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TERCERA PARTE SIERVOS DE LA PASIÓN 12 page

– Ya tengo capilla -les contestó Arnau cuando la junta le ofreció beneficiar una de las capillas laterales de Santa María-. Sí -añadió ante la sorpresa de la comitiva-, mi capilla es la del Santísimo, la de los bastaixos , y ésa será siempre. De todas formas… -dijo abriendo el cofre-, ¿qué necesitáis?

¿Qué necesitáis? ¿Cuánto quieres? ¿Con cuánto pasarías? ¿Tienes suficiente con esto? Guillem tuvo que acostumbrarse a aquellas preguntas hasta que empezó a ceder cuando la gente lo saludaba, le sonreía y le daba las gracias cada vez que paseaba por la playa o por el barrio de la Ribera. «Quizá tenga razón Arnau», empezó a pensar. Se entregaba a los demás, pero ¿acaso no hizo lo mismo con él y con tres niños judíos que estaban siendo lapidados y a los que no conocía? De no ser por ese carácter, lo más probable es que él, Raquel y Jucef estuvieran muertos. ¿Por qué tenía que cambiar por el hecho de ser rico? Y Guillem, igual que hacía Arnau, empezó a sonreír a la gente con la que se cruzaba y a saludar a desconocidos que le cedían el paso.

Sin embargo, aquella forma de actuar nada tenía que ver con algunas decisiones que Arnau había tomado a lo largo de los años. Que se negase a participar en comandas o fletes que tuvieran relación con el comercio de esclavos, parecía lógico, pero ¿por qué, se preguntaba Guillem, se negaba a participar a veces en ciertos negocios que nada tenían que ver con los esclavos?

Las primeras veces, Arnau justificó sus decisiones sin entrar en una discusión.

– No me convence.

– No me gusta.

– No lo veo claro.

Al final, el moro se impacientó.

– Es una buena operación, Arnau -le dijo cuando los comerciantes abandonaron la mesa de cambio-. ¿Qué pasa? A veces rechazas negocios que nos proporcionarían buenos beneficios. No lo entiendo.Ya sé que no soy quién…

– Sí que lo eres -lo interrumpió sin volverse hacia él, los dos sentados en sus sillas tras la mesa-; lo siento. Lo que sucede… -Guillem esperó a que se decidiera-.Verás, nunca participaré en un negocio en el que lo haga Grau Puig. Mi nombre nunca estará unido al suyo.

Arnau miró al frente, mucho más allá de la pared de la casa.

– ¿Me lo contarás algún día?

– ¿Por qué no? -musitó volviéndose hacia él.Y se lo relató.

 

Guillem conocía a Grau Puig, pues éste había trabajado con Hasdai Crescas. El moro se preguntaba por qué, si Arnau no quería trabajar con él, el barón sí se prestaba en cambio a hacerlo con Arnau. ¿Acaso los sentimientos no eran recíprocos después de todo lo que le había contado Arnau?



– ¿Por qué? -le preguntó un día a Hasdai Crescas tras resumirle la historia de Arnau, en la confianza de que no saldría de allí.

– Porque hay mucha gente que no quiere trabajar con Grau Puig. Hace tiempo que yo ya no lo hago, y como yo, muchos otros. Es un hombre obsesionado por estar allí donde no ha sido llamado por nacimiento. Mientras era un simple artesano, era de fiar; ahora…, ahora sus objetivos son otros y nunca supo dónde se metía cuando contrajo matrimonio. -Hasdai negó con la cabeza-. Para ser noble hay que haber nacido noble, hay que haber mamado nobleza. No es que sea bueno o que lo defienda, pero sólo los nobles que la han mamado pueden seguir siéndolo y controlar a la vez sus riesgos. Además, si se arruinan, ¿quién se atreve a llevarle la contraria a un barón catalán? Son orgullosos, soberbios, nacidos para mandar y estar por encima de los demás, incluso en la ruina. Grau Puig sólo ha podido continuar siendo noble a fuerza de dinero. Gastó una fortuna en la dote de su hija Margarida y eso casi le arruma. ¡Toda Barcelona lo sabe! A sus espaldas se ríen de él y su esposa lo sabe. ¿Qué hace un simple artesano viviendo en un palacio de la calle Monteada? Y cuanto más se burlan los demás, más tienen que demostrar su poder a fuerza de dilapidar dinero. ¿Qué haría Grau Puig sin dinero?

