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Londres, mayo de 1941 3 page

Durante sus comienzos como actriz, un director muy conocido se había inclinado sobre el guion, se había enderezado las gafas de culo de vaso y le había dicho a Laurel que no tenía el aspecto necesario para interpretar papeles protagonistas. Fue una advertencia dolorosa y Laurel gimió y clamó, tras lo cual dedicó horas a mirarse en el espejo, casi sin querer, antes de cortarse la larga melena en un arrebato de ebria determinación. Sin embargo, fue un momento crucial en su carrera. Era una actriz de carácter. El director la escogió para interpretar a la hermana de la protagonista y recibió sus primeras críticas entusiastas. Al público le maravillaba su capacidad de crear personajes desde dentro, de sumergirse y desaparecer bajo la piel de otra persona, pero no había truco alguno; simplemente, se tomaba la molestia de aprender los secretos del personaje. Laurel sabía mucho acerca de guardar secretos. Sabía también que así se descubría de verdad a la gente, oculta tras sus manchas más negras.

—¿Sabías que nunca la habíamos visto tan joven? —Rose se encaramó al brazo del sillón de Laurel, su aroma a lavanda era más intenso que antes, y cogió la fotografía.

—¿De verdad? —Laurel iba a sacar los cigarrillos, recordó que se encontraba en un hospital y cogió el té en su lugar—. Supongo que sí. —Gran parte del pasado de su madre eran manchas negras. ¿Por qué nunca le había molestado antes? Una vez más, echó un vistazo a la fotografía, a esas dos mujeres que ahora parecían reírse de su ignorancia. Intentó hablar en un tono despreocupado—: ¿Dónde dices que la encontraste, Rose?

—Dentro de un libro.

—¿Un libro?

—En realidad, una obra de teatro: Peter Pan.

—¿Mamá salió en una obra? —Su madre había sido muy aficionada a los disfraces y a los juegos improvisados, pero Laurel no recordaba que hubiese actuado en una obra de verdad.

—Eso no lo sé con certeza. El libro era un regalo. Tenía una dedicatoria... Ya sabes, como nos pedía que hiciésemos cuando éramos pequeñas.

—¿Qué decía?

—«Para Dorothy». —Rose entrelazó los dedos en su esfuerzo por recordar—. «Una amistad verdadera es una luz entre las tinieblas. Vivien».

Vivien. El nombre tuvo un efecto extraño en Laurel. Sintió calor y a continuación frío en la piel y le retumbaron las sienes. Por su mente pasó una serie de imágenes vertiginosas: un filo que resplandecía, la cara asustada de su madre, una cinta roja que se desataba. Recuerdos viejos, recuerdos desagradables que el nombre de esa desconocida había avivado por alguna razón.

—Vivien —repitió, hablando más alto de lo que pretendía—. ¿Quién es Vivien?



Rose alzó la vista, sorprendida, pero Laurel no llegó a saber su respuesta, pues Iris entró por la puerta como una exhalación, con una multa de tráfico en la mano. Ambas hermanas se giraron hacia esa poderosa indignación y por tanto nadie notó la brusca respiración de Dorothy, la angustia que se reflejó en su rostro al oír el nombre de Vivien. Cuando las tres hermanas Nicolson se reunieron alrededor de su madre, Dorothy parecía dormir tranquila; en sus rasgos no había indicio alguno de que había abandonado el hospital, ese cuerpo agotado y a sus hijas para viajar en el tiempo hasta una noche oscura de 1941.

