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TERCERA PARTE SIERVOS DE LA PASIÓN 14 page

 

Con el ballenero de Arnau atravesado en las tasques , Pedro el Cruel organizó su armada en mar abierto. El Ceremonioso lo hizo tasques adentro y antes de que anocheciese, las dos flotas -la una de guerra, con cuarenta naves armadas y dispuestas, la otra pintoresca, con sólo diez galeras y decenas de pequeños barcos mercantes o de pesca cargados de ciudadanos- se encontraron la una frente a la otra, a lo largo de toda la línea de la costa portuaria, desde Santa Clara a Framenors. Nadie podía entrar ni salir de Barcelona.

Ese día no hubo batalla. Cinco de las galeras de Pedro III se dispusieron cerca del ballenero de Arnau, y por la noche, los soldados reales, iluminados por una luna resplandeciente, lo abordaron.

– Parece que la batalla girará en torno a nosotros -le comentó Guillem a Arnau, los dos sentados en cubierta, con la espalda apoyada en la borda, a refugio de los ballesteros castellanos.

– Nos hemos convertido en la muralla de la ciudad y todas las batallas empiezan en las murallas.

En aquel momento se les acercó un oficial real.

– ¿Arnau Estanyol? -preguntó. Arnau se hizo notar levantando una mano-. El rey os autoriza a abandonar el barco.

– ¿Y mis hombres?

– ¿Los convictos a galeras? -En la semioscuridad Arnau y Guillem pudieron comprobar la expresión de sorpresa del oficial. ¿Qué podía importarle al rey un centenar de convictos?-. Pueden ser necesarios aquí -salió del paso el oficial.

– En ese caso -dijo Arnau-, me quedo; es mi barco y son mis hombres.

El oficial se encogió de hombros y continuó ordenando sus fuerzas.

– ¿Quieres bajar tú? -le preguntó Arnau a Guillem.

– ¿Acaso no soy uno más de tus hombres?

– No, y bien lo sabes. -Los dos guardaron silencio durante unos instantes, mientras veían pasar sombras y oían las carreras de los soldados, que tomaban posiciones, y las órdenes a media voz, casi susurradas, de los oficiales-. Sabes que hace mucho tiempo que dejaste de ser esclavo -continuó Arnau-; sólo tienes que pedir tu carta de libertad y la tendrás.

Algunos soldados se apostaron junto a ellos.

– Id a las bodegas como los demás -les susurró uno de los soldados, intentando ocupar su sitio.

– En este barco vamos donde queremos -le contestó Arnau.

El soldado se inclinó sobre ambos.

– Perdón -se disculpó-. Todos os agradecemos lo que habéis hecho.

Y buscó otro sitio junto a la borda.

– ¿Cuándo querrás ser libre? -volvió a preguntar Arnau. -No creo que supiese ser Ubre.

Los dos se quedaron en silencio. Cuando todos los soldados abordaron el ballenero y ocuparon sus puestos, la noche empezó a transcurrir lentamente. Arnau y Guillem dormitaron entre toses y susurros de los hombres.

Al amanecer, Pedro el Cruel ordenó el ataque. La armada castellana se acercó a las tasques y los soldados del rey empezaron a disparar sus ballestas y a lanzar piedras con unos pequeños trabucos montados en las bordas y también con brigolas. La flota catalana hizo lo propio desde el otro lado de los bajíos. Se luchaba a lo largo de la línea costera, pero sobre todo junto al ballenero de Arnau. Pedro III no podía permitir que los castellanos abordaran la nave y varias galeras, incluida la real, tomaron posiciones junto a ella.



Muchos hombres murieron tras ser alcanzados por las saetas disparadas desde uno u otro lado. Arnau recordaba el silbido de las flechas cuando salían disparadas de su ballesta, apostado tras una roca frente al castillo de Bellaguarda.

