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OFICINA DE RECLUTAMIENTO

 

– Aleluya -murmuré.

Sabía lo que contenía sin necesidad de abrir el sobre, pero aun así lo hice por revolcarme en el lodo. La carta era sucinta, dos párrafos de esa prosa varada entre la proclama inflamada y el aria de opereta que caracteriza al género epistolar castrense. Se me anunciaba que en el plazo de dos meses, yo, Daniel Sempere Martín, tendría el honor y el orgullo de unirme al deber más sagrado y edificante que la vida podía ofrecer al varón celtibérico: servir a la patria y vestir el uniforme de la cruzada nacional en la defensa de la reserva espiritual de Occidente. Confié en que al menos Fermín fuera capaz de encontrarle la punta al asunto y hacernos reír un rato con su versión en verso de La caída del contubernio judeo-masónico. Dos meses. Ocho semanas. Sesenta días. Siempre podía dividir el tiempo hasta segundos y obtener así una cifra kilométrica. Me quedaban cinco millones ciento ochenta y cuatro mil segundos de libertad. A lo mejor don Federico, que según mi padre era capaz de fabricar un Volkswagen, podía hacerme un reloj con frenos de disco. A lo mejor alguien me explicaba cómo me las iba a arreglar para no perder a Bea para siempre. Al oír la campanilla de la puerta creí que se trataba de Fermín que regresaba finalmente persuadido de que nuestros empeños detectivescos no daban ni para un chiste.

– Vaya, el heredero vigilando el castillo, como debe ser, aunque sea con cara de berenjena. Alegra ese rostro, chaval, que pareces el muñeco de Netol -dijo Gustavo Barceló, engalanado con un abrigo de camello y un bastón de marfil que no necesitaba y que blandía como una mitra cardenalicia-. ¿No está tu padre, Daniel?

– Lo siento, don Gustavo. Salió a visitar a un cliente, y supongo que no volverá hasta…

– Perfecto. Porque no es a él a quien vengo a ver, y lo que tengo que decirte es mejor que no lo oiga.

Me guiñó el ojo, desenfundándose los guantes y observando la tienda con displicencia.

– ¿Y nuestro colega Fermín? ¿Anda por aquí?

– Desaparecido en combate.

– Supongo que aplicando sus talentos a la resolución del caso Carax.

– En cuerpo y alma. La última vez que le vi vestía sotana y dispensaba la bendición urbi et orbe.

– Ya… La culpa es mía por azuzaros. En buena hora se me ocurrió abrir el pico.

– Le veo un tanto inquieto. ¿Ha sucedido algo?

– No exactamente. O sí, de alguna manera.

– ¿Qué quería contarme, don Gustavo?

El librero me sonrió mansamente. Su habitual gesto altanero y su arrogancia de salón se habían batido en retirada. En su lugar me pareció intuir cierta gravedad, un atisbo de cautela y no poca preocupación.



– Esta mañana he conocido a don Manuel Gutiérrez Fonseca, de cincuenta y nueve años de edad, soltero y funcionario de la morgue municipal de Barcelona desde 1924. Treinta años de servicio en el umbral de las tinieblas. La frase es suya, no mía. Don Manuel es un caballero de la vieja escuela, cortés, agradable y servicial. Vive en una habitación alquilada en la calle de la Ceniza desde hace quince años, que comparte con doce periquitos que han aprendido a tararear la marcha fúnebre. Tiene un abono de gallinero en el Liceo. Le gustan Verdi y Donizetti. Me dijo que en su trabajo lo importante es seguir el reglamento. El reglamento lo tiene todo previsto, especialmente en las ocasiones en que uno no sabe qué hacer. Hace quince años, don Manuel abrió un saco de lona que traía la policía y se encontró con el mejor amigo de su infancia. El resto del cuerpo venía en bolsa aparte. Don Manuel, tragándose el alma, siguió el reglamento.

– ¿Quiere un café, don Gustavo? Se está usted poniendo amarillo.

– Por favor.

Fui a por el termo y le preparé una taza con ocho terrones de azúcar. Se lo bebió de un trago.

– ¿Mejor?

– Remontando. Como iba diciendo, el caso es que don Manuel estaba de guardia el día en que llevaron el cuerpo de Julián Carax al servicio de necropsias, en septiembre de 1936. Por supuesto, don Manuel no se acordaba del nombre, pero una consulta a los archivos, y una donación de veinte duros a su fondo de retiro, le refrescaron la memoria notablemente. ¿Me sigues?

Asentí, casi en trance.

