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Londres, mayo de 1941 4 page

—¿Es para la televisión?

Laurel alzó la vista para encontrarse a Iris guiñándole un ojo en el espejo retrovisor.

—¿Perdona? —dijo.

—La entrevista, esa que te tiene tan ocupada.

—Oh, eso. En realidad, es una serie de entrevistas. Todavía me queda rodar una el lunes.

—Sí, Rose dijo que ibas a volver a Londres pronto. ¿Es para la televisión?

Laurel hizo un ligero ruido de asentimiento.

—Uno de esos programas biográficos, de una hora más o menos. Va a incluir entrevistas con otras personas (directores y actores con los que he trabajado) junto con secuencias antiguas, cosas de infancia...

—¿Has oído, Rose? —dijo Iris con un tono cortante—. Cosas de infancia. —Se alzó del asiento del coche para torcer mejor el gesto en el espejo retrovisor—. Te agradecería que evitases las fotos de familia en las que aparezco total o parcialmente desnuda.

—Qué lástima —dijo Laurel, que apartó un pelo blanco del pantalón negro—. Me he quedado sin mi mejor material. ¿De qué voy a hablar ahora?

—Con un cámara enfocándote, seguro que se te ocurre algo.

Laurel ocultó una sonrisa. Las demás personas la respetaban muchísimo; era reconfortante pelearse con una experta.

Rose, sin embargo, que siempre prefería la paz, comenzaba a inquietarse.

—Mira, mira —dijo, sacudiendo las manos ante un edificio demolido en las afueras de la ciudad—. El emplazamiento para el nuevo supermercado. ¿Os lo imagináis? Como si no bastase con tres.

—Vaya, qué ridículo...

Con la irritada Iris distraída con elegancia, Laurel pudo recostarse en el asiento y mirar de nuevo por la ventana. Cruzaron el pueblo, enfilaron la calle principal cuando se estrechó hasta convertirse en una carretera rural y siguieron sus suaves curvas. Era una secuencia tan familiar que Laurel habría sabido dónde se encontraba con los ojos cerrados. La conversación en la parte delantera decayó a medida que la carretera se estrechaba y se cernían más árboles sobre ellas, hasta que al fin Iris activó el intermitente y giraron en el camino llamado Greenacres Farm.

 

La casa estaba donde siempre, en la parte superior de la cuesta, mirando al prado. No era de extrañar: las casas tienen la costumbre de permanecer donde las construyeron. Iris aparcó en una zona llana, donde había vivido el viejo Morris Minor de su padre hasta que su madre consintió en venderlo.

—Esos aleros están un poco maltrechos —dijo.

Rose estaba de acuerdo:

—Dan un aspecto triste a la casa, ¿verdad? Venid y os mostraré las últimas goteras.

Laurel cerró la puerta del coche, pero no siguió a sus hermanas. Se metió las manos en los bolsillos y se quedó de pie, observando todo el panorama: del jardín a las macetas agrietadas y todo lo que había en medio. La cornisa por la que solían bajar a Daphne en una cesta, la terraza en la que colgaron las cortinas del viejo dormitorio para formar un proscenio, la buhardilla donde Laurel aprendió ella sola a fumar.



La idea surgió de súbito: la casa la recordaba.

Laurel no se consideraba una romántica, pero era una sensación tan poderosa que, por un momento, no le costó creer que esa combinación de tablas de madera y ladrillos rojos, de tejas veteadas y ventanas de forma extraña, era capaz de recordarla. La estaba observando, podía sentirlo, por cada panel de cristal, rememorando para tratar de encajar a esta mujer madura, con su traje de diseño, en la joven que fantaseaba ante fotografías de James Dean. ¿Qué pensaría, se preguntó, de la persona en la que se había convertido?

Qué idiotez, claro: la casa no pensaba. Las casas no recordaban a la gente; de hecho, no recordaban casi nada. Era ella quien recordaba la casa y no al revés. Y ¿por qué no habría de hacerlo? Había sido su casa desde que tenía dos años; había vivido ahí hasta los diecisiete. Es cierto que había pasado algún tiempo desde su última visita; a pesar de sus viajes más o menos habituales al hospital, no había vuelto a Greenacres, porque siempre estaba ocupada. Laurel echó un vistazo hacia la casa del árbol. Había hecho lo posible para mantenerse ocupada.

