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El tren Coventry-Londres, 1938 1 page

 

Dorothy Smitham tenía diecisiete años cuando supo a ciencia cierta que la habían robado cuando era bebé. Era la única explicación posible. Descubrió la verdad, clara como el agua, una mañana de un sábado a las once, al observar a su padre girar el lápiz entre los dedos, pasarse la lengua lentamente por el labio inferior y, a continuación, anotar en su pequeño libro de contabilidad negro la cantidad exacta que había pagado al taxista por llevar a la familia (3 chelines y 5 peniques) y el equipaje (otros 3 peniques) a la estación. Esa lista lo mantendría ocupado la mayor parte de su estancia en Bournemouth y, al regresar a Coventry, dedicaría una noche gozosa, en la que todos ellos ejercerían de testigos reacios, a analizar su contenido. Crearía tablas, establecería comparaciones con los resultados del año pasado (y los de la década anterior, si tenían suerte), contraerían compromisos para hacerlo mejor la próxima vez, antes de volver, restaurado por el descanso anual, a su asiento de contable en H. G. Walker Ltd., fabricantes de bicicletas, a trabajar muy en serio un año más.

La madre de Dolly iba sentada en un rincón del vagón, hurgándose la nariz con un pañuelo de algodón. Era un toqueteo furtivo, el pañuelo oculto casi siempre dentro de la mano, al cual seguía en ocasiones un esquivo vistazo a su marido para asegurarse de que nada lo había molestado y seguía absorto con sombrío regocijo en su librito. Solo Janice Smitham era capaz de resfriarse antes de las vacaciones de verano con tan asombrosa regularidad. Era casi admirable, y Dolly quizás habría aplaudido el compromiso de su madre con la tradición de no ser por los estornudos que lo acompañaban (tan sumisos, tan arrepentidos), por los cuales debía contener las ganas de clavarse el lápiz de su padre en los oídos. Su madre pasaría esas semanas junto al mar como todos los años: esforzándose para que el padre se sintiese el rey de los castillos de arena, agobiada con el corte del bañador de Dolly y preocupada por si Cuthbert hacía amigos entre «chicos bien».

Pobrecito Cuthbert. Había sido un bebé glorioso, lleno de carcajadas y sonrisas que eran todo encías y un llanto casi adorable siempre que Dolly salía del cuarto. Cuanto más crecía, sin embargo, era cada vez más evidente que le esperaba un destino aciago: convertirse en el álter ego del señor Arthur Smitham. Lo cual significaba, por desgracia, que, a pesar del cariño, Dolly y Cuthbert no podían ser de la misma sangre, lo que planteaba una cuestión: ¿quiénes eran sus verdaderos padres y cómo había acabado con estos desgraciados?



¿Serían artistas circenses? ¿Una espectacular pareja de equilibristas? Era una posibilidad; se miró las piernas, relativamente largas y esbeltas. Siempre se le habían dado bien los deportes: el señor Anthony, el profesor de Educación Física, la escogía todos los años para el primer equipo de hockey; y, cuando ella y Caitlin apartaron la alfombra del salón de la madre de Caitlin y pusieron un disco de Louis Armstrong en el gramófono, Dolly sabía que no eran imaginaciones suyas que fuese la mejor bailarina. Ahí estaba (Dolly cruzó las piernas y se alisó la falda): elegancia natural, la prueba definitiva.

—¿Puedo comprar un caramelo en la estación, padre?

—¿Un caramelo?

—En la estación. En esa pequeña pastelería.

—No lo sé, Cuthbert.

—Pero, padre...

—Hay que pensar en las cuentas.

—Pero, madre, usted dijo...

—Vamos, vamos, Cuthbert. Tu padre es el que sabe.

Dolly centró la atención en los prados que pasaban a toda velocidad. Artistas circenses, tenía que ser eso. Destellos de luz y lentejuelas y madrugadas bajo la carpa, ya vacía pero aún impregnada de la admiración colectiva de un público entregado. Glamour, diversión, romances; sí, eso sería.

Esos fascinantes orígenes explicarían también las feroces advertencias de sus padres cada vez que Dolly estaba a punto de «llamar la atención». «La gente se va a quedar mirando, Dorothy —siseaba la madre si el dobladillo estaba demasiado alto, su carcajada era demasiado sonora o el pintalabios demasiado rojo—. Vas a conseguir que se queden mirando. Ya sabes qué piensa tu padre al respecto». Y, efectivamente, Dolly lo sabía. Como a su padre le gustaba recordar, la sangre se hereda y el vicio se pega, razón por la cual vivía con miedo de que la bohemia, al igual que fruta podrida, echase a perder el decoro que él y su madre habían alzado con tanto esmero en torno a su hija robada.