– ¿Quieres decir…?

– No quiero decir nada, pero yo no haría negocios con él. En eso, aunque sea por otros motivos, tu patrón ha acertado.

A partir de aquel día, Guillem aguzaba el oído en cuanto oía alguna conversación en la que se nombraba a Grau Puig, y en la lonja, en el Consulado de la Mar, en las transacciones, entre compras y ventas de mercancías, en comentarios sobre la situación del comercio, se hablaba mucho del barón, demasiado.

– El hijo, Genis Puig… -le comentó un día a Arnau, tras salir de la lonja y mientras miraban al mar, un mar en calma, plácido, manso como nunca. Arnau se volvió hacia él al oír ese nombre-. Genis Puig ha tenido que pedir un préstamo barato para seguir al rey a Mallorca. -¿Le habían brillado los ojos? Guillem sostuvo la mirada de Arnau. No le había contestado, pero ¿le habían brillado los ojos?-. ¿Quieres que siga?

Arnau continuó en silencio, pero al final asintió con la cabeza. Tenía los ojos entrecerrados y los labios levemente apretados. Y siguió asintiendo durante un buen rato.

– ¿Me autorizas a tomar las decisiones que considere oportunas? -preguntó finalmente Guillem.

– No te lo autorizo. Te lo ruego, Guillem, te lo ruego.

Con discreción, Guillem empezó a utilizar sus conocimientos y los muchos contactos que había obtenido a lo largo de años de negociaciones. Que el hijo, el caballero don Genis, hubiera tenido que recurrir a uno de los préstamos especiales para nobles significaba que el padre ya no podía sufragar los gastos para la guerra. Los préstamos baratos, pensaba Guillem, implican un interés considerable; son los únicos en los que se admite el cobro de intereses entre cristianos. ¿Por qué iba un padre a permitir que su hijo pagase intereses salvo si él carecía de ese capital? ¿Y la tal Isabel? Aquella arpía que había hundido a Arnau y a su padre, que había obligado a Arnau a arrastrarse de rodillas, ¿cómo permitía tal situación?

Guillem lanzó sus redes durante algunos meses; habló con sus amigos, con aquellos que le debían favores y mandó mensajes a todos sus corresponsales: ¿cuál era la situación de Grau Puig, barón catalán, comerciante?, ¿qué sabían de él, de sus negocios, de sus finanzas…, de su solvencia?

Cuando la temporada de navegación estaba pronta a finalizar y los barcos regresaban ya al puerto de Barcelona, Guillem empezó a recibir respuestas a sus cartas. ¡Preciosa información! Una noche, cuando cerraron el establecimiento, Guillem se quedó sentado en la mesa.

– Tengo cosas que hacer -le dijo a Arnau.

– ¿Qué cosas?

– Mañana te lo contaré.

Al día siguiente, por la mañana, antes de desayunar, los dos se sentaron a la mesa y se lo contó:

– Grau Puig está en una situación crítica. -¿Habían vuelto a brillar los ojos de Arnau?-.Todos los cambistas o mercaderes con que he hablado coinciden: su fortuna se ha evaporado…

– Quizá sean rumores malintencionados -lo interrumpió Arnau.

– Espera. Toma.-Guillem le entregó las respuestas de los corresponsales-. Esto lo prueba. Grau Puig está en manos de los lombardos.