—¿Tanto tiempo ha pasado que hasta has olvidado dónde está la puerta? —dijo Iris desde el recibidor. Desapareció dentro de la casa, pero su voz flotaba tras ella—: No me lo digas... ¡Estás esperando a que el mayordomo venga a llevar tus maletas!

Laurel puso los ojos en blanco como una adolescente, cogió la maleta y se dirigió a la casa. Siguió el mismo camino de piedra que su madre había descubierto un luminoso día de verano sesenta y tantos años atrás...

 

En cuanto lo vio, Dorothy Nicolson supo que Greenacres era el lugar donde criar a sus hijos. No tenía intención de buscar una casa. La guerra había terminado unos pocos años atrás, no disponían de capital alguno y su suegra había consentido amablemente en alquilarles una habitación en su establecimiento (a cambio de ciertos quehaceres diarios, claro: ¡no era la beneficencia!). Dorothy y Stephen solo habían ido de picnic.

Era uno de esos raros días libres a mediados de julio; más raro aún, la madre de Stephen se había ofrecido a cuidar de la pequeña Laurel. Despertaron a primera hora del alba, echaron una cesta y una manta en el asiento de atrás, y condujeron el Morris Minor hacia el oeste, sin más planes que seguir el camino que les apeteciese. Lo hicieron durante un tiempo (la mano de ella en la pierna de él, el brazo de él sobre los hombros de ella, el aire cálido soplando a través de las ventanas abiertas) y así habrían continuado de no ser por un pinchazo.

Pero la rueda se pinchó, así que aminoraron la marcha y aparcaron a un lado de la carretera para revisar los daños. Ahí estaba, claro como el agua: un clavo granuja que sobresalía de la llanta.

No obstante, eran jóvenes, y estaban enamorados, y no tenían tiempo libre a menudo, así que no les estropeó el día. Mientras su marido reparaba el neumático, Dorothy subió por una colina verde, en busca de un lugar donde extender el mantel del picnic. Y ahí, al completar la subida, vio la casa de Greenacres.

Nada de esto era producto de la imaginación de Laurel. Los hermanos Nicolson se sabían de memoria la historia de la adquisición de Greenacres. El agricultor viejo y escéptico que se rascó la cabeza cuando Dorothy llamó a su puerta, las aves que anidaban en la chimenea del salón mientras el agricultor servía té, los agujeros del suelo con tablones sobre ellos como puentes estrechos. Y, lo que era más importante, nadie dudó respecto a la inmediata certeza de su madre: debía vivir en ese lugar.

La casa, les había explicado muchas veces, habló con ella, ella escuchó y resultó que se comprendían muy bien. Greenacres era una vieja dama imperiosa, un poco ajada, cómo no, gruñona a su manera, pero ¿quién no lo sería? El deterioro, percibió Dorothy, ocultaba una dignidad antigua y grandiosa. La casa era orgullosa y estaba sola; era ese tipo de lugar que florece con risas de niños y el amor de una familia y el olor a cordero asado en el horno. Tenía buenos huesos, robustos, y la voluntad de mirar al futuro y no al pasado, de dar la bienvenida a una nueva familia y crecer junto a ellos, de adaptarse a sus nuevas costumbres. A Laurel le llamó la atención, como no lo había hecho antes, que la descripción que su madre hacía de la casa podría haber sido un autorretrato.

 

Laurel se limpió los zapatos en el felpudo y entró. Las tablas del suelo crujían como siempre, los muebles estaban donde tenían que estar y, sin embargo, algo parecía diferente. El aire estaba viciado y había un olor que no era el de costumbre. Olía a cerrado, comprendió, lo cual era comprensible, pues la casa había permanecido vacía desde que Dorothy había ingresado en el hospital. Rose venía a cuidar de todo cuando su horario de abuela se lo permitía y su marido Phil hacía lo que podía, pero nada era comparable a vivir en la casa. Era inquietante, pensó Laurel conteniendo un escalofrío, lo rápido que la presencia de una persona podía ser borrada, con qué facilidad la civilización daba paso a la barbarie.

Se aconsejó a sí misma no estar tan alicaída y añadió sus maletas, por la fuerza de la costumbre, a la pila bajo la mesa del salón. A continuación se dirigió, sin pensar, a la cocina. Este era el lugar donde hacían los deberes, donde le ponían las tiritas y lloraban cuando se les rompía el corazón; el primer sitio al que iban al volver a casa. Rose e Iris ya estaban ahí.