– Don Manuel recuerda los pormenores de aquel día porque según me contó aquélla fue una de las pocas ocasiones en que se saltó el reglamento. La policía alegó que el cadáver había sido encontrado en un callejón del Raval poco antes del amanecer. El cuerpo llegó al depósito a media mañana. Llevaba encima sólo un libro y un pasaporte que le identificaba como Julián Fortuny Carax, natural de Barcelona, nacido en 1900. El pasaporte llevaba un sello de la frontera de La Junquera, indicando que Carax había entrado en el país un mes antes. La causa de la muerte, aparentemente, era una herida de bala. Don Manuel no es médico, pero con el tiempo se ha aprendido el repertorio. A su juicio, el disparo, justo sobre el corazón, había sido realizado a quemarropa. Gracias al pasaporte se pudo localizar al señor Fortuny, padre de Carax, que acudió aquella misma noche al depósito a realizar la identificación del cuerpo.

– Hasta ahí todo encaja con lo que contó Nuria Monfort.

Barceló asintió.

– Así es. Lo que no te dijo Nuria Monfort es que él, mi amigo don Manuel, al sospechar que la policía no parecía tener mucho interés en el caso, y al haber comprobado que el libro que se había encontrado en los bolsillos del cadáver llevaba el nombre del fallecido, decidió tomar la iniciativa y llamó a la editorial aquella misma tarde, mientras esperaban la llegada del señor Fortuny, para informar de lo sucedido.

– Nuria Monfort me dijo que el empleado de la morgue llamó a la editorial tres días después, cuando el cuerpo ya había sido enterrado en una fosa común.

– Según don Manuel, él llamó el mismo día en que el cuerpo llegó al depósito. Me dice que habló con una señorita que le agradeció el que hubiese llamado. Don Manuel recuerda que le chocó un tanto la actitud de dicha señorita. Según sus propias palabras «era como si ya lo supiese».

– ¿Qué hay del señor Fortuny? ¿Es cierto que se negó a reconocer a su hijo?

– Eso es lo que más me intrigaba a mí. Don Manuel explica que al caer la tarde llegó un hombrecillo tembloroso en compañía de unos agentes de la policía. Era el señor Fortuny. Según él, eso es lo único a lo que uno no llega nunca a acostumbrarse, el momento en que los allegados vienen a identificar el cuerpo de un ser querido. Don Manuel dice que es un lance que no le desea a nadie. Según él, lo peor es cuando el muerto es una persona joven y son los padres, o un cónyuge reciente, quienes tienen que reconocerle. Don Manuel recuerda bien al señor Fortuny. Dice que cuando llegó al depósito apenas podía sostenerse en pie, que lloraba como un niño y que los dos policías le tenían que llevar de los brazos. No paraba de gemir: «¿Qué le han hecho a mi hijo?, ¿qué le han hecho a mi hijo?»

– ¿Llegó a ver el cuerpo?

– Don Manuel me contó que estuvo a punto de sugerirles a los agentes que se saltasen el trámite. Es la única vez que se le pasó por la cabeza cuestionar el reglamento. El cadáver estaba en malas condiciones. Probablemente llevaba más de veinticuatro horas muerto cuando llegó al depósito, no desde el amanecer como alegaba la policía. Manuel temía que cuando aquel viejecillo lo viese, se rompería en pedazos. El señor Fortuny no paraba de decir que no podía ser, que su Julián no podía estar muerto… Entonces don Manuel retiró el sudario que cubría el cuerpo y los dos agentes le preguntaron formalmente si aquél era su hijo Julián.

– El señor Fortuny se quedó mudo, contemplando el cadáver durante casi un minuto. Entonces se dio la vuelta y se marchó.

– ¿Se marchó?

– A toda prisa.

– ¿Y la policía? ¿No se lo impidió? ¿No estaban allí para identificar el cadáver?

Barceló sonrió con malicia.

– En teoría. Pero don Manuel recuerda que había alguien más en la sala, un tercer policía que había entrado sigilosamente mientras los agentes preparaban al señor Fortuny y que había presenciado la escena en silencio, apoyado en la pared con un cigarrillo en los labios. Don Manuel le recuerda porque cuando le dijo que el reglamento prohibía expresamente fumar en el depósito, uno de los agentes le indicó que se callara. Según don Manuel, tan pronto el señor Fortuny se hubo marchado, el tercer policía se acercó, echó un vistazo al cuerpo y le escupió en la cara. Luego se quedó con el pasaporte y dio órdenes de que el cuerpo fuese enviado a Can Tunis para ser enterrado en una fosa común aquel mismo amanecer.