Dolly sacó un caramelo de menta del bolsillo, se lo metió en la boca y apoyó la cabeza contra la ventana. Cómo habrían llevado a cabo el robo era un asunto de lo más desconcertante. Por muchas vueltas que le diese, Arthur y Janice Smitham no tenían pinta de ladrones. Imaginarlos avanzando sigilosamente hacia un cochecito desatendido y arrebatar un bebé dormido era, sin duda, complicado. Las personas que robaban, ya fuese por necesidad o por codicia, deseaban el objeto apasionadamente. Arthur Smitham, por el contrario, era partidario de arrancar la palabra «pasión» del diccionario, por no hablar del alma de sus compatriotas, y, ya puestos, desterraría también el verbo «desear». ¿Una excursión al circo? Vaya, vaya, eso olía a diversión innecesaria.

Lo más probable (el caramelo se partió en dos) era que hubiesen descubierto a Dolly ante la puerta de casa y fuese el deber, más que el deseo, lo que la condujo a la familia Smitham.

Se recostó en el asiento del vagón y cerró los ojos; lo podía ver con claridad. El embarazo secreto, la amenaza del dueño, el tren del circo en Coventry. Por un tiempo la joven pareja lucha con valor por sus propios medios, criando a la niña con una dieta de amor y esperanza; pero, por desgracia, sin trabajo (al fin y al cabo, no hay tanta demanda de equilibristas) y sin dinero para comprar comida, la desesperación los atenaza. Una noche, al pasar por el centro de la ciudad, con el bebé ya demasiado débil para llorar, una casa les llama la atención. Una escalera más limpia y reluciente que el resto, una luz en el interior y el aroma sabroso del asado de Janice Smitham (sin duda, una delicia) que se escapaba bajo la puerta. Supieron qué tenían que hacer...

—Pero no puedo esperar. ¡No puedo!

Dolly abrió un ojo lo suficiente como para observar a su hermano saltando de una pierna a otra en medio del vagón.

—Venga, Cuthbert, ya casi hemos llegado...

—Pero ¡tengo que ir al baño ya!

Dolly cerró los ojos de nuevo, más fuerte que antes. Era cierto, no la historia de esa pareja joven y trágica, en realidad no se la creía, sino la parte acerca de ser especial. Dolly siempre se había sentido diferente, como si estuviese más viva que otras personas, y el mundo, la suerte o el destino, fuese lo que fuese, tuviese grandes planes para ella. Ahora, además, tenía una prueba, una prueba científica. El padre de Caitlin, que era médico y seguro que entendía de estas cosas, lo había dicho, mientras jugaban al Blotto en el salón: había levantado una tras otra unas cartas con manchas de tinta y a su vez Dolly había dicho lo primero que se le ocurría. «Formidable», masculló tras su pipa cuando iban por la mitad; y «fascinante», con un ligero movimiento de la cabeza; luego, «vaya, yo nunca...», y una risilla con la que estaba demasiado guapo para ser el padre de una amiga. Solo la mirada fulminante de Caitlin le impidió seguirlo a su estudio cuando el doctor Rufus declaró que sus respuestas eran excepcionales y sugirió hacer (no, insistió en hacer) nuevas pruebas.

Excepcionales. Dolly llevó la palabra a los confines de su mente. Excepcionales. No era uno de ellos, de esos vulgares Smitham, y, desde luego, no se iba a convertir en uno. Su vida iba a ser radiante y maravillosa. Iba a salir bailando de ese comportamiento «decoroso» con el cual su madre y su padre deseaban atraparla. Tal vez incluso se escapara a un circo a probar suerte bajo la gran carpa.

El tren aminoró la marcha al acercarse a la estación de Euston. Las casas de Londres se veían borrosas por la ventana y Dolly tembló de emoción. ¡Londres! Qué laberinto de ciudad (por lo menos, así la describía la introducción de la Guía de Londres, de Ward Lock & Co’s, que tenía escondida en el cajón, junto a unas braguitas), repleta de teatros y de vida nocturna y personas grandiosas con vidas magníficas.