Arnau pensó en los lombardos: cambistas y mercaderes, corresponsales de las grandes casas florentinas o pisanas, un grupo cerrado que vigilaba sus propios intereses, cuyos miembros negociaban entre ellos o con sus casas matrices. Monopolizaban el comercio de telas de lujo: vellones de lana, sedas y brocados, tafetán de Florencia, velos pisanos y muchos otros productos. Los lombardos no ayudaban a nadie y si cedían parte de su mercado o sus negocios lo hacían única y exclusivamente para que no los echasen de Cataluña. No era nada bueno depender de ellos. Hojeó la documentación y la dejó sobre la mesa.

– ¿Qué propones?

– ¿Qué es lo que deseas?

– Ya lo sabes: ¡su ruina!

– Según dicen, Grau es ya un anciano y sus negocios los llevan sus hijos y su esposa. ¡Imagínate! Sus finanzas están en un equilibrio precario; si les fallase alguna operación, todo se desmoronaría y no podrían hacer frente a sus compromisos. Lo perderían todo.

– Compra sus deudas. -Arnau habló fríamente, sin mover un solo músculo de su cuerpo-. Hazlo con discreción. Quiero ser su acreedor y no quiero que se enteren. Haz que falle una de sus operaciones… No, una no -se corrigió-, ¡todas! -gritó, golpeando la mesa tan fuerte que temblaron hasta los libros-.Todas las que puedas -añadió en voz baja-. No quiero que se me escapen.

 

20 de septiembre de 1355

Puerto de Barcelona

 

El rey Pedro III, al mando de su flota, arribó victorioso a Barcelona tras la conquista de Cerdeña. Toda Barcelona acudió a recibirlo. Desembarcó, entre el fervor popular, por un puente de madera alzado sobre el mar frente al convento de Framenors.Tras él, nobles y soldados desembarcaron en una Barcelona vestida de fiesta para celebrar la victoria sobre los sardos.

Arnau y Guillem cerraron la mesa y acudieron a recibir a la armada. Después, con Mar, se sumaron a los festejos que la ciudad había preparado en honor del rey; rieron, cantaron y bailaron, escucharon historias, comieron dulces y cuando el sol empezaba a ponerse y la noche de septiembre a refrescar, volvieron a casa.

– ¡Donaha! -gritó Mar cuando Arnau abrió la puerta.

La joven entró en su casa, contenta por la fiesta, y siguió llamando a Donaha a gritos, pero al llegar al umbral de la cocina se detuvo en seco. Arnau y Guillem se miraron. ¿Qué ocurría? ¿Le habría pasado algo a la esclava?

Corrieron a su vez.

– ¿Qué…? -empezó a preguntar Arnau por encima del hombro de Mar.

– No creo que estos gritos sean los más adecuados para recibir a un pariente al que hace tiempo que no ves, Arnau -dijo una voz masculina no del todo desconocida.

Arnau había empezado a apartar a Mar, pero se quedó con la mano sobre su hombro.

– ¡Joan! -logró gritar al cabo de unos segundos.

Mar vio cómo Arnau se acercaba, con los brazos abiertos y balbuceando, a aquella figura de negro que la había asustado. Guillem abrazó a la muchacha junto al quicio de la puerta.

– Es su hermano -le susurró.

Donaha estaba escondida en un rincón de la cocina.

– ¡Dios! -exclamó Arnau al abrazar a Joan-. ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios! -continuó diciendo mientras lo levantaba en volandas, una y otra vez.

Joan logró separarse de Arnau, sonriente.

– Me partirás en dos…

Pero Arnau no lo escuchó.

– ¿Por qué no me has avisado? -le preguntó, cogiéndole esta vez de los hombros-. Deja que te vea. ¡Has cambiado! -Trece años, intentó decir Joan, pero Arnau no le dejó-. ¿Cuánto hace que estás en Barcelona?

– He venido…

– ¿Por qué no me has avisado?

Arnau zarandeaba a su hermano a cada pregunta.

