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TERCERA PARTE SIERVOS DE LA PASIÓN 16 page

– Declaro proscritos cualesquiera otros servicios a los que hasta ahora hayan estado obligados los rústicos y que no sean el pago del justo y legítimo canon de sus tierras. Os declaro libres para cocer vuestro propio pan, para herrar vuestros animales y para reparar vuestros aparejos en vuestras propias forjas. A las mujeres, a las madres, os declaro libres para negaros a amamantar gratuitamente a los hijos de vuestros señores. -La anciana, perdida en el recuerdo, ya no podía dejar de llorar-.Así como para negaros a servir gratuitamente en las casas de vuestros señores. Os libero de la obligación de hacer regalos a vuestros señores en Navidad y de trabajar sus tierras gratuitamente.

Arnau guardó silencio unos instantes, mientras observaba más allá de los preocupados nobles a la multitud que esperaba oír determinadas palabras. ¡Faltaba uno! La gente lo sabía y esperaba inquieta ante el repentino silencio de Arnau. ¡Faltaba uno!

– ¡Os declaro libres! -gritó al fin.

El carlán gritó y levantó el puño hacia Arnau. Los nobles que lo acompañaban gesticularon y gritaron a su vez.

– ¡Libres! -sollozó la anciana entre los vítores de la multitud.

– En el día de hoy, en que unos nobles se han negado a prestar homenaje a la pupila del rey, los payeses que trabajan las tierras que componen las baronías de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui serán iguales a los payeses de la Cataluña nueva, iguales a los de las baronías de Entença, de la Conca del Barberà, del campo de Tarragona, del condado de Prades, de la Segarra o la Garriga, del marquesado de Aytona, del territorio de Tortosa o del campo de Urgell…, iguales a los payeses de cualquiera de las diecinueve comarcas de esa Cataluña conquistada con el esfuerzo y la sangre de vuestros padres. ¡Sois libres! ¡Sois payeses pero nunca más, en estas tierras, volveréis a ser siervos de la tierra ni lo serán vuestros hijos o vuestros nietos!

– Tampoco vuestras madres -susurró Francesa para sí-, tampoco vuestras madres -repitió antes de prorrumpir de nuevo en llanto y agarrarse a Aledis, que tenía los sentimientos a flor de piel.

Arnau tuvo que abandonar la tarima para evitar que el pueblo se abalanzara sobre él. Joan ayudó a Elionor, que era incapaz de caminar por sí sola.Tras ellos, Mar trataba de controlar la emoción que parecía a punto de estallar en su pecho.

El llano empezó a vaciarse en cuanto Arnau y su séquito lo abandonaron en dirección al castillo. Los nobles, tras acordar cómo plantearían el asunto al rey, hicieron lo propio a galope tendido, sin respetar a la gente que se agolpaba en los caminos y que tenía que saltar a los campos para no ser arrollados por unos jinetes iracundos. Los payeses iniciaron una lenta marcha de regreso a sus hogares, con una sonrisa en el rostro.



Sólo dos mujeres permanecían quietas en el llano.

– ¿Por qué me engañaste? -preguntó Aledis.

En esta ocasión la anciana se volvió hacia ella.

– Porque no lo merecías… y él no debía vivir junto a ti. Tú no estabas llamada a ser su esposa. -Francesca no dudó. Lo dijo fríamente, tan fríamente como se lo permitió su voz ronca.

– ¿De verdad piensas que no lo merecía? -preguntó Aledis.

Francesca se enjugó las lágrimas y recuperó de nuevo la energía y la firmeza que le habían permitido llevar su negocio durante años.

– ¿Acaso no has visto en lo que se ha convertido? ¿Acaso no has oído lo que ha hecho? ¿Crees que su vida hubiera sido la misma junto a ti?

– Lo de mi marido y el duelo…

– Mentira.

– Lo de que me buscaban…

– También. -Aledis frunció el entrecejo y observó a Francesca-. También tú me mentiste, ¿recuerdas? -le echó en cara la anciana.

– Yo tenía mis motivos.

– Y yo los míos.

– Captarme para tu negocio… Ahora lo entiendo.

– No fue ése el único, pero reconozco que sí. ¿Tienes alguna queja? ¿A cuántas muchachas ingenuas has engañado tú desde entonces?

– Eso no hubiera sido necesario si tú…

– Te recuerdo que la elección fue tuya. -Aledis dudó-. Otras no pudimos elegir.

