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TERCERA PARTE SIERVOS DE LA PASIÓN 13 page

– No me gustan.

– Pues algo habrá que hacer -dijo de nuevo Guillem, dirigiéndose a Arnau.

Arnau miró a la muchacha. Estaba a punto de llorar. Escondía el rostro, pero el temblor de su labio inferior y la respiración agitada la delataban. ¿Por qué reaccionaba así una muchacha a la que le acababan de proponer tales hombres? El silencio se prolongó. Al final, Mar levantó la mirada hacia Arnau, apenas un imperceptible movimiento de sus párpados. ¿Por qué hacerla sufrir?

– Seguiremos buscando hasta encontrar alguno que le guste -le contestó a Guillem-. ¿Estás de acuerdo, Mar?

La muchacha asintió con la cabeza, se levantó y se fue, dejando tras de sí a los dos hombres.

Arnau suspiró.

– ¡Y yo que creía que lo difícil sería decírselo!

Guillem no contestó. Continuaba con la vista fija en la puerta de la cocina, por donde había desaparecido Mar. ¿Qué sucedía? ¿Qué escondía su niña? Había sonreído al oír la palabra matrimonio, lo había mirado con ojos chispeantes, y después…

– Verás cómo se pone Joan cuando se entere -añadió Arnau. Guillem se volvió hacia Arnau pero se contuvo a tiempo. ¿Qué importaba lo que pensara el fraile?

– Tienes razón. Lo mejor será que sigamos buscando.

 

Arnau se volvió hacia Joan.

– Por favor -le dijo-, no es el momento.

Había entrado en Santa María para calmarse. Las noticias no eran buenas y allí, con su Virgen, con el constante repiqueteo de los operarios, con la sonrisa de todos cuantos trabajaban en la obra, se sentía a gusto. Pero Joan lo había encontrado y se había pegado a su espalda. Mar por aquí, Mar por allá, Mar por acullá. ¡Además, no le concernía!

– ¿Qué razones puede tener para oponerse al matrimonio? -insistió Joan.

– No es el momento, Joan -repitió Arnau.

– ¿Por qué?

– Porque nos acaban de declarar otra guerra. -El fraile se sobresaltó-. ¿No lo sabías? El rey Pedro el Cruel de Castilla nos acaba de declarar la guerra.

– ¿Por qué?

Arnau negó con la cabeza.

– Porque desde hace tiempo tenía ganas de hacerlo -bramó moviendo los brazos-. La excusa ha sido que nuestro almirante, Francesc de Perellós, ha apresado frente a las costas de Sanlúcar dos naves genovesas que transportaban aceite. El castellano ha exigido su liberación y, como el almirante ha hecho oídos sordos, nos ha declarado la guerra. Ese hombre es peligroso -murmuró Arnau-.Tengo entendido que se ha ganado a pulso su apelativo; es rencoroso y vengativo. ¿Te das cuenta, Joan? En este momento estamos en guerra contra Genova y Castilla a la vez. ¿Te parece el momento de andar a vueltas con la muchacha? -Joan titubeó. Se encontraban bajo la piedra de clave de la tercera bóveda de la nave central, rodeados de los andamiajes de los que saldrían las nervaduras-. ¿Te acuerdas? -le preguntó Arnau señalando hacia la piedra de clave. Joan levantó la mirada y asintió. ¡Sólo eran unos niños cuando vieron cómo izaban la primera! Arnau esperó unos instantes y continuó-: Cataluña no va a poder soportar esto. Todavía estamos pagando la campaña contra Cerdeña y ya se nos abre otro frente.



– Creía que los comerciantes erais partidarios de las conquistas.

– Castilla no nos abrirá ninguna ruta comercial. La situación es mala, Joan. Guillem tenía razón. -El fraile torció el gesto al oír el nombre del moro-. No acabamos de conquistar Cerdeña y los corsos ya se han sublevado; lo hicieron en cuanto el rey abandonó la isla. Estamos en guerra contra dos potencias y el rey ha agotado todos sus recursos; ¡hasta los consejeros de la ciudad parecen haberse vuelto locos!