– ¿Vuelves para quedarte? Di que sí. ¡Por favor!

Guillem y Mar no pudieron evitar una sonrisa. El fraile los vio sonreír.

– ¡Basta! -gritó, separándose de Arnau un paso-. Basta. Me matarás.

Arnau aprovechó la distancia para examinarlo. Sólo los ojos pertenecían al Joan que había abandonado Barcelona: vivos, brillantes; por lo demás estaba casi calvo, delgado y demacrado… y ese hábito negro que le colgaba de los hombros lo hacía todavía más tétrico. Tenía tres años menos que él, pero parecía mucho mayor.

– ¿No comías? Si no tenías suficiente con el dinero que te mandaba…

– Sí -lo interrumpió Joan-, más que suficiente. Tu dinero ha servido para alimentar… mi espíritu. Los libros son muy caros, Arnau.

– Haberme pedido más.

Joan hizo un gesto con la mano y se sentó a la mesa, de cara a Guillem y Mar.

– Bien, preséntame a tu ahijada. Observo que ha crecido desde tu última carta.

Arnau hizo una seña a Mar y ésta se acercó a Joan. La chica bajó la mirada, turbada ante la severidad que se leía en los ojos del sacerdote. Cuando el fraile dio por finalizado su examen, Arnau le presentó a Guillem.

– Guillem -dijo Arnau-.Ya te he hablado mucho de él en mis cartas.

– Sí. -Joan no hizo ademán de alargar la mano y Guillem retiró la que había adelantado hacia él-. ¿Cumples con tus obligaciones cristianas? -le preguntó.

– Sí…

– Fra Joan -añadió Joan.

– Fra Joan -repitió Guillem.

– Aquélla es Donaha -intervino rápidamente Arnau.

Joan asintió sin siquiera mirarla.

– Bien -dijo dirigiéndose a Mar e indicándole con la mirada que podía sentarse-, eres la hija de Ramon, ¿verdad? Tu padre fue un gran hombre, trabajador y cristiano temeroso de Dios, como todos los bastaixos . -Joan miró a Arnau-. He rezado mucho por él desde que Arnau me dijo que había muerto. ¿Qué edad tienes, muchacha?

Arnau ordenó a Donaha que sirviera la cena y se sentó a la mesa. Entonces, se dio cuenta de que Guillem seguía de pie, alejado de ella, como si no se atreviera a sentarse ante el nuevo invitado.

– Siéntate, Guillem -le pidió-. Mi mesa es la tuya.

Joan no se inmutó.

La cena transcurrió en silencio. Mar estaba inusualmente callada, como si la presencia de aquel recién llegado le hubiera quitado la espontaneidad. Joan, por su parte, comió frugalmente.

– Cuéntame, Joan -le dijo Arnau cuando terminaron-. ¿Qué ha sido de ti? ¿Cuándo has vuelto?

– He aprovechado el regreso del rey. Tomé un barco hasta Cerdeña cuando me enteré de la victoria y desde allí hasta Barcelona.

– ¿Has visto al rey?

– No me ha recibido.

Mar pidió permiso para retirarse. Guillem la imitó. Ambos se despidieron de fra Joan. La conversación se prolongó hasta la madrugada; alrededor de una botella de vino dulce, los dos hermanos recuperaron los trece años de separación.

 

 

Para tranquilidad de la familia de Arnau, Joan decidió trasladarse al convento de Santa Caterina.

– Ése es mi lugar -le dijo a su hermano-, pero vendré a visitaros todos los días.

Arnau, a quien no se le había escapado que tanto su ahijada como Guillem se habían sentido algo incómodos durante la cena de la noche anterior, no insistió más de lo estrictamente necesario.

– ¿Sabes qué me ha dicho? -le susurró a Guillem al mediodía, después de comer, cuando todos se levantaban de la mesa. Guillem acercó el oído-. ¿Que qué hemos hecho para casar a Mar?