– No tiene sentido.

– Eso pensó don Manuel. Sobre todo porque aquello no casaba con el reglamento. «Pero si no sabemos quién es este hombre», decía él. Los policías no dijeron nada. Don Manuel, airado, les increpó: «¿O lo saben ustedes demasiado bien? Porque a nadie se le escapa que lleva por lo menos un día muerto.» Obviamente, don Manuel se remitía al reglamento y no tenía un pelo de tonto. Según él, al escuchar sus protestas, el tercer policía se le acercó, le miró a los ojos fijamente y le preguntó si le apetecía unirse al finado en su último viaje. Don Manuel me contó que se quedó aterrado. Que aquel hombre tenía ojos de loco y que no dudó un instante de que hablaba en serio. Murmuró que él sólo trataba de cumplir con el reglamento, que nadie sabía quién era aquel hombre y que por tanto todavía no se le podía enterrar. «Este hombre es quien yo diga que es», replicó el policía. Entonces cogió la hoja de registro y la firmó, dando por cerrado el caso. Don Manuel dice que esa firma no la olvidará jamás, porque en los años de la guerra, y luego durante mucho tiempo después, volvería a encontrarla en decenas de hojas de registro y defunción de cuerpos que llegaban no se sabía de dónde y que nadie conseguía identificar…

– El inspector Francisco Javier Fumero…

– Orgullo y bastión de la Jefatura Superior de Policía. ¿Sabes lo que significa eso, Daniel?

– Que hemos estado dando palos de ciego desde el principio.

Barceló tomó su sombrero y su bastón y se dirigió hacia la puerta, negando por lo bajo.

– No, que los palos van á empezar ahora.

Pasé la tarde velando aquella funesta carta que me anunciaba mi incorporación a filas y esperando señales de vida de Fermín. Pasaba ya media hora del horario de cierre y Fermín seguía en paradero desconocido. Cogí el teléfono y llamé a la pensión en la calle Joaquín Costa. Contestó doña Encarna, que dijo con voz de cazalla que no había visto a Fermín desde aquella mañana.

– Si no está aquí en media hora, cenará frío, que esto no es el Ritz. No le ha pasado nada, ¿verdad?

– Descuide, doña Encarna. Tenía un recado pendiente y se habrá retrasado. En todo caso, si le viera usted antes de acostarse, le agradecería muchísimo que le dijera que me llamase. Daniel Sempere, el vecino de su amiga la Merceditas.

– Pierda cuidado, aunque le prevengo, yo a las ocho y media me meto en el sobre.

Acto seguido llamé a casa de Barceló, confiando en que tal vez Fermín se hubiese dejado caer por allí para vaciarle la despensa a la Bernarda o arramblarla en el cuarto de planchar. No se me había ocurrido que sería Clara quien contestase al teléfono.

– Daniel, esto sí que es una sorpresa.

Eso mismo digo yo, pensé. Dando un circunloquio digno del catedrático don Anacleto, dejé caer el objeto de mi llamada otorgándole apenas una importancia pasajera.

– No, Fermín no ha pasado por aquí en todo el día. Y la Bernarda ha estado conmigo toda la tarde, o sea que lo sabría. Hemos estado hablando de ti, ¿sabes?

– Pues qué conversación tan aburrida.

– La Bernarda dice que se te ve muy guapo, hecho todo un hombre.

– Tomo muchas vitaminas. Un largo silencio.

– Daniel, ¿crees que podremos volver a ser amigos algún día? ¿Cuántos años harán falta para que me perdones?

– Amigos ya somos, Clara, y yo no tengo nada que perdonarte. Ya lo sabes.

– Mi tío dice que andas todavía indagando sobre Julián Carax. A ver si te pasas un día por casa a merendar y me cuentas novedades. Yo también tengo cosas que contarte.

– Uno de estos días, sin falta.

– Me voy a casar, Daniel.

Me quedé mirando el auricular. Tuve la impresión de que los pies se me hundían en el suelo o de que mi esqueleto encogía unos centímetros.

– Daniel, ¿estás ahí?

– Sí.

– Te ha sorprendido.

Tragué saliva con la consistencia de cemento armado.

– No. Lo que me sorprende es que no te hayas casado ya. Pretendientes no te habrán faltado. ¿Quién es el afortunado?

– No le conoces. Se llama Jacobo. Es un amigo de mi tío Gustavo. Directivo del Banco de España. Nos conocimos en un recital de ópera que organizó mi tío. Jacobo es un apasionado de la ópera. Es mayor que yo, pero somos muy buenos amigos y eso es lo que importa, ¿no te parece?

