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Londres, mayo de 1941 6 page

La bombilla solitaria que se mecía en lo alto no emitía bastante luz para leer, así que Laurel cerró el baúl y se llevó el libro.

Le habían asignado el cuarto de su infancia (otro hecho implícito en la compleja jerarquía de los hermanos) y la cama estaba lista, con sábanas limpias. Alguien (Rose, supuso) había subido ya su maleta, pero Laurel no la deshizo. Abrió las ventanas de par en par y se sentó en la repisa.

Con un cigarrillo entre los dedos, Laurel sacó los artículos del libro. Dejó a un lado el del periódico local y cogió en su lugar el obituario. Echó un vistazo a las líneas, a la espera de que sus ojos hallaran lo que sabía que estaba ahí.

Tras recorrer un tercio de la página, el nombre la sobresaltó. Vivien.

Laurel retrocedió para leer la frase entera: «Jenkins se casó en 1938 con Vivien Longmeyer, nacida en Queensland (Australia), pero criada en Oxfordshire por un tío». Un poco más abajo lo halló: «Vivien Jenkins falleció en 1941 en Notting Hill durante un intenso ataque aéreo».

Dio una honda calada al cigarrillo y notó que le temblaban los dedos.

Era posible, por supuesto, que hubiera dos Vivien, ambas nacidas en Australia. Era posible que esa amiga de su madre de los años de la guerra no guardase relación alguna con la Vivien cuyo marido había muerto ante la puerta de su casa. Pero no era probable.

Y si su madre conocía a Vivien Jenkins, seguramente conoció también a Henry Jenkins. «Hola, Dorothy. Cuánto tiempo», dijo, y Laurel vio el miedo en el rostro de su madre.

La puerta se abrió y apareció Rose.

—¿Te sientes mejor? —dijo, arrugando la nariz ante el humo del tabaco.

—Es medicinal —dijo Laurel, que hizo un gesto tembloroso con el cigarrillo antes de sacarlo por la ventana—. No se lo digas a mamá, no quiero que me castigue.

—Tu secreto está a salvo conmigo. —Rose se acercó y le entregó un pequeño libro—. Está en mal estado, me temo.

Rose se quedaba corta. La cubierta del libro colgaba de unos hilillos, y la tela verde del interior estaba descolorida por la suciedad; tal vez, a juzgar por el olor vagamente ahumado, incluso por el hollín. Laurel pasó las páginas con cuidado hasta llegar a la portadilla. En el frontispicio, escrita en tinta negra, figuraba la siguiente dedicatoria: «Para Dorothy. Una amistad verdadera es una luz entre las tinieblas. Vivien».

—Seguro que era importante para ella —dijo Rose—. No se hallaba en la estantería junto a los otros libros; estaba en su baúl. Lo había guardado ahí todos estos años.

—¿Has mirado en su baúl? —Su madre tenía ideas muy fijas acerca del respeto a la intimidad.

Rose se sonrojó.



—No me mires así, Lol; ni que hubiese abierto el candado con una lima. Me pidió que le llevase el libro hace un par de meses, justo antes de ir al hospital.

—¿Te dio la llave?

—A regañadientes, y solo cuando la pillé intentando subir por la escalera ella misma.

—No me digas.

—Sí te digo.

—Es incorregible.

—Es como tú, Lol.

Rose hablaba con amabilidad, pero sus palabras estremecieron a Laurel. Un recuerdo la asaltó: esa noche que dijo a sus padres que se iba a Londres a estudiar a la Escuela de Arte Dramático. Se mostraron conmocionados y descontentos, dolidos al saber que había ido a sus espaldas a las pruebas de admisión, inflexibles respecto a que era demasiado joven para irse de casa, preocupados por que no acabase sus estudios. Se sentaron con ella en la mesa de la cocina y hablaron por turnos para exponer sus argumentos razonables con voces exageradamente sosegadas. Laurel intentó parecer aburrida hasta que al fin acabaron.

—De todas formas, voy a ir —dijo con la vehemencia malhumorada propia de una adolescente confusa y resentida—. Nada de lo que digáis me va a hacer cambiar de opinión. Es lo que quiero.

—Eres demasiado joven para saber lo que quieres en realidad —dijo su madre—. Las personas cambian, maduran, toman decisiones mejores. Te conozco, Laurel...

—No me conoces.

—Sé que eres una cabezota. Sé que eres testaruda y estás decidida a ser diferente, que estás llena de sueños, como yo a tu edad...

—No me parezco a ti en nada —respondió Laurel, y sus palabras rasgaron como un cuchillo la ya tambaleante compostura de su madre—. Yo nunca haría las cosas que tú haces.

—¡Ya basta! —Stephen Nicolson pasó un brazo alrededor de su esposa. Con un gesto indicó a Laurel que se fuese a la cama, pero le advirtió que la conversación no había terminado ni mucho menos.

Furiosa, Laurel dejó pasar las horas tumbada en la cama; no sabía dónde estaban sus hermanas, pero las habían llevado a algún lugar para ponerla en cuarentena. No recordaba haber discutido antes con sus padres y se sentía, al mismo tiempo, eufórica y abatida. No le parecía posible que la vida volviese a ser como antes.