Guillem, sin cambiar de postura, miró a la muchacha, que estaba ayudando a Donaha a recoger la mesa. ¿Casarla? Pero si sólo era… ¡Una mujer! Guillem se volvió hacia Arnau. Ninguno de los dos la había mirado jamás como lo hacían ahora.

– ¿Dónde ha ido nuestra niña? -le susurró Arnau a su amigo.

Los dos miraron de nuevo a Mar: ágil, bella, serena y segura.

Entre escudilla y escudilla, Mar los miró también a ellos durante un instante.

Su cuerpo mostraba ya la sensualidad de una mujer; sus curvas se marcaban con claridad y sus pechos destacaban bajo la camisa. Tenía catorce años.

Mar volvió a mirarlos y los vio embobados. En esta ocasión no sonrió; pareció azorarse pero fueron sólo unos instantes.

– ¿Qué miráis vosotros dos? -les espetó-. ¿Acaso no tenéis nada que hacer? -añadió de pie frente a ambos, seria.

Los dos asintieron a la vez. No cabía duda: se había convertido en una mujer.

– Tendrá la dote de una princesa -le comentó Arnau a Guillem, ya en la mesa de cambios-. Dinero, ropa y una casa…, no, ¡un palacio! -Bruscamente, se volvió hacia su amigo-. ¿Qué hay de los Puig?

– Se nos irá -murmuró éste, haciendo caso omiso de la pregunta de Arnau.

Los dos quedaron en silencio.

– Nos dará nietos -dijo al fin Arnau.

– No te engañes. Le dará hijos a su esposo. Además, si los esclavos no tenemos hijos, menos aún nietos.

– ¿Cuántas veces te he ofrecido la libertad?

– ¿Qué haría yo siendo libre? Estoy bien como estoy. Pero Mar… ¡casada! No sé por qué, pero te aseguro que estoy empezando a odiarlo, quienquiera que pueda ser.

– Yo también -murmuró Arnau.

Se volvieron el uno hacia el otro, sonrieron y estallaron en carcajadas.

– No me has contestado -dijo Arnau cuando recuperaron la compostura-. ¿Qué hay de los Puig? Quiero ese palacio para Mar.

– Mandé instrucciones a Pisa, a Füippo Tescio. Si hay alguien en el mundo que pueda hacer lo que pretendemos, es Filippo.

– ¿Qué le dijiste?

– Que contratase corsarios si era necesario, pero que las comandas de los Puig no debían llegar a Barcelona, ni las que hubieran salido de Barcelona a su destino. Que robase las mercaderías o las incendiase, lo que quisiera, pero que no llegasen a destino.

– ¿Te ha contestado?

– ¿Filippo? Nunca lo hará. No lo haría por escrito ni confiaría ese encargo a nadie. Si alguien se enterase… Hay que esperar a que finalice la época de navegación. Falta poco menos de un mes. Si para entonces no han llegado las comandas de los Puig, no podrán hacer frente a sus obligaciones; estarán arruinados.

– ¿Hemos comprado sus créditos?

– Eres el mayor acreedor de Grau Puig.

– Deben de estar sufriendo -murmuró para sí Arnau.

– ¿No los has visto? -Arnau se volvió con rapidez hacia Guillem-. Desde hace tiempo están en la playa. Antes estaban la baronesa y uno de sus hijos; ahora se les ha sumado Genis, que ha vuelto de Cerdeña. Pasan las horas oteando el horizonte en espera de un mástil… y cuando aparece alguno y arriba a puerto una nave que no es la que esperan, la baronesa maldice las olas. Creía que sabías…

– No, no lo sabía.-Arnau dejó pasar unos instantes-.Avísame en cuanto arribe a puerto alguno de nuestros barcos.

 

– Llegan varios barcos juntos -le dijo Guillem una mañana, de vuelta del consulado.

– ¿Están?

– Por supuesto. La baronesa está tan cerca del agua que las olas le rozan los zapatos…

– Guillem calló de repente-. Lo siento…, no quería…

Arnau sonrió.