Rose dio al interruptor de la luz que había junto a la nevera y los cables zumbaron. Se frotó las manos de buen humor.

—¿Preparo un poco de té?

—No se me ocurre nada mejor —dijo Iris, que se quitó los zapatos y estiró los dedos de los pies como una bailarina impaciente.

—He traído vino —dijo Laurel.

—Salvo eso. Olvida el té.

Mientras Laurel cogía la botella de su maleta, Iris sacó las copas del aparador.

—¿Rose? —Sostuvo la copa en alto, parpadeando enérgica tras sus gafas de ojos de gata. Tenía los ojos del mismo gris oscuro que su pelo.

—Oh. —Rose miró de un lado a otro con gesto preocupado—. Oh, no sé, son solo las cinco.

—Vamos, querida Rosie —dijo Laurel, hurgando en un cajón de cubiertos un poco pegajosos en busca de un abrebotellas—. Tiene un montón de antioxidantes. —Tras sacarlo, juntó los extremos horteras del sacacorchos—. Es casi medicinal.

—Bueno..., vale.

Laurel quitó el corcho y comenzó a servir. La costumbre la llevó a alinear las copas para asegurarse de servir la misma cantidad en las tres. Sonrió al caer en la cuenta: vaya regreso a la infancia. En cualquier caso, Iris estaría contenta. La igualdad podría ser un gran escollo para cualquier hermano, pero era una obsesión para los que estaban en medio. «Deja de contar, florecilla —solía decir su madre—. A nadie le cae bien una chiquilla que espera más que el resto».

—Solo una copita, Lol —dijo Rose con cautela—. No quiero ponerme hasta arriba antes de que venga Daphne.

—Entonces, ¿sabes algo de ella? —Laurel entregó la copa más llena a Iris.

—Antes de salir del hospital... ¿No lo he dicho? Desde luego, ¡qué memoria! Va a llegar a las seis, si el tráfico se lo permite.

—Supongo que debería ir preparando algo para cenar si viene tan pronto —dijo Iris, que abrió la despensa y, de rodillas sobre un taburete, observó las fechas de caducidad—. Si dependiera de vosotras, no habría más que tostadas y té.

—Yo te ayudo —dijo Rose.

—No, no. —Iris negó con un gesto sin darse la vuelta—. No hace falta.

Rose echó un vistazo a Laurel, quien le entregó una copa de vino y señaló la puerta. No tenía sentido discutir. Formaba ya parte de las tradiciones de la familia: Iris siempre cocinaba, siempre sentía que se aprovechaban de ella y los demás la dejaban disfrutar de su martirio, pues era una de esas pequeñas cortesías que se conceden entre hermanas.

—Bueno, si insistes... —dijo Laurel, que se sirvió un pelín más de pinot en la copa.

 

Mientras Rose subía para comprobar que la habitación de Daphne estaba en orden, Laurel salió a tomar el vino fuera. La lluvia de antes había dejado el aire limpio y Laurel respiró hondo. El columpio de jardín le llamó la atención y se sentó en él, meciéndose con los tacones, lentamente. El balancín había sido un regalo de todos ellos por el octogésimo cumpleaños de su madre y Dorothy declaró de inmediato que debía situarse bajo el gran roble. Nadie señaló que había otros lugares en el jardín con mejores vistas. Quizás un extraño habría pensado que se encontraba ante poco más que un prado vacío, pero los Nicolson comprendían que esa insulsez era ilusoria. En alguna parte entre los movedizos tallos de hierba se encontraba el lugar donde su padre cayó y murió.

Los recuerdos eran materia resbaladiza. Los recuerdos de Laurel la situaban esa tarde aquí, en este mismo lugar, con la mano alzada para proteger del sol sus entusiastas ojos de adolescente mientras observaba la pradera, a la espera de verlo volver del trabajo para salir corriendo, enlazar su brazo con el de él y acompañarle caminando hacia casa. En sus recuerdos lo veía al avanzar a zancadas sobre la hierba; al detenerse a ver la puesta de sol, para contemplar las nubes rosadas, para decir, como siempre: «Cielo nocturno y rojo, pastor sin enojo»; y al ponerse rígido y jadear; al llevarse la mano al pecho; al tropezar y caer.