Empezaron a andar hacia el altar mayor.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que las arcas no lo soportarán. El rey sigue con sus grandes construcciones: las atarazanas reales y la nueva muralla…

– Pero son necesarias -alegó Joan interrumpiendo a su hermano.

– Las atarazanas, quizá, pero la nueva muralla carece de sentido tras la peste. Barcelona no necesita ampliar esa muralla.

– ¿Y?

– Pues que el rey sigue agotando sus recursos. Para la construcción de las murallas ha obligado a contribuir a todas las poblaciones de los alrededores, por si algún día tienen que refugiarse tras ellas; además, ha creado un nuevo impuesto destinado a su construcción: la cuadragésima parte de todas las herencias deberá destinarse a la ampliación de las murallas.Y en cuanto a las atarazanas, todas las multas de los consulados se dedican a su construc-ción.Y ahora una nueva guerra. -Barcelona es rica.

– Ya no, Joan, ésa es la cuestión. El rey ha cedido privilegios a medida que la ciudad le concedía recursos, y los consejeros se han metido en tales gastos que no pueden financiarlos. Han aumentado los impuestos sobre la carne y el vino. ¿Sabes qué parte del presupuesto municipal cubrían esos impuestos? -Joan negó-. El cincuenta por ciento de todos los gastos municipales, y ahora los suben. Las deudas del municipio nos llevarán a la ruina, Joan, a todos. Los dos se quedaron pensativos frente al altar mayor. -¿Qué hay de Mar? -insistió Joan cuando decidieron abandonar Santa María.

– Hará lo que quiera, Joan, lo que quiera.

– Pero…

– Sin peros. Es mi decisión.

 

– Llama -le pidió Arnau.

Guillem golpeó con la aldaba sobre la madera del portalón. El sonido atronó la calle desierta. Nadie abrió.

– Vuelve a llamar.

Guillem empezó a golpear la puerta, una, dos…, siete, ocho veces; a la novena se abrió la mirilla.

– ¿Qué ocurre? -preguntaron los ojos que aparecieron en ella-. ¿A qué tanto escándalo? ¿Quiénes sois?

Mar, agarrada al brazo de Arnau, notó que se tensaba.

– ¡Abre! -ordenó Arnau.

– ¿Quién lo pide?

– Arnau Estanyol -contestó con gravedad Guillem-, propietario de este edificio y de todo lo que hay dentro de él, incluida tu persona si eres esclavo.

«Arnau Estanyol, propietario de este edificio…» Las palabras de Guillem resonaron en los oídos de Arnau. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Veinte años? ¿Veintidós? Tras la mirilla, los ojos dudaron.

– ¡Abre! -insistió a gritos Guillem.

Arnau levantó la vista al cielo, pensando en su padre.

– ¿Qué…? -empezó a preguntarle la muchacha.

– Nada, nada -contestó sonriendo Arnau justo cuando la puerta para el paso de personas de uno de los portalones empezaba a abrirse.

Guillem le ofreció entrar.

– Los portalones, Guillem. Que abran los dos portalones.

Guillem entró y, desde fuera, Arnau y Mar oyeron cómo daba órdenes.

«¿Me estás viendo, padre? ¿Recuerdas? Aquí fue donde te entregaron la bolsa de dinero que te perdió. ¿Qué podías hacer entonces?» La revuelta de la plaza del Blat acudió a su memoria; los gritos de la gente, los de su padre, ¡todos pidiendo grano! Arnau notó que se le hacía un nudo en la garganta. Los portalones se abrieron de par en par y Arnau entró.

