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Londres, mayo de 1941 5 page

—¿Nada de nada?

Dijo que no. Papá tenía las manos en los bolsillos y sus ojos bullían bajo las cejas.

Los dos policías intercambiaron una mirada, el más maduro inclinó la cabeza ligeramente y el más joven cerró el cuaderno.

El interrogatorio había terminado.

 

Más tarde, Laurel, sentada sobre la repisa de la ventana de su dormitorio, se mordía las uñas y miraba a los tres hombres junto a la puerta. No hablaban mucho, pero a veces el policía de más edad decía algo y papá respondía, señalando diversos objetos en el horizonte que se oscurecía. Podría haber sido una conversación sobre métodos de cultivo, o el calor estival, o los usos tradicionales de las tierras de Suffolk, pero Laurel dudó que tratasen alguno de esos temas.

Una furgoneta avanzó por el camino y el policía más joven fue a su encuentro, dando zancadas sobre la hierba y señalando con gestos hacia la casa. Laurel vio a un hombre surgir del asiento del conductor y una camilla salió por la parte de atrás; la sábana (no tan blanca, según veía ahora, con manchas de un rojo que era casi negro) ondeó al recorrer el jardín. Subieron la camilla y la furgoneta se alejó. Los policías se marcharon y papá entró en casa. La puerta se cerró: lo oyó a través del suelo. Unas botas salieron despedidas (una, dos) y, a continuación, oyó los pasos de unos pies descalzos en la sala de estar que se acercaban a su madre.

Laurel corrió las cortinas y dio la espalda a la ventana. Los policías se habían ido. Había dicho la verdad; había descrito con exactitud sus recuerdos, todo lo ocurrido. Entonces, ¿por qué se sentía así? Rara, insegura.

Se acostó en su cama, con las manos, como si rezase, entre las rodillas, acurrucada. Cerró los ojos, pero los abrió de nuevo para dejar de ver ese destello plateado, la sábana blanca, la cara de su madre cuando el hombre dijo su nombre...

Laurel se puso en tensión. El hombre había dicho el nombre de mamá.

No se lo había contado a la policía. Le habían preguntado si recordaba algo más, algo que hubiese visto u oído, y les había respondido que no, que nada. Pero había algo, hubo algo.

Se abrió la puerta y Laurel se incorporó rápidamente, casi temiendo que el agente hubiera vuelto para leerle la cartilla. Pero era solo su padre, que había venido a decirle que iba a buscar a sus hermanas a la casa de los vecinos. Habían acostado al bebé y su madre estaba descansando. Vaciló en la puerta, dando golpecitos contra la jamba. Cuando habló de nuevo, su voz sonó ronca:



—Ha sido una conmoción lo ocurrido esta tarde, una conmoción espantosa.

Laurel se mordió el labio. Muy dentro de ella, un sollozo amenazó con salir a la superficie.

—Tu madre es una mujer valiente.

Laurel asintió.

—Es una superviviente, y tú también lo eres. Estuviste bien con esos policías.

Laurel balbuceó. En los ojos le ardían lágrimas frescas:

—Gracias, papá.

—La policía dice que es probable que se trate del hombre de los periódicos, el que ha estado causando problemas junto al arroyo. La descripción coincide, y nadie más habría venido a molestar a tu madre.

Era lo que ella había pensado. Cuando lo vio por primera vez, ¿no se había preguntado si no sería el mismo del que hablaban los periódicos? Laurel de repente se sintió más ligera.

—Escucha bien, Lol. —Su padre se llevó las manos a los bolsillos. Las sacudió un momento antes de continuar—. Tu madre y yo hemos hablado y creemos que es buena idea no contar lo que pasó a los más pequeños. No hay necesidad, y pedirles que comprendan algo así es demasiado. Si hubiera dependido de mí, tú habrías estado a cientos de kilómetros de distancia, pero no fue así y eso no se puede cambiar.

—Lo siento.

—No tienes que pedir perdón. No es tu culpa. Has ayudado a la policía y también a tu madre, ahora todo se ha acabado. Un hombre malvado ha venido a nuestra casa, pero ya está todo solucionado. Todo va a ir bien.

No era una pregunta, no exactamente, pero sonó como si lo fuese, y Laurel respondió:

—Sí, papá. Todo va a ir bien.

Él sonrió con un solo lado de la boca.

—Eres buena chica, Laurel. Voy a buscar a tus hermanas. Todo esto quedará entre nosotros, ¿vale? Buena chica.