– Fue muy duro, Francesca. Llegar hasta Figueras, arrastrarme, someterme y ¿para qué?

– Vives bien, mejor que muchos de los nobles que hoy estaban aquí. No te falta de nada.

– Mi honra.

Francesca se irguió cuanto su ajado cuerpo le permitió. Entonces se enfrentó a Aledis.

– Mira, Aledis, yo no entiendo de honras ni honores. Tú me vendiste la tuya. A mí me la robaron cuando era una muchacha. Nadie me permitió elegir. Hoy he llorado lo que no me había permitido llorar en toda mi vida, y ya es suficiente. Somos lo que somos y de nada nos serviría, ni a ti ni a mí, recordar cómo hemos llegado a serlo. Deja que los demás se peleen por la honra. Hoy los has visto. ¿Quién de los que estaban junto a nosotras puede hablar de honor u honra?

– Quizá ahora, sin malos usos…

– No te engañes, seguirán siendo unos desgraciados sin un lugar donde caerse muertos. Hemos luchado mucho para llegar donde estamos; no pienses en la honra: no está hecha para el pueblo.

Aledis miró a su alrededor y observó al pueblo. Los habían liberado de los malos usos, sí, pero seguían siendo los mismos hombres y las mismas mujeres sin esperanzas, los mismos niños famélicos, descalzos y medio desnudos. Asintió con la cabeza y abrazó a Francesca.

 

 

No pensarás dejarme aquí!

Elionor bajó la escalera hecha una furia. Arnau estaba en el salón, sentado a la mesa, firmando los documentos con los que derogaba los malos usos de sus tierras. «En cuanto los firme, me iré», le había dicho a Joan. El fraile y Mar, a espaldas de Arnau, observaban la escena.

Arnau terminó de firmar y después se enfrentó a Elionor. Debía de ser la primera vez que hablaban desde que contrajeron matrimonio. Arnau no se levantó.

– ¿Qué interés tienes en que me quede aquí?

– ¿Cómo quieres que me quede en un lugar donde me han humillado como lo han hecho?

– Lo diré de otra forma entonces: ¿qué interés puedes tener en seguirme?

– ¡Eres mi esposo! -Le salió una voz chillona. Le había dado mil vueltas: no podía quedarse, pero tampoco podía volver a la corte del rey. Arnau hizo una mueca de desagrado-. Si te vas, si me dejas -añadió Elionor-, acudiré al rey.

Las palabras resonaron en los oídos de Arnau. «¡Acudiremos al rey!», lo habían amenazado los nobles. Creía poder solucionar el ataque de los nobles, pero… Miró los documentos que acababa de firmar. Si Elionor, su propia esposa, la pupila real, se sumaba a las quejas de los nobles…

– Firma -la instó acercándole los documentos.

– ¿Por qué debería hacerlo? Si derogas los malos usos, nos quedaremos sin rentas.

– Firma y vivirás en un palacio en la calle de Monteada de Barcelona. No necesitarás esas rentas.Tendrás el dinero que quieras.

Elionor se acercó a la mesa, cogió la pluma y se inclinó sobre los documentos.

– ¿Qué garantías tengo de que cumplirás tu palabra? -preguntó de repente, volviéndose hacia Arnau.

– La de que cuanto más grande sea la casa, menos te veré. Ésa es la garantía. La de que cuanto mejor vivas, menos me molestarás. ¿Te sirven esas garantías? No tengo intención de darte otras.

Elionor miró a los que estaban detrás de Arnau. ¿Sonreía la muchacha?

– ¿Vivirán ellos con nosotros? -preguntó señalándolos con la pluma.

– Sí.

– ¿Ella también?

Mar y Elionor cruzaron una mirada gélida.

– ¿Acaso no he hablado con suficiente claridad, Elionor? ¿Firmas?

Firmó.

 

Arnau no esperó a que Elionor hiciera sus preparativos y aquel mismo día, al atardecer, para evitar el calor de agosto, partió hacia Barcelona, en un carro alquilado, igual que había llegado hasta allí.

Ninguno de ellos miró atrás cuando el carro cruzó las puertas del castillo.

– ¿Por qué debemos ir a vivir con ella? -le preguntó Mar a Arnau durante el viaje de vuelta en el carro.

– No debo ofender al rey, Mar. Nunca se sabe cuál puede ser la respuesta de un monarca.

Mar permaneció callada durante unos instantes, pensativa.

– ¿Por eso le has ofrecido todo lo que le has ofrecido?