Varios esclavos se encontraban en el patio de entrada. A su derecha, la escalinata que subía a los pisos nobles. Arnau no miró hacia arriba, pero Mar sí lo hizo y pudo ver cómo unas sombras se movían tras los ventanales. Enfrente de ellos estaban las caballerizas, con los palafreneros parados a la entrada. ¡Dios! Un temblor recorrió el cuerpo de Arnau, que se apoyó en Mar. La muchacha dejó de mirar hacia arriba.

– Toma -le dijo Guillem a Arnau, ofreciéndole un pergamino enrollado.

Arnau no lo cogió. Sabía qué era. Se había aprendido de memoria su contenido desde que Guillem se lo entregara el día anterior. Era el inventario de los bienes de Grau Puig que el veguer le adjudicaba en pago de sus créditos: el palacio, los esclavos -Arnau buscó en vano entre los nombres pero Estranya no constaba-, algunas propiedades fuera de Barcelona, entre las que se encontraba una insignificante casa en Navarcles que decidió dejarles para que vivieran en ella. Algunas joyas, dos pares de caballos con sus arneses, un carruaje, trajes y vestidos, ollas y platos, alfombras y muebles, todo lo que se encontraba dentro del palacio aparecía reseñado en aquel pergamino enrollado que Arnau había leído una y otra vez la noche anterior.

Volvió a observar la entrada de las caballerizas y después paseó la mirada por todo el patio empedrado… hasta el pie de la escalera.

– ¿Subimos? -preguntó Guillem.

– Subimos. Llévame ante tu señor…, ante Grau Puig -se corrigió, dirigiéndose a un esclavo.

Recorrieron el palacio; Mar y Guillem lo observaban todo, Arnau con la vista al frente. El esclavo los llevó hasta el salón principal.

– Anuncíame -le dijo Arnau a Guillem antes de abrir las puertas.

– ¡Arnau Estanyol! -gritó su amigo abriéndolas.

Arnau no recordaba cómo era el salón principal del palacio. Ni siquiera lo miró cuando de niño lo recorrió… de rodillas.Tampoco lo hizo ahora. Isabel estaba sentada en un sillón junto a una de las ventanas; flanqueándola, en pie, Josep y Genis. El primero, como su hermana Margarida, había contraído matrimonio. Genis seguía soltero. Arnau buscó a la familia de Josep. No estaban. En otro sillón, vio a Grau Puig, anciano y babeante.

Isabel lo miraba con los ojos encendidos.

Arnau se plantó en medio del salón, junto a una mesa de comedor, de madera noble, el doble de larga que su mesa de cambio. Mar permaneció junto a Guillem, detrás de él. En las puertas del salón se arracimaron los esclavos.

Arnau habló lo suficientemente alto para que su voz resonase en toda la estancia.

– Guillem, esos zapatos son míos -dijo señalando los pies de Isabel-. Que se los quiten.

– Sí, amo.

Mar se volvió sobresaltada hacia el moro. ¿Amo? Conocía el estado de Guillem, pero nunca antes le había oído dirigirse a Arnau en tales términos.

Con una señal, Guillem llamó a dos de los esclavos que miraban desde el quicio de la puerta y los tres se encaminaron hacia Isabel. La baronesa continuaba altiva, enfrentándose con la mirada a Arnau.

Uno de los esclavos se arrodilló, pero antes de que la tocase, Isabel se descalzó y dejó caer los zapatos al suelo, sin dejar de mirar un solo momento a Arnau.

– Quiero que recojas todos los zapatos de esta casa y les prendas fuego en el patio -dijo Arnau.

– Sí, amo -volvió a contestar Guillem.

La baronesa lo seguía mirando con altivez.

– Esos sillones. -Arnau señaló los asientos de los Puig-. Llévatelos de ahí.

– Sí, amo.

Grau fue cogido en volandas por sus hijos. La baronesa se levantó antes de que los esclavos cogieran su sillón y se lo llevaran, junto con los demás, hasta una de las esquinas.

Pero seguía mirándolo.

– Ese vestido es mío.

¿Había temblado?

– ¿No pretenderás…? -empezó a decir Genis Puig, irguién-dose con su padre aún en brazos.