 

Y así lo hicieron. Se convirtió en el gran evento nunca mencionado de la historia de su familia. Las hermanas no debían saberlo, y Gerry era demasiado pequeño para recordarlo, aunque resultó que se equivocaban al respecto.

Las otras comprendieron, por supuesto, que algo inusual había ocurrido: se las habían llevado sin mayores contemplaciones de la fiesta de cumpleaños y las habían dejado frente al nuevo televisor Decca de un vecino; sus padres permanecieron extrañamente sombríos durante semanas; y un par de policías comenzaron a realizar visitas periódicas que conllevaban puertas cerradas y voces graves y quedas. Sin embargo, todo adquirió sentido cuando papá les habló del pobre vagabundo que había muerto en la pradera durante el cumpleaños de Gerry. Era triste, pero, como les explicó, esas cosas ocurrían a veces.

Laurel, mientras tanto, comenzó a morderse las uñas con entusiasmo. La investigación policial concluyó en cuestión de semanas: la edad del hombre y su aspecto coincidían con las descripciones del acosador del picnic, la policía dijo que no era inusual en estos casos que la violencia fuese en aumento con el tiempo y el testimonio de Laurel dejó claro que su madre había actuado en legítima defensa. Un robo que acabó mal; una madre que se libró por poco; nada que mereciese la pena difundir en la prensa. Por fortuna, en aquellos tiempos la discreción era la norma y un acuerdo entre caballeros podía llevar un titular a la página tres. Cayó el telón, la representación terminó.

Y aun así... Si bien la vida de su familia había regresado a la programación habitual, la de Laurel permanecía estática. La sensación de estar separada de los demás se fue agravando y se volvió inexplicablemente inquietante. El suceso se repetía en su mente sin pausa y, debido a su papel en la investigación policial y a lo que había dicho —peor aún, lo que no había contado—, el pánico a veces era tan intenso que apenas podía respirar. Fuese a donde fuese en Greenacres (dentro de la casa o en el jardín), se sentía atrapada por lo que había visto y hecho. Los recuerdos la cercaban por todas partes; eran ineludibles; lo peor era que el suceso que les daba vida era totalmente inexplicable.

Cuando se presentó a la prueba de la Escuela de Arte Dramático y logró una plaza, Laurel hizo caso omiso a sus padres, quienes le rogaron que se quedase en casa, esperase un año y acabase los estudios, que pensase en sus hermanas y el hermanito, que la adoraba más que a nadie. En vez de ello, hizo el equipaje, tan escaso como le fue posible, y dejó a todos atrás. Su vida cambió de dirección al instante, de la misma manera que una veleta gira en círculos durante una tormenta inesperada.

 

Laurel se acabó el vino y observó un par de grajos volando bajo sobre la pradera de papá. Alguien había accionado el gigante interruptor de luces y el mundo se iba sumergiendo en la oscuridad. Todas las actrices tienen sus palabras favoritas, y «carencia»... figuraba entre las de Laurel. Era un placer pronunciarla, esa sensación de caída melancólica y ese tono desvalido inherentes al sonido de la palabra, aun siendo tan similar a cadencia, de la cual adquiría su musicalidad.

Era esa hora del día que asociaba sobre todo con la infancia, con su vida antes de ir a Londres: el regreso de su padre a casa después de haber trabajado todo el día en la granja, su madre secando a Gerry con una toalla junto a la estufa, sus hermanas riéndose mientras Iris exhibía su repertorio de imitaciones (qué ironía que Iris acabase convertida en la figura más imitable de la infancia: la directora del colegio), ese instante de transición en que se encendían las luces de casa y todo olía a jabón, y la cena ya estaba servida en la gran mesa de roble. Incluso ahora, Laurel percibía de manera inconsciente el giro natural del día. Era lo más cerca que había estado de sentir nostalgia de casa en su propio hogar.

Algo se movió en la pradera, en el sendero que su padre solía recorrer cada día, y Laurel se puso rígida; pero era tan solo un coche, un coche blanco (ahora lo veía mejor) que giró en el camino. Se puso en pie, sacudiendo las últimas gotas de la copa. Hacía frío y Laurel se abrazó a sí misma. Caminó lentamente hacia la puerta. La conductora encendió y apagó los faros con una energía que solo podía proceder de Daphne y Laurel alzó una mano para saludar.