Unas carcajadas lo sacaron de su ensueño. ¿Quiénes podían reír en una batalla? Barcelona estaba en peligro y los hombres morían. ¿Cómo era posible que alguien riese? Arnau y Guillem se miraron. Sí, eran risas. Carcajadas cada vez más sonoras. Buscaron un lugar resguardado para poder ver la batalla. Los tripulantes de muchos barcos catalanes, en segunda o tercera línea, a cubierto de las flechas, se burlaban de los castellanos, les gritaban y se reían de ellos. Desde sus barcos, los castellanos intentaban hacer blanco con las brigolas, pero con tan poca puntería que las piedras caían una tras otra al mar. Algunas piedras levantaron un árbol de espuma tras caer al agua. Arnau y Guillem se miraron y sonrieron. Los hombres de los barcos volvieron a burlarse de los castellanos y la playa de Barcelona, repleta de ciudadanos convertidos en soldados, se sumó a las risas.

Durante todo el día, los catalanes se estuvieron mofando de los artilleros castellanos, que fallaban una y otra vez.

– No me gustaría estar en la galera de Pedro el Cruel -le comentó Guillem a Arnau.

– No -contestó éste riendo-, no quiero pensar lo que les hará a esos aprendices.

Esa noche nada tuvo que ver con la anterior. Arnau y Guillem se pusieron a atender a los muchos heridos del ballenero, a curarlos y a ayudarlos a bajar hasta las barcas que debían llevarlos a tierra. Hasta el ballenero sí que llegaban las flechas de los castellanos. Un nuevo contingente de soldados abordó la nave y cuando ya casi había transcurrido la noche intentaron descansar un poco para la nueva jornada.

La primera luz volvió a despertar las gargantas de los catalanes, y los gritos, los insultos y las risas atronaron de nuevo en el puerto de Barcelona.

Arnau había agotado sus saetas y junto a Guillem, a resguardo, se dedicó a contemplar la batalla.

– Mira -le dijo su amigo señalando las galeras castellanas-, se están acercando mucho más que ayer.

Era cierto. El rey de Castilla había decidido terminar cuanto antes con la mofa de los catalanes y se dirigía directamente hacia el ballenero.

– Diles que dejen de reírse -comentó Guillem con la vista fija en las galeras castellanas que se acercaban.

Pedro III se aprestó a defender el ballenero y se acercó a él tanto como las tasques se lo permitieron. La nueva batalla se libró junto a Guillem y Arnau; casi podían tocar la galera real y distinguían con claridad al rey y a sus caballeros.

Las dos galeras se pusieron de costado, cada una a un lado de las tasques . Los castellanos dispararon unos trabucos que llevaban montados a proa. Arnau y Guillem se volvieron hacia la galera real. No había daños. El rey y sus hombres seguían en cubierta y la nave no parecía afectada por los disparos.

– ¿Eso es una bombarda? -preguntó Arnau señalando el cañón hacia el que se dirigió Pedro III.

– Sí -contestó Guillem.

Había visto cómo la subían a la galera mientras el rey preparaba su flota creyendo que los castellanos pensaban atacar Mallorca.

– ¿Una bombarda en un barco?

– Sí -volvió a contestar Guillem.

– Debe de ser la primera vez que se arma una galera con una bombarda -dijo Arnau, con la atención puesta en las órdenes que el rey estaba dando a sus artilleros-; nunca había visto…

– Yo tampoco…

Su conversación se vio interrumpida por el estruendo que hizo la bombarda tras disparar una gran piedra. Los dos se volvieron hacia la galera castellana.

– ¡Bravo! -gritaron al unísono cuando la piedra desarboló la nave.

Todos los barcos catalanes vitorearon el disparo.

El rey ordenó que cargasen la bombarda de nuevo. La sorpresa y la caída del mástil impidieron que los castellanos contestaran al fuego con sus trabucos. El siguiente disparo acertó de lleno en el castillo de la nave y la destrozó.

Los castellanos empezaron a apartarse de las tasques .