 


Capítulo 3

 

 

Londres, mayo de 1941

 

Dorothy Smitham bajó las escaleras corriendo, tras lo cual deseó buenas noches a la señora White mientras se enfundaba el abrigo. La casera parpadeó tras unas gafas de cristales gruesos cuando pasó, deseosa de continuar su tratado siempre inacabado sobre las flaquezas de los vecinos, pero Dolly no se detuvo. Aminoró el paso solo lo suficiente para echarse un vistazo en el espejo del vestíbulo y aplicar un poco de colorete a las mejillas. Satisfecha con lo que veía, abrió la puerta y salió como una flecha a las tinieblas. Llevaba prisa; no tenía tiempo para la encargada; Jimmy ya estaría en el restaurante y no quería hacerle esperar. Tenían muchas cosas de las que hablar... Cómo ir, qué hacer una vez llegasen, cuándo deberían partir al fin...

Dolly sonrió entusiasmada. Metió la mano en el profundo bolsillo de su abrigo y giró con los dedos la figurilla tallada. La había visto en el escaparate del prestamista el otro día; no era más que una baratija, lo sabía, pero le recordó a él y, ahora más que nunca, mientras Londres se derrumbaba a su alrededor, era importante que las personas supiesen lo mucho que las querías. Dolly se moría de ganas de dárselo: podía imaginar su cara al verla, cómo sonreiría, la abrazaría y le diría, igual que siempre, cuánto la amaba. Ese pequeño Mr. Punch2 de madera no sería gran cosa, pero era perfecto; a Jimmy siempre le había gustado el mar. A ambos les encantaba.

—¿Disculpe? —Era una voz de mujer y sonó de improviso.

—¿Sí? —respondió Dolly, con la sorpresa reflejada en su voz. La mujer debió de reparar en ella cuando la luz la iluminó por un momento a través de la puerta abierta.

—Por favor, ¿me podría ayudar? Estoy buscando el número 24.

A pesar del apagón y de que era imposible que la viese, Dolly se dejó llevar por la costumbre y señaló con un gesto la puerta situada tras ella.

—Tiene suerte —dijo—. Está justo aquí. Ahora mismo no hay habitaciones libres, me temo, pero pronto habrá. —Su propia habitación, de hecho (si a eso se le podía llamar habitación). Se llevó un cigarrillo a los labios y prendió una cerilla.

—¿Dolly?

En ese momento, Dolly escudriñó la oscuridad. La dueña de la voz se acercaba a ella a toda prisa; sintió una sucesión de movimientos y a continuación la mujer, ya cerca, dijo:

—Eres tú, gracias a Dios. Soy yo, Dolly. Soy...

—¿Vivien? —De pronto reconoció la voz; era una voz familiar y, sin embargo, había algo diferente en ella.

—Pensaba que no iba a encontrarte, que había llegado demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué? —titubeó Dolly; no tenían planes para verse esa noche—. ¿Qué pasa?

—Nada... —Vivien comenzó a reírse y el sonido, metálico y desconcertante, erizó la espalda de Dorothy—. Es decir, todo.

—¿Has estado bebiendo? —Dolly nunca había visto a Vivien comportarse así; no quedaba ni rastro del usual gesto de elegancia, del perfecto autocontrol.

La otra mujer no respondió, no exactamente. El gato del vecino saltó de un muro cercano y cayó con un ruido sordo en el cuchitril de la señora White. Tras el sobresalto, Vivien susurró:

—Tenemos que hablar..., rápido.

Dolly ganó tiempo dando una calada honda al cigarrillo. Por lo general, le habría encantado sentarse junto a ella y mantener una conversación abriendo su corazón, pero no en ese momento, no esa noche. Estaba impaciente por irse.

—No puedo —dijo—. Estaba a punto de...

—Dolly, por favor.

Dolly metió la mano en el bolsillo y tocó la figurilla de madera. Jimmy ya habría llegado; estaría preguntándose dónde estaba y echaría un vistazo a la puerta cada vez que se abriera, con la esperanza de verla. Detestaba hacerle esperar, sobre todo ahora. Pero aquí estaba Vivien, que se había subido a la escalera, tan seria, tan nerviosa, y la miraba por encima del hombro, entre súplicas y explicaciones sobre lo importante que era que hablasen... Dolly suspiró, rindiéndose de mala gana. No podía dejar a Vivien así, no ahora que estaba tan alterada.

