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TERCERA PARTE SIERVOS DE LA PASIÓN 15 page

Aquélla fue la primera vez a lo largo del día en que Mar esbozó una sonrisa.

– No puedes irte -negó Joan.

La sonrisa de Mar desapareció y Arnau se volvió hacia el fraile.

– ¿Qué no puedo qué? Puedo hacer lo que quiera. ¿No soy el barón? ¿Acaso no se van los barones con el rey durante meses y meses?

– Pero ellos se van a la guerra.

– Con mi dinero, Joan, con mi dinero. Me parece que es más importante que sea yo el que me vaya que cualquiera de esos barones que no hacen más que pedir préstamos baratos. Bueno -añadió volviéndose hacia el castillo-, y ahora ¿a qué esperamos? Ya está vacío y estoy cansado.

– Todavía falta… -empezó a decir Joan.

– Tú y tus leyes -lo interrumpió-. ¿Por qué tenéis que aprender leyes los dominicos? ¿Qué falta aho…?

– ¡Arnau y Elionor, barones de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui! -Los gritos resonaron a lo largo del valle que se extendía a los pies de la loma. Todos los presentes elevaron la mirada hacia el más alto de los torreones de la fortaleza, donde el mayordomo de Elionor, con las manos a modo de bocina, se desgañitaba-. ¡Arnau y Elionor, barones de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui! ¡Arnau y Elionor…!

– Faltaba el anuncio de la toma del castillo -apostilló Joan.

La comitiva se puso en marcha de nuevo.

– Por lo menos dicen mi nombre.

El mayordomo continuaba gritando.

– Si no, no sería lega -aclaró el fraile.

Arnau fue a decir algo, pero en lugar de ello meneó la cabeza.

 

El interior de la fortaleza, como era costumbre, había crecido desordenadamente tras las murallas y alrededor de la torre del homenaje, a la que se le había añadido un cuerpo de edificio compuesto por un enorme salón, cocina y despensa, amén de habitaciones en el piso superior. Alejadas del conjunto se erigían diversas construcciones destinadas a albergar a la servidumbre y a los escasos soldados que componían la guarnición del castillo.

Fue el oficial de la guardia, un hombre bajo, fondón, desastrado y sucio, quien tuvo que hacer los honores a Elionor y su séquito. Entraron todos en el gran salón.

– Muéstrame las habitaciones del carlán -le gritó Elionor.

El oficial le indicó una escalera de piedra, adornada con una sencilla balaustrada también de piedra, y la baronesa, seguida del soldado, el mayordomo, el escribano y las doncellas, empezó a subir. En momento alguno se dirigió a Arnau.

Los tres Estanyol se quedaron en el salón, mientras los esclavos depositaban en él las pertenencias de Elionor.

– Quizá debieras… -empezó a decirle Joan a su hermano.

– No intervengas, Joan -le espetó Arnau.



Durante un rato se dedicaron a inspeccionar el salón: sus altos techos, la inmensa chimenea, los sillones, los candelabros y la mesa para una docena de personas. Poco después, el mayordomo de Elionor apareció en la escalera. Sin embargo no llegó a pisar el salón; se quedó tres escalones por encima de él.

– Dice la señora baronesa -cantó desde allí, sin dirigirse a nadie en concreto- que esta noche está muy cansada y no desea ser molestada.

El mayordomo empezaba a dar media vuelta cuando Arnau lo detuvo:

– ¡Eh! -gritó. El mayordomo se volvió-. Dile a tu señora que no se preocupe, que nadie la molestará… Nunca -susurró. Mar abrió los ojos y se llevó las manos a la boca. El mayordomo volvió a dar media vuelta, pero Arnau lo detuvo de nuevo-. ¡Eh! -volvió a gritar-, ¿cuáles son nuestras habitaciones?- El hombre se encogió de hombros-. ¿Dónde está el oficial?

– Atendiendo a la señora.

– Pues sube donde esté la señora y haz bajar al oficial.Y apresúrate, porque de lo contrario te cortaré los testículos y la próxima vez que vuelvas a anunciar la toma de un castillo lo harás trinando.

El mayordomo, agarrado a la balaustrada, dudó. ¿Era aquél el mismo Arnau que había aguantado todo un día subido en un carro? Arnau entrecerró los ojos, se acercó a la escalinata y desenfundó el cuchillo de bastaix que había querido llevar a la boda. El mayordomo no alcanzó a ver su punta roma; al tercer paso de Arnau, corrió escaleras arriba.