– Ese vestido es mío -repitió Arnau interrumpiéndolo, sin dejar de mirar a Isabel.

¿Temblaba?

– Madre -intervino Josep-, ve a cambiarte.

Temblaba.

– Guillem -gritó Arnau.

– Madre, por favor.

Guillem se acercó a la baronesa.

¡Temblaba!

– ¡Madre!

– ¿Y qué quieres que me ponga? -gritó Isabel dirigiéndose a su hijastro.

Isabel se volvió de nuevo hacia Arnau, temblando. Guillem también lo miró. «¿De verdad quieres que le quite el vestido?», preguntaban sus ojos.

Arnau frunció el ceño y poco a poco, muy poco a poco, Isabel bajó la vista al suelo, llorando de rabia.

Arnau le hizo una señal a Guillem y dejó transcurrir unos segundos mientras los sollozos de Isabel llenaban el salón principal del palacio.

– Esta misma noche -dijo al fin, dirigiéndose a Guillem-, quiero este edificio vacío. Diles que pueden volver a Navarcles, de donde nunca deberían haber salido. -Josep y Genis lo miraron, Isabel continuó sollozando-. No me interesan esas tierras. Dales ropas de los esclavos, pero no calzado; quémalo. Véndelo todo y cierra esta casa.

Arnau se volvió y se encontró de cara con Mar. Se había olvidado de ella. La muchacha estaba congestionada. La tomó del brazo y salió con ella.

– Ya puedes cerrar estas puertas -le dijo al viejo que les había abierto.

Anduvieron en silencio hasta la mesa de cambio, pero antes de entrar, Arnau se detuvo.

– ¿Un paseo por la playa?

Mar asintió.

– ¿Ya has cobrado tu deuda? -le preguntó cuando empezaron a ver el mar.

Siguieron caminando.

– Nunca podré cobrármela, Mar -lo oyó murmurar la muchacha al cabo de un rato-, nunca.

 

 

9 de junio de 1359

Barcelona

 

Arnau trabajaba en la mesa de cambio. Se hallaban en plena época de navegación. Los negocios iban viento en popa y Arnau se había convertido en una de las primeras fortunas de la ciudad. Seguían viviendo en la pequeña casa de la esquina de Canvis Vells y Canvis Nous, junto a Mar y Donaha. Arnau hizo oídos sordos al consejo de Guillem de trasladarse al palacio de los Puig, que permanecía cerrado desde hacía cuatro años. Por su parte, Mar era igual de tozuda que Arnau y no había consentido en contraer matrimonio.

– ¿Por qué quieres alejarme de ti? -le preguntó un día, con los ojos anegados en lágrimas.

– Yo… -titubeó Arnau-, ¡yo no quiero alejarte de mí!

Ella continuó llorando y buscó su hombro.

– No te preocupes -le dijo Arnau acariciando su cabeza-, nunca te obligaré a hacer algo que no quieras.

Y Mar seguía viviendo con ellos.

Aquel 9 de junio empezó a repicar una campana. Arnau dejó de trabajar. Al instante se sumó otra y al cabo de poco rato muchas más.

– Via fora -comentó Arnau.

Salió a la calle. Los obreros de Santa María bajaban vertiginosámente de los andamios; albañiles y picapedreros salían por el portal mayor y la gente corría por las calles con el «Via fora !» en sus labios.

En aquel momento se encontró con Guillem, que caminaba deprisa, alterado.

– ¡Guerra! -gritó.

– Están llamando a la host -dijo Arnau.

– No…, no. -Guillem hizo una pausa para recobrar el aliento-. No es la host de la ciudad. Es la de Barcelona y todas sus villas y pueblos a dos leguas de distancia. No sólo son las de Barcelona.