– No…, bueno, también, pero la principal razón han sido los payeses. No quiero que se queje. Supuestamente el rey nos ha concedido unas rentas para vivir, aunque en realidad no existan o sean mínimas. Si ella acudiese al rey diciendo que por mi actuación he dilapidado esas rentas, quizá derogaría mis órdenes.

– ¿El rey? ¿Por qué iba el rey…?

– Debes saber que no hace muchos años el rey dictó una pragmática contra los siervos de la tierra, en contra incluso de los privilegios que él mismo y sus antecesores habían concedido a las ciudades. La Iglesia y los nobles le exigieron que tomara medidas contra los payeses que escapaban de sus tierras y las dejaban baldías… y él lo hizo.

– No pensaba que fuera capaz de eso.

– Es un noble más, Mar; el primero de ellos.

Hicieron noche en una masía a las afueras de Monteada. Arnau pagó generosamente a los payeses. Se levantaron al alba y antes de que empezase la canícula entraron en Barcelona.

– La situación es dramática, Guillem -le dijo Arnau cuando pusieron fin a saludos y explicaciones y se quedaron solos-. El principado está mucho peor de lo que imaginábamos. Aquí sólo nos llegan las noticias, pero hay que ver el estado de los campos y las tierras. No aguantaremos.

– Hace mucho tiempo que tomo medidas -lo sorprendió Guillem. Arnau lo instó a que continuase-. La crisis es grave y se veía venir; ya lo habíamos hablado en alguna ocasión. Nuestra moneda se devalua constantemente en los mercados extranjeros pero el rey no adopta ninguna medida aquí, en Cataluña, y soportamos unas paridades insostenibles. El municipio se está endeudan-do cada vez más para financiar toda la estructura que se ha creado en Barcelona. La gente ya no obtiene beneficios en el comercio y buscan lugares más seguros para su dinero.

– ¿Y el nuestro?

– Fuera. En Pisa, Florencia, incluso en Genova. Allí todavía se puede comerciar con cambios lógicos. -Los dos guardaron unos momentos de silencio-. Castelló ha sido declarado abatut -añadió Guillem rompiéndolo-; empieza el desastre.

Arnau recordó al cambista, gordo, siempre sudoroso y simpático.

– ¿Qué ha sucedido?

– No ha sido prudente. La gente empezó a reclamarle la devolución de los depósitos y no pudo hacer frente.

– ¿Podrá pagar?

– No creo.

 

El 29 de agosto, el rey desembarcó victorioso de su campaña en Mallorca contra Pedro el Cruel, que había huido de Ibiza, tras tomarla y saquearla, en cuanto la flota catalana arribó a las islas. Al cabo de un mes, cuando llegó Elionor, los Estanyol, incluido Guillem pese a su inicial oposición, se trasladaron al palacio de la calle de Monteada.

A los dos meses, el rey concedió audiencia al carlán de Montbui. El día anterior, enviados de Pedro III solicitaron un nuevo préstamo a la mesa de Arnau. Cuando se lo concedieron, el rey despidió al carlán y mantuvo las órdenes de Arnau.

Al cabo de dos meses más, transcurridos los seis que la ley concedía al abatut para que pagase sus deudas, el cambista Castelló fue decapitado frente a su mesa de cambio, en la plaza deis Canvis. Todos los cambistas de la ciudad fueron obligados a presenciar, en primera fila, la ejecución. Arnau vio cómo se separaba la cabeza de Castelló de su tronco tras el certero golpe del verdugo. Le hubiera gustado cerrar los ojos, como muchos hicieron, pero no pudo. Tenía que verlo. Era una llamada a la prudencia que no debía olvidar nunca, se dijo mientras la sangre se derramaba sobre el cadalso.

 

 

La veía sonreír. Arnau seguía viendo sonreír a su Virgen, y la vida le sonreía igual que ella. Había cumplido cuarenta años y, pese a la crisis, sus negocios funcionaban y le proporcionaban grandes beneficios, de los que destinaba una parte a los menesterosos o a Santa María. Con el tiempo, Guillem le dio la razón: la gente del pueblo pagaba y devolvía sus préstamos, dinero a dinero. Su iglesia, el templo de la mar, continuaba creciendo a través de su tercera bóveda central y de los campanarios octogonales que flanqueaban la fachada principal. Santa María estaba repleta de artesanos: marmolistas y escultores, pintores, vidrieros, carpinteros y forjadores. Incluso había un organista, cuyo trabajo Arnau seguía con atención. ¿Cómo sonaría la música en el interior de aquel majestuoso templo?, se preguntaba a menudo. Tras la muerte del arcediano Bernat Llull y el paso de dos canónigos, quien ahora ocupaba el cargo era Pere Sálvete de Montirac, con el que Arnau mantenía una relación fluida. También habían muerto el gran maestro, Berenguer de Montagut, y su sucesor, Ramon Despuig. El encargado de la dirección de las obras del templo era ahora Guillem Metge.

