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A PLENA LUZ DEL DÍA

 

Barcelona/agencias (Redacción)

 

La policía busca al indigente que asesinó esta tarde a puñaladas a Nuria Monfort Masdedeu, de treinta y siete años de edad y vecina de Barcelona.

El crimen tuvo lugar a media tarde en la barriada de San Gervasio, donde la víctima fue asaltada sin razón aparente por el indigente, que al parecer, y según informes de la Jefatura Superior de Policía, la había estado siguiendo por motivos que aún no han sido esclarecidos.

Al parecer, el asesino, Antonio José Gutiérrez Alcayete, de cincuenta y un años de edad y natural de Villa Inmunda, provincia de Cáceres, es un conocido maleante con un largo historial de trastornos mentales fugado de la cárcel Modelo hace seis años y que ha conseguido eludir a las autoridades desde entonces asumiendo diferentes identidades. En el momento del crimen vestía una sotana. Está armado y la policía lo califica como altamente peligroso. Se desconoce todavía si la víctima y su asesino se conocían o cuál puede haber sido el móvil del crimen, aunque fuentes de la Jefatura Superior de Policía indican que todo parece apuntar hacia tal hipótesis. La víctima recibió seis heridas de arma blanca en el vientre, cuello y pecho. El asalto, que tuvo lugar en las inmediaciones de un colegio, fue presenciado por varios alumnos que alertaron al profesorado de la institución, quien a su vez llamó a la policía y a una ambulancia. Según el informe policial, las heridas recibidas por la víctima resultaron mortales. La víctima ingresó cadáver en el Hospital Clínico de Barcelona a las 18.15.

No tuvimos noticias de Fermín en todo el día. Mi padre insistió en abrir la librería como cualquier otro día y ofrecer una fachada de normalidad e inocencia. La policía había apostado un agente frente a la escalera y un segundo vigilaba la plaza de Santa Ana, cobijado en el portal de la iglesia como santo de última hora. Los veíamos tiritar de frío bajo la intensa lluvia que había llegado con el alba, el aliento de vapor cada vez más diáfano, las manos hundidas en los bolsillos de la gabardina. Más de un vecino pasaba de largo, mirando de soslayo a través del escaparate, pero ni un solo comprador se aventuró a entrar.

– Ya debe de haber corrido la voz -dije.

Mi padre se limitó a asentir. Había pasado la mañana sin dirigirme la palabra y expresándose con gestos. La página con la noticia del asesinato de Nuria Monfort yacía sobre el mostrador. Cada veinte minutos se acercaba y la releía con expresión impenetrable. Llevaba acumulando ira en su interior todo el día, hermético.



– Por mucho que leas la noticia una y otra vez no va a ser verdad -dije.

Mi padre alzó la vista y me miró con severidad.

– ¿Conocías tú a esta persona? ¿Nuria Monfort?

– Había hablado con ella un par de veces -dije.

El rostro de Nuria Monfort me robó el pensamiento. Mi falta de sinceridad tenía sabor a náusea. Me perseguía todavía su olor y el roce de sus labios, la imagen de aquel escritorio pulcramente ordenado y su mirada triste y sabia. «Un par de veces.»

– ¿Por qué tuviste que hablar con ella? ¿Qué tenía que ver contigo?

– Era una vieja amiga de Julián Carax. La fui a visitar para preguntarle qué recordaba de Carax. Eso es todo. Era la hija de Isaac, el guardián. Él me dio sus señas.

– ¿La conocía Fermín?

– No.

– ¿Cómo puedes estar seguro?

– ¿Cómo puedes tú dudar de él y dar crédito a esas patrañas? Lo único que Fermín sabía de esa mujer es lo que yo le conté.

– ¿Y por eso la estaba siguiendo?

– Sí.

– Porque tú se lo habías pedido.

Guardé silencio. Mi padre suspiró.

– No lo entiendes, papá.

– Desde luego que no. No te entiendo a ti, ni a Fermín, ni…

– Papá, por lo que sabemos de Fermín, lo que pone ahí es imposible.

– ¿Y qué sabemos de Fermín, eh? Para empezar resulta que no sabíamos ni su verdadero nombre.

– Te equivocas con él.

– No, Daniel. Eres tú el que se equivoca, y en muchas cosas. ¿Quién te manda a ti hurgar en la vida de la gente?

– Soy libre de hablar con quien quiera.