– No te preocupes -lo tranquilizó.

Arnau subió a su habitación y se vistió con sus mejores ropas, lentamente. Al final Guillem había logrado convencerlo de que se las comprase.

– Una persona de prestigio como tú -le había dicho- no puede presentarse mal vestido en la lonja o el consulado. El rey así lo ordena, incluso vuestros santos; san Vicente, por ejemplo…

Arnau lo hizo callar, pero cedió. Se puso una gonela blanca sin mangas, de tela de Malinas, forrada de piel, una cota hasta las rodillas, de seda roja damasquinada, medias negras y zapatos de seda negros. Con un ancho cinturón bordado en hilo de oro y perlas se ciñó la cota a la cintura. Arnau completó su atuendo con un fantástico manto negro que le consiguió Guillem de una expedición de más allá de Dacia, forrado de armiño y bordado en oro y piedras preciosas.

Guillem asintió cuando le vio cruzar la mesa. Mar fue a decir algo, pero finalmente calló. Vio que Arnau salía por la puerta; después corrió hacia ella y desde la calle miró cómo se dirigía hacia la playa, con el manto ondeando por la brisa marina que subía hacia Santa María y las piedras preciosas envolviéndolo en destellos.

– ¿Adonde va Arnau? -le preguntó a Guillem tras regresar a la mesa y sentarse en una de las sillas de cortesía, frente a él.

– A cobrar una deuda.

– Debe de ser muy importante.

– Mucho, Mar -Guillem frunció los labios-; sin embargo, éste va a ser sólo el primer pago.

Mar empezó a juguetear con el abaco de marfil. ¿Cuántas veces, escondida en la cocina, asomando la cabeza, había visto cómo Arnau trabajaba con él? Serio, concentrado, moviendo los dedos sobre las bolas y anotando en los libros. Mar se sacudió el escalofrío que recorrió su espina dorsal.

– ¿Te pasa algo? -inquirió Guillem.

– No…, no.

¿Y por qué no contárselo? Guillem podría entenderla, se dijo la chica. Excepto Donaha, que escondía una sonrisa cada vez que ella iba a la cocina para espiar a Arnau, nadie más lo sabía. Todas las muchachas que se reunían en casa del mercader Escales hablaban de lo mismo. Algunas incluso estaban prometidas, y no cesaban de elogiar las virtudes de sus futuros esposos. Mar las escuchaba y eludía las preguntas que le hacían. ¿Cómo hablar de Arnau? ¿Y si llegaba a enterarse? Arnau tenía treinta y cinco años y ella sólo catorce. ¡Había una muchacha a la que habían prometido a un hombre mayor que Arnau! Le hubiera gustado poder contárselo a alguien. Sus amigas podían hablar de dinero, de porte, de atractivo, de hombría o generosidad, pero ¡Arnau los superaba a todos! ¿Acaso no contaban los bastaixos , a quienes Mar veía en la playa, que Arnau había sido uno de los soldados más valientes del ejército del rey Pedro? Mar había descubierto las viejas armas de Arnau, su ballesta y su puñal, en el fondo de un baúl, y cuando estaba sola las cogía y las acariciaba, imaginándoselo rodeado de enemigos, luchando como le habían contado los bastaixos que hacía.

Guillem se fijó en la muchacha. Mar tenía la yema de un dedo sobre una de las bolas de marfil del abaco. Estaba quieta, con la mirada perdida. ¿Dinero? A espuertas. Toda Barcelona lo sabía.Y en cuanto a bondad…

– ¿Seguro que no te pasa nada? -volvió a preguntarle sobresaltándola.

Mar enrojeció. Donaha decía que cualquiera podía leer sus pensamientos, que llevaba el nombre de Arnau en los labios, en los ojos, en todo su rostro. ¿Y si Guillem los había leído?

– No… -repitió-, seguro.