Se me encendió la boca de malicia, pero me mordí la lengua. Sabía a veneno.

– Claro… Oye, pues nada, felicidades.

– Nunca me perdonarás, ¿verdad, Daniel? Para ti siempre seré Clara Barceló, la pérfida.

– Para mí siempre serás Clara Barceló, punto. Y eso también lo sabes.

Medió otro silencio, de aquellos en los que crecen las canas a traición.

– ¿Y tú, Daniel? Fermín me dice que tienes una novia guapísima.

– Tengo que dejarte ahora, Clara, me entra un cliente. Te llamo un día de esta semana y quedamos para merendar. Felicidades otra vez.

Colgué el teléfono y suspiré.

Mi padre regresó de su visita al cliente con el semblante abatido y pocas ganas de conversación. Preparó la cena mientras yo ponía la mesa, sin preguntarme apenas por Fermín o por la jornada en la librería. Cenamos con la mirada hundida en el plato y atrincherados en la cháchara de las noticias de la radio. Mi padre apenas había tocado su plato. Se limitaba a remover aquella sopa aguada y sin sabor con la cuchara, como si buscase oro en el fondo.

– No has probado bocado -dije.

Mi padre se encogió de hombros. La radio seguía ametrallándonos con sandeces. Mi padre se levantó y la apagó.

– ¿Qué decía la carta del ejército? -preguntó finalmente.

– Me incorporo en dos meses.

Creí que la mirada le envejecía diez años.

– Barceló me dice que me va a buscar un enchufe para que me trasladen al Gobierno Militar en Barcelona después del campamento. Hasta podré venir a dormir a casa -ofrecí.

Mi padre replicó con un asentimiento anémico. Se me hizo doloroso sostenerle la mirada y me levanté a recoger la mesa. Mi padre permaneció sentado, con la vista extraviada y las manos cruzadas bajo la barbilla. Me disponía a fregar los platos cuando escuché los pasos repiqueteando en la escalera. Pasos firmes, apresurados, que castigaban el piso y conjuraban un código funesto. Alcé la vista y crucé una mirada con mi padre. Las pisadas se detuvieron en nuestro rellano. Mi padre se incorporó, inquieto. Un segundo más tarde se escucharon varios golpes en la puerta y una voz atronadora, rabiosa y vagamente familiar.

– ¡Policía! ¡Abran!

Mil dagas me apuñalaran el pensamiento. Una nueva andanada de golpes hicieron tambalearse la puerta. Mi padre se dirigió hasta el umbral y alzó la rejilla de la mirilla.

– ¿Qué quieren ustedes a estas horas?

– O abre esta puerta o la tiramos a patadas, señor Sempere. No me haga repetírselo.

Reconocí la voz de Fumero y me invadió un aliento helado. Mi padre me lanzó una mirada inquisitiva. Asentí. Ahogando un suspiro, abrió la puerta. Las siluetas de Fumero y sus dos secuaces de rigor se recortaban en el reluz amarillento del umbral. Gabardinas grises arrastrando títeres de ceniza.

– ¿Dónde está? -gritó Fumero, apartando a mi padre de un manotazo y abriéndose paso hacia el comedor.

Mi padre hizo un amago de detenerle, pero uno de los agentes que cubría las espaldas del inspector le aferró del brazo y le empujó contra la pared, sujetándole con la frialdad y la eficacia de una máquina acostumbrada a la tarea. Era el mismo individuo que nos había seguido a Fermín y a mí, el mismo que me había sujetado mientras Fumero apaleaba a mi amigo frente al asilo de Santa Lucía, el mismo que me había vigilado un par de noches atrás. Me lanzó una mirada vacía, inescrutable. Salí al encuentro de Fumero, blandiendo toda la calma que era capaz de fingir. El inspector tenía los ojos inyectados en sangre. Un arañazo reciente le recorría la mejilla izquierda, ribeteado de sangre seca.

– ¿Dónde está?

– ¿El qué?

Fumero dejó caer los ojos y sacudió la cabeza, murmurando para, sí. Cuando alzó el rostro exhibía una mueca canina en los labios y un revólver en la mano. Sin apartar sus ojos de los míos, Fumero le clavó un culatazo al jarrón con flores marchitas sobre la mesa. El jarrón estalló en pedazos, derramando el agua y los tallos ajados sobre el mantel. A mi pesar, me estremecí. Mi padre vociferaba en el recibidor bajo la presa de los dos agentes. Apenas pude descifrar sus palabras. Todo cuanto era capaz de absorber era la presión helada del cañón del revólver hundido en mi mejilla y el olor a pólvora.