Eran las de Sant Boi y Badalona. Las de Sant Andreu y Sarrià; Provençana, Sant Feliu, Sant Genis, Cornellà, Sant Just Desvern, Sant Joan Despí, Sants, Santa Coloma, Esplugues, Vallvidrera, Sant Martí, Sant Adrià, Sant Gervasi, Sant Joan d'Horta… El repique de campanas atronaba Barcelona hasta dos leguas de distancia.

– El rey ha invocado el usatge princeps namque -continuó Guillem-. No es la ciudad. ¡Es el rey! ¡Estamos en guerra! Nos atacan. El rey Pedro de Castilla nos ataca…

– ¿Barcelona? -lo interrumpió Arnau.

– Sí. Barcelona.

Los dos entraron corriendo en la casa.

Cuando salieron, Arnau equipado como cuando sirvió a Eixi-mèn d'Esparça, se dirigieron a la calle de la Mar para llegar a la plaza del Blat; sin embargo la gente bajaba por la calle gritando el Via fora , en lugar de subir por ella.

– ¿Qué…? -intentó preguntar Arnau sujetando por el brazo a uno de los hombres armados que corrían calle abajo.

– ¡A la playa! -le gritó el hombre deshaciéndose de su mano-. ¡A la playa!

– ¿Por mar? -se preguntaron Arnau y Guillem el uno al otro.

Los dos se sumaron a la multitud que corría hacia la playa.

Cuando llegaron, los barceloneses empezaban a arremolinarse en ella con la vista puesta en el horizonte, armados con sus ballestas y el repique de campanas en sus oídos. El «Via fora !» fue perdiendo fuerza y los ciudadanos terminaron guardando silencio.

Guillem se llevó la mano a la frente para protegerse del fuerte sol de junio y empezó a contar las naves: una, dos, tres, cuatro…

El mar estaba en calma.

– Nos destrozarán -oyó Arnau a sus espaldas.

– Arrasarán la ciudad.

– ¿Qué podemos hacer nosotros contra un ejército?

Veintisiete, veintiocho… Guillem seguía contando.

«Nos arrasarán», repitió Arnau para sí. ¿Cuántas veces había hablado de ello con mercaderes y comerciantes? Barcelona estaba indefensa por mar. Desde Santa Clara hasta Framenors, la ciudad se abría al mar, ¡sin defensa alguna! Si una armada llegase a entrar en puerto…

– Treinta y nueve y cuarenta. ¡Cuarenta barcos! -exclamó Guillem.

Treinta galeras y diez leños, todos armados. Era la armada de Pedro el Cruel. Cuarenta naves cargadas de hombres curtidos, de expertos guerreros, contra unos ciudadanos convertidos de súbito en soldados. Si lograban desembarcar se lucharía en la misma playa, en las calles de la ciudad. Arnau sintió un escalofrío al pensar en las mujeres y los niños…, en Mar. ¡Los derrotarían! Saquearían. Violarían a las mujeres. ¡Mar! Se apoyó en Guillem al volver a pensar en ella. Era joven y bella. La imaginó en poder de los castellanos, gritando, pidiendo ayuda… ¿Dónde estaría él entonces? La playa continuaba llenándose de gente. El propio rey acudió a ella y empezó a dar órdenes a sus soldados.

– ¡El rey! -gritó alguien.

¿Y qué podía hacer el rey?, estuvo a punto de replicar Arnau. Desde hacía tres meses, el rey se hallaba en la ciudad preparando una armada para acudir en defensa de Mallorca, a la que Pedro el Cruel había amenazado con atacar. En el puerto de Barcelona sólo había diez galeras -el resto de la flota estaba aún por llegar- ¡y lucharían en el mismo puerto!

Arnau negó con la cabeza con la vista fija en las velas que poco a poco se acercaban a la costa. El de Castilla había logrado engañarlos. Desde que empezó la guerra, hacía ya tres años, las batallas y las treguas se habían ido alternando. Pedro el Cruel atacó primero el reino de Valencia y después el de Aragón, donde tomó Tarazona, con lo que amenazó directamente a Zaragoza. La Iglesia intervino y Tarazona se entregó al cardenal Pedro de la Jugie, quien debía arbitrar a cuál de los dos reyes correspondía la ciudad. También se firmó una tregua de un año, que no incluía, empero, las fronteras de los reinos de Murcia y Valencia.