– Supongo que también te sientes libre de las consecuencias.

– ¿Insinúas que soy responsable de la muerte de esa mujer?

– Esa mujer, como tú la llamas, tenía nombre y apellidos, y la conocías.

– No hace falta que me lo recuerdes -repliqué con lágrimas en los ojos.

Mi padre me contempló con tristeza, negando.

– Dios santo, no quiero ni pensar cómo estará el pobre Isaac -murmuró mi padre para sí mismo.

– Yo no tengo la culpa de que esté muerta -dije con un hilo de voz, pensando que tal vez si lo repetía suficientes veces empezaría a creérmelo.

Mi padre se retiró a la trastienda, negando por lo bajo.

– Tú sabrás de lo que eres responsable o no, Daniel. A veces, ya no sé quién eres.

Cogí mi gabardina y escapé hacia la calle y la lluvia, donde nadie me conocía ni me podía leer el alma.

 

Me entregué a la lluvia helada sin rumbo fijo. Caminaba con la mirada caída, arrastrando la imagen de Nuria Monfort, sin vida, tendida en una fría losa de mármol, el cuerpo sembrado de puñaladas. A cada paso, la ciudad se desvanecía a mi alrededor. Al enfilar un cruce en la calle Fontanella no me detuve ni a mirar el semáforo. Cuando sentí el golpe de viento en la cara me volví hacia una pared de metal y luz que se abalanzaba sobre mí a toda velocidad. En el último instante, un transeúnte a mi espalda tiró de mí hacia atrás y me apartó de la trayectoria del autobús. Contemplé el fuselaje centelleando a apenas unos centímetros de mi rostro, una muerte segura desfilando a una décima de segundo. Cuando tuve conciencia de lo que había sucedido, el transeúnte que me había salvado la vida se alejaba por el paso de peatones, apenas una silueta en una gabardina gris. Me quedé allí clavado, sin aliento. En el espejismo de la lluvia pude advertir que mi salvador se había detenido al otro lado de la calle y me observaba bajo la lluvia. Era el tercer policía, Palacios. Una muralla de tráfico de deslizó entre nosotros, y cuando volví a mirar, el agente Palacios ya no estaba allí.

Me encaminé hacia casa de Bea, incapaz de esperar más. Necesitaba recordar lo poco de bueno que había en mí, lo que ella me había dado. Me lancé escaleras arriba a toda prisa y me detuve frente a la puerta de los Aguilar, casi sin aliento. Tomé el llamador y golpeé tres veces con fuerza. Mientras esperaba, me armé de valor y adquirí conciencia de mi aspecto: empapado hasta los huesos. Me retiré el pelo de la frente y me dije que ya estaba hecho. Si aparecía el señor Aguilar dispuesto a partirme las piernas y la cara, cuanto antes mejor. Llamé de nuevo y al poco escuché unos pasos acercándose a la puerta. La mirilla se entreabrió. Una mirada oscura y recelosa me observaba.

– ¿Quién va?

Reconocí la voz de Cecilia, una de las doncellas al servicio de la familia Aguilar.

– Soy Daniel Sempere, Cecilia.

La mirilla se cerró y en unos segundos se inició el concierto de cerrojos y pasadores que blindaban la entrada al piso. El portón se abrió lentamente y me recibió Cecilia, encofrada y con uniforme, portando un cirio en un portavelas. Por su expresión de alarma intuí que debía de ofrecerle un aspecto cadavérico.

– Buenas tardes, Cecilia. ¿Está Bea?

Me miró sin comprender. En el protocolo conocido de la casa, mi presencia, que en los últimos tiempos era un accidente inusual, se asociaba únicamente a Tomás, mi antiguo compañero de escuela.

– La señorita Beatriz no está…

– ¿Ha salido?

Cecilia, que apenas era un susto perpetuamente cosido a un delantal, asintió.

– ¿Sabes cuándo volverá?

La doncella se encogió de hombros.

– Marchó con los señores al médico hará unas dos horas.

– ¿Al médico? ¿Está enferma?

– No lo sé, señorito.

– ¿A qué doctor han ido?

– Yo eso no lo sé, señorito.

Decidí no martirizar más a la pobre doncella. La ausencia de los padres de Bea me abría otros caminos a explorar.

– ¿Y Tomás, está en casa?

– Sí, señorito. Pase, que le aviso.