Pero Arnau no sólo trataba con los prebostes de Santa María. Su situación económica y su nueva condición le llevaban a confraternizar con los consejeros de la ciudad, con prohombres y con miembros del Consejo de Ciento. Su opinión era escuchada en la lonja y sus consejos seguidos por comerciantes y mercaderes.

– Debes aceptar el cargo -le aconsejó Guillem. Arnau pensó durante unos instantes. Acababan de ofrecerle uno de los dos puestos de cónsul de la Mar de Barcelona, el máximo representante del comercio en la ciudad, juez en las disputas mercantiles, con jurisdicción propia, independiente de cualquier otra institución de Barcelona, arbitro de cualquier problema que se plantease en el puerto o que tuviesen sus trabajadores, y vigilante del cumplimiento de las leyes y las costumbres del comercio.

– No sé si podré…

– Nadie mejor que tú, Arnau, hazme caso -lo interrumpió

Guillem-. Puedes. Seguro que puedes.

Aceptó ser uno de los nuevos cónsules cuando finalizase el mandato de los anteriores.

Santa María, sus negocios, sus futuras nuevas obligaciones como cónsul de la Mar: todo ello creó alrededor de Arnau una muralla tras la que el bastaix se sentía cómodo, y cuando volvía a su nuevo hogar, al palacio de la calle Monteada, no se daba cuenta de lo que sucedía tras sus grandes portalones.

Arnau había cumplido las promesas hechas a Elionor, pero también cumplió con las garantías bajo las que se las ofreció, y su relación era distante y fría; se reducía a lo imprescindible para la convivencia. Mientras, Mar había cumplido veinte esplendorosos años y seguía negándose a contraer matrimonio. «¿Para qué voy a hacerlo si tengo a Arnau para mí? ¿Qué haría él sin mí? ¿Quién lo descalzaría? ¿Quién lo atendería a la vuelta del trabajo? ¿Quién charlaría con él y escucharía sus problemas? ¿Elionor? ¿Joan, cada día más enfrascado en sus estudios? ¿Los esclavos?, ¿o un Guillem con quien ya pasa la mayor parte del día?», pensaba la muchacha. Todos los días, Mar esperaba con impaciencia la vuelta a casa de Arnau. Su respiración se aceleraba cuando oía sus aldabonazos sobre los portalones y la sonrisa volvía a sus labios en cuanto acudía, corriendo, a esperarle en lo alto de las escalinatas que llevaban a las plantas nobles. Porque durante el día, cuando Arnau no estaba, su vida era un monótono y constante suplicio.

– ¡Nada de perdiz! -resonó en las cocinas-, hoy comeremos ternera.

Mar se volvió hacia la baronesa, de pie en la entrada de la cocina. A Arnau le gustaba la perdiz. Había ido con Donaha a comprarlas. Las eligió ella misma, las colgó de una barra en la cocina y comprobó día tras día su estado. Por fin decidió que ya estaban en su punto y, por la mañana, temprano, bajó a la cocina para prepararlas.

– Pero…-intentó oponerse Mar.

– Ternera -la interrumpió Elionor, traspasándola con la mirada.

Mar se volvió hacia Donaha, pero la esclava le contestó encogiendo imperceptiblemente los hombros.

– Lo que se come en esta casa lo decido yo -continuó la baronesa, dirigiéndose en esta ocasión a todos los esclavos presentes en la cocina-. ¡En esta casa mando yo!

Tras su último grito, dio media vuelta y se fue. Aquel día, Elionor esperó a comprobar el resultado de su desplante. ¿Acudiría la muchacha, a Arnau o mantendría aquella disputa en secreto? Mar también pensó en ello: ¿debía contárselo a Arnau? ¿Qué podía ganar haciéndolo? Si Arnau se ponía de su parte, discutiría con Elionor y en realidad ella era la señora de la casa. ¿Y si no se ponía de su parte? Se le encogió el estómago. ¿Y si no lo hacía? Arnau dijo en una ocasión que no debía ofender al rey. ¿Y si Elionor se quejaba al rey por su causa? ¿Qué diría entonces Arnau?