Durante la tregua, el Ceremonioso logró convencer a su hermanastro Ferrán, aliado entonces del de Castilla, para que lo traicionase y, tras hacerlo, el infante atacó y saqueó el reino de Murcia hasta llegar a Cartagena.

Desde la misma playa, el rey Pedro ordenó que se aparejasen las diez galeras y que los ciudadanos de Barcelona y los de las villas colindantes, que ya empezaban a llegar a la playa, embarcasen junto a los pocos soldados que lo acompañaban. Todas las barcas, pequeñas o grandes, mercantes o de pesca, debían salir al encuentro de la armada castellana.

– Es una locura -comentó Guillem observando cómo la gente se lanzaba a las barcas-. Cualquiera de esas galeras abordará nuestros barcos y los partirá en dos. Morirá mucha gente.

Todavía faltaba bastante para que la flota castellana llegara a puerto.

– No tendrá piedad -oyó Arnau a sus espaldas-. Nos destrozará.

Pedro el Cruel no tendría piedad. Su fama era de sobras conocida: ejecutó a sus hermanos bastardos, a Federico en Sevilla y a Juan en Bilbao, y un año después a su tía Leonor, tras tenerla presa durante todo ese tiempo. ¿Qué piedad podía esperarse de un rey que mataba a sus propios parientes? El Ceremonioso no mató a Jaime de Mallorca, a pesar de sus muchas traiciones y de las guerras que los habían enfrentado.

– Sería mejor organizar la defensa en tierra -le comentó Guillem, gritando y acercándose a su oído-; por mar es imposible hacerlo. En cuanto los castellanos superen las tasques , nos arrasarán.

Arnau asintió. ¿Por qué se empeñaba el rey en defender la ciudad por mar? Tenía razón Guillem, en cuanto superaran las tasques …

– ¡Las tasques l -bramó Arnau-. ¿Qué barco tenemos en puerto…?

– ¿Qué pretendes?

– ¡Las tasques , Guillem! ¿No lo entiendes? ¿Qué barco tenemos?

– Aquel ballenero -le contestó señalando un inmenso y pesado barco panzudo.

– Vamos. No hay tiempo que perder.

Arnau echó a correr de nuevo hacia el mar, mezclado con la muchedumbre que hacía lo mismo. Miró hacia atrás para decirle a Guillem que acelerase el paso.

La orilla se había convertido en un hervidero de soldados y barceloneses, metidos en el agua hasta la cintura; unos intentaban subir a las pequeñas barcas de pesca que ya salían a la mar, otros esperaban que llegase algún barquero para que los llevase hasta cualquiera de las grandes naves de guerra o mercantes fondeadas en el puerto.

Arnau vio llegar a uno de ellos.

– ¡Vamos! -le gritó a Guillem metiéndose en el agua, tratando de adelantarse a todos los que se dirigían hacia la barca.

Cuando llegaron, la barca estaba a rebosar, pero el barquero reconoció a Arnau y les hizo un sitio.

– Llévame al ballenero -le dijo éste cuando el hombre iba a dar la orden de partir.

– Primero las galeras. Ésa es la orden del rey…

– ¡Llévame al ballenero! -lo instó Arnau. El barquero ladeó la cabeza. Los hombres de la barca empezaron a quejarse-. ¡Silencio! -gritó Arnau-. Me conoces. Tengo que llegar al ballenero. Barcelona…, tu familia depende de ello. ¡Todas vuestras familias pueden depender de ello!

El barquero miró el gran barco panzudo. Tenía que desviarse muy poco. ¿Por qué no? ¿Por qué iba a engañarlo Arnau Estanyol?

– ¡Al ballenero! -ordenó a los dos remeros.