Arnau se volvió y vio a Mar riendo, y el rostro displicente de fra Joan. Aunque no sólo sonreían ellos: algunos esclavos de Elionor habían presenciado la escena y también cruzaban sonrisas.

– ¡Y vosotros! -les gritó Arnau-, descargad el carro y llevad las cosas a nuestras habitaciones.

 

Llevaban ya más de un mes instalados en el castillo. Arnau había intentado poner orden en sus nuevas propiedades; sin embargo, cuantas veces se enfrascaba en los libros de cuentas de la baronía, terminaba cerrándolos con un suspiro. Hojas rotas, números rasgados y sobrescritos, datos contradictorios cuando no falsos. Eran ininteligibles, totalmente indescifrables.

A la semana de su estancia en Montbui, Arnau empezó a acariciar la idea de regresar a Barcelona y dejar aquellas propiedades en manos de un administrador, pero mientras tomaba la decisión optó por conocerlas un poco más; aunque, lejos de acudir a los nobles que le debían vasallaje y que en sus visitas al castillo lo desdeñaban por completo y se rendían a los pies de Elionor, lo hizo al común, a los payeses, a los siervos de sus siervos.

Acompañado de Mar, salió a los campos con curiosidad. ¿Qué habría de cierto en lo que escuchaba en Barcelona? Ellos, los comerciantes de la gran ciudad, a menudo basaban sus decisiones en las noticias que les llegaban. Arnau sabía que la epidemia de 1348 despobló los campos, eso se decía, y que justo el año anterior, el de 1358, una plaga de langosta empeoró la situación tras arruinar las cosechas. La falta de recursos propios empezó a dejarse notar en el comercio y los mercaderes variaron sus estrategias.

– ¡Dios! -murmuró a las espaldas del primer payés, cuando éste entró corriendo en la masía para presentar al nuevo barón a su familia.

Como él, Mar no podía apartar la mirada del ruinoso edificio y de sus alrededores, tan sucios y dejados como el hombre que los había recibido y que ahora volvía a salir acompañado de una mujer y dos niños pequeños.

Los cuatro se pusieron en fila ante ellos y, torpemente, intentaron hacerles una reverencia. Había miedo en sus ojos. Sus ropas estaban ajadas y los niños… Los niños ni siquiera podían tenerse en pie. Sus piernas eran delgadas como espigas.

– ¿Es ésta tu familia? -preguntó Arnau.

El payés empezaba a asentir justo cuando desde dentro de la masía surgió un débil llanto. Arnau frunció las cejas y el hombre negó con la cabeza, lentamente; el miedo de sus ojos se convirtió en tristeza.

– Mi mujer no tiene leche, señoría.

Arnau miró a la mujer. ¿Cómo iba a tener leche aquel cuerpo? ¡Primero había que tener pechos!

– ¿Y nadie por aquí podría…?

El payés se adelantó a su pregunta.

– Todos están igual, señoría. Los niños mueren.

Arnau percibió cómo Mar se llevaba una mano a la boca.

– Enséñame tu finca: el granero, los establos, tu casa, los campos.

– ¡No podemos pagar más, señoría!

La mujer había caído de rodillas y empezaba a arrastrarse hacia Mar y Arnau.

Arnau se acercó a ella y la cogió por los brazos. La mujer se encogió al contacto de Arnau.

– ¿Qué…?

Los niños empezaron a llorar.

– No le peguéis, señoría, os lo ruego -intervino el esposo acercándose a él-; es cierto, no podemos pagar más. Castigadme a mí.

Arnau soltó a la mujer y se retiró unos pasos, hasta donde estaba Mar, que observaba la escena con los ojos muy abiertos.

– No le voy a pegar -dijo dirigiéndose al hombre-; tampoco a ti, ni a nadie de tu familia. No os voy a pedir más dinero. Sólo quiero ver tu finca. Dile a tu esposa que se levante.

Primero había sido miedo, después tristeza, ahora extrañeza; los dos clavaron en Arnau sus ojos hundidos con expresión de sorpresa. «¿Acaso jugamos a ser dioses?», pensó Arnau. ¿Qué le habían hecho a esa familia para que respondiera de esa forma? Estaban dejando morir a uno de sus hijos y aún pensaban que alguien acudía a ellos para pedirles más dinero.