 


Capítulo 6

 

 

Laurel dedicó gran parte de la cena a observar la cara de su hermana pequeña. Se había hecho algo, y lo había hecho bien, y el resultado era fascinante. «Una magnífica crema hidratante nueva», respondería Daphne si le preguntasen y, como Laurel no deseaba oír mentiras, se abstuvo de curiosear. En vez de ello, asintió mientras Daphne jugueteaba con sus rizos rubios y las cautivaba con historias del programa Desayunos en L. A., donde era la mujer del tiempo y coqueteaba con un presentador llamado Chip. Las pausas en ese monólogo de parlanchina eran escasas y, cuando al fin tuvieron ocasión, Rose y Laurel la aprovecharon al unísono.

—Tú primero —dijo Laurel, que inclinó su copa de vino (vacía una vez más, según comprobó) hacia su hermana.

—Solo iba a decir que quizás deberíamos hablar un poco sobre la fiesta de mamá.

—Estoy de acuerdo —dijo Iris.

—Tengo algunas ideas —dijo Daphne.

—Claro que sí.

—Cómo no.

—Nosotras...

—Yo...

—¿Qué estabas pensando, Rosie? —dijo Laurel.

—Bueno —Rose, quien siempre pasaba apuros bajo la presión de sus hermanas, comenzó con una tos—, tendrá que ser en el hospital, una pena, pero pensaba que podríamos intentar que fuese especial para ella. Ya sabéis cómo se siente con los cumpleaños.

—Justo lo que iba a decir —indicó Daphne, que contuvo un pequeño hipo tras las uñas rosadas—. Y, al fin y al cabo, va a ser el último.

Se hizo el silencio entre las mujeres, con la grosera excepción del reloj suizo, hasta que Iris lo rompió con un sollozo.

—Eres una... insensible —dijo, acariciando las puntas de su melena cana—. Desde que te mudaste a Estados Unidos.

—Solo quería decir...

—Creo que todas sabemos lo que querías decir.

—Pero es la verdad.

—Precisamente por eso no hacía falta que lo dijeses.

Laurel observó a sus hermanas. Iris tenía el gesto torcido, Daphne parpadeaba con sus afligidos ojos azules, Rose retorcía su trenza con tal angustia que amenazaba con partirla. Si entrecerraba los ojos, podría verlas de niñas. Suspiró ante la copa.

—Tal vez podríamos llevar algunas de las cosas favoritas de mamá —dijo—. Poner unos discos de la colección de papá. ¿En algo así pensabas, Rosie?

—Sí —dijo Rose, con una gratitud enervante—. Sí, eso sería perfecto. Pensaba que incluso podríamos contar alguna historia de las que solía inventar para nosotras.

—Como la de la puerta al fondo del jardín que daba al país de las hadas.

—Y los huevos de dragón que encontraba en el bosque.

—Y esa vez que se escapó para unirse al circo.

—¿Os acordáis —dijo Iris de repente— del circo que tuvimos aquí?

—Mi circo —dijo Daphne, quien sonrió detrás de su copa de vino.

—Bueno, sí —intervino Iris—, pero solo porque...

—Porque tuve un sarampión horrible y me perdí el circo de verdad cuando vino al pueblo. —Daphne se rio con placer al recordarlo—. Mamá pidió a papá que montase una tienda al final del prado, ¿recordáis?, y vosotras fuisteis los payasos. Laurel era el león, y mamá la equilibrista.

—No se le daba nada mal —dijo Iris—. Casi no se cayó de la cuerda floja. Seguro que practicó durante semanas.

—O a lo mejor era verdad que había estado en el circo —dijo Rose—. De mamá casi me lo creo.

Daphne suspiró satisfecha.

—¿A que tuvimos mucha suerte de tener una madre como la nuestra? Tan juguetona, casi como si no hubiese crecido de verdad; no como todas esas otras madres tan aburridas. Yo presumía de ella cuando venían a casa mis amigas de la escuela.

—¿Tú? ¿Presumías? —Iris fingió sorpresa—. Vaya, eso no parece...

—En cuanto a la fiesta de mamá... —Rose movió una mano, deseosa de evitar otra disputa—, he pensado que podría hacer una tarta Victoria, su favo...

—¿Os acordáis —dijo Daphne con un entusiasmo repentino— de ese cuchillo, el de la cinta...?

—La cinta roja —dijo Iris.

—... Y el mango de hueso. Insistía en usarlo, en todos los cumpleaños.

—Decía que era mágico, que concedía deseos.

—¿Sabéis? Yo me lo creí un montón de tiempo. —Daphne apoyó el mentón en la mano con un bonito suspiro—. Me pregunto qué fue de ese cuchillo tan viejo y raro.