Se dijo a sí misma que Jimmy lo comprendería, que a su extraña manera él también se había encariñado de Vivien. Y en ese momento tomó una decisión que sería fatídica para todos ellos.

—Vamos —dijo, apagando el cigarrillo y tomando a Viven del brazo, con amabilidad—. Vamos adentro.

 

Al entrar en la casa y subir las escaleras, Dolly pensó que Vivien habría venido a disculparse. Era lo único que se le ocurría para explicar la inquietud de la otra mujer, la pérdida de su habitual compostura; Vivien, con su riqueza y su clase, no era el tipo de mujer dada a pedir disculpas. Al pensarlo Dolly se puso nerviosa. No era necesario: por lo que a ella respectaba, todo ese episodio lamentable ya formaba parte del pasado. Habría preferido no volver a mencionarlo.

Llegaron al final del pasillo y Dolly abrió la puerta de su dormitorio. Al apretar el interruptor una luz mortecina emanó de una bombilla solitaria, que reveló una cama estrecha, un armario pequeño, un lavabo resquebrajado cuyo grifo goteaba. Dolly sintió una súbita vergüenza cuando vio su habitación a través de los ojos de Vivien. Qué vulgar le parecería, acostumbrada a las estancias de esa casa resplandeciente de Campden Grove, con sus arañas de vidrio tubular y cubrecamas de piel de cebra.

Se quitó su viejo abrigo y se dio la vuelta para colgarlo en el gancho que había detrás de la puerta.

—Lamento que haga tanto calor aquí dentro —dijo, con un tono que intentaba sonar despreocupado—. No hay ventanas, es una pena. Los apagones son más fáciles de sobrellevar así, pero no viene muy bien para ventilar la habitación. —Bromeaba con la esperanza de aligerar el ambiente, de mejorar su estado de ánimo, pero no lo logró. No podía dejar de pensar en Vivien, ahí de pie, detrás de ella, buscando un lugar en el que sentarse—. Tampoco hay sillas, me temo. —Llevaba semanas pensando en hacerse con una, pero corrían tiempos difíciles y ella y Jimmy habían decidido ahorrar todo lo posible, así que prefirió apañarse sin ella.

Se dio la vuelta y, en cuanto vio la cara de Vivien, se olvidó de la falta de muebles.

—Dios mío —dijo, los ojos abiertos de par en par, al observar la mejilla amoratada de su amiga—. ¿Qué te ha pasado?

—Nada. —Vivien, que ahora caminaba de un lado a otro, hizo un gesto impaciente—. Un accidente por el camino. Me tropecé con una farola. Qué estúpida, corriendo como de costumbre. —Era cierto: Vivien siempre iba demasiado rápido. Era una peculiaridad suya que a Dorothy le resultaba simpática: sonreía al ver una dama tan refinada y bien vestida apresurándose como una chiquilla. Esa noche, sin embargo, todo era diferente. El atuendo de Vivien no combinaba, tenía una carrera en las medias, su pelo era un desastre...

—Ven —dijo Dolly, que acompañó a su amiga hacia la cama, satisfecha por haberla hecho tan bien por la mañana—. Siéntate.

Las sirenas antiaéreas comenzaron con sus bramidos y maldijo entre dientes. Era lo último que necesitaban. El refugio era una pesadilla: todos amontonados como sardinas, las camas húmedas, el olor fétido, los ataques de histeria de la señora White, y ahora, con Vivien en este estado...

—No hagas caso —dijo Vivien, como si leyese los pensamientos de Dolly. De repente su voz fue la de la señora de la casa, acostumbrada a impartir órdenes—: Quédate. Esto es más importante.

¿Más importante que ir al refugio? A Dolly le dio un vuelco el corazón.