El granero estaba vacío. El establo también. Los campos descuidados, los aperos de labranza estropeados y la casa… Si el niño no moría de hambre lo haría de cualquier enfermedad. Arnau no se atrevió a tocarlo; parecía…, parecía que fuera a romperse sólo con moverlo.

Cogió la bolsa del cinto y sacó unas monedas. Se las fue a ofrecer al hombre pero rectificó y sacó más monedas.

– Quiero que este niño viva -le dijo dejando los dineros sobre lo que en tiempos debía de haber sido una mesa-. Quiero que tú, tu esposa y tus otros dos hijos comáis. Este dinero es para vosotros, ¿entendido? Nadie tiene derecho a él, y si tenéis algún problema acudid a verme al castillo.

Ninguno de ellos se movió; tenían la mirada puesta en las monedas. Ni siquiera fueron capaces de desviarla para despedirse de Arnau cuando éste salió de la casa.

Arnau volvió al castillo sin decir palabra, cabizbajo, pensativo. Mar compartió con él el silencio.

 

– Todos están igual, Joan -dijo Arnau una noche, mientras los dos solos paseaban al fresco por las afueras del castillo-. Hay algunos que han tenido la suerte de ocupar masías deshabitadas, de payeses muertos o que simplemente han huido, ¿cómo no van a hacerlo? Esas tierras las dedican ahora a bosque y pastos, lo que les da cierta garantía de supervivencia cuando las tierras no producen. Pero los más… los más están en una situación desastrosa. Los campos no producen y mueren de hambre.

– Eso no es todo -añadió Joan-; me he enterado de que los nobles, tus feudatarios, están obligando a firmar capbreus a los payeses que quedan…

– ¿Capbreus ?

– Son documentos por los que los payeses reconocen la vigencia de todos los derechos feudales que habían quedado en desuso en épocas de bonanza. Como quedan pocos hombres, los sangran para conseguir los mismos beneficios que cuando había muchos y las cosas iban bien.

Arnau llevaba bastantes noches durmiendo mal. Se despertaba sobresaltado tras ver rostros demacrados. Sin embargo, en aquella ocasión ni siquiera pudo conciliar el sueño. Había recorrido sus tierras y había sido generoso. ¿Cómo podía admitir tal situación? Todas aquellas familias dependían de él; primero de sus señores, pero éstos, a su vez, eran feudatarios de Arnau. Si él, como señor de estos últimos, les exigía el pago de sus rentas y mercedes, los nobles repercutirían en aquellos desgraciados las nuevas obligaciones que el carlán había gestionado con absoluta negligencia.

Eran esclavos. Esclavos de la tierra. Esclavos de sus tierras. Arnau se encogió en el lecho. ¡Sus esclavos! Un ejército de hombres, mujeres y niños hambrientos a los que nadie daba importancia alguna… salvo para sangrarlos hasta la muerte. Arnau recordó a los nobles que habían venido a visitar a Elionor, sanos, fuertes, lujosamente vestidos, ¡alegres! ¿Cómo podían vivir de espaldas a la realidad de sus siervos? ¿Qué podía hacer él?

Era generoso. Repartía dinero allí donde lo necesitaban, una miseria para él, pero despertaba alegría entre los niños y hacía sonreír a Mar, siempre a su lado. Pero aquello no podía eternizarse. Si seguía repartiendo dinero serían los nobles quienes se aprovecharían de ello. Continuarían sin pagarle a él y explotarían todavía más a los desgraciados. ¿Qué podía hacer?

 

Y mientras Arnau se levantaba cada día más y más pesimista, el estado de ánimo de Elionor era muy distinto.

– Ha convocado a nobles, payeses y lugareños para la Virgen de Agosto -explicó Joan a su hermano, que en su calidad de dominico era el único que mantenía algún contacto con la baronesa.

– ¿Para qué?

– Para que le rindan… os rindan homenaje -rectificó. Arnau lo instó a continuar-. Según la ley… -Joan abrió los brazos; tú me lo has pedido, intentó decirle con el gesto-. Según la ley cualquier noble, en cualquier momento, puede exigir de sus vasallos que renueven el juramento de fidelidad y reiteren el homenaje a su señor. Es lógico que no habiéndolo recibido todavía, Elionor desee que se lo presten.

– ¿Quieres decir que vendrán?