El constante escarnio y la bombarda de la galera real hicieron recapacitar al castellano y al cabo de un par de horas ordenó a su flota que abandonara el asedio y se dirigiese hacia Ibiza.

 

Desde cubierta, Arnau y Guillem observaron junto a varios oficiales del rey la retirada de la armada castellana. Las campanas de la ciudad empezaron a repicar.

– Ahora tendremos que desencallar este barco -comentó Arnau.

– Ya lo haremos nosotros -oyó a sus espaldas. Arnau se volvió y se encontró con un oficial que acababa de abordar el ballenero-. Su majestad os espera en la galera real.

El rey había tenido dos noches enteras para enterarse de quién era Arnau Estanyol. «Rico -le dijeron los consejeros de Barcelona-, inmensamente rico, majestad.» El rey asentía con poco interés a cada comentario que sobre Arnau le hacían los consejeros: su etapa como bastaix , su lucha a las órdenes de Eiximèn d'Esparça, su devoción por Santa María. Sin embargo, sus ojillos se abrieron al oír que era viudo. «Rico y viudo -pensó el monarca-; si nos libramos de ésta…»

– Arnau Estanyol -lo presentó en voz alta uno de los camarlengos del rey-. Ciudadano de Barcelona.

El rey, sentado en una silla en cubierta, estaba flanqueado por multitud de nobles, caballeros consejeros y prohombres de la ciudad que se habían acercado a la galera real tras la retirada de los castellanos. Guillem se quedó junto a la borda, detrás de quienes rodeaban a Arnau y al rey.

Arnau hizo amago de hincar la rodilla en tierra, pero el rey le ordenó que se levantase.

– Estamos muy satisfechos de vuestra acción -habló el rey-; vuestra osadía e inteligencia han sido cruciales para ganar esta batalla.

El rey calló y Arnau dudó. ¿Debía hablar o esperar? Todos los presentes tenían la vista puesta en él.

– Nosotros -continuó el monarca-, en agradecimiento a vuestra acción, deseamos favoreceros con nuestra gracia.

¿Y ahora? ¿Debía hablar? ¿Qué gracia podía concederle el rey? Ya tenía todo cuanto podía desear…

– Os concedemos en matrimonio a nuestra pupila Elionor, a quien dotamos con las baronías de Granollers, Sant Vicenç dels Horts y Caldes de Montbui.

Todos los presentes murmuraron; algunos aplaudieron. ¡Matrimonio! ¿Había dicho matrimonio? Arnau se volvió en busca de Guillem pero no logró encontrarlo. Los nobles y caballeros le sonreían. ¿Había dicho matrimonio?

– ¿No estáis contento, señor barón? -preguntó el rey al verlo con la cabeza vuelta.

Arnau se volvió hacia el rey. ¿Señor barón? ¿Matrimonio? ¿Para qué quería él todo eso? Nobles y caballeros cañaron ante el silencio de Arnau. El rey lo atravesaba con la mirada. ¿Elionor había dicho? ¿Su pupila? ¡No podía…, no debía desairar al rey!

– No…, quiero decir, sí, majestad -titubeó-. Os agradezco vuestra gracia.

– Sea, pues.

Pedro III se levantó y su corte se cerró a su alrededor. Algunos palmearon la espalda de Arnau al pasar junto a él y le felicitaron con frases que le resultaron ininteligibles. Arnau se quedó solo, allí donde antes había estado rodeado de gente. Se volvió hacia Guillem, que seguía acodado en la borda.

Desde donde estaba, Arnau abrió las manos, pero el moro le contestó gesticulando hacia el rey y su corte, y las escondió con rapidez.

 

La llegada de Arnau a la playa fue tan celebrada como la del mismo rey. La ciudad entera se abalanzó sobre él y fue de mano en mano, de uno a otro, recibiendo felicitaciones, palmadas y apretones de mano. Todo el mundo quería acercarse al salvador de la ciudad, pero Arnau no lograba reconocer ni oír a nadie. Ahora que todo le iba bien, que era feliz, el rey había decidido casarlo. Los barceloneses lo acompañaron, apretujados contra él, desde la playa a su mesa de cambio y cuando entró, permanecieron frente a la entrada, coreando su nombre, gritando sin cesar.