Me adentré en el recibidor y esperé. En otros tiempos hubiera ido directamente a la habitación de mi amigo, pero hacía ya tanto que no acudía a aquella casa que me sentía de nuevo un extraño. Cecilia desapareció corredor abajo envuelta en el aura de luz, abandonándome a la oscuridad. Me pareció oír la voz de Tomás a lo lejos y luego unos pasos que se acercaban. Improvisé una excusa con la que justificar ante mi amigo mi repentina visita. La figura que apareció en el umbral del recibidor era de nuevo la de la doncella. Cecilia me dirigió una mirada compungida y se me deshizo la sonrisa de trapo.

– El señorito Tomás me dice que está muy ocupado y no puede verle ahora.

– ¿Le has dicho quién soy? Daniel Sempere.

– Sí, señorito. Me ha dicho que le diga a usted que se marche.

Me nació un frío en el estómago que me segó el aliento.

– Lo siento, señorito -dijo Cecilia.

Asentí, sin saber qué decir. La doncella abrió la puerta de la que, no hacía tanto, había considerado mi segunda casa.

– ¿Quiere el señorito un paraguas?

– No, gracias, Cecilia.

– Lo siento, señorito Daniel -reiteró la doncella.

Le sonreí sin fuerza.

– No te preocupes, Cecilia.

La puerta se cerró, sellándome en la sombra. Permanecí allí unos instantes y luego me arrastré escaleras abajo. La lluvia seguía arreciando, implacable. Me alejé calle abajo. Al doblar la esquina me detuve y me volví un instante. Alcé la mirada hacia el piso de los Aguilar. La silueta de mi viejo amigo Tomás se recortaba en la ventana de su habitación. Me contemplaba inmóvil. Le saludé con la mano. No me devolvió el gesto. A los pocos segundos se retiró hacia el interior. Esperé casi cinco minutos con la esperanza de verle reaparecer, pero fue en vano. La lluvia me arrancó las lágrimas y partí en su compañía.

De regreso a la librería crucé frente al cine Capitol, donde dos pintores entarimados en un andamio contemplaban desolados cómo el cartel que no había terminado de secar se les deshacía bajo el aguacero. La efigie estoica del centinela de turno apostado frente a la librería se discernía a lo lejos. Al aproximarme a la relojería de don Federico Flaviá advertí que el relojero había salido al umbral a contemplar el chaparrón. Todavía se leían en su rostro las cicatrices de su estancia en jefatura. Vestía un impecable traje de lana gris y sostenía un cigarrillo que no se había molestado en encender. Le saludé con la mano y me sonrió.

– ¿Qué tienes tú en contra del paraguas, Daniel?

– ¿Qué hay más bonito que la lluvia, don Federico?

– La neumonía. Anda, pasa, que ya tengo arreglado lo tuyo.

Le miré sin comprender. Don Federico me observaba fijamente, la sonrisa intacta. Me limité a asentir y le seguí hasta el interior de su bazar de maravillas. Tan pronto es tuvimos dentro me tendió una pequeña bolsa de papel de estraza.

– Sal ya, que ese fantoche que vigila la librería no nos quitaba el ojo de encima.

Atisbé en el interior de la bolsa. Contenía un librillo encuadernado en piel. Un misal. El misal que Fermín llevaba en las manos la última vez que le había visto. Don Federico, empujándome de vuelta a la calle, me selló los labios con un grave asentimiento. Una vez en la calle recobró el semblante risueño y alzó la voz.

– Y acuérdate de no forzar la manija al darle cuerda o volverá a saltar, ¿de acuerdo?

– Descuide, don Federico, y gracias.

Me alejé con un nudo en el estómago que se estrechaba a cada paso que me aproximaba al agente de paisano que vigilaba la librería. Al cruzar frente a él le saludé con la misma mano que sostenía la bolsa que me había dado don Federico. El agente la miraba con vago interés. Me colé en la librería. Mi padre seguía en pie tras el mostrador, como si no se hubiese movido desde mi partida. Me miró apesadumbrado.

– Oye, Daniel, sobre lo de antes…

– No te preocupes. Tenías razón.

– Estás tiritando…

Asentí vagamente y le vi partir en busca del termo. Aproveché la circunstancia para meterme en el pequeño lavabo de la trastienda para examinar el misal. La nota de Fermín se deslizó en el aire, revoloteando como una mariposa. La cacé al vuelo. El mensaje estaba escrito en una hoja casi transparente de papel de fumar en caligrafía diminuta que tuve que sostener al trasluz para poder descifrar.