—Desapareció —dijo Iris—. Ahora lo recuerdo. Un año no lo vi y, cuando le pregunté, mamá me dijo que lo había perdido.

—Sin duda ocupó su lugar junto a los mil bolígrafos y horquillas desaparecidos en esta casa —dijo Laurel enseguida. Se aclaró la garganta—. Qué sed. ¿Alguien quiere más vino?

—¿No sería maravilloso si lo encontráramos? —oyó decir al cruzar el vestíbulo.

—¡Qué espléndida idea! Lo podríamos llevar para cortar la tarta...

Laurel llegó a la cocina y, por tanto, se salvó de los entusiastas preparativos de la búsqueda. («No pudo ir muy lejos», las animaba Daphne).

Dio al interruptor de la luz y la habitación despertó a la vida como un viejo y fiable criado que hubiera trabajado más tiempo del recomendable. Sin más personas que ella, con la tenue media luz del tubo fluorescente, la cocina parecía más triste de lo que Laurel recordaba; el mosaico de lechada era gris y una capa grasienta de polvo cubría las tapas de los frascos. Tenía la incómoda sensación de que aquello probaba lo mal que veía su madre. Debería haber contratado a alguien para que limpiase. ¿Cómo no lo había pensado antes? Y ya que estaba flagelándose (¿por qué parar ahí?), debería haberla visitado más a menudo y haber limpiado la casa ella misma.

La nevera, al menos, era nueva; Laurel se había encargado de ello. Cuando el viejo Kelvinator al fin murió en acto de servicio, Laurel compró por teléfono un sustituto desde Londres: con ahorro de energía y una lujosa máquina de hielo que su madre nunca usaba.

Laurel encontró la botella de Chablis que había traído y cerró la puerta. Un poco demasiado fuerte, quizás, pues un imán se cayó y un trozo de papel dio vueltas hasta el suelo. El papel desapareció bajo la nevera y Laurel soltó una palabrota. Se puso a cuatro patas para palpar entre el polvo. Era un recorte de prensa del Sudbury Chronicle y aparecía una fotografía de Iris, con su aspecto de directora, vestida de tweed marrón y con unas mallas negras frente a su colegio. A pesar de la excursión, el recorte seguía en buen estado y Laurel buscó un hueco donde ponerlo. Era más fácil decirlo que hacerlo. La nevera de los Nicolson siempre había sido un lugar muy concurrido, incluso antes de que se empezaran a vender imanes con el propósito expreso de abarrotar: cualquier cosilla digna de atención acababa en la gran puerta blanca para deleite de la familia. Fotografías, elogios, tarjetas y, por supuesto, las apariciones en los medios de comunicación.

El recuerdo llegó de ninguna parte, una mañana de verano de 1961, un mes antes de la fiesta de cumpleaños de Gerry: los siete estaban sentados a la mesa del desayuno untando mermelada de fresa en las tostadas mientras papá recortaba un artículo del periódico local; la fotografía de Dorothy, sonriente, sosteniendo la judía ganadora; papá lo pegó a la nevera más tarde, mientras los demás limpiaban.

—¿Estás bien?

Laurel se dio la vuelta para ver a Rose de pie en el umbral.

—Muy bien. ¿Por qué?

—Estabas tardando mucho tiempo. —Arrugó la nariz y observó a Laurel con atención—. Y debo decir que estás un poco paliducha.

—Eso es por esta luz —dijo Laurel—. Le da a una un encantador aspecto de tísica. —Se afanó con el sacacorchos, dando la espalda a Rose para que no viese su expresión—. Espero que vayan bien los planes para la Gran Búsqueda del Cuchillo.

—Oh, sí. De verdad, cuando esas dos se juntan...

—Si pudiéramos aprovechar esa energía y emplearla para algo positivo...

—Pues sí.

Se alzó una ráfaga de vapor cuando Rose abrió el horno para echar un vistazo a la tarta de frambuesa, uno de los orgullos de su madre. El dulce olor a frutas llenó el aire y Laurel cerró los ojos.

Tardó meses en reunir el valor necesario para preguntar por el episodio. Tan firme era la determinación de sus padres de mirar al futuro, de negar el suceso, que tal vez nunca lo habría hecho si no hubiera comenzado a soñar con el hombre. Pero soñaba con él todas las noches, y siempre el mismo sueño. El hombre, a un lado de la casa, llamaba a su madre por su nombre...

—Tiene buena pinta —dijo Rose, que sacó la bandeja del horno—. Quizás no esté tan rico como el de ella, pero no debemos esperar milagros.