—¿Es por el dinero? —dijo en voz baja—. ¿Necesitas que te lo devuelva?

—No, no, olvida el dinero.

El lamento de la sirena era ensordecedor y despertó en Dolly una vaga ansiedad que era imposible aplacar. No sabía exactamente por qué, pero sabía que tenía miedo. No quería estar allí, ni siquiera con Vivien. Quería ir corriendo por las calles a oscuras a donde sabía que Jimmy la estaba esperando.

—Jimmy y yo... —comenzó, antes de que Vivien la interrumpiese.

—Sí —dijo, y su cara se iluminó como si acabase de recordar algo—. Sí, Jimmy.

Dolly sacudió la cabeza, confundida. ¿Qué pasaba con Jimmy? Las palabras de Vivien no tenían sentido. Quizás debería llevarla a ella también... Podrían lanzarse a las calles mientras la gente aún correteaba hacia el refugio. Irían directas a Jimmy, él sabría qué hacer.

—Jimmy —dijo Vivien de nuevo, más fuerte—. Dolly, se ha ido...

La sirena la interrumpió justo en ese momento y la palabra «ido» dio saltos por toda la habitación. Dolly esperó a que Vivien añadiese algo, pero oyeron que alguien daba unos golpes frenéticos a la puerta.

—Doll, ¿estás ahí? —Era Judith, otra inquilina, sin aliento tras haber bajado corriendo—. Vamos al refugio.

Dolly no respondió, y ni ella ni Vivien hicieron ademán de marcharse. Esperó hasta que los pasos se alejaron por el pasillo, tras lo cual se apresuró a sentarse junto a la otra mujer.

—Te equivocas —dijo muy rápido—. Lo vi ayer y hemos quedado esta noche. Nos vamos juntos, no se habría ido sin mí... —Podría haber dicho muchas más cosas, pero no lo hizo. Vivien la miraba y algo en esa mirada dio vida a una ligera duda que se adentró entre las fisuras de la confianza de Dolly. Sacó otro cigarrillo del bolso y lo encendió con dedos temblorosos.

Vivien comenzó a hablar y, mientras el primer bombardero de la noche resoplaba en lo alto, Dolly se preguntó si existía al menos una pequeñísima posibilidad de que la otra mujer estuviese en lo cierto. Parecía impensable, pero la desazón en su voz, su extraña actitud y esas cosas que decía... Dolly se mareó; hacía mucho calor ahí dentro, no podía controlar la respiración.

Fumó con avidez mientras fragmentos del relato de Vivien se entremezclaban con sus propios pensamientos febriles. Una bomba cayó en algún lugar cercano, causando una explosión enorme, y un sonido agudísimo inundó la habitación. A Dolly le dolieron los oídos y se le erizó el pelo de la nuca. Hubo una época en que disfrutaba saliendo durante un bombardeo: era emocionante y no sentía miedo alguno. Sin embargo, ya no era esa jovencita atontada y esos días sin preocupaciones parecían haber ocurrido hacía siglos. Echó un vistazo a la puerta y deseó que Vivien se detuviese. Deberían ir al refugio o a buscar a Jimmy; no debían quedarse ahí sentadas, esperando. Quería correr, esconderse; quería desaparecer.

A medida que el pánico de Dolly aumentaba, el de Vivien dio la impresión de disminuir. Ahora hablaba en un tono sosegado, frases en voz baja que a Dolly le costaba oír acerca de una carta y una fotografía, acerca de hombres malvados, hombres peligrosos que habían salido en busca de Jimmy. El plan había salido mal de una forma espantosa, dijo Vivien: él se había sentido humillado; Jimmy no había podido ir al restaurante; lo había esperado y no había venido; fue entonces cuando comprendió que se había ido de verdad.

Y de repente las piezas dispersas coincidieron en el mismo lugar del laberinto y Dolly comprendió.