 

Amigo Daniel:

No crea usted una palabra de lo que dicen los diarios sobre el asesinato de Nuria Monfort. Como siempre, es puro embuste. Yo estoy sano, salvo y oculto en lugar seguro. No intente encontrarme o enviarme mensajes. Destruya esta nota en cuanto la haya leído. No hace falta que se la trague, basta con que la queme o la haga añicos. Yo me pondré en contacto con usted merced a mi ingenio y a los buenos oficios de terceros en concordia. Le ruego que transmita la esencia de este mensaje, en clave y con toda discreción, a mi amada. Usted no haga nada. Su amigo, el tercer hombre,

 

FRdT

 

Empezaba a releer la nota cuando alguien golpeó la puerta del retrete con los nudillos.

– ¿Se puede -preguntó una voz desconocida.

El corazón me dio un vuelco. Sin saber qué otra cosa hacer, hice un ovillo con la hoja de papel de fumar y me la tragué. Tiré de la cadena y aproveché el estruendo de tuberías y cisternas para engullir la pelotilla de papel. Sabía a cera y a caramelo Sugus. Al abrir la puerta me encontré con la sonrisa reptil del agente de policía que segundos antes había estado apostado frente a la librería.

– Usted disculpe. No sé si será el oír llover todo el día, pero es que me orinaba, por no decir otra cosa…

– Faltaría más -dije, cediéndole el paso-. Todo suyo.

– Agradecido.

El agente, que a la luz de la bombilla me pareció una pequeña comadreja, me miró de arriba abajo. Su mirada de alcantarilla se posó en el misal en mis manos.

– Yo es que sin leer algo, no hay manera -argumenté. -A mí me pasa lo mismo Y luego dicen que el español no lee. ¿Me lo presta?

– Ahí encima de la cisterna tiene el último Premio de la Crítica -atajé-Infalible.

Me alejé sin perder la compostura v me uní a mi padre que me estaba preparando una taza de café con leche.

– ¿Y ése? -pregunté.

– Me ha jurado que se cagaba. ¿Qué iba a hacer?

– Dejarlo en la calle y así entraba en calor

Mi padre frunció el ceño.

– Si no te importa, subo ya a casa.

– Claro que no. Y ponte ropa seca, que vas a pillar una pulmonía

El piso estaba frío v silencioso. Me dirigí a mi cuarto v atisbé por la ventana. El segundo centinela seguía allí abajo, a la puerta de la iglesia de Santa Ana. Me quité la ropa empapada y me enfundé un pijama grueso y una bata que había sido de mi abuelo. Me tendí en la cama sin molestarme en encender la luz y me abandoné a la penumbra y al sonido de la lluvia en los cristales. Cerré los ojos e intenté conciliar la imagen, el tacto y el olor de Bea. La noche anterior no había pegado ojo y pronto me venció la fatiga. En mis sueños, la silueta encapuchada de una parca de vapor cabalgaba sobre Barcelona, un atisbo espectral que se cernía sobre torres y tejados, sosteniendo en sus hilos negros cientos de pequeños ataúdes blancos que dejaban a su paso un rastro de flores negras en cuyos pétalos, escrito en sangre, se leía el nombre de Nuria Monfort.

Desperté al filo de un alba gris, de cristales empañados. Me vestí para el frío y me calcé unas botas de media caña. Salí al pasillo con sigilo y crucé el piso casi a tientas. Me deslicé por la puerta y salí a la calle. Los quioscos de las Ramblas ya mostraban sus luces a lo lejos. Me acerqué hasta el que navegaba frente a la bocana de la calle Tallers y compré la primera edición del día, que aún olía a tinta tibia. Corrí las páginas a toda prisa hasta encontrar la sección de necrológicas. El nombre de Nuria Monfort yacía caído bajo una cruz de imprenta y sentí que me temblaba la mirada. Me alejé con el periódico doblado bajo el brazo, en busca de la oscuridad. El entierro era aquella tarde, a las cuatro, en el cementerio de Montjuïc. Volví a casa dando un rodeo. Mi padre seguía durmiendo y regresé a mi cuarto. Me senté al escritorio y saqué mi pluma Meinsterstück de su estuche. Tomé un folio en blanco y deseé que la plumilla me guiase. En mis manos la pluma no tenía nada que decir. Conjuré en vano las palabras que quería ofrecer a Nuria Monfort pero fui incapaz de escribir o de sentir nada excepto aquel terror inexplicable de su ausencia, de saberla perdida, arrancada de cuajo. Supe que algún día volvería a mí, meses o años más tarde, que siempre llevaría su recuerdo en el roce de un extraño, de imágenes que no me pertenecían, sin saber si era digno de todo ello. Te vas en sombras, pensé. Como viviste.