Cuando Dolly era más joven, su padre solía ir a Londres por cuestiones de trabajo. Ella lo esperaba esas noches mirando por la balaustrada cuando su madre pensaba que ya estaba dormida, impaciente por verlo. La llave sonaba en la cerradura, y ella contenía la respiración, y entonces él entraba. Cuando la madre recogía su abrigo, a su alrededor había un aura de haber estado en Un Lugar, de ser Más Importante que antes. Dolly nunca habría osado preguntarle por el viaje; aun así, sospechaba que la verdad sería una mala imitación de sus fantasías. No obstante, miró a su padre, con la esperanza de que le devolviera la mirada, de ver en sus ojos una prueba de que él también sentía la atracción de la gran ciudad ante la que pasaban.

Él no la miró. Arthur Smitham solo tenía ojos para su libro de contabilidad, ya en la contraportada, donde había anotado con esmero el horario de los trenes y el número de los andenes. Las comisuras de su boca se retorcieron y Dolly se desanimó. Se preparó para el pánico que se avecinaba, pues era inevitable por mucho que saliesen con tiempo, por mucho que hiciesen el mismo viaje cada año, por mucho que en todas partes los viajeros fuesen en tren de A a B y de B a C sin volverse locos. Como era de esperar (se estremeció de forma preventiva), ahí llegaba ese conmovedor grito de batalla:

—Todos juntos mientras buscamos un taxi. —Qué valeroso intento del líder para irradiar calma ante las tribulaciones que les aguardaban. Tanteó el estante del equipaje en busca de su sombrero.

—Cuthbert —se preocupó su madre—, dame la mano.

—No quiero...

—Cada uno es responsable de su equipaje —prosiguió el padre, cuya voz se alzó en una rara muestra de sentimiento—: Agarrad bien los palos y las raquetas. Y no os quedéis rezagados detrás de pasajeros con cojera o bastones. No debemos permitir que nos detengan.

Un hombre bien vestido que viajaba en el mismo vagón miró con recelo a su padre y Dolly se preguntó (y no era la primera vez) si sería posible desaparecer si lo deseaba con todas sus fuerzas.

 

La familia Smitham tenía el hábito, perfeccionado y consolidado gracias a años de vacaciones idénticas junto al mar, de salir justo después del desayuno. Hacía ya mucho tiempo, su padre había descartado alquilar una caseta de playa, declarando que era un lujo innecesario que alentaba la vanidad, por lo cual era indispensable salir temprano si deseaban hallar un espacio digno antes de la llegada de las multitudes. Esa mañana, la señora Jennings los había entretenido en el comedor Bellevue un poco más de lo habitual, pues tardó demasiado en preparar el té y se hizo un lío terrible con la tetera de repuesto. Su padre se iba poniendo cada vez más nervioso (sentía la llamada de sus zapatos de lona blanca, a pesar de las tiritas que se vio obligado a ponerse en los talones por los esfuerzos del día anterior), pero era impensable interrumpir a la anfitriona, y Arthur Smitham nunca hacía cosas impensables. Al final fue Cuthbert quien los salvó a todos. Echó un vistazo al reloj de buque, encima de la fotografía enmarcada del embarcadero, se tragó un huevo escalfado entero y exclamó:

—¡Caramba! ¡Ya son las nueve y media!

Ni siquiera la señora Jennings podía discutir eso, así que se dirigió hacia la cocina y les deseó que pasasen una buena mañana.

—¡Y qué día hace!, ¡qué día tan perfecto!

En efecto, era un día casi perfecto, uno de esos días veraniegos de cielo despejado y brisa ligera y cálida, y cómo dudar que algo emocionante esperaba a la vuelta de la esquina. Un autobús llegaba al mismo tiempo que ellos al paseo marítimo, y el señor Smitham apresuró a su familia, en su afán de imponerse a la muchedumbre. Con los aires de amo y señor de quien había reservado su estancia en febrero y había pagado en marzo, el señor y la señora Smitham no veían con buenos ojos a los excursionistas de un día. Eran impostores y caraduras, que ocupaban su playa, hacinaban su muelle y les obligaban a hacer cola para comprar sus helados.

Dorothy se quedó unos pasos atrás mientras el resto de la familia, capitaneada por su intrépido líder, pasaba ante el quiosco para cortar el paso a los invasores. Subieron las escaleras con la majestuosidad de los vencedores y ocuparon un lugar junto al muro de piedra. Su padre dejó la cesta del picnic en el suelo, metió los pulgares en la cintura del pantalón y echó un vistazo a izquierda y derecha antes de declarar que era un buen lugar. Añadió, con una sonrisa de satisfacción:

—Y no está ni a cien pasos de la entrada. Ni a cien pasos.