Laurel había encontrado a su madre en la cocina, en este mismo lugar, unos días antes de ir a Londres. Se lo preguntó sin rodeos: «¿Por qué ese hombre sabía cómo te llamabas, mamá?». Se le encogió el estómago a medida que las palabras salían de sus labios, y una parte de ella, lo comprendió mientras esperaba la respuesta, rezaba para que su madre le dijese que se había equivocado. Que lo había oído mal y el hombre no había dicho nada semejante.

Dorothy no respondió de inmediato. En vez de eso, fue a la nevera, abrió la puerta y husmeó en el interior. Laurel se quedó observando su espalda durante un tiempo que se le hizo eterno y casi había perdido la esperanza cuando su madre al fin comenzó a hablar.

—El periódico —dijo—. La policía dice que habría leído ese artículo del periódico. Lo llevaba en la cartera. Así es como llegó hasta aquí.

Fue una explicación muy convincente.

Es decir, Laurel quería que fuese convincente, y por tanto lo fue. El hombre había leído el periódico, había visto la fotografía de su madre y salió en su busca. Y, si en un rincón de su mente una vocecilla preguntaba «¿Por qué?», Laurel la acallaba. Ese hombre estaba loco... ¿Quién podría adivinar sus motivos? Y, en cualquier caso, ¿qué importancia tenía? Todo había terminado. Siempre que no mirase muy de cerca sus delicados hilos, el tapiz se sostenía. La imagen permanecía intacta.

Al menos, así había sido... hasta ahora. Era increíble que, después de cincuenta años, bastasen una vieja fotografía y un nombre de mujer para que el tejido de la ficción de Laurel comenzara a deshilacharse.

La bandeja del horno volvió a su sitio con un sonido metálico y Rose dijo:

—Quedan cinco minutos.

Laurel se sirvió vino e intentó mostrarse despreocupada:

—¿Rosie?

—¿Hum?

—Esa fotografía de hoy, la del hospital. La mujer que le dio el libro a mamá...

—Vivien.

—Sí. —Laurel tembló ligeramente al dejar la botella. Ese nombre tenía un efecto extraño sobre ella—. ¿Mamá te habló alguna vez de ella?

—Un poco —dijo Rose—. Después de encontrar la foto. Eran amigas.

Laurel recordó la fecha de la fotografía: 1941.

—Durante la guerra.

Rose asintió, doblando el trapo de cocina en un pulcro rectángulo.

—No dijo gran cosa. Solo que Vivien era australiana.

—¿Australiana?

—Vino de niña, no estoy segura de por qué exactamente.

—¿Cómo se conocieron?

—No lo dijo.

—¿Por qué no la hemos conocido?

—Ni idea.

—Qué raro que no la haya mencionado antes, ¿verdad? —Laurel tomó un sorbo de vino—. Me pregunto por qué.

Sonó el temporizador del horno.

—Quizás discutieron. Dejaron de hablarse... No sé. —Rose se quitó las manoplas—. Pero ¿por qué estás tan interesada?

—No lo estoy. De verdad.

—Entonces, a comer —dijo Rose, sosteniendo el plato de la tarta con ambas manos—. Esto tiene una pin...

—Se murió —dijo Laurel con súbita convicción—. Vivien murió.

—¿Cómo lo sabes?

—Quiero decir —Laurel tragó saliva y rectificó rápidamente—, tal vez murió. Había una guerra. Es posible, ¿no crees?

—Todo es posible. —Rose tanteó la corteza con un tenedor—. Por ejemplo, este glaseado tan respetable. ¿Lista para enfrentarte a las otras?

—En realidad... —Laurel sintió una necesidad urgente y lacerante de subir, de examinar sus recuerdos—, tenías razón antes. No me siento bien.

—¿No quieres tarta?

Laurel negó con la cabeza, cerca ya de la puerta.

—Ya es tarde para mí, me temo. Sería terrible enfermar mañana.

—¿Quieres que te lleve algo? ¿Paracetamol, una taza de té?

—No —dijo Laurel—. No, gracias. Excepto, Rose...

—¿Sí?

—La obra.

—¿Qué obra?

Peter Pan..., el libro donde estaba la foto. ¿Lo tienes a mano?

—Qué rara eres —dijo Rose con una sonrisa torcida—. Tendré que buscarlo. —Meneó la cabeza ante la tarta—. Pero más tarde, ¿vale?