Poco antes de las tres de la tarde abordé el autobús, en el paseo de Colón, que habría de llevarme hasta el cementerio de Montjuïc. A través del cristal se contemplaba el bosque de mástiles y banderines aleteando en la dársena del puerto. El autobús, que iba casi vacío, rodeó la montaña de Montjuïc y enfiló la ruta que ascendía hasta la entrada este del gran cementerio de la ciudad. Yo era el último pasajero.

– ¿A qué hora pasa el último autobús? -pregunté al conductor antes de apearme.

– A las cuatro y media.

El conductor me dejó a las puertas del recinto. Una avenida de cipreses se alzaba en la bruma. Incluso desde allí, a los pies de la montaña, se entreveía la infinita ciudad de muertos que había escalado la ladera hasta rebasar la cima. Avenidas de tumbas, paseos de lápidas y callejones de mausoleos, torres coronadas por ángeles ígneos y bosques de sepulcros se multiplicaban uno contra otro. La ciudad de los muertos era una fosa de palacios, un osario de mausoleos monumentales custodiados por ejércitos de estatuas de piedra putrefacta que se hundían en el fango. Respiré hondo y me adentré en el laberinto. Mi madre yacía enterrada a un centenar de metros de aquella senda flanqueada por galerías interminables de muerte y desolación. A cada paso podía sentir el frío, el vacío y la furia de aquel lugar, el horror de su silencio, de los rostros atrapados en viejos retratos abandonados a la compañía de velas y flores muertas. Al rato alcancé a ver a lo lejos los faroles de gas encendidos en torno a la fosa. Las siluetas de media docena de personas se alineaban contra un cielo de ceniza. Apreté el paso y me detuve allí donde llegaban las palabras del sacerdote.

El ataúd, un cofre de madera de pino sin pulir, descansaba en el barro. Dos enterradores lo custodiaban, apoyados sobre las palas. Escruté a los presentes. El viejo Isaac, el guardián del Cementerio de los Libros Olvidados, no había acudido al entierro de su hija. Reconocí a la vecina del rellano de enfrente, que sollozaba sacudiendo la cabeza mientras un hombre de aspecto derrotado la consolaba acariciándole la espalda. Su esposo, supuse, junto a ellos había una mujer de unos cuarenta años, vestida de gris y portando un ramo de flores. Lloraba en silencio, desviando la vista de la fosa y apretando los labios. No la había visto jamás. Separado del grupo, enfundado en una gabardina oscura y sosteniendo el sombrero a su espalda, estaba el policía que me había salvado la vida el día anterior. Palacios. Alzó la mirada y me observó sin pestañear unos segundos. Las palabras ciegas del sacerdote, desprovistas de sentido, eran cuanto nos separaba del terrible silencio. Contemplé el ataúd, salpicado de arcilla. La imaginé tendida en el interior y no me di cuenta de que estaba llorando hasta que aquella desconocida de gris se me acercó y me ofreció una de las flores de su ramo. Permanecí allí hasta que el grupo se dispersó y, a una señal del sacerdote, los enterradores se dispusieron a hacer su trabajo a la luz de los faroles. Me guardé la flor en el bolsillo del abrigo y me alejé, incapaz de decir el adiós que había llevado hasta allí.

Empezaba a anochecer cuando llegué a la puerta del cementerio y supuse que ya había perdido el último autobús. Me dispuse a emprender una larga caminata a la sombra de la necrópolis y eché a caminar por la carretera que bordeaba el puerto de regreso a Barcelona. Un automóvil negro estaba aparcado a una veintena de metros al frente, con las luces encendidas. Una silueta fumaba un cigarrillo en el interior. Al aproximarme, Palacios me abrió la puerta del pasajero y me indicó que subiera.