—Es culpa mía —dijo, y su voz fue poco más que un susurro—. Pero... yo no sé cómo..., la fotografía..., habíamos decidido que no, que no era necesario, ya no. —La otra mujer supo qué quería decir; era por Vivien por quien habían abandonado el plan. Dolly agarró el brazo de su amiga—. Nada de esto tenía que haber ocurrido, y ahora Jimmy...

Vivien asentía, su cara era la viva imagen de la compasión.

—Escúchame —dijo—. Es muy importante que me escuches. Saben dónde vives y van a venir a buscarte.

Dolly no quiso creerlo; estaba asustada. Las lágrimas corrieron por sus mejillas.

—Es culpa mía —se oyó decir a sí misma una vez más—. Todo es culpa mía.

—Dolly, por favor. —Había llegado un nuevo escuadrón de bombarderos, y Vivien tuvo que gritar para hacerse oír; tomó las manos de Dolly entre las suyas—. La culpa es tan mía como tuya. De todos modos, ahora nada de eso importa. Van a venir. Quizás ya estén de camino. Por eso estoy aquí.

—Pero yo...

—Tienes que irte de Londres, tienes que irte ahora, y no debes volver. No van a dejar de buscarte, nunca...

Una explosión y el edificio entero se estremeció y tembló; las bombas cada vez caían más cerca y, aunque no había ventanas, un fantasmagórico destello anegó la habitación, muchísimo más potente que la mortecina luz de la bombilla.

—¿Tienes algún familiar al que puedas acudir? —insistió Vivien.

Dolly negó con la cabeza y una imagen de su familia acudió a su mente: su madre y su padre, su pobre hermanito, las cosas tal como eran, antes. Una bomba pasó silbando y los cañones respondieron desde tierra.

—¿Amigos? —gritó Vivien en medio de las explosiones.

Una vez más, Dolly negó con la cabeza. No quedaba nadie, nadie en quien pudiese confiar, nadie salvo Vivien y Jimmy.

—¿Hay algún lugar al que puedas ir? —Otra bomba, un «cesto de pan» Molotov, a juzgar por el sonido, cuyo impacto fue tan estridente que Dolly tuvo que leer los labios de Vivien cuando le rogó—: Piensa, Dolly. Tienes que pensar.

Cerró los ojos. Podía oler el fuego; habría caído cerca una bomba incendiaria; los agentes de la brigada antiaérea intentarían apagar el fuego con sus bombas de mano. Dolly oyó a alguien gritando, pero cerró los ojos con todas sus fuerzas y trató de concentrarse. Sus pensamientos se esparcían como despojos dentro del laberinto oscuro de su mente; no podía ver nada. La tierra se estremecía bajo sus pies; el aire estaba demasiado cargado para respirar.

—¿Dolly?

Había más aviones, cazas, no solo bombarderos, y Dolly se imaginó a sí misma en la azotea de Campden Grove, observando cómo se esquivaban y abatían por todo el cielo, las luces verdes de los rastreadores que iban a su acecho, los incendios en la lejanía. No hacía mucho le habría parecido emocionante.

Recordó esa noche con Jimmy, cuando se vieron en el Club 400 y bailaron y rieron; cuando fueron a casa en medio de un bombardeo, los dos juntos. Daría cualquier cosa por estar ahí de nuevo, acostados el uno al lado del otro, susurrando en la oscuridad mientras las bombas caían a su alrededor, haciendo planes para el futuro, la casa de labranza, los niños que tendrían, la costa. La costa...

—Envié una solicitud de trabajo hace unas semanas —dijo de repente, alzando la cabeza—. Fue Jimmy quien lo encontró. —La carta de la señora Nicolson, de la pensión Mar Azul, estaba en la mesilla, junto a la almohada, y Dolly la cogió con un movimiento repentino y se la entregó a Vivien con manos temblorosas.

—Sí. —Vivien echó un vistazo a la oferta—. Perfecto. Ahí es donde tienes que ir.