En cuanto entró, Mar se lanzó en sus brazos. Guillem ya había llegado y estaba sentado en una silla; no había contado nada. Joan, que también había acudido a la mesa, le observaba con su taciturno aspecto habitual.

Mar se quedó sorprendida cuando Arnau, quizá con más fuerza de la que hubiera querido, se desembarazó de su abrazo. Joan fue a felicitarlo pero Arnau tampoco le hizo caso. Al final, se dejó caer en una silla, junto a Guillem. Los demás lo miraban sin atreverse a decir nada.

– ¿Qué te pasa? -se atrevió a preguntar al fin Joan.

– ¡Que me casan! -gritó Arnau, levantando los brazos por encima de la cabeza-. El rey ha decidido convertirme en barón y casarme con su pupila. ¡Ése es el favor que me hace por ayudarle a salvar su capital! ¡Casarme!

Joan pensó unos instantes, ladeó la cabeza y sonrió.

– ¿Por qué te quejas? -le preguntó.

Arnau lo miró de reojo. A su lado, Mar había empezado a temblar. Sólo la vio Donaha, en la puerta de la cocina, que acudió rauda a ayudarla a mantenerse en pie.

– ¿Qué es lo que te disgusta? -insistió Joan. Arnau siquiera lo miró. Mar sintió la primera arcada tras oír las palabras del fraile-. ¿Qué hay de malo en que contraigas matrimonio? Y con la pupila del rey. Te convertirás en barón de Cataluña.

Mar, temiendo vomitar, se marchó con Donaha a la cocina.

– ¿Qué le pasa a Mar? -preguntó Arnau.

El fraile tardó un momento en responder.

– Yo te diré qué le pasa -dijo por fin-. ¡Que también debería casarse! Los dos deberíais casaros. Suerte que el rey tiene más cabeza que tú.

– Déjame, Joan, te lo ruego -dijo cansinamente Arnau.

El fraile elevó los brazos en el aire y abandonó la mesa de cambio.

– Ve a ver qué le pasa a Mar -le pidió Arnau a Guillem.

– No sé qué le ocurre -le dijo éste a su amo unos minutos después-, pero Donaha me ha dicho que no me preocupe. Cosas de mujeres -añadió.

Arnau se volvió hacia él.

– No me hables de mujeres.

– Poco podemos hacer contra los deseos del rey, Arnau. Quizá con algo de tiempo… encontremos una solución.

Pero no tuvieron tiempo. Pedro III fijó para el día 23 de junio su partida hacia Mallorca para perseguir al rey de Castilla; ordenó que su armada estuviera reunida en el puerto de Barcelona para esa fecha y manifestó que antes de partir quería haber resuelto el asunto del matrimonio de su pupila Elionor con el acaudalado Arnau. Así se lo comunicó un oficial del rey al bastaix en su mesa de cambio.

– ¡Sólo me quedan nueve días! -se quejó a Guillem cuando el oficial desapareció por la puerta-. ¡Quizá menos!

¿Cómo sería la tal Elionor? Arnau no podía dormir con sólo pensar en ello. ¿Vieja? ¿Bella? ¿Simpática, agradable o altiva y cínica como todos los nobles que había conocido? ¿Cómo iba a casarse con una mujer a la que ni siquiera conocía? Se lo encargó a Joan:

– Tú puedes hacerlo. Entérate de cómo es esa mujer. No puedo dejar de pensar en qué es lo que me espera.

– Se dice -le contó Joan la misma tarde del día en que el oficial se había presentado en la mesa- que es bastarda de uno de los infantes del principado, alguno de los tíos del rey, aunque nadie se atreve a asegurar cuál de ellos. Su madre falleció en el parto; por eso fue acogida en la corte…

– Pero ¿cómo es, Joan? -lo interrumpió Arnau. -Tiene veintitrés años y es atractiva. -¿Y de carácter? -Es noble -se limitó a contestar.