– Sube, que te acercaré a tu casa. A estas horas no encontrarás ni autobuses ni taxis por aquí.

Dudé un instante.

– Prefiero ir andando.

– No digas tonterías. Sube.

Hablaba con el tono acerado de quien está acostumbrado a mandar y ser obedecido en el acto.

– Por favor -añadió.

Me subí al coche y el policía puso en marcha el motor.

– Enrique Palacios -dijo, ofreciéndome la mano.

No se la estreché.

– Si me deja en Colón, ya me sirve.

El coche arrancó de un tirón. Nos perdimos en la carretera y recorrimos un buen tramo sin despegar los labios.

– Quiero que sepas que siento mucho lo de la señora Monfort.

En sus labios, aquellas palabras me parecieron una obscenidad, un insulto.

– Le agradezco que me salvase usted la vida el otro día, pero tengo que decirle que me importa una mierda lo que usted sienta, señor Enrique Palacios.

– Yo no soy, lo que tú piensas, Daniel. Me gustaría ayudarte.

– Si espera que le diga dónde está Fermín, ya me puede dejar aquí mismo…

– Me importa un comino dónde esté tu amigo. Ahora no estoy de servicio.

No dije nada.

– No confías en mí, y no te culpo. Pero al menos escúchame. Esto ya ha ido demasiado lejos. Esa mujer no tenía por qué morir. Te pido que dejes correr este asunto y que te olvides para siempre de ese hombre, de Carax.

– Habla usted como si lo que está pasando fuese voluntad mía. Yo sólo soy un espectador. La función se la montan entre su jefe y ustedes.

– Estoy harto de entierros, Daniel. No quiero tener que asistir al tuyo.

– Mejor, porque no está usted invitado.

– Hablo en serio.

– Y yo también. Hágame el favor de parar y dejarme aquí.

– En dos minutos estamos en Colón.

– Me da lo mismo. Este coche huele a muerto, como usted. Déjeme bajar.

Palacios aminoró la marcha y se detuvo en el arcén. Me bajé del coche y cerré con un portazo, evitando la mirada de Palacios. Esperé a que se alejase, pero el policía no se decidía a arrancar de nuevo. Me volví y vi que bajaba la ventanilla. Me pareció leer sinceridad, incluso dolor, en su rostro, pero me negué a darles crédito.

– Nuria Monfort murió en mis brazos, Daniel -dijo-. Creo que sus últimas palabras fueron un mensaje para ti.

– ¿Qué dijo? -pregunté, la voz atenazada de frío-. ¿Menciono mi nombre?

– Deliraba, pero creo que se refería a ti. En algún momento dijo que hay peores cárceles que las palabras. Luego, antes de morir, me pidió que te dijese que la dejases marchar.

Le miré sin comprender.

– ¿Que dejase marchar a quién?

– A una tal Penélope. Me imaginé que debía de ser tu novia.

Palacios bajó la mirada y partió con el crepúsculo. Me quedé mirando las luces del coche perderse en la tenebrosidad azul y escarlata, desconcertado. Al poco me en caminé de regreso al paseo de Colón, repitiéndome aquellas últimas palabras de Nuria Monfort sin encontrarles significado. Al llegar a la plaza del Portal de la Paz me detuve a contemplar los muelles junto al embarcadero de las golondrinas. Me senté en los peldaños que se perdían en las aguas turbias, en el mismo lugar donde, una noche ya perdida muchos años atrás, había visto por primera vez a Laín Coubert, el hombre sin rostro.

– Hay peores cárceles que las palabras -murmuré.

Sólo entonces comprendí que el mensaje de Nuria Monfort no iba destinado a mí. No era yo quien debía dejar escapar a Penélope. Sus últimas palabras no habían sido para un extraño, sino para el hombre que había amado en silencio durante quince años: Julián Carax.

Llegué a la plaza de San Felipe Neri al caer la noche. El banco en el que había avistado a Nuria Monfort por primera vez yacía a los pies de una farola, vacío y tatuado a cortaplumas con nombres de enamorados, insultos y promesas. Alcé la vista hasta las ventanas del hogar de Nuria Monfort en el tercer piso y advertí un reluz cobrizo, oscilante. Una vela.