– Los nobles y caballeros no tienen obligación de comparecer a un llamamiento público, siempre y cuando renueven su vasallaje en privado, presentándose ante su nuevo señor en el plazo de un año, un mes y un día, pero Elionor ha estado hablando con ellos y parece ser que acudirán. A fin de cuentas es la pupila del rey. Nadie quiere enfrentarse a la pupila del rey.

– ¿Y al esposo de la pupila del rey?

Joan no le contestó. Sin embargo, algo en sus ojos… Conocía aquella mirada.

– ¿Tienes algo más que decirme, Joan?

El fraile negó con la cabeza.

 

Elionor ordenó la construcción de un entarimado en un llano situado al pie del castillo. Soñaba con el día de la Virgen de Agosto. Cuántas veces había visto a nobles y pueblos enteros prestar vasallaje a su tutor, el rey. Ahora se lo prestarían a ella, como a una reina, como a una soberana en sus tierras. ¿Qué más daba que Arnau estuviera a su lado? Todos sabían que era a ella, a la pupila del rey, a quien se sometían.

Tal era su ansiedad que, cercano ya el día señalado, incluso se permitió sonreír a Arnau, desde muy lejos y débilmente, pero le sonrió.

Arnau dudó y sus labios devolvieron una mueca.

«¿Por qué le he sonreído?», pensó Elionor. Apretó los puños. «¡Imbécil! -se insultó a sí misma-. ¿Cómo te humillas ante un vulgar cambista, un siervo fugitivo?» Llevaban más de un mes y medio en Montbui y Arnau no se había acercado a ella. ¿Acaso no era un hombre? Cuando nadie la miraba observaba el cuerpo de Arnau, fuerte, poderoso, y por las noches, sola en su alcoba, se permitía soñar que aquel hombre la montaba salvajemente. ¿Cuánto tiempo hacía que no vivía aquellas sensaciones? Y él la humillaba con su desdén. ¿Cómo se atrevía? Elionor se mordió con fuerza el labio inferior. «Ya vendrá», se dijo.

El día de la festividad de la Virgen de Agosto, Elionor se levantó al alba. Desde la ventana de su solitario dormitorio observó la planicie dominada por el entarimado que había mandado construir. Los payeses empezaban a congregarse en el llano; muchos ni siquiera habían dormido, para acudir a tiempo al requerimiento de sus señores. Todavía no había llegado ningún noble.

 

 

El sol anunció un día espléndido y caluroso. El cielo límpido y sin nubes, semejante al que casi cuarenta años atrás acogió la celebración del matrimonio de un siervo de la tierra llamado Bernat Estanyol, parecía una cúpula azul celeste sobre los miles de vasallos congregados en el llano. Se acercaba la hora, y Elionor, con sus mejores galas, paseaba nerviosa por el inmenso salón del castillo de Montbui. ¡Sólo faltaban los nobles y caballeros! Joan, ataviado con su hábito negro, descansaba en una silla, y Arnau y Mar, como si la cosa no fuera con ellos, cruzaban divertidas miradas de complicidad ante cada suspiro de desesperación que surgía de la garganta de Elionor.

Finalmente, llegaron los nobles. Sin guardar las formas, impaciente como su señora, un sirviente de Elionor irrumpió en la estancia para anunciar su llegada. La baronesa se asomó a la ventana, y cuando se volvió hacia los presentes, su cara irradiaba felicidad. Los nobles y los caballeros de sus tierras llegaban a la planicie con todo el boato de que eran capaces. Sus lujosas vestiduras, sus espadas y sus joyas se mezclaron con el pueblo poniendo una nota de color y brillo en los grises, tristes y desgastados hábitos de los payeses. Los caballos, de la mano de los palafreneros, empezaron a reunirse tras el estrado y sus relinchos rompieron el silencio con el que los humildes habían acogido la llegada de sus señores. Los sirvientes de los nobles instalaron lujosas sillas, tapizadas con seda de colores vivos, al pie de la tarima, donde los nobles y los caballeros jurarían homenaje a sus nuevos señores. Instintivamente, la gente se separó de la última fila de sillas para dejar un espacio visible entre ellos y los privilegiados.

Elionor volvió a mirar por la ventana y sonrió al comprobar de nuevo el alarde de lujo y nobleza con que sus vasallos pensaban recibirla. Cuando al fin, acompañada de su séquito familiar, estuvo ante ellos, sentada en la tarima, mirándolos desde la distancia, se sintió como una verdadera reina.