Pero no había sido así. Cuando ocurrió se encontraba al otro lado del mundo, tenía cincuenta y seis años en lugar de dieciséis y se vestía para una ceremonia de entrega de premios en Los Ángeles, preguntándose si sería la única persona que asistiera cuya cara se sostenía sin rellenos y una buena dosis de botulina. No supo nada de la muerte de su padre hasta que Iris llamó y dejó un mensaje en el teléfono.

No, fue otro hombre a quien había visto caer y morir una tarde soleada cuando tenía dieciséis años.

Laurel encendió un cigarrillo con una cerilla, mirando el horizonte con el ceño fruncido mientras guardaba la caja de nuevo en el bolsillo. La casa y el jardín estaban iluminados por el sol, pero los campos lejanos, más allá de la pradera, cerca de los bosques, empezaban a quedar en sombra. Miró hacia arriba, más allá de las barras de hierro forjado del columpio, hacia donde se veía el suelo de la casa del árbol entre las hojas. La escalera todavía estaba ahí, trozos de madera clavados en el tronco, unos cuantos torcidos ahora. Alguien había colocado una hilera de cuentas rosas y púrpuras al final de un peldaño; uno de los nietos de Rose, supuso.

Laurel había bajado muy despacio ese día.

Dio una profunda calada al cigarrillo, recordando. Se había despertado sobresaltada en la casa del árbol y había recordado de repente al hombre, el cuchillo, la cara aterrorizada de su madre y, a continuación, se había dirigido a la escalera.

Entonces, cuando llegó a la altura del suelo de la casa, se quedó agarrada al peldaño con ambas manos, la frente contra el rugoso tronco del árbol, a salvo en el inmóvil sosiego del momento, sin saber adónde ir o qué hacer a continuación. Absurdamente, se le ocurrió que debería dirigirse al arroyo, junto a sus hermanas, el bebé y su padre con el clarinete y la sonrisa perpleja...

Tal vez fue entonces cuando se dio cuenta de que ya no podía oírles.

En ese momento se dirigió a la casa, apartando la vista, con los pies descalzos a lo largo del sendero de piedras calientes. Por un instante miró de refilón y pensó que había algo grande y blanco junto al jardín, algo que no debería estar ahí, pero bajó la cabeza, apartó la vista y caminó más rápido, con la pueril y alocada esperanza de que quizás, si no lo miraba y no lo veía, podría llegar a la casa, cruzar el umbral y todo volvería a ser como siempre.

Estaba conmocionada, por supuesto, pero no era consciente de ello. La poseyó una calma prodigiosa, como si llevase una capa, una capa mágica que le permitía escabullirse de la vida real, al igual que un personaje de cuento de hadas que vuelve para encontrar el castillo dormido. Se detuvo para recoger el aro del suelo antes de entrar.

En la casa reinaba un silencio sobrecogedor. El sol estaba detrás del techo y la entrada se hallaba en sombra. Esperó junto a la puerta abierta para que los ojos se acostumbraran. Se oía un chisporroteo a medida que el caño del desagüe se enfriaba, un ruido que representaba el verano, las vacaciones, los ocasos largos y cálidos con polillas revoloteando en torno a las luces.

Alzó la vista hacia la escalera alfombrada y supo que sus hermanas no estaban ahí. El reloj del vestíbulo marcaba los segundos y se preguntó, por un momento, dónde estarían todos: mamá, papá y también el bebé, y si la habrían dejado sola con eso que había bajo esa sábana blanca. Al pensarlo, un escalofrío recorrió su espalda. A continuación, oyó un ruido sordo en la sala de estar, volvió la cabeza, y ahí estaba su padre, de pie ante la chimenea apagada. Estaba curiosamente rígido, una mano al costado, la otra formando un puño sobre la repisa de madera, y dijo:

—Por el amor de Dios, mi esposa tiene suerte de estar viva.

La voz de un hombre sonó fuera del escenario, más allá de la puerta, donde Laurel no podía verlo:

—Lo comprendo, señor Nicolson, igual que espero que comprenda que solamente hacemos nuestro trabajo.

Laurel se acercó de puntillas. Se detuvo antes de llegar a la luz que se derramaba por la puerta abierta. Su madre estaba en el sillón, acunando al bebé en brazos. Estaba dormido; Laurel podía ver su perfil angelical, sus mejillas sonrosadas aplastadas contra el hombro de su madre.

Había otros dos hombres en la habitación, un tipo calvo en el sofá y uno joven junto a la ventana que tomaba notas. Policías, comprendió. Por supuesto, eran policías. Algo terrible había sucedido. La sábana blanca en el jardín soleado.