—No quiero ir sola. Nosotros...

—Dolly...

—Íbamos a ir juntos. No tenía que ocurrir así. Él me iba a esperar. —Dolly estaba llorando. Vivien estiró una mano para consolarla, pero las dos mujeres se movieron al tiempo y el contacto fue de una brusquedad inesperada.

Vivien no se disculpó; tenía el rostro serio. Dolly comprendió que ella también estaba asustada, pero dejaba sus miedos a un lado, tal como haría una hermana mayor, para adoptar el tono severo y amable que Dolly necesitaba oír en esos momentos.

—Dorothy Smitham —dijo—, tienes que salir de Londres y tienes que irte ya.

—No creo que pueda.

—Yo sé que puedes. Eres una superviviente.

—Pero Jimmy... —Otra bomba pasó siseando y explotó. Un grito aterrorizado se escapó de la garganta de Dolly antes de que pudiera contenerlo.

—Ya basta. —Vivien tomó el rostro de Dolly entre sus manos, con firmeza, y esta vez no le dolió en absoluto. Sus ojos desbordaban amabilidad—. Quieres a Jimmy, lo sé; y él también te quiere... Dios mío, claro que lo sé. Pero tienes que escucharme.

Había algo muy relajante en la mirada de la otra mujer y Dolly logró bloquear el ruido de un avión que caía, los cañonazos de la defensa antiaérea, los pensamientos horribles de edificios y personas aplastados, destruidos.

Se acurrucaron juntas y Dolly escuchó a Vivien, que dijo:

—Esta noche ve a la estación de ferrocarril y cómprate un billete. Tienes que ir... —Una bomba cayó en las cercanías con una explosión estruendosa y Vivien se puso rígida antes de continuar rápidamente—: Sube al tren y no te bajes hasta el final del trayecto. No mires atrás. Acepta el trabajo, sal adelante, vive una buena vida.

Una buena vida. Era justo de lo que Dolly y Jimmy solían hablar. El futuro, la casa, los niños riendo y las gallinas satisfechas... Por las mejillas de Dolly rodaron las lágrimas mientras Vivien decía:

—Tienes que irte. —Ella también lloraba porque, por supuesto, echaría de menos a Dolly... Las dos se echarían de menos—. Aprovecha esta segunda oportunidad, Dolly; piensa que es una oportunidad. Después de todo lo que has pasado, después de todo lo que has perdido...

Y Dolly comprendió en ese momento, por difícil que fuese aceptarlo, que Vivien tenía razón: tenía que irse. Una parte de ella quería gritar que no, acurrucarse como una pelota y llorar por todo lo que había perdido, por todo lo que no había salido como esperaba, pero no iba a hacerlo. No podía.

Dolly era una superviviente, lo había dicho Vivien y Vivien debía de saberlo: al fin y al cabo, ella se había sobrepuesto a unos comienzos durísimos para crearse una nueva vida. Y, si Vivien podía hacerlo, Dolly no iba a ser menos. Había sufrido mucho, pero todavía le quedaban cosas por las que vivir: encontraría cosas por las que vivir. Era el momento de ser valiente, de ser mejor de lo que había sido hasta ahora. Dolly había hecho cosas de las que se avergonzaba; sus ideas grandiosas no habían sido más que sueños de una jovencita tonta, reducidos a cenizas entre los dedos; pero todo el mundo merecía una segunda oportunidad, todo el mundo era digno de ser perdonado, incluso ella: lo había dicho Vivien.

—Lo haré —dijo, mientras una sucesión de bombas caía con poderosas sacudidas—. Lo haré.

La luz de la bombilla osciló, pero no se apagó. Giró en el cable, arrojando sombras por las paredes, y Dolly sacó su pequeña maleta. No hizo caso al ensordecedor ruido de fuera, el humo de los incendios de la calle que se filtraba, la neblina que le dejaba los ojos llorosos.