El escribano de Elionor, convertido en maestro de ceremonias, inició el acto dando lectura al decreto de Pedro III por el que se concedía como dote a Elionor, pupila real, la baronía de los honores reales de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui, con todos sus vasallos, tierras, rentas… Mientras el escribano leía, Elionor se deleitaba en sus palabras; se sentía observada y envidiada -incluso odiada, ¿por qué no?- por cuantos vasallos lo habían sido hasta entonces del rey. Siempre deberían fidelidad al príncipe, pero desde aquel momento, entre el rey y ellos habría un nuevo escalón: ella. Arnau, por el contrario, no prestaba atención alguna a las palabras del escribano y se limitaba a devolver las sonrisas que le dirigían los payeses a los que había visitado y ayudado.

Mezcladas con el pueblo llano e indiferentes a lo que allí ocurría, había dos mujeres vistosamente vestidas, como obligaba su condición de mujeres públicas: una, ya anciana; la otra, madura pero bella, mostrando con altanería sus atributos.

– Nobles y caballeros -gritó el escribano, captando, esta vez sí, la atención de Arnau-, ¿prestáis homenaje a Arnau y Elionor, barones de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui?

– ¡No!

La negativa pareció rasgar el cielo. El despojado carlán del castillo de Montbui se había puesto en pie y había contestado con voz de trueno al requerimiento del escribano. Un murmullo sordo salió de la multitud emplazada tras los nobles; Joan movió la cabeza como si ya lo hubiera previsto, Mar titubeó sintiéndose extraña ante toda aquella gente, Arnau dudó qué hacer y Elionor palideció hasta que su rostro se tornó blanco como la cera.

El escribano volvió la vista hacia la tarima esperando instrucciones de su señora, pero, al no recibirlas, tomó la iniciativa:

– ¿Os negáis?

– Nos negamos -bramó el carlán, seguro de sí mismo-. Ni siquiera el rey puede obligarnos a prestar homenaje a persona de condición inferior a la nuestra. ¡Es la ley! -Joan asintió con tristeza. No había querido decírselo a Arnau. Los nobles habían engañado a Elionor-. Arnau Estanyol -continuó el carlán, dirigiéndose al escribano a voz en grito- es ciudadano de Barcelona, hijo de un payés de remença fugitivo. ¡No vamos a prestar homenaje al hijo fugitivo de un siervo de la tierra, por más que el rey le haya concedido las baronías que dices!

La más joven de las dos mujeres se puso de puntillas para ver el entarimado. La visión de los nobles allí sentados había despertado su curiosidad, pero al oír en voz del carlán el nombre de Arnau, ciudadano de Barcelona e hijo de un payés, sus piernas empezaron a flaquear.

Con el murmullo del gentío al fondo, el escribano volvió a mirar a Elionor. También lo hizo Arnau, pero la pupila real no hizo ademán alguno. Estaba paralizada. Tras la primera impresión, su sorpresa se había convertido en ira. El blanco de su rostro se había convertido en colorado: temblaba de rabia y sus manos, agarrotadas sobre los brazos de la silla, parecían querer atravesar la madera.

– ¿Por qué me dijiste que había muerto, Francesca? -preguntó Aledis, la más joven de las dos prostitutas.

– Es mi hijo, Aledis.

– ¿Arnau es tu hijo?

A la vez que asentía con la cabeza, Francesca le hizo a Aledis un expresivo ademán para que bajase la voz. Por nada del mundo deseaba que alguien pudiera enterarse de que Arnau era el hijo de una mujer pública. Afortunadamente, la gente que las rodeaba sólo estaba pendiente de la reyerta entre los nobles.

La discusión parecía recrudecerse por momentos. Ante la pasividad de los demás, Joan decidió intervenir.

– Podéis tener razón en cuanto decís -afirmó desde detrás de la ultrajada baronesa-, podéis negaros al homenaje, pero eso no deroga la obligación de prestar servicios a vuestros señores y de firmarles de derecho. ¡Es la ley! ¿Estáis dispuestos a ello?

Mientras el carlán, consciente de que el dominico tenía razón, miraba a sus compañeros, Arnau hizo un gesto a Joan para que se acercase a él.

– ¿Qué significa eso? -le preguntó en voz baja.

– Significa que salvan su honor. No prestan homenaje a…

– A una persona de condición inferior -lo ayudó Arnau-.Ya sabes que nunca me ha importado.