El hombre de más edad dijo:

—¿Lo reconoció, señora Nicolson? ¿Es alguien con quien se había relacionado antes? ¿Alguien a quien había visto, aunque fuese de lejos?

La madre de Laurel no respondió, al menos nada que pudiese oír. Estaba susurrando tras la nuca del bebé y sus labios se movían suavemente contra su pelo fino. Papá habló con rotundidad en su nombre.

—Por supuesto que no —dijo—. Como ya le ha dicho, no lo había visto nunca. Por lo que a mí respecta, deberían estar comparando su descripción con la del tipo del periódico, ese que ha estado molestando a los excursionistas.

—Vamos a seguir todas las pistas, señor Nicolson, puede estar seguro de ello. Pero ahora mismo hay un cadáver en su jardín y solo su esposa sabe cómo ha llegado ahí.

Papá se irritó.

—Ese hombre atacó a mi mujer. Fue en defensa propia.

—¿Vio lo ocurrido, señor Nicolson?

Había un indicio de impaciencia en la voz del policía de más edad que asustó a Laurel. Dio un paso atrás. No sabían que estaba ahí. No era necesario que la descubriesen. Podría escabullirse, subir las escaleras, con cuidado de no hacer ruido al pisar, acurrucarse en la cama. Podría abandonarlos a las misteriosas maquinaciones del mundo de los adultos y dejarles que la encontraran al acabar y le dijeran que todo estaba bien...

—Repito: ¿estaba usted ahí, señor Nicolson? ¿Vio lo ocurrido?

... Pero Laurel se vio arrastrada al salón, con el contraste de su luz encendida y el vestíbulo en penumbra, su extraño retablo, el aura de la voz tensa de su padre, su postura, que se proyectaba en las sombras. Había algo en ella, siempre lo hubo, que exigía inclusión, que trataba de ayudar cuando no le habían pedido ayuda, que se resistía a dormir por miedo a perderse algo.

Estaba conmocionada. Necesitaba compañía. No podía evitarlo. En cualquier caso, Laurel salió de los bastidores al centro de la escena.

—Yo estaba ahí —dijo—. Lo vi.

Papá alzó la vista, sorprendido. Posó los ojos sobre su esposa y luego volvió a mirar a Laurel. Su voz sonaba diferente cuando habló, ronca, apresurada, casi como un bufido:

—Laurel, ya basta.

Todas las miradas se dirigieron a ella: la de mamá, la de papá, la de esos hombres. Las siguientes líneas de su diálogo, Laurel lo sabía, eran cruciales. Evitó la mirada de su padre y comenzó:

—El hombre fue hacia la casa. Intentó agarrar al bebé. —¿O acaso no lo había hecho? Estaba segura de que eso era lo que había visto.

Papá frunció el ceño.

—Laurel...

Habló más rápido ahora, con decisión. (Y ¿por qué no? Ya no era una niña que se refugiaba en su dormitorio a la espera de que los adultos arreglasen las cosas: era uno de ellos; tenía un papel que interpretar; era importante). El foco la iluminó y Laurel sostuvo la mirada del hombre de más edad.

—Hubo un forcejeo. Lo vi. El hombre atacó a mi madre y luego..., y luego se cayó al suelo.

Durante un minuto, nadie habló. Laurel miró a su madre, que ya no susurraba al bebé, sino que contemplaba por encima de su cabecita un lugar sobre el hombro de Laurel. Alguien había hecho té. Laurel recordaría ese detalle a lo largo de los años venideros. Alguien había hecho té, pero nadie se lo había bebido. Las tazas permanecían intactas en las mesas del salón, había otra en la repisa. El reloj del vestíbulo marcó la hora.

Al fin, el hombre calvo cambió de postura en el sofá y se aclaró la garganta.

—Te llamas Laurel, ¿verdad?

—Sí, señor.

Papá suspiró, y fue una gran corriente de aire, el sonido de un globo al desinflarse. Su mano hizo un gesto señalando a Laurel y dijo:

—Mi hija. —Parecía derrotado—. La mayor.

El hombre en el sofá la observó. Sus labios dibujaron una sonrisa que no alargó su mirada.

—Creo que sería mejor que entrases, Laurel —dijo—. Siéntate y empieza desde el principio. Cuéntanos todo lo que viste.