¿Para qué contarle lo que había oído de Elionor? Es atractiva, ciertamente, le habían dicho, pero sus rasgos siempre reflejan un constante enfado con el mundo entero. Es caprichosa y mimada, altiva y ambiciosa. El rey la casó con un noble que falleció al poco tiempo y ella, sin hijos, volvió a la corte. ¿Un favor a Arnau? ¿Una gracia real? Sus confidentes se rieron. El rey no aguantaba más a Elionor y con quién casarla mejor que con uno de los hombres más ricos de Barcelona, un cambista a quien podía acudir en demanda de créditos. El rey Pedro ganaba en todos los sentidos: se quitaba de encima a Elionor y se aseguraba el acceso a Arnau. ¿Para qué contarle todo aquello?

– ¿Qué quieres decir con eso de que es noble? -Pues eso -dijo Joan tratando de evitar la mirada de Arnau-, que es noble, una mujer noble, con su carácter, como todas ellas.

También Elionor había hecho averiguaciones por su cuenta, y su irritación aumentaba a medida que le llegaban más noticias: un antiguo bastaix , una cofradía que derivaba de los esclavos de ribera, de los macips de ribera, de los mancipados. ¿Cómo pretendía el rey casarla con un bastaix ? Era rico, muy rico, sí, según le habían dicho todos, pero ¿qué le importaban a ella sus dineros? Vivía en la corte y nada le faltaba. Decidió acudir al rey cuando se enteró de que Arnau era hijo de un payés fugitivo y que él mismo, por nacimiento, también había sido siervo de la tierra. ¿Cómo podía el rey pretender que ella, hija de un infante, desposara con semejante personaje?

Pero Pedro III no la recibió y ordenó que la boda se celebrase el 21 de junio, dos días antes de su partida hacia Mallorca.

 

Al día siguiente se casaría. En la capilla real de Santa Àgata.

– Es una capilla pequeña -le explicó Joan-. La construyó a principios de siglo Jaime II por indicación de su esposa, Blanca de Anjou, bajo la advocación de las reliquias de la Pasión de Cristo, la misma que la Sainte-Chapelle de París, de donde provenía la reina.

Sería una boda íntima, tanto que el único que acompañaría a Arnau sería Joan. Mar se negó a asistir. Desde que anunció su matrimonio la muchacha lo rehuía y callaba en su presencia, mirándolo de vez en cuando, sin las sonrisas que hasta entonces le había dedicado.

Por eso aquella tarde Arnau abordó a la muchacha y le pidió que lo acompañase.

– ¿Adonde? -preguntó Mar.

¿Adonde?

– No sé… ¿Qué tal a Santa María? Tu padre adoraba esa iglesia. Lo conocí allí, ¿sabes?

Mar accedió; los dos salieron de la mesa de cambio y se dirigieron hacia la inconclusa fachada de Santa María. Los albañiles empezaban a trabajar en las dos torres ochavadas que debían flanquearla y los maestros del cincel se afanaban en el tímpano, las jambas, el parteluz y las arquivoltas, picando y repicando sobre la piedra. Arnau y Mar entraron en el templo. Las nervaduras de la tercera bóveda de la nave central habían empezado ya a extenderse hacia el cielo, en busca de la clave, como una tela de araña protegida por el andamiaje de madera sobre el que crecían.

Arnau sintió la presencia de la muchacha a su lado. Era tan alta como él y su cabello caía con gracia sobre sus hombros. Olía bien: a frescor, a hierbas. La mayoría de los operarios la admiraron; lo vio en sus ojos, aun cuando se desviaban en cuanto advertían la mirada de Arnau. Su aroma iba y venía al ritmo de sus movimientos.