– No te prestan homenaje ni se someten a ti como vasallos, pero la ley los obliga a seguir prestándote servicios y a firmarte de derecho, a reconocer las tierras y honores que tienen por ti.

– ¿Algo así como los capbreus que ellos les hacen firmar a los payeses?

– Algo así.

– Firmaremos de derecho -contestó el carlán.

Arnau no hizo el menor caso al noble. Ni siquiera lo miró. Pensaba; ahí estaba la solución a la miseria de los payeses. Joan seguía inclinado sobre él. Elionor ya no contaba; sus ojos miraban más allá del espectáculo, a las ilusiones perdidas.

– ¿Eso quiere decir -le preguntó Arnau a Joan- que aunque no me reconozcan como su barón sigo mandando y tienen que obedecerme?

– Sí. Sólo salvan su honor.

– Está bien -dijo Arnau poniéndose en pie parsimoniosamente y llamando mediante gestos al escribano-. ¿Ves el hueco que hay entre los señores y el pueblo? -le preguntó cuando lo tuvo al lado-. Quiero que te sitúes allí y vayas repitiendo lo más alto que puedas, palabra por palabra, lo que voy a decir. ¡Quiero que todo el mundo se entere de lo que voy a decir! -Mientras el escribano se encaminaba al espacio abierto tras los nobles, Arnau dirigió una cínica sonrisa al carlán, que esperaba respuesta a su compromiso de firmar de derecho-. ¡Yo, Arnau, barón de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui…!

Arnau esperó a que el escribano vocease sus palabras:

– Yo, Arnau -repitió el escribano-, barón de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui…

– … declaro proscritas de mis tierras todas aquellas costumbres conocidas como malos usos…

– … declaro proscritas…

– ¡No puedes hacerlo! -gritó uno de los nobles interrumpiendo al escribano.

Ante las palabras de los nobles, Arnau miró a Joan buscando confirmación a sus facultades.

– Sí puedo hacerlo -se limitó a contestar Arnau cuando Joan asintió.

– ¡Acudiremos al rey! -gritó otro. Arnau se encogió de hombros. Joan se acercó a él. -¿Has pensado lo que les sucederá a estas pobres gentes si les das esperanza y después el rey te quita la razón?

– Joan -respondió Arnau con una seguridad en sí mismo que hasta entonces no había tenido-, es probable que no sepa nada del honor, de la nobleza o de la caballería, pero conozco los apuntes que hay en mis libros en relación con los préstamos a su majestad; por cierto -añadió sonriendo-, considerablemente incrementados para la campaña de Mallorca tras mi matrimonio con su pupila. De eso sí que sé. Te aseguro que el rey no pondrá en entredicho mis palabras.

Arnau miró al escribano y lo instó a continuar: -… declaro proscritas de mis tierras todas aquellas costumbres conocidas como malos usos… -gritó el escribano.

– Declaro derogado el derecho de intestia , por el que el señor tiene derecho a heredar parte de los bienes de sus vasallos. -Arnau continuó hablando con claridad y lentamente, para que el escribano pudiera repetir sus palabras. El pueblo escuchaba en silencio, incrédulo y esperanzado a la vez-. El de cugutia , por el que los señores se apropian de la mitad o la totalidad de los bienes de la adúltera. El de exorquia , por el que se les otorga una parte de los bienes de los payeses casados que fallezcan sin hijos. El de ius maletractandi , por el que los señores pueden maltratar a su antojo a los payeses y apropiarse de sus cosas. -El silencio acompañaba las palabras de Arnau, tanto que el mismo escribano calló al percatarse de que la multitud allí congregada podía escuchar sin problemas el discurso de su señor. Francesca se agarró al brazo de Aledis-. El de arsia , por el que el payés tiene la obligación de indemnizar al señor por el incendio de sus tierras. El derecho de firma de espoli forzada , por el que el señor puede yacer con la novia en su primera noche…

El hijo no pudo verlo, pero entre aquella multitud que empezaba a revolverse alegremente a medida que se daba cuenta de la seriedad de sus palabras, una anciana, su madre, se desasió de Aledis y se llevó las manos al rostro. Aledis lo comprendió todo al instante. Las lágrimas asomaron en sus pupilas y abrazó a su dueña. Mientras, los nobles y caballeros, al pie de la tarima desde la que Arnau liberaba a sus vasallos, discutían sobre cuál sería la mejor manera de plantear aquel problema al rey.


Date: 2016-03-03; view: 486


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