Me adentré en la gruta de la portería oscura y ascendí la escalera a tientas. Me temblaban las manos cuando alcancé el rellano del tercero. Una cuchilla de luz rojiza despuntaba bajo el marco de la puerta entreabierta. Posé la mano sobre el pomo y permanecí allí inmóvil, escuchando. Creí oír un susurro, un aliento entrecortado que provenía del interior. Por un instante pensé que si abría aquella puerta, la encontraría esperándome al otro lado, fumando junto al balcón con las piernas encogidas y apoyada contra la pared, anclada en el mismo lugar en que la había dejado. Suavemente, temiendo molestarla, abrí la puerta y entré en el piso. Las cortinas del balcón ondeaban en la sala. La silueta estaba sentada junto a la ventana, el rostro robado al trasluz, inmóvil, sosteniendo un cirio encendido entre las manos. Una perla de claridad se deslizó por su piel, brillante como resina fresca, para caer después en su regazo. Isaac Monfort se volvió con el rostro surcado de lágrimas.

– No le vi esta tarde en el entierro -dije.

Negó en silencio, secándose los ojos con el envés de la solapa.

– Nuria no estaba allí -murmuró al rato-. Los muertos nunca acuden a su propio entierro.

Echó una mirada alrededor, como si con ello quisiera indicarme que su hija estaba en aquella sala, sentada junto a nosotros en la penumbra, escuchándonos.

– ¿Sabe usted que nunca había estado en esta casa? -preguntó-. Siempre que nos veíamos era Nuria quien acudía a mí. «Para usted es más fácil, padre -decía ella-. ¿Para qué va a subir escaleras?» Yo siempre le decía: «Bueno, si no me invitas no voy a ir», y ella respondía: «No hace falta que le invite a mi casa, padre, se invita a los extraños. Usted puede venir cuando quiera.» En más de quince años no vine a verla una sola vez. Siempre le dije que había escogido un mal barrio. Poca luz. Una finca vieja. Ella sólo asentía. Como cuando le decía que había escogido una mala vida. Poco futuro. Un marido sin oficio ni beneficio. Es curioso cómo juzgamos a los demás y no nos damos cuenta de lo miserable de nuestro desdén hasta que nos faltan, hasta que nos los quitan. Nos los quitan porque nunca han sido nuestros…

La voz del anciano, desnuda de su velo de ironía, hacía aguas y sonaba casi tan vieja como su mirada.

– Nuria le quería a usted mucho, Isaac. No lo dude ni por un instante. Y me consta que ella también se sentía querida por usted -improvisé.

El viejo Isaac negó de nuevo. Sonreía, pero las lágrimas caían sin cesar, calladas.

– Quizá me quería, a su manera, como yo la quise a ella, a la mía. Pero no nos conocíamos. Quizá porque yo nunca la dejé conocerme, o nunca di un paso por conocerla a ella. Pasamos la vida como dos extraños que se han visto todos los días y se saludan por cortesía. Y pienso que quizá murió sin perdonarme.

– Isaac, le aseguro a usted…

– Daniel, es usted joven y pone voluntad, pero aunque he bebido y no sé ni lo que digo, aún no ha aprendido a mentir lo suficientemente bien como para engañar a un viejo con el corazón podrido de miserias.

Bajé la mirada.

– La policía dice que el hombre que la mató es amigo suyo -aventuró Isaac.

– La policía miente Isaac asintió.

– Ya lo sé.

– Le aseguro…

– No hace falta, Daniel. Sé que dice usted la verdad -dijo Isaac, extrayendo un sobre del bolsillo de su abrigo.

– La tarde antes de morir, Nuria vino a verme, como solía hacer años atrás. Me acuerdo de que solíamos ir a comer a un café de la calle Guardia, al que yo la llevaba de niña. Siempre hablábamos de libros, de libros viejos. Ella me contaba a veces cosas de su trabajo, pequeñeces, cosas que se cuentan a un extraño en un autobús… Una vez me dijo que sentía haber sido una decepción para mí. Le pregunté que de dónde había sacado aquella idea absurda. «De sus ojos, padre, de sus ojos», dijo. Ni una sola vez se me ocurrió que tal vez yo había sido una decepción todavía mayor para ella. A veces nos creemos que las personas son décimos de lotería: que están ahí para hacer realidad nuestras ilusiones absurdas.

– Isaac, con el debido respeto, ha bebido usted como un cosaco y no sabe lo que dice.