– ¿Por qué no quieres venir a mi boda? -le preguntó de repente.

Mar no le contestó. Paseaba la vista por el templo.

– Ni siquiera me han permitido casarme en esta iglesia -murmuró Arnau.

La muchacha tampoco dijo nada.

– Mar… -Arnau esperó a que se volviera hacia él-. Me hubiera gustado que estuvieras conmigo el día de mi boda. Sabes que no me gusta, que lo hago contra mi voluntad, pero el rey… No insistiré más, ¿de acuerdo? -Mar asintió-. Si no lo hago, ¿podremos tratarnos como siempre?

Mar bajó la mirada. Eran tantas las cosas que habría querido decirle… Pero no podía negarle lo que le pedía; no habría podido negarle nada.

– Gracias -le dijo Arnau-; si me fallases tú… ¡No sé qué sería de mí si los que quiero me fallaseis!

Mar sintió un escalofrío. No era esa clase de cariño el que ella pedía. Era amor. ¿Por qué había consentido en acompañarlo? Dirigió su mirada hacia el ábside de Santa María.

– Joan y yo vimos cómo elevaban esa piedra de clave, ¿sabes? -le dijo Arnau al observar la dirección de su mirada-. Sólo éramos unos niños.

En aquel momento, los maestros vidrieros trabajaban con denuedo en el claristorio, el conjunto de ventanas situado debajo del ábside, tras haber finalizado las de la parte superior, cuyo arco ojival aparecía cercenado por un pequeño rosetón. Luego pasarían a decorar los grandes ventanales ojivales que se abrían bajo ellas. Trabajaban los colores componiendo figuras y dibujos, todos rotos mediante finas y delicadas tiras de plomo, que recibían la luz externa para filtrarla al templo.

– Cuando era un muchacho -continuó Arnau-, tuve la suerte de hablar con el gran Berenguer de Montagut. Nosotros, recuerdo que me dijo refiriéndose a los catalanes, no necesitamos más decoración: sólo el espacio y la luz. Entonces señaló el ábside, justo donde ahora estás mirando tú, y dejó caer una mano extendida hasta el altar mayor simulando la luz de la que había hablado. Yo le dije que entendía lo que decía pero en realidad era incapaz de imaginar a qué se refería. -Mar se volvió hacia él-. Era joven -se excusó-, y él era el maestro, el gran Berenguer de Montagut. Pero hoy sí lo entiendo. -Arnau se acercó más a Mar y extendió una mano en dirección al rosetón del ábside, arriba, muy arriba. Mar se esforzó por esconder el ligero temblor que tuvo al contacto con Arnau-. ¿Ves cómo entra la luz en el templo? -Entonces empezó a bajar la mano hasta el altar mayor, como hizo Berenguer en su día, pero en esta ocasión señalando unos coloridos rayos de luz que efectivamente entraban en la iglesia. Mar siguió la mano de Arnau-. Fíjate bien. Las vidrieras orientadas al sol son de colores vivos, rojos, amarillos y verdes, para aprovechar la fuerza de la luz del Mediterráneo; las que no lo están son blancas o azules.Y cada hora, a medida que el sol recorre el cielo, el templo va cambiando de color y las piedras reflejan unas u otras tonalidades. ¡Qué razón tenía el maestro! Es como una iglesia nueva cada día, cada hora, como si continuamente naciera un nuevo templo, porque aunque la piedra está muerta, el sol está vivo y cada día es diferente; nunca se verán los mismos reflejos.

Los dos se quedaron hipnotizados con la luz.

Al final, Arnau cogió a Mar por los hombros y la volvió hacia él.

– No me dejes, Mar, por favor.

Al día siguiente, al amanecer, en la capilla de Santa Àgata, oscura y recargada, Mar trató de ocultar sus lágrimas mientras duraba la ceremonia.