 


Capítulo 5

 

 

Laurel dijo la verdad al policía. Se sentó con cautela al otro lado del sofá, esperó el reacio permiso de su padre y comenzó a describir la tarde. Todo lo que había visto, tal como había sucedido. Había estado leyendo en la casa del árbol y se detuvo para observar al hombre que se acercaba.

—¿Por qué te quedaste mirándolo? ¿Había algo raro en su conducta? —El tono y la expresión del policía no dejaban entrever lo que quería averiguar.

Laurel frunció el ceño, deseosa de recordar cada detalle y ser una buena testigo. Sí, pensó que tal vez sí lo había. No es que gritase o corriese o hiciese algo obvio, pero aun así era (miró el techo, tratando de evocar la palabra exacta) siniestro. Lo dijo una vez más, complacida ante esa palabra tan expresiva. Era un tipo siniestro y ella tuvo miedo. No, no podía explicar exactamente por qué, pero así fue.

¿No era posible que lo que ocurrió después influyese en su primera impresión? ¿Que le pareciese más peligroso de lo que realmente era?

No, estaba segura. Sin duda, había algo en ese hombre que daba miedo.

El joven policía garabateó en su cuaderno. Laurel suspiró. No se atrevía a mirar a sus padres por miedo a perder el coraje.

—Y cuando el hombre llegó a la casa, ¿qué pasó entonces?

—Dio la vuelta a la esquina con mucho más cuidado que un visitante normal (a hurtadillas) y luego mi madre salió con el bebé.

—¿Tu madre lo llevaba en brazos?

—Sí.

—¿Llevaba algo más?

—Sí.

—¿Qué?

Laurel se mordió el interior de la mejilla, recordando el destello de plata.

—Llevaba el cuchillo de los cumpleaños.

—¿Reconociste el cuchillo?

—Es el que usamos en ocasiones especiales. Tiene una cinta roja atada alrededor del mango.

No hubo cambio alguno en la actitud del policía, aunque esperó un momento antes de proseguir:

—Y ¿qué ocurrió a continuación?

Laurel estaba preparada.

—El hombre los agredió.

Surgió una duda pequeña y molesta, como un rayo de luz que oculta un detalle en una fotografía, cuando Laurel describió al hombre avanzando hacia el bebé. Vaciló un momento, mirándose las rodillas, mientras se esforzaba por ver la acción en su mente. Y continuó. El hombre había extendido el brazo hacia Gerry, eso lo recordaba, y estaba segura de que tenía ambas manos en alto, para arrebatar a su hermano de los brazos de su madre. Fue entonces cuando mamá había dejado a Gerry en un lugar seguro. Y luego el hombre fue a agarrar el cuchillo, intentó quedárselo y hubo un forcejeo...

—¿Y luego?

La pluma del joven agente rayaba el cuaderno al anotar todo lo que decía Laurel. Era un sonido fuerte y Laurel tenía calor; el salón se había caldeado, sin duda. Se preguntó por qué papá no abría una ventana.

—¿Y luego?

Laurel tragó saliva. Tenía la boca seca.

—Luego mi madre bajó el cuchillo.

Salvo por esa pluma presurosa, en el salón reinó el silencio. Laurel lo vio todo con claridad en su mente: el hombre, ese hombre horrible de rostro lúgubre y manos enormes, agarraba a mamá, con la intención de herir al bebé a continuación...

—¿Y el hombre cayó al suelo de inmediato?

La pluma dejó de rasgar. Junto a la ventana, el joven policía la estaba mirando por encima del cuaderno.

—¿El hombre cayó al suelo enseguida?

—Eso creo. —Laurel asintió vacilante.

—¿Eso crees?

—No recuerdo nada más. Ahí fue cuando me desmayé, supongo. Me desperté en la casa del árbol.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo. Y después he venido aquí.

El policía de más edad inspiró despacio, no del todo silenciosamente, y, a continuación, expulsó el aire.

—¿Recuerdas algo más que debamos saber? ¿Algo que hayas visto u oído? —Se pasó la mano por la calva. Sus ojos eran de un azul muy claro, casi gris—. Tómate tu tiempo: hasta el detalle más pequeño podría ser importante.

¿Se había olvidado de algo? ¿Había visto u oído algo más? Laurel lo pensó bien antes de responder. Creía que no. No, estaba segura de que eso era todo.


Date: 2016-03-03; view: 502


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