– El vino convierte al sabio en necio, y al necio en sabio. Sé lo suficiente para comprender que mi propia hija nunca confió en mí. Confiaba más en usted, Daniel, y sólo le había visto un par de veces.

– Le aseguro que se equivoca.

– La última tarde que nos vimos me trajo este sobre. Estaba muy inquieta, preocupada por algo que no me quiso contar. Me pidió que guardase este sobre y que, si pasaba algo, se lo entregase a usted.

– ¿Si pasaba algo?

– Ésas fueron sus palabras. La vi tan alterada que le propuse que acudiésemos juntos a la policía, que fuera cual fuese el problema encontraríamos una solución. Entonces me dijo que la policía era el último sitio al que podía acudir. Le pedí que me revelase de qué se trataba, pero dijo que tenía que marcharse y me hizo prometer que le entregaría a usted este sobre si ella no volvía a buscarlo en un par de días. Me pidió que no lo abriera.

Isaac tendió el sobre. Estaba abierto.

– Le mentí, como siempre -dijo.

Inspeccioné el sobre. Contenía un pliego de cuartillas escritas a mano.

– ¿Las ha leído usted? -pregunté.

El anciano asintió lentamente.

– ¿Qué dicen?

El anciano alzó el rostro. Le temblaban los labios. Me pareció que había envejecido cien años desde la última vez que le había visto.

– Es la historia que usted buscaba, Daniel. La historia de una mujer que nunca conocí, aunque llevara mi nombre y mi sangre. Ahora le pertenece a usted.

Me guardé el sobre en el bolsillo del abrigo.

– Le voy a pedir que me deje solo, aquí con ella, si no le importa. Hace un rato, mientras leía esas páginas, me ha parecido que la reencontraba. Yo, por más que me esfuerce, sólo consigo recordarla como cuando era niña. De pequeña era muy callada, ¿sabe usted? Lo miraba todo, pensativa, y nunca se reía. Lo que más le gustaba eran los cuentos. Siempre me pedía que le leyese cuentos y no creo que haya habido una cría que aprendiese antes a leer. Decía que quería ser escritora y redactar enciclopedias y tratados de historia y filosofía. Su madre decía que todo aquello era culpa mía, que Nuria me adoraba y como pensaba que su padre sólo quería a los libros, ella quería escribir libros para que su padre la quisiera a ella.

– Isaac, no me parece una buena idea que esté usted solo esta noche. ¿Por qué no se viene conmigo? Se queda esta noche en casa, y así le hace compañía a mi padre.

Isaac negó de nuevo.

– Tengo que hacer, Daniel. Váyase usted a casa, y lea esas páginas. Le pertenecen a usted.

El anciano desvió la mirada y me dirigí hacia la puerta. Estaba en el umbral cuando la voz de Isaac me llamó, apenas un susurro.

– ¿Daniel?

– Sí.

– Tenga usted mucho cuidado.

Cuando salí a la calle me pareció que la negrura se arrastraba por el empedrado, pisándome los talones. Apreté el paso y no aflojé el ritmo hasta que llegué al piso de Santa Ana. Al entrar en casa encontré a mi padre refugiado en su butaca con un libro abierto en el regazo. Era un álbum de fotografías. Al verme, se incorporó con una expresión de alivio que le arrancó el cielo de encima.

– Ya estaba preocupado -dijo-. ¿Cómo fue el entierro?

Me encogí de hombros y mi padre asintió gravemente, dando el tema por cerrado.

– Te he preparado algo de cena. Si te apetece, lo recaliento y…

– No tengo hambre, gracias. He picado algo por ahí. Me miró a los ojos y asintió de nuevo. Se volvió y empezó a recoger los platos que había dispuesto en la mesa. Fue entonces, sin saber bien por qué, cuando me acerqué a él y le abracé. Sentí que mi padre, sorprendido, me abrazaba a su vez.

– Daniel, ¿estás bien?

Estreché a mi padre entre mis brazos con fuerza.

– Te quiero -murmuré.

Repicaban las campanas de la catedral cuando empecé a leer el manuscrito de Nuria Monfort. Su caligrafía menuda y ordenada me recordó la pulcritud de su escritorio, como si hubiese querido buscar en las palabras la paz y la seguridad que la vida no había querido concederle.


Date: 2016-01-05; view: 591


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OFICINA DE RECLUTAMIENTO | NURIA MONFORT MEMORIA DE APARECIDOS 1933-1955 1 page
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