—Podríamos saludar a la señora Jennings desde aquí —dijo la madre, siempre dispuesta a aprovechar la oportunidad de complacer a su marido.

Dorothy atinó a sonreír sin ganas, tras lo cual centró su atención en extender bien la toalla. Por supuesto, en realidad no podían ver Bellevue desde donde estaban sentados. En contra de lo que indicaba su nombre (escogido con una inusual joie de vivre por la adusta señora Jennings, quien había vivido un buen mes en París), el edificio se encontraba en medio de Little Collins Street, que daba al paseo marítimo. La vue, por tanto, no era precisamente belle (fragmentos grises del centro de la ciudad en las habitaciones delanteras, los desagües gemelos de una casa en las traseras), pero tampoco era francés el edificio, de manera que ponerse quisquilloso, según Dorothy, no tenía mucho sentido. Se puso crema Pond’s fría en los hombros y se escondió tras la revista, echando vistazos por encima de las páginas a las personas, más ricas y lustrosas, que descansaban y reían en los balcones de las casetas de playa.

 

Había una muchacha en especial. Era rubia, de piel bronceada, y le salían unos hoyuelos adorables cuando reía, lo cual hacía a menudo. Dolly no podía dejar de mirarla. Esos movimientos felinos en el balcón, cálidos y confiados, estirando el brazo para acariciar primero a este amigo, luego a este otro; esa inclinación del mentón, la sonrisa, mordiéndose el labio, que reservaba para el tipo más apuesto; ese ligero mecerse de su vestido de satén plateado cuando soplaba la brisa. La brisa. Incluso la naturaleza conocía las reglas. Mientras Dolly se asaba en el puesto de la familia Smitham y las gotas de sudor invadían su cabello y volvían pegajoso su traje de baño, ese vestido plateado ondeaba tentadoramente en lo alto.

—¿Quién se apunta a jugar al cricket?

Dolly se guareció detrás de su revista.

—¡Yo! ¡Yo! —dijo Cuthbert, saltando de un pie (ya quemado) al otro—. Me pido tirar, papá, me pido tirar. ¿Puedo? ¿Puedo? Por favor, por favor, por favor.

La sombra del padre supuso un breve alivio del calor.

—¿Dorothy? Siempre pides el primer turno.

La mirada traspasó el bate que le ofrecía, la rotundidad del vientre de su padre, el trocito de huevo revuelto que pendía del bigote. Y en su mente apareció una imagen de esa muchacha hermosa y risueña en su vestido plateado, bromeando y coqueteando con sus amigos, sin un solo padre a la vista.

—Creo que hoy no; gracias, papá —dijo en voz baja—. Me va a dar dolor de cabeza.

Los dolores de cabeza arrastraban el olorcillo de esos «asuntos de mujeres» y el señor Smitham frunció los labios, con asombro y desagrado. Asintió, retrocediendo lentamente.

—Descansa entonces; eh, no hagas muchos esfuerzos...

—¡Vamos, papá! —exclamó Cuthbert—. Bob Wyatt está saliendo al redil. A ver si le enseñas cómo se hace.

Ante semejante grito de batalla, su padre no pudo sino actuar. Se dio la vuelta y caminó ufano por la playa, el bate sobre el hombro, a la alegre usanza de alguien mucho más joven, más en forma. El juego comenzó y Dolly se encogió aún más contra el muro. Lo bien que jugaba Arthur Smitham al cricket formaba parte de la Gran Leyenda Familiar, por lo cual el partidillo estival era una institución sagrada.

En cierto modo, Dolly se odiaba por la manera en que estaba actuando (al fin y al cabo, quizás era la última vez que venía a las vacaciones familiares anuales), pero era incapaz de sacudirse este mal humor. A medida que pasaba el tiempo el abismo que la separaba de su familia iba aumentando. No era que no los quisiese; era solo que se les daba demasiado bien, incluso a Cuthbert, volverla loca. Siempre se había sentido diferente, no era nada nuevo, pero últimamente las cosas habían empeorado. Su padre había comenzado a hablar durante la cena acerca de lo que iba a suceder cuando Dolly terminase los estudios. En septiembre habría un puesto vacante en la secretaría de la fábrica de bicicletas... Y, después de unos treinta años de servicio, él bien podría mover los hilos para que la dirección de secretaría contratase a Dolly. Su padre siempre sonreía y guiñaba un ojo al decirlo, como si estuviera haciendo un favor enorme a Dolly y ella debiera sentirse agradecida. En realidad, era pensarlo y querer gritar como la heroína de una película de terror. No se le ocurría nada peor. Más aún, no podía creerse que, después de diecisiete años, Arthur Smitham, su propio padre, la conociese tan mal.