Por su parte, Arnau y Elionor permanecían hieráticos delante del obispo. Elionor ni siquiera se movió, erguida, con la mirada al frente. Arnau se volvió hacia ella en un par de ocasiones al principio de la ceremonia, pero Elionor continuó mirando hacia delante. A partir de entonces sólo se permitió algunas miradas de reojo.

 

 

El mismo día de la boda, en cuanto finalizó la ceremonia, los nuevos barones de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui partieron hacia el castillo de Montbui. Joan le había trasladado a Arnau las preguntas del mayordomo de la baronesa. ¿Dónde pretendía Arnau que durmiera doña Elionor? ¿En las habitaciones superiores de una vulgar mesa de cambio? ¿Y su servicio? ¿Y sus esclavos? Arnau lo hizo callar y accedió a ponerse en marcha ese mismo día, con la condición de que Joan los acompañara.

– ¿Por qué? -preguntó éste.

– Porque me da la impresión de que necesitaré tus oficios. Elionor y su mayordomo partieron a caballo, ella a la amazona, con las dos piernas al mismo lado de la montura y con un palafrenero que a pie llevaba las riendas de su señora. El escribano y dos doncellas iban montados en muías, y cerca de una docena de esclavos tiraban de otras tantas acémilas cargadas con las pertenencias de la baronesa. Arnau alquiló un carro.

Cuando la baronesa lo vio aparecer, destartalado, tirado por dos muías y cargado con las escasas pertenencias de Arnau, Joan y Mar -Guillem y Donaha se quedaban en Barcelona-, el fuego que salió por sus pupilas podría haber prendido una tea. Aquélla fue la primera vez que miró a Arnau y a su nueva familia; se habían casado, habían comparecido ante el obispo, en presencia del rey y su esposa, y ni siquiera había mirado a uno u otros.

Escoltados por la guardia que el rey puso a su disposición, abandonaron Barcelona. Arnau y Mar montados en el carro. Joan caminando a su lado. La baronesa apretó el paso para llegar cuanto antes al castillo. Lo avistaron antes de la puesta de sol.

Erigido en lo alto de una loma, el castillo era una pequeña fortaleza donde hasta entonces había residido un carlán. Payeses y siervos se habían ido sumando al séquito de sus nuevos señores, de modo que, cuando estaban a escasos metros del castillo, más de un centenar de personas caminaba junto a ellos, preguntándose quién sería el personaje tan ricamente vestido pero montado en aquel carro destartalado.

– Y ahora, ¿por qué paramos? -preguntó Mar cuando la baronesa dio orden de detenerse.

Arnau hizo un gesto de ignorancia.

– Porque nos tienen que entregar el castillo -contestó Joan.

– ¿Y no deberíamos entrar para que nos lo entregasen? -inquirió Arnau.

– No. Las Costumbres Generales de Cataluña establecen otro procedimiento: el carlán debe abandonar el castillo, con su familia y la servidumbre, antes de entregárnoslo. -Las pesadas puertas de la fortaleza se abrieron lentamente y el carlán salió de él, seguido por su familia y sus servidores. Cuando llegó a la altura de la baronesa, le entregó algo-. Deberías ser tú quien recogiese esas llaves -le dijo Joan a Arnau.

– ¿Y para qué quiero yo un castillo?

Cuando la nueva comitiva pasó junto al carro, el carlán dirigió una sonrisa burlona a Arnau y sus acompañantes. Mar se ruborizó. Hasta los sirvientes los miraron directamente a los ojos.

– No deberías permitirlo -volvió a intervenir Joan-. Ahora tú eres su señor.Te deben respeto, fidelidad…

– Mira, Joan -lo interrumpió Arnau-, aclaremos una cosa: no quiero ningún castillo, no soy ni pretendo ser el señor de nadie y desde luego sólo pienso permanecer en este lugar el tiempo estrictamente necesario para ordenar lo que haya que ordenar. En cuanto esté todo en regla, volveré a Barcelona, y si la señora baronesa desea vivir en su castillo, ahí lo tiene, todo para ella.


Date: 2016-03-03; view: 554


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