– A mí no me jodas, niñato de mierda, o tu padre va a tener que recoger tus sesos del suelo. ¿Me oyes?

Asentí, temblando. Fumero presionaba el cañón del arma con fuerza contra mi pómulo. Sentí que me cortaba la piel, pero no me atreví ni a parpadear.

– Es la última vez que te lo pregunto. ¿Dónde está?

Me vi a mí mismo reflejado en las pupilas negras del inspector, que se contraían lentamente al tiempo que tensaba el percutor con el pulgar.

– Aquí no. No le he visto desde el mediodía. Es la verdad.

Fumero permaneció inmóvil durante casi medio minuto, hurgándome la cara con el revólver y relamiéndose los labios.

– Lerma -ordenó-. Eche un vistazo.

Uno de los agentes se apresuró a inspeccionar el piso. Mi padre forcejeaba en vano con el tercer policía.

– Como me hayas mentido y lo encontremos en esta casa, te juro que le rompo las dos piernas a tu padre -susurró Fumero.

– Mi padre no sabe nada. Déjele en paz.

– Tú sí que no sabes ni a lo que juegas. Pero en cuanto trinque a tu amigo, se acabó el juego. Ni jueces, ni hospitales, ni hostias. Esta vez me voy a encargar personalmente de sacarle de la circulación. Y voy a disfrutar haciéndolo, créeme. Me voy a tomar mi tiempo. Se lo puedes decir si lo ves. Porque voy a encontrarle aunque se esconda debajo de las piedras. Y tú tienes el siguiente número.,

El agente Lerma reapareció en el comedor e intercambió una mirada con Fumero, una leve negativa. Fumero aflojó el percutor y retiró el revólver.

– Lástima -dijo Fumero.

– ¿De qué le acusa? ¿Por qué le busca?

Fumero me dio la espalda y se aproximó a los dos agentes que, a su señal, soltaron a mi padre.

– Se va usted a acordar de esto -escupió mi padre.

Los ojos de Fumero se posaron sobre él. Instintivamente, mi padre dio un paso atrás. Temí que la visita del inspector no hubiera hecho más que empezar, pero súbitamente Fumero sacudió la cabeza, riéndose por lo bajo, y abandonó el piso sin más ceremonia. Lerma le siguió. El tercer policía, mi perpetuo centinela, se detuvo un instante en el umbral. Me miró en silencio, como si quisiera decirme algo.

– ¡Palacios! -bramó Fumero, su voz desdibujada en el eco de la escalera.

Palacios bajó la mirada y desapareció por la puerta. Salí al rellano. Cuchillas de luz se perfilaban desde las puertas entreabiertas de varios vecinos, sus rostros atemorizados asomados en la penumbra. Las tres siluetas oscuras de los policías se perdían escaleras abajo y el repiqueteo furioso de sus pasos se batía en retirada como marea envenenada, dejando un rastro de miedo y negrura.

Rondaba la medianoche cuando escuchamos de nuevo golpes en la puerta, esta vez más débiles, casi temerosos. Mi padre, que me estaba limpiando la magulladura que me había dejado el revólver de Fumero con agua oxigenada, se detuvo en seco. Nuestras miradas se encontraron. Llegaron tres nuevos golpes.

Por un instante creí que se trataba de Fermín, que tal vez había presenciado todo el incidente escondido en un rincón oscuro de la escalera.

– ¿Quién va? -preguntó mi padre.

– Don Anacleto, señor Sempere.

Mi padre suspiró. Abrimos la puerta para encontrar al catedrático, más pálido que nunca.

– Don Anacleto, ¿qué pasa? ¿Está usted bien? -preguntó mi padre, haciéndole pasar.

El catedrático portaba un periódico plegado en las manos. Se limitó a tendérnoslo, con una mirada de horror. El papel aún estaba tibio y la tinta fresca.

– Es la edición de mañana -musitó don Anacleto-. Página seis.

Lo primero que advertí fueron las dos fotografías que sostenían el titular. La primera mostraba a un Fermín más relleno de carnes y pelo, quizá quince o veinte años más joven. La segunda revelaba el rostro de una mujer con los ojos sellados y la piel de mármol. Tardé unos segundos en reconocerla, porque me había acostumbrado a verla entre penumbras.

 


Date: 2016-01-05; view: 785


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