De la arena llegó un grito de «¡seis!» y Dolly miró por encima de su Woman’s Weekly para ver a su padre girar el bate sobre el hombro como si fuese un mosquete y asestar el golpe entre unos portillos improvisados. Junto a ella, de Janice Smitham surgían unos gritos de ánimo nerviosos, con indecisas exclamaciones de «¡buen espectáculo!» y «¡muy bien hecho!», contrarrestadas enseguida con gritos desesperados de «cuidado», «no tan rápido» o «respira, Cuthbert, recuerda tu asma», mientras el muchacho perseguía la pelota hacia el agua. Dolly observó el pulcro peinado de su madre, el corte sensato de su traje de baño, las precauciones que había tomado para presentarse ante el mundo de la forma menos llamativa posible, y suspiró con una perplejidad apasionada. Nada la irritaba más que el que su madre fuese incapaz de comprender nada acerca del futuro de su hija.

Cuando se dio cuenta de que su padre hablaba en serio respecto a la fábrica de bicicletas, tuvo la esperanza de que su madre sonreiría cariñosa ante esa sugerencia, antes de señalar que su hija se podía dedicar a cosas mucho más interesantes. Porque, si bien Dolly se divertía imaginando que la habían robado poco después de nacer, en realidad no lo creía. Nadie que la viese junto a su madre podría haber pensado tal cosa por mucho tiempo. Janice y Dorothy Smitham tenían el mismo cabello castaño, los mismos pómulos prominentes y el mismo busto generoso. Y, tal como Dolly había aprendido recientemente, tenían algo más importante en común.

Había estado buscando su palo de hockey en los estantes del garaje cuando hizo el descubrimiento: una caja de zapatos azul al fondo del estante superior. La caja le resultó familiar al instante, pero Dolly tardó unos segundos en recordar por qué. En el recuerdo su madre estaba sentada al borde de la cama en la habitación que compartía con su padre, la caja azul en el regazo y un aire de nostalgia en el rostro a medida que iba mirando el contenido. Era un momento íntimo y Dolly supo instintivamente que debía esfumarse, pero más adelante se preguntó por esa caja, tratando de imaginar qué contendría para que su madre tuviera ese aspecto soñador y ensimismado, y pareciese joven y anciana al mismo tiempo.

Ese día, sola en el garaje, Dolly había levantado la tapa de la caja y todo fue revelado. Estaba llena de pequeños restos de otra vida: programas de actuaciones de canto, premios de certámenes musicales, certificados que proclamaban que Janice Williams era la cantante de voz más hermosa. Había incluso un artículo de periódico con la fotografía de una joven inteligente, de mirada idealista y hermosa figura y el aspecto de alguien que iba a ver mundo, que, a diferencia del resto de las chicas de su clase, no iba a contentarse con esa vida aburrida y vulgar que se esperaba de ellas.

Salvo que sí lo había hecho. Dolly se quedó mirando esa fotografía mucho tiempo. Su madre había poseído un talento (un talento real, que la convertía en un ser especial), pero, tras diecisiete años viviendo en la misma casa, Dolly nunca había oído cantar a Janice Smitham. ¿Qué podría haber silenciado a esa joven que una vez dijo a un periodista: «Cantar es lo que más me gusta en el mundo; me hace sentir que podría volar. Un día me gustaría cantar en un escenario para el rey»?

Dolly sospechaba que conocía la respuesta.

—¡Sigue así, muchacho! —exclamó su padre a Cuthbert al otro lado de la playa—. Estate atento, ¿eh? Ponte derecho.

Arthur Smitham: el contable por excelencia, el paladín de la fábrica de bicicletas, el protector de todo lo que era bueno y correcto. El enemigo de lo excepcional.

Dolly suspiró al verlo retroceder dando tumbos, preparándose para lanzar la pelota a Cuthbert. Podía haber vencido a su madre, haberla convencido para que renunciara a todo lo que la hacía especial, pero no le haría lo mismo a Dolly. Se negaba a permitirlo.

—Madre... —dijo de repente, dejando la revista sobre el regazo.

—¿Sí, cariño? ¿Te apetece un sándwich? Tengo aquí un poco de paté de gambas.