Guillem movió las bolas del abaco y Mar le sonrió… ¿con tristeza? ¿Qué pasaba por la mente de la muchacha? Quizá fra Joan tuviera razón; ya estaba en edad nubil, era una mujer encerrada con dos hombres…

Mar apartó el dedo del abaco.

– Guillem.

– Dime.

Calló.

– Nada, nada -dijo al fin levantándose.

Guillem la siguió con la mirada mientras abandonaba la mesa; le molestaba, pero probablemente el fraile tuviera razón.

 

Se acercó a ellos. Había andado hasta la orilla mientras los barcos, tres galeras y un ballenero, entraban en el puerto. El ballenero era de su propiedad. Isabel, de negro, sosteniendo el sombrero con una mano, y sus hijastros Josep y Genis, a su lado, todos de espaldas a él, miraban la entrada de las naves. «No traen vuestro consuelo», pensó Arnau.

Bastaixos , barqueros y mercaderes callaron al ver pasar a Arnau vestido de gala.

«¡Mírame, arpía!» Arnau esperó a algunos pasos de la orilla. «¡Mírame! La última vez que lo hiciste…» La baronesa se volvió, lentamente; después lo hicieron sus hijos. Arnau respiró hondo. «La última vez que lo hiciste, mi padre colgaba por encima de mi cabeza.»

Bastaixos y barqueros murmuraron entre sí.

– ¿Deseas algo, Arnau? -le preguntó uno de los prohombres.

Arnau negó con la cabeza, la vista fija en los ojos de la mujer. La gente se apartó y éste quedó frente a la baronesa y sus primos.

Volvió a respirar hondo. Clavó los ojos en los de Isabel, sólo unos instantes; luego paseó la mirada por sus primos, miró hacia los barcos y sonrió.

Los labios de la mujer se contrajeron antes de volverse hacia el mar, siguiendo la dirección marcada por Arnau. Cuando miró de nuevo hacia él, fue para ver cómo se alejaba; las piedras de su capa refulgían.

 

Joan seguía empeñado en casar a Mar y propuso varios candidatos; no le fue difícil encontrarlos. Con sólo hablar de la cuantía de la dote de Mar, nobles y mercaderes acudieron a su llamada, pero… ¿cómo decírselo a la chica? Joan se ofreció a hacerlo, pero cuando Arnau lo comentó con Guillem, el moro se opuso rotundamente.

– Debes hacerlo tú -dijo-. No un fraile al que apenas conoce.

Desde que Guillem se lo dijo, Arnau perseguía a Mar con la mirada allá donde la muchacha se encontrara. ¿La conocía? Hacía años que convivían pero en realidad era Guillem quien se había ocupado de ella. Él simplemente se había limitado a disfrutar de su presencia, de sus risas y sus bromas. Jamás había hablado con ella de ningún asunto serio.Y ahora, cada vez que pensaba en acercarse a la muchacha y pedirle que lo acompañara a dar un paseo por la playa o, ¿por qué no?, a Santa María, cada vez que pensaba en decirle que tenían que tratar un tema serio, se encontraba con una mujer desconocida… y dudaba, hasta que ella lo sorprendía mirándola, y sonreía. ¿Dónde estaba la niña que se columpiaba sobre sus hombros?

– No deseo casarme con ninguno de ellos -les contestó.

Arnau y Guillem se miraron. Al final había acudido a él.

– Tienes que ayudarme -le pidió.

Los ojos de Mar se iluminaron cuando le hablaron de matrimonio, los dos tras la mesa de cambio, ella enfrente, como si de una operación mercantil se tratara. Pero después negó con la cabeza ante cada uno de los cinco candidatos que les había propuesto fra Joan.

– Pero, niña -intervino Guillem-, tienes que elegir alguno. Cualquier muchacha estaría orgullosa de los nombres que hemos mencionado.

Mar volvió a negar con la cabeza.


Date: 2016-03-03; view: 465


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