Aún estaba ahí, acostada en la oscuridad, cuando se abrió la puerta y alguien caminó en silencio hacia ella. Laurel sintió que el borde de la cama se hundía cuando esa persona se sentó y entonces oyó la voz de su madre. Había estado llorando, comprendió Laurel, e intuir, saber que ella era la causa, la llevó a rodearla con los brazos con la intención de no soltarla nunca.

—Lamento que hayamos discutido —dijo Dorothy, cuyo rostro bañaba la luz de la luna—. Es extraño cómo cambian las cosas. Nunca pensé que alguna vez discutiría con mi hija. Yo solía meterme en líos cuando era joven... Siempre me sentí diferente a mis padres. Los quería, por supuesto, pero creo que no sabían muy bien qué hacer conmigo. Pensaba que yo lo sabía todo y no escuchaba ni una palabra de lo que me decían.

Laurel sonrió levemente, sin saber qué depararía la conversación, pero aliviada porque sus entrañas no se agitaban como lava ardiente.

—Nos parecemos tú y yo —continuó su madre—. Supongo que por eso me da tanto miedo que cometas los mismos errores que yo.

—Pero yo no estoy cometiendo un error. —Laurel se sentó erguida, apoyada en las almohadas—. ¿Es que no lo ves? Yo quiero ser actriz: una escuela de interpretación es el lugar perfecto para mí.

—Laurel...

—Imagina que tienes diecisiete años, mamá, y tienes toda la vida por delante. ¿Se te ocurre un lugar donde ibas a estar mejor que en Londres? —Fue un error decirlo: Dorothy nunca había mostrado el menor interés en ir a Londres.

Se hizo un silencio y fuera un mirlo llamó a sus amigos.

—No —dijo Dorothy al fin, con delicadeza, un poco triste, mientras acariciaba las puntas del pelo de Laurel—. No, supongo que no.

A Laurel le sorprendía ahora haber estado entonces tan absorta en sí misma que ni siquiera se había preguntado cómo había sido su madre a los diecisiete años, qué deseaba y cuáles eran esos errores que tanto temía que su hija repitiese.

 

Laurel alzó el libro que le había dado Rose y dijo, con una voz más trémula de lo que le habría gustado:

—Qué extraño ver algo de ella de antes.

—¿De antes de qué?

—De antes de nosotras. Antes de esta casa. Antes de que fuese nuestra madre. Imagínate, cuando le regalaron este libro, cuando se hizo esta fotografía junto a Vivien, ella no tenía ni idea de que nosotras estábamos en algún lugar a la espera de existir.

—No me extraña que salga tan feliz en la foto.

Laurel no se rio.

—¿Alguna vez has pensado en ella, Rose?

—¿En mamá? Claro...

—No en mamá, me refiero a esta joven. Era una persona diferente por aquel entonces, con una vida de la que no sabemos nada. ¿Alguna vez te has preguntado qué quería, qué pensaba de las cosas... —Laurel miró a su hermana— o qué secretos guardaba? —Rose sonrió dubitativa y Laurel negó con la cabeza—. No me hagas caso. Estoy un poco sensiblera esta noche. Es por volver aquí, supongo. A este viejo cuarto. —Se forzó a hablar con una dicha que no sentía—: ¿Recuerdas cómo roncaba Iris?

Rose se rio.

—Más que papá, ¿a que sí? Me pregunto si sigue igual.

—Supongo que pronto lo sabremos. ¿Ya te vas a la cama?

—He pensado que debería tomar un baño antes de que ellas acaben y Daphne acapare el espejo. —Bajó la voz y se levantó la piel del párpado—. ¿Se ha hecho...?

—Eso parece.

Rose puso una cara que significaba «qué rara es la gente» y cerró la puerta al salir.

La sonrisa de Laurel desapareció mientras los pasos de su hermana se alejaban por el pasillo. Se volvió a mirar el cielo nocturno. La puerta del baño se cerró y las tuberías comenzaron a sisear en la pared detrás de ella.

—Hace cincuenta años —dijo Laurel a unas estrellas distantes—, mi madre mató a un hombre. Ella aseguró que fue en defensa propia, pero yo lo vi. Ella alzó el cuchillo y lo bajó y el hombre cayó al suelo de espaldas, donde la hierba estaba aplastada y florecían las violetas. Ella lo conocía, tenía miedo y no tengo ni idea de por qué.

De repente, Laurel pensó que cada ausencia de su vida, cada pérdida y tristeza, cada pesadilla en la oscuridad, cada melancolía inexplicable adoptaba la forma tenebrosa de esa pregunta sin respuesta que la acompañaba desde que tenía dieciséis años: el secreto nunca mencionado de su madre.

—¿Quién eres, Dorothy? —preguntó entre dientes—. ¿Quién eras antes de ser nuestra madre?

 


Capítulo 7

 

 


Date: 2016-03-03; view: 561


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