No había muchas cosas que quisiese llevar. Nunca había poseído muchas cosas. Lo único que de verdad quería en aquella habitación no lo podía tener. Dolly dudó al pensar en dejar a Vivien; se acordó de lo que estaba escrito en Peter Pan («Una amistad verdadera es una luz entre las tinieblas») y las lágrimas se asomaron a sus ojos una vez más.

Pero no había elección; tenía que irse. El futuro se extendía ante ella: una segunda oportunidad, una nueva vida. Todo lo que tenía que hacer era aceptarlo, y no mirar atrás. Ir a la costa, como habían planeado, y comenzar de nuevo.

Apenas oía el ruido de los aviones ahora, el estruendo de las bombas, la artillería antiaérea. La tierra temblaba con cada explosión y del techo se desprendía el polvo de yeso. La cadena de la puerta hizo un ruido, pero Dolly no lo oyó. Ya había hecho la maleta: estaba lista para irse.

Se quedó de pie, mirando a Vivien, y, a pesar de su firme decisión, vaciló.

—¿Y tú? —dijo Dolly y durante un segundo se le ocurrió que quizás podrían ir juntas, que tal vez Vivien la acompañase al fin y al cabo. De una forma extraña, era la respuesta perfecta, lo único que cabía hacer: ambas habían desempeñado su papel, y nada habría ocurrido si Dolly y Vivien no se hubiesen conocido.

Era un pensamiento estúpido, por supuesto: Vivien no necesitaba una segunda oportunidad. Aquí tenía todo lo que deseaba. Una casa preciosa, riqueza, belleza... En efecto, Vivien le entregó la oferta de empleo de la señora Nicolson y sonrió en la llorosa despedida. Las dos mujeres sabían que era la última vez que se verían.

—No te preocupes por mí —dijo Vivien, cuando un bombardero tronó sobre ellas—. Voy a estar bien. Voy a ir a casa.

Dolly sostuvo la carta con firmeza y, con un gesto final y decidido, se dirigió a su nueva vida, sin saber qué le depararía el futuro pero decidida, de repente, a hacerle frente.

 


Capítulo 4

 

 

Suffolk, 2011

 

Las hermanas Nicolson dejaron el hospital en el coche de Iris. Aunque era la hija mayor y por costumbre le correspondía el privilegio del asiento delantero, Laurel iba sentada en la parte de atrás, junto a los pelos del perro. Era la mayor, pero su fama complicaba la situación y no estaba dispuesta a que sus hermanas pensasen que se creía superior. De todos modos, prefería la parte de atrás. Exenta del deber de conversar, era libre de concentrarse en sus propios pensamientos.

Había dejado de llover y brillaba el sol. Laurel se moría de ganas de preguntar a Rose acerca de Vivien (había oído el nombre antes, estaba segura; más aún, sabía que guardaba alguna relación con ese terrible día de 1961), pero permaneció callada. El interés de Iris, una vez despertado, podía ser sofocante y Laurel no estaba preparada para hacer frente a un interrogatorio. Mientras sus hermanas charlaban delante, ella observó los prados ante los que pasaban. Las ventanas estaban subidas, pero casi podía oler la hierba recién cortada y oír la llamada de la grajilla. No hay paisaje más vívido que el de la infancia. No importaba dónde se encontrase o qué aspecto tuviese, esas imágenes y esos sonidos quedaban grabados de forma diferente a los posteriores. Pasaban a formar parte de la persona, ineludibles.

Los últimos cincuenta años se evaporaron y Laurel vio una versión fantasmal de sí misma volando entre los setos en su bicicleta verde, una Malvern Star, con una de sus hermanas sentada sobre el manillar. Piel bronceada, piernas de vello rubio, rodillas cubiertas de heridas. Fue hace mucho tiempo. Fue ayer.


Date: 2016-03-03; view: 581


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