Dolly respiró hondo. No podía creerse que iba a decirlo, ahora, aquí, sin más, pero se dejó llevar por el viento:

—Madre, no quiero ir a trabajar con padre a la fábrica de bicicletas.

—¿Oh?

—No.

—Oh.

—No creo que pueda soportar hacer lo mismo todos los días, escribir cartas llenas de bicicletas y referencias a pedidos, y lúgubres «le saluda muy atentamente».

—Ya veo. —Su madre pestañeó con un gesto inexpresivo y hermético en el rostro.

—Sí.

—Y ¿qué te propones hacer?

Dolly no estaba segura de cómo responder a esa pregunta. No había pensado en los detalles, pero sabía que había algo ahí fuera esperándola.

—No sé. Solo... Bueno, la fábrica de bicicletas no es un lugar para alguien como yo, ¿no opinas lo mismo?

—¿Y por qué no?

No quería tener que decirlo. Quería que su madre lo supiese, lo aceptase, lo pensase por sí misma sin que se lo dijese. Dolly no encontraba palabras, mientras la decepción forcejeaba con todas sus fuerzas contra la esperanza.

—Es hora de sentar la cabeza, Dorothy —dijo su madre con amabilidad—. Ya eres casi una mujer.

—Sí, pero eso es exactamente...

—Olvida esas ideas infantiles. Ya ha pasado la hora de todo eso. Quería decírtelo él mismo, sorprenderte, pero tu padre ya ha hablado con la señora Levene y ha concertado una entrevista.

—¿Qué?

—No tenía que decirte nada, pero te van a recibir la primera semana de septiembre. Eres una muchacha muy afortunada por tener un padre con tanta influencia.

—Pero yo...

—Tu padre es el que sabe. —Janice Smitham extendió el brazo para dar unos golpecitos en la pierna de Dolly, pero no llegó a tocarla—. Ya verás. —Había un rastro de miedo detrás de esa sonrisa pintada, como si supiese que estaba traicionando a su hija de alguna manera, pero no se atreviese a pensar cómo.

Dolly ardía por dentro; quería zarandear a su madre y recordarle que ella también había sido excepcional una vez. Quería que le explicase por qué había cambiado, decirle (aun sabiendo lo cruel que sería) que ella, Dolly, tenía miedo, que no soportaba pensar que lo mismo podría sucederle a ella. Pero entonces...

—¡Cuidado!

Se oyó un alarido procedente de la costa de Bournemouth, por lo que Dolly centró su atención en la orilla del mar y Janice Smitham se libró de una conversación que no quería tener.

Allí, en un traje de baño que parecía salido de Vogue, estaba la Chica, previamente la del Vestido Plateado. Su boca formaba una grácil mueca y se frotaba un brazo. La otra gente hermosa había formado un grupo que era un espectáculo de contrición y gestos comprensivos y Dolly aguzó el oído para comprender lo que había ocurrido. Vio cómo un chico, más o menos de su edad, se agachaba para coger algo en la arena y se enderezada sosteniendo en alto (Dolly se llevó la mano a la boca con solemnidad) una pelota de cricket.

—Lo siento mucho, chavales —dijo su padre.

Los ojos de Dolly se abrieron de par en par: ¿qué diablos estaba haciendo ahora? Dios santo, no se estaría acercando, ¿verdad? Pues sí (las mejillas le ardían), eso era exactamente lo que estaba haciendo. Dolly quiso desaparecer, ocultarse, pero era incapaz de apartar la mirada. Su padre se detuvo junto al grupo e hizo una rudimentaria imitación de golpear con el bate. Los demás asintieron con la cabeza y escucharon, el chico que tenía la pelota dijo algo y la niña se tocó el brazo, se encogió de hombros levemente y sonrió con esos hoyuelos a su padre. Dolly suspiró; al parecer, el desastre había sido evitado.

Pero entonces, quizás deslumbrado por el glamour que lo rodeaba, su padre olvidó irse y, en cambio, se giró y señaló un lugar de la playa, así que la atención colectiva de todos ellos se centró en donde estaban sentadas Dolly y su madre. Janice Smitham, con tan poca elegancia que su hija quiso morir, comenzó a ponerse en pie antes de pensarlo mejor, no atinar a sentarse y elegir en su lugar quedarse agazapada. En esa postura levantó la mano para saludar.

Algo dentro de Dolly se encogió y murió. Las cosas no podrían haber ido peor.


Date: 2016-03-03; view: 480


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