En cuanto Arnau y Guillem se agarraron a las escalas que les lanzó el piloto del ballenero, el barquero puso rumbo a la siguiente galera.

– Los hombres a los remos -le ordenó Arnau al piloto cuando todavía no había pisado cubierta.

El hombre hizo un gesto a los remeros, que se colocaron de inmediato en sus bancos.

– ¿Qué hacemos? -preguntó.

– A las tasques -contestó Arnau.

Guillem asintió.

– Alá, su nombre sea loado, quiera que te salga bien.

Pero si Guillem llegó a entender los propósitos de Arnau, no así el ejército y los ciudadanos de Barcelona. Cuando vieron cómo el ballenero se ponía en movimiento, sin soldados, sin hombres armados, rumbo a alta mar, alguien dijo:

– Quiere salvar su barco.

– ¡Judío! -gritó otro.

– ¡Traidor!

Muchos otros se sumaron a los insultos y, al poco rato, la playa entera era un clamor contra Arnau. ¿Qué se proponía Arnau Estanyol?, se preguntaron bastaixos y barqueros, todos con la mirada puesta en el barco panzudo que se movía lentamente, al ritmo de más de un centenar de remos que caían al agua para volver a subir, una y otra vez, una y otra vez.

Arnau y Guillem se colocaron en proa, en pie, con la atención puesta en la armada castellana, que empezaba a acercarse peligrosamente, pero cuando pasaron junto a las galeras catalanas, una lluvia de flechas los obligó a esconderse. Volvieron a ponerse en pie cuando estuvieron fuera de su alcance.

– Saldrá bien -le dijo Arnau a Guillem-. Barcelona no puede caer en manos de ese canalla.

Las tasques , una cadena de bancos de arena paralela a la costa que impedía la entrada de las corrientes marítimas, eran la única defensa natural del puerto de Barcelona, al tiempo que suponían un peligro para los barcos que intentaban arribar a él. Una sola entrada, a modo de canal con suficiente calado, permitía el paso de las naves; si no era a través de él, los barcos embarrancaban en los bajíos.

Arnau y Guillem se acercaron a las tasques dejando tras de sí miles de gargantas de las que salían los más obscenos insultos. Los gritos de los catalanes habían logrado incluso acallar el repique de campanas.

«Saldrá bien», repitió Arnau esta vez para sí. Después ordenó al piloto que los remeros dejasen de bogar. Cuando el centenar de remos se alzó por encima de la borda y el ballenero se deslizó en dirección a las tasques , los insultos y gritos comenzaron a menguar hasta que el silencio reinó en la playa. La armada castellana seguía acercándose. Por encima de las campanas, Arnau oyó cómo la quilla del barco se deslizaba hacia los bajíos.

– ¡Tiene que salir bien! -masculló.

Guillem lo agarró del brazo y apretó. Era la primera vez que lo tocaba de aquella forma.

El ballenero continuó deslizándose, lentamente, muy lentamente. Arnau miró al piloto. «¿Estamos en el canal?», le preguntó con un simple gesto de sus cejas. El piloto asintió; desde que le ordenó que dejaran de remar sabía qué quería hacer Arnau. Toda Barcelona lo sabía ya.

– ¡Ahora! -gritó Arnau-. ¡Vira!

El piloto dio la orden. Los remos de babor se sumergieron en la mar y el ballenero empezó a girar en redondo hasta que la popa y la proa embarrancaron en las paredes del canal. La nave escoró.

Guillem apretó con fuerza el brazo de Arnau. Los dos se miraron y Arnau lo atrajo para abrazarlo mientras la playa y las galeras estallaban en vítores.

La entrada al puerto de Barcelona había sido clausurada. Desde la orilla, armado para la batalla, el rey miró al ballenero cruzado en las tasques . Nobles y caballeros permanecieron a su alrededor, en silencio, mientras el rey contemplaba la escena.

– ¡A las galeras! -ordenó al fin.


Date: 2016-03-03; view: 496


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