Elionor dejó escapar una sonrisa de desprecio hacia Mar al final del día, cuando comprobó que Arnau seguía tratándola como siempre, sin dirigirle la palabra. Con el tiempo, la sonrisa se fue convirtiendo en un constante asedio a la muchacha. Elionor prohibió que acompañara a los esclavos a la compra y que entrase en las cocinas. Apostó esclavos en las puertas de los salones cuando ella estaba dentro. «La señora baronesa no desea ser molestada», le decían a Mar cuando trataba de entrar en ellos. Día tras día, Elionor encontró más formas de molestar a la muchacha.

El rey. No debían ofender al rey. Mar tenía aquellas palabras grabadas en la mente y se las repetía una y otra vez. Elionor seguía siendo su pupila y podía acudir al monarca en cualquier momento. ¡Ella no sería la causa de que Elionor se ofendiera!

Cuan equivocada estaba. Poco satisfacían a Elionor las rencillas domésticas. Sus pequeñas victorias desaparecían cuando Arnau regresaba a casa y Mar saltaba a sus brazos. Los dos reían, charlaban… y se rozaban. Arnau contaba los sucesos del día, las disputas en la lonja, los cambios, los barcos, sentado en un sillón, con Mar a sus pies, embelesada en sus historias. ¿Acaso no debía ser aquél el sitio de su legítima esposa? Arnau, acompañado de Mar, se quedaba en una de las ventanas, por la noche, después de cenar, con ella cogida de su brazo, mientras ambos miraban la noche estrellada. A sus espaldas, Elionor apretaba los puños hasta clavarse las uñas en las palmas de las manos; entonces el dolor la hacía reaccionar y se levantaba bruscamente para retirarse a sus habitaciones.

Y en la soledad pensaba en su situación. Arnau no la había tocado desde que contrajeran matrimonio. Ella se acariciaba el cuerpo, los pechos…, ¡todavía se mantenían firmes!, las caderas, la entrepierna, y cuando el placer empezaba a llegar, chocaba siempre con la realidad: aquella muchacha… ¡aquella muchacha había logrado ocupar su puesto!

 

– ¿Qué sucederá cuando mi esposo fallezca?

Se lo preguntó directamente, sin preámbulos, tras tomar asiento frente a la mesa repleta de libros. Después tosió; todo aquel estudio lleno de libros y legajos, el polvo…

Reginald d'Area examinó con tranquilidad a su visitante. Era el mejor abogado de la ciudad, le habían comentado a Elionor, un experto glosador de los Usatges de Cataluña.

– Tengo entendido que no tenéis hijos de vuestro esposo, ¿es cierto? -Elionor frunció las cejas-. Debo saberlo -insistió con parsimonia. Todo él, corpulento y con aspecto bonachón, con su melena y su barba blancas, infundía seguridad.

– No. No los he tenido.

– Imagino que vuestra consulta se refiere al aspecto patrimonial.

Elionor se movió en la silla, inquieta.

– Sí -contestó al fin.

– Vuestra dote os será devuelta. En cuanto al patrimonio propio de vuestro esposo, puede disponer de él por testamento como desee.

– ¿No me corresponderá nada?

– El usufructo de sus bienes durante un año, el año de luto.

– ¿Sólo?

El grito logró descomponer a Reginald d'Area. ¿Qué se creía aquella mujer?

– Eso se lo debéis a vuestro tutor, el rey Pedro -contestó con sequedad.

– ¿Qué queréis decir?

– Hasta que vuestro tutor accedió al trono regía en Cataluña una ley de Jaime I por la que la viuda, mientras lo hiciera honestamente, disfrutaba del usufructo de toda la herencia de su marido de por vida. Pero los mercaderes de Barcelona y Perpiñán son muy celosos de su patrimonio, incluso cuando se trata de sus esposas, y consiguieron un privilegio real por el que tan sólo disfrutarían de un año de luto, no del usufructo. Vuestro tutor ha elevado dicho privilegio a rango de ley general para todo el principado…

Elionor no lo escuchaba y se levantó antes de que el abogado finalizase su exposición. Volvió a toser y paseó la mirada por el estudio. ¿Para qué querría tantos libros? Reginald se levantó también.

