hubiese querido tanto como ahora.

—Algo hay —dijo, con la respiración entrecortada—. Ahora que lo dices. Fui a visitar a mamá esta mañana, estaba muy confusa y pidió a la enfermera que llamase al doctor Rufus cuando lo viese.

—No es algo tan extraño en un hospital, ¿verdad?

—No por sí mismo, salvo que su médico se llama Cotter, no Rufus.

—¿Un lapsus?

—No creo. Lo dijo con mucha seguridad. Además... —La misteriosa imagen de un joven llamado Jimmy, antaño amado por su madre, llorado ahora, acudió a la mente de Laurel—. No es la primera vez que habla de alguien a quien conocía de antes. Creo que el pasado se confunde en su cabeza; creo que casi quiere que sepamos las respuestas.

—¿Le preguntaste al respecto?

—No acerca del doctor Rufus, pero sí sobre otras cosas. Respondió con bastante franqueza, pero la conversación la alteró. Hablaré con ella de nuevo, claro, pero, si hay otra manera, estoy dispuesta a probar.

—Estoy de acuerdo.

—Fui a la biblioteca antes para ver si era posible encontrar los detalles de un médico en activo en Coventry y quizás también en Londres en los años treinta y cuarenta. Solo disponía del apellido y no sabía qué tipo de médico era, así que el bibliotecario sugirió que comenzase con la base de datos de The Lancet.

—¿Y?

—Encontré a un doctor Lionel Rufus. Gerry, estoy casi segura de que es él: vivió en Coventry durante esos años y publicó artículos acerca de la psicología de la personalidad.

—¿Crees que fue paciente suya? ¿Que mamá sufría algún tipo de trastorno por aquel entonces?

—No tengo ni idea, pero pienso averiguarlo.

—Yo me encargo —dijo Gerry de repente—. Hay gente a la que puedo preguntar.

—¿De verdad?

Gerry asentía con la cabeza, y sus palabras se atropellaron con entusiasmo al decir:

—Vuelve a Suffolk. En cuanto sepa algo, te llamo.

Era más de lo que Laurel se había atrevido a esperar... No, no lo era: era exactamente lo que estaba esperando. Gerry iba a ayudarla; juntos, averiguarían lo que realmente había ocurrido.

—Sabes que quizás descubras algo terrible. —No quería asustarlo, pero tenía que avisarle—. Algo que convertiría en mentira todo lo que creíamos saber acerca de ella.

Gerry sonrió.

—Actriz hasta los tuétanos. ¿No es ahora cuando me dices que las personas no son una ciencia, que los personajes son contradictorios y una nueva variable no refuta todo el teorema?

—Solo te aviso. Prepárate para lo peor, hermanito.

—Siempre estoy preparado —dijo con una sonrisa—, y aún confío en nuestra madre.

Laurel alzó las cejas, deseosa de compartir esa fe. Pero ella había visto lo sucedido ese día en Greenacres, sabía de qué era capaz su madre.

—No es muy científico por tu parte —le reprendió—, no cuando todo señala a la misma conclusión.

Gerry tomó su mano.

—¿Es que el hambre de las galaxias adolescentes no te ha enseñado nada, Lol? —dijo con ternura y Laurel sintió un arrebato de amor protector, pues veía en sus ojos lo mucho que necesitaba creer que todo saldría bien, y ella sabía en lo más hondo que eso no era muy probable—. Nunca descartes la posibilidad de una respuesta que no predicen las teorías actuales.

 


Capítulo 18

 

 


Date: 2016-03-03; view: 560


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Londres, enero de 1941 | Londres, finales de enero de 1941
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