—Claro, no hay ninguna prisa, ahora voy a descansar. Que aproveche. ¿Rosie?

—¿Sí?

—Lamento enviarte sola al campo de batalla.

 

Fue la mención de Australia. Cuando Rose contó lo que le había dicho su madre, una bombilla se encendió dentro de Laurel y supo por qué Vivien era importante. Recordó, además, dónde había escuchado por primera vez el nombre, hacía ya muchísimos años.

Mientras sus hermanas disfrutaban del postre y perseguían un cuchillo que nunca encontrarían, Laurel fue a la buhardilla en busca de su baúl. Había un baúl para cada uno; Dorothy había sido estricta en ese tema. Era por la guerra, les confesó una vez papá: todo lo que Dorothy amaba fue destruido cuando aquella bomba cayó en la casa de su familia en Coventry y redujo su pasado a escombros. Se empeñó en que sus hijos nunca sufrieran la misma suerte. Quizás no fuese capaz de protegerlos contra el sufrimiento, pero iba a dejarles bien claro dónde encontrar sus fotografías del colegio cuando las buscasen. La pasión de su madre por las cosas, por sus pertenencias —objetos que podía sostener entre las manos y se convertían en profundos símbolos—, rayaba en lo obsesivo; su entusiasmo de coleccionista era tan desbordante que resultaba difícil no seguir su ejemplo. Todo se guardaba, no tiraba nada, las tradiciones se respetaban religiosamente. Por ejemplo, el cuchillo.

El baúl de Laurel se encontraba junto al radiador roto que papá no llegó a arreglar. Supo que era el suyo antes de leer su nombre en la tapa. Las correas de cuero curtido y la hebilla rota eran un claro indicativo. El corazón le dio un vuelco al verlo, sabedora de lo que iba a encontrar dentro. Qué extraño que un objeto en el que no había pensado durante décadas se dibujase con tanta precisión en su mente. Sabía exactamente lo que buscaba, cómo sería al tacto, qué emociones saldrían a la superficie al verlo. Mientras desataba las correas, se arrodilló junto a Laurel la débil huella de sí misma de aquellos años.

El baúl olía a polvo, a humedad y a una vieja colonia cuyo nombre había olvidado pero cuya fragancia le hizo sentir que tenía dieciséis años una vez más. Estaba lleno de papeles: diarios, fotografías, cartas, boletines escolares, un par de patrones para coser pantalones capri, pero Laurel no se detuvo a mirarlos. Sacó una pila tras otra, tras echar un rápido vistazo.

A la izquierda, hacia la mitad del baúl, encontró lo que buscaba: un librito sin encanto alguno y, sin embargo, para Laurel, rebosante de recuerdos.

Hacía unos años le habían ofrecido el papel de Meg en La fiesta de cumpleaños, su gran oportunidad de actuar en el teatro de Lyttelton, pero Laurel no aceptó. No recordaba otra ocasión en que hubiese antepuesto su vida personal a su carrera. Alegó un rodaje por esas fechas, lo cual no era del todo improbable pero tampoco era cierto. Fue una mentirijilla necesaria. No habría podido hacerlo. La obra estaba indisolublemente unida al verano de 1961; la había leído una y otra vez cuando ese muchacho (no lograba recordar su nombre, qué absurdo, si estuvo loca por él) se la regaló. Había memorizado los diálogos, impregnando las escenas con su ira y frustración acumuladas. Y entonces el hombre recorrió el camino de entrada a la granja y todo acabó tan embrollado en sus recuerdos que ver cualquier parte de esa obra la ponía enferma.

Aún ahora tenía la piel húmeda y el pulso acelerado. Menos mal que no era la obra lo que necesitaba, sino lo que había dentro. Todavía estaban ahí, lo notó gracias a los bordes ásperos de papel que sobresalían entre las páginas. Eran dos artículos de prensa: el primero, del periodicucho local, informaba de forma más bien vaga sobre la muerte de un hombre en Suffolk; el segundo era un obituario de The Times, recortado a escondidas del periódico que el padre de su amiga traía consigo al volver de Londres. «Mira —le dijo una noche en que Laurel visitó a Shirley—. Un artículo sobre ese tipo, el que murió cerca de tu casa el año pasado, Laurel». Era un extenso reportaje, pues al final resultó que el hombre no era el típico sospechoso; hubo una época, mucho antes de presentarse en Greenacres, en que alcanzó cierta distinción e incluso elogios. No tuvo hijos, pero sí estuvo casado una vez.


Date: 2016-03-03; view: 540


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