– Si necesitáis algo más…

Elionor, ya de espaldas, se limitó a levantar una mano. Estaba claro: necesitaba tener un hijo de su marido para asegurarse el futuro. Arnau había cumplido su palabra y Elionor había conocido otra forma de vida: el lujo, algo que había visto en la corte pero que, al estar sometida a los innumerables controles de los tesoreros reales, siempre había estado fuera de su alcance. Ahora gastaba cuanto quería, tenía cuanto deseaba. Pero si Arnau moría… Y lo único que se lo impedía, lo único que lo mantenía apartado de ella, era aquella bruja voluptuosa. Si la bruja no estuviera…, si desapareciese… ¡Arnau se rendiría ante ella! ¿Cómo no iba a ser capaz de seducir a un siervo fugitivo?

Unos días después, Elionor llamó a sus estancias al fraile, el único de los Estanyol con el que tenía algún trato.

– ¡No puedo creerlo! -le contestó Joan.

– Pues así es, fra Joan -dijo Elionor con las manos todavía en el rostro-. Desde que nos casamos no me ha puesto una mano encima.

Joan sabía que no había amor entre Arnau y Elionor, que dormían en habitaciones separadas.Y qué más daba aquello. Nadie se casaba por amor y la mayoría de los nobles dormían separados. Pero si Arnau no había tocado a Elionor, entonces no estaban casados.

– ¿Habéis hablado del asunto? -le preguntó. Elionor separó las manos del rostro para mostrar unos ojos enrojecidos que requirieron la atención inmediata de Joan.

– No me atrevo. No sabría cómo hacerlo. Además, creo… -Elionor dejó en el aire sus sospechas. -¿Qué es lo que creéis?

– Creo que Arnau está más pendiente de Mar que de su propia esposa.

– Ya sabéis que Arnau adora a esa muchacha. -No me refiero a ese tipo de amor, fra Joan -insistió bajando la voz. Joan se irguió en el sillón-. Sí. Sé que os costará creerlo pero estoy convencida de que esa muchacha, como vos la llamáis, pretende a mi marido. ¡Es como tener al diablo en mi propia casa, fra Joan! -Elionor logró que su voz temblase-. Mis armas, fra Joan, son las de una simple mujer que quiere cumplir con el mandato que la Iglesia impone a las mujeres casadas, pero cada vez que lo intento me topo con que mi marido se halla inmerso en una voluptuosidad que le impide fijarse en mí. ¡Ya no sé qué hacer!

¡Por eso no quería casarse Mar! ¿Sería verdad? Joan empezó a recordar: siempre estaban juntos, y cómo se lanzaba en sus brazos. Y aquellas miradas, y las sonrisas. ¡Qué estúpido había sido! El moro lo sabía, seguro que lo sabía; por eso la defendía. -No sé qué deciros -se excusó.

– Tengo un plan… pero necesito vuestra ayuda y, sobre todo, vuestro consejo.

 

 

Joan escuchó el plan de Elionor y, mientras lo hacía, un escalofrío recorrió su cuerpo.

– Tengo que pensarlo -le contestó cuando ésta insistió en su dramática situación matrimonial.

Esa misma tarde Joan se encerró en su habitación. Excusó su presencia en la cena. Evitó a Arnau y a Mar. Evitó la inquisitiva mirada de Elionor. Fra Joan miró sus libros de teología, pulcramente ordenados en un armario. En ellos debería estar la respuesta a sus problemas. Durante todos los años que había pasado lejos de su hermano, Joan no dejó de pensar en él. Quería a Arnau; él y su padre fueron lo único que tuvo en su infancia. Sin embargo, en ese cariño había tantos pliegues como en su hábito. Agazapada en ellos estaba una admiración que, en los peores momentos, rozaba la envidia. Arnau, con la sonrisa franca y el gesto presto, un niño que afirmaba hablar con la Virgen. Fra Joan hizo un gesto displicente al recordar lo mucho que intentó oír esa voz. Ahora sabía que era casi imposible, que sólo unos pocos elegidos se veían bendecidos con ese honor. Estudió y se disciplinó con la esperanza de ser uno de ellos; ayunó hasta casi perder la salud, pero todo fue en vano.

Fra Joan se enfrascó en las doctrinas del obispo Hincmaro, en las de san León Magno, en las del maestro Graciano, en las cartas de san Pablo y en las de otros muchos.

Sólo la comunión carnal entre los cónyuges, la coniunctio sexuum , puede lograr que el matrimonio entre los hombres refleje la unión de Cristo con la Iglesia, objetivo principal del sacramento: sin la carnalis copula no existe el matrimonio, decía el primero.


Date: 2